UN GRAN SALVADOR
SERIE DE
ESTUDIOS “LA HISTORIA MÁS GRANDE JAMÁS CONTADA”
TEXTO
BÍBLICO: ROMANOS 5:6-11
INTRODUCCIÓN
Un gran
problema requiere de una gran solución. El gran problema del pecado necesita
ser solventado definitivamente para que, como ya dijimos en el estudio
anterior, la humanidad se colapse y acabe autodestruyéndose en algún momento de
la historia. La historia más grande jamás contada, esto es, la historia de la
salvación de Dios a favor del hombre, nos provee de esa solución, y ésta es
Cristo. La cuestión ahora es tratar de hacer entender a la humanidad que
necesita resolver el gran problema del pecado, que no puede resolverlo por sí
misma con sus estrategias y técnicas, y que la salvación se resume en una
persona, la persona de Cristo, el Hijo de Dios. Ahí radica la verdadera
dificultad. Muy pocas personas son receptivas a la idea de arrepentirse y confesar
sus pecados ante Dios solicitando su perdón. Demasiadas personas siguen
pensando que el ser humano es bueno por naturaleza y que éste es capaz de
resolver los problemas de la humanidad a través de la educación, de programas
de rehabilitación o de la psicología. Pocas personas reconocen en Jesús a su
Señor y Salvador, a aquel que puede erradicar de sus vidas la dictadura del
pecado y a aquel que puede darles una vida con propósito y dignidad.
Las
personas, al ser preguntadas sobre Dios, Jesús o la salvación, se encogen de
hombros, afirman que no necesitan ser salvadas de nada o de nadie y asumen que
sus vidas son suyas y que ellas mismas establecerán sus fronteras éticas y
morales sin dar a Dios algún lugar de sus pensamientos. Por eso es preciso y
urgente hacer ver a las personas de qué deben ser salvadas y qué clase de
salvador necesita para que sus vidas cobren una dimensión completa y plena.
Pablo se encarga de esto en unos breves versículos de Romanos en los que hoy
debemos meditar para saber cómo tratar de convencer a aquellos incrédulos que
forman parte de nuestro círculo cotidiano de relaciones.
A. ¿DE QUÉ
DEBEMOS SER SALVADOS?
Seguramente habremos oído hablar de un programa televisivo de denuncia
social llamado “Salvados” (no confundir con “Sálvame”). En este programa suelen
desenmascararse determinadas instituciones, personajes o actitudes intolerantes
e injustas, tratando de “salvar” a los oyentes de una opinión equivocada y
errónea de la cruda realidad. Más allá del arrojo, impertinencia e importunidad
de las que hace gala el presentador, Jordi Évole, lo cierto es que este espacio
televisivo ha abierto los ojos a más de uno sobre cuestiones y asuntos
espinosos de los que teníamos una perspectiva que se nos había inculcado y de la
que nunca hubiésemos dudado. Del mismo modo, el evangelio de Cristo actúa en el
corazón del hombre para hacerle reflexionar sobre si las cosas que nos muestran
como verdades son tales. El mensaje de Cristo pone el dedo en la llaga de
nuestras almas y nos enseña nuestra auténtica esencia y naturaleza sin
disfraces ni máscaras. El evangelio nos desnuda y nos despoja de lo que
pensamos que somos, de lo que los demás piensan de nosotros y de lo que creemos
que debemos ser, y nos expone ante el amor y la justicia de Dios, ante la
podredumbre del pecado y ante la tiranía de Satanás. Pablo, en su conocimiento
de las honduras del ser humano, nos indica qué somos y qué hay en nosotros que
requiere de salvación y redención.
Pablo, en
primer lugar, habla del ser humano como de un ser débil. Esta debilidad puede
demostrarse sin lugar a duda alguna en cada elemento que compone nuestro ser.
Somos débiles físicamente, ya que la enfermedad, el sufrimiento, el dolor y la
muerte se ceban en nosotros. Tal vez hemos podido conseguir aminorar y calmar
ciertas cuotas de dolor y aflicción física a través de tratamientos médicos y
farmacológicos, pero todavía seguimos siendo susceptibles de ver cómo nuestros
miembros, nuestra piel, nuestros huesos y nuestro vigor van menguando a ojos
vista con el paso de los años. Tal vez la cirugía estética haya logrado
milagros visuales y aparentes que puedan engañar a los demás sobre la verdadera
edad de la persona, pero interiormente las células van muriendo hasta
desembocar en el acontecimiento de la muerte corporal más temprano que tarde.
Somos seres frágiles, finitos y lamentablemente en franco deterioro con cada
día que pasa. Necesitamos ser salvados de nuestro sufrimiento, de nuestra
frustración al ver cómo envejecemos y de nuestro culto a un cuerpo que poco a
poco se va desintegrando y apergaminando.
