EL CAMINO AL CIELO





SERIE DE SERMONES “EDUCACIÓN CELESTIAL”

TEXTO BÍBLICO: JUAN 14:1-7

INTRODUCCIÓN

      En los últimos años hemos asistido a la proliferación de libros y películas que pretenden mostrar al mundo los entresijos y misteriosos enigmas del más allá. Experiencias extracorpóreas como la del hijo de un pastor americano, el cual es capaz de describir el cielo, o las de un tal Piper que, envuelto en un accidente de coche, es transportado durante 90 minutos a los dominios celestiales, han desembocado en películas y un merchandising de proporciones millonarias. Su interpretación de lo que es el cielo y de lo que se va a hacer allí durante la eternidad choca tan frontalmente con lo que la Palabra de Dios asegura sobre este asunto, que incluso da vergüenza ajena. Sin embargo, lo que es innegable es que estos dos libros han copado los lugares más altos de los best sellers. ¿Por qué este interés repentino sobre las fronteras que existen entre la vida y la muerte en estos últimos tiempos? Si la mayoría de las personas no creen en la vida después de la muerte, ¿cómo es que esta literatura testimonial de algo que no puede demostrarse con realidades palpables prospera en sus ventas? La respuesta proviene de ese sentido de trascendencia que todos los seres humanos tienen, el cual siendo o no arrinconado en las profundidades del alma, suele resurgir para evidenciar que