Somos
débiles en nuestra mente. Nuestra capacidad decisoria está siendo afectada por
el pecado y por una inclinación al mal que nos hace pensar maneras de explotar
al prójimo, de dañar a quien envidiamos, de mentir para lograr cosas y de
ascender en el escalafón social pisando a los demás. Somos frágiles mentalmente
porque nos dejamos engañar por lo que percibimos con los sentidos, olvidando la
dimensión trascendente y espiritual que nos rodea. Nos vemos inmersos en
depresiones, psicopatologías como trastornos bipolares, psicosis, psicopatías o
paranoias varias. Nos resquebrajamos por dentro cuando no vemos nuestras metas
cumplidas y nos derrumbamos cuando las cosas no nos salen bien. Necesitamos ser
salvados por los espejismos de nuestra mente cauterizada por el pecado.
Somos
débiles de espíritu. No somos capaces de resistir la tentación que se nos
coloca continuamente delante. Sucumbimos demasiado rápido ante las atractivas
sugerencias que Satanás nos hace, y no nos resistimos a cometer hechos abyectos
para buscar el cumplimiento de nuestros deseos más oscuros. Satanás juguetea
con nosotros a modo de marionetas que son movidas por los hilos de la mentira y
el hedonismo. Aunque pensamos que podemos construir nuestra espiritualidad a
nuestro gusto y según nuestras especificaciones personales, lo cierto es que
somos manipulables y maleables en manos de determinados iluminados de la pseudo-mística.
Necesitamos ser salvados de nuestra inconsciencia y de nuestra volubilidad
espiritual.
En
segundo lugar, Pablo habla del ser humano como impío. Esto quiere decir que el
ser humano es indigno, injusto y perverso. Nuestras motivaciones se dirigen
hacia cometer delitos y fechorías sin cuento. Nada podemos hacer por nosotros
mismos al respecto. Quizá durante un tiempo determinado podamos domar al animal
instintivo que llevamos dentro a base de límites y normas, pero tarde o
temprano, esa fiera interior volverá a revolcarse en su propio vómito. No somos
dignos de ser amados porque no cesamos de perpetrar crímenes, asesinatos,
guerras, violaciones de los derechos del prójimo, blasfemias contra Dios e
injusticias sociales, entre millones de otras lindezas. ¿Quién quiere amar a
alguien que no deja de destruir vidas? ¿Quién desea tener en aprecio a alguien
que no cesa en su empeño de matar, mentir y robar? Con nuestros prejuicios,
nuestra ignorancia supina, nuestra inoperancia y nuestra búsqueda de
satisfacción egoísta, ¿quién querría amarnos y salvarnos? Necesitamos ser
salvados de nuestra habilidad perniciosa de ser lobos para nuestro prójimo.
En tercer
lugar, el apóstol afirma que somos pecadores. Todos pecamos, y por lo tanto,
nadie puede decir que es perfecto moralmente. No importa cuán piadosamente nos
comportemos, o cuantas penitencias nos arranquen gritos de dolor, o cuantos
rezos y obras de justicia queramos traer ante Dios, o cuantos sacrificios le
presentemos. La penosa y trágica realidad es que todos pecamos y estamos
desprovistos de la posibilidad de ser salvos aportando nuestra lista de
méritos. Pecar supone desobedecer flagrantemente los mandamientos de Dios,
rompiendo así con una vida plena y completa en Él. Esta rebeldía trae
quebraderos de cabeza innumerables, muerte a raudales y efectos sumamente
negativos sobre aquellos que conviven junto a nosotros. Ser pecadores significa
permanecer en nuestros trece sin querer el perdón de Dios, sin necesitar
salvación, sin albergar la más mínima duda de que nuestra vida es un ímprobo
intento por seguir respirando dolor, caos y tinieblas. Precisamente necesitamos
un salvador, para que este quiste cancerígeno del pecado pueda ser extirpado
magistralmente por el bisturí de la cruz de Cristo, y así vivir una existencia
gozosa y digna.
Por
último, Pablo considera a toda la raza humana, incluyéndose a sí mismo, por
supuesto, como enemigos de Dios. No es solo que perturbamos la paz y el camino
de los demás con nuestro pecado y rebeldía, sino que nos enfrentamos a cara de
perro con Dios mismo. Le atacamos con nuestras invectivas venenosas, le insultamos
siempre que tenemos oportunidad, le echamos la culpa de todo lo que nos sucede,
blasfemamos su nombre cuando la muerte nos alcanza y tratamos por todos los medios
de difamar a su Hijo y al Espíritu Santo. El ateísmo militante se erige en el
adalid de la razón y de la verdad, aportando ingentes cantidades de argumentos
falaces e improbables, pero que calan de maravilla en la mente de los
ignorantes y de los que buscan una base que les permita vivir sin Dios ni ley.
El ser humano sigue demoliendo cualquier puente que nos acerque a Dios y para
ello no duda en considerar la revelación bíblica como un libro repleto de
camelos, cuentos chinos y contradictorias memorias que se pierden en el tiempo.
Necesitamos ser salvados de esta enemistad, porque si no es así, el infierno y
la ira venidera de Dios espera a aquellos que siguen encastillándose en sus
ideales ateos y en sus principios del descreimiento, sin atender a la llamada
del Espíritu Santo en sus conciencias.
B. ¿QUÉ
CLASE DE SALVADOR NECESITAMOS?
El gran
Salvador que tanto necesitamos, visto el panorama de nuestra paupérrima e
indigna imagen que aparece en el espejo del evangelio de Dios, es Cristo. No
puede ser otro. No existe otro que reúna los requisitos necesarios para
salvarnos de nosotros mismos. Nadie es tan bueno, inocente o intachable como lo
es Cristo, y por lo tanto, solo él es digno de asumir el papel de Salvador de
nuestras vidas. Él es el indicado, en primer lugar, porque murió por nosotros
sin ser merecedores de tal gracia: “Porque
Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.
Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que
alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en
que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” (vv. 6-8). En nuestra
debilidad, en nuestra impiedad y en nuestra inclinación a pecar, Dios estimó
con gran amor cada una de las vidas que había creado sin importar lo negros que
estuvieran sus corazones. Dios no va por ahí buscando a buena gente, o a
personas religiosas, o a personas de trayectoria brillante. Dios se acerca a la
humanidad para dar lo más precioso y preciado que tiene, su único Hijo, a pesar
de que no merecíamos tal merced de su parte. ¿Acaso Dios manda a su Hijo a morir
en la cruz del Calvario porque puede sacar provecho de nosotros? ¿Dios tiene
necesidad de salvarnos porque pudiésemos procurarle cierto placer o
satisfacción? En absoluto. A Dios le complace amarnos a pesar de lo que somos,
de lo que hacemos, de lo que decimos y de lo que pensamos, por el puro deseo de
su voluntad. Y la mayor manifestación de ese amor irreductible es Cristo dando
su vida en la cruz para infundir la vida en nuestros seres yertos y moribundos.
Además,
Cristo es el Salvador ideal porque nos justifica en su sangre. Todos nuestros
pecados son amontonados sobre él, todas nuestras culpas son colocadas sobre sus
hombros, y asume la condena y la sentencia que debíamos acatar por causa de
nuestros desvaríos e iniquidades. Cristo toma nuestro lugar, y cada uno de
nosotros somos imputados con su justicia e inocencia. Por eso, cuando hemos
decidido que Cristo sea nuestro Señor y Salvador, tenemos la certeza de que en
el día del Juicio Final seremos absueltos de todos nuestros delitos y pecados
en virtud del sacrificio de Cristo: “Pues
mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la
ira.” (v. 9). La condenación eterna, la segunda muerte, el infierno y la
perdición, no es algo que deban temer aquellos que confían su vida a Cristo
como Salvador de sus vidas.
Por
último, Pablo nos ofrece una nueva prueba más de lo adecuado de que Cristo sea
nuestro Salvador. Cristo nos reconcilia con Dios. Enemistados como estábamos
con Dios, rebeldes sin causa como éramos en la vida y adversarios de la ley
divina como éramos, Cristo logra lo que parece imposible: volver a retomar la
relación rota que teníamos con Dios. Apartados de sus caminos, vagabundos por
el mundo predicando la inexistencia de Dios, perversos apóstoles de la
incredulidad y el escepticismo, y falsos profetas que distorsionaban la verdad
de la Palabra de Dios, en un momento dado de sus existencias han tenido un
encuentro de reconciliación con Dios que les ha cambiado radicalmente la vida.
En Cristo, por fin, han podido contemplar lo que pueden ser si se dejan
transformar por la obra santificadora del Espíritu Santo. No existe nadie con
una enemistad tan grande contra Dios que Cristo no pueda convertir en una
renovada relación de amor y salvación, y si no, que se lo pregunten al
mismísimo Pablo. Una resplandeciente amistad brota entre el ser humano que
valora la muerte de Cristo como ese puente que Dios tiende para restaurar lo
que se había quebrado en el Edén: “Porque
si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo,
mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no solo esto,
sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por
quien hemos recibido ahora la reconciliación.” (vv. 10, 11).
CONCLUSIÓN
“A grandes males, grandes remedios”,
dice siempre mi madre. ¿Y qué mejor remedio para nuestra debilidad, impiedad,
pecaminosidad y enemistad con Dios que Cristo, aquel que murió por ti y por mí
en la cruz? ¿Qué mejor Salvador que aquel que entregó su propia vida en tu
lugar para que no fueses al infierno de cabeza para toda la eternidad? ¿Qué
mejor redentor que Cristo para volver a Dios después de dar tumbos por la vida?
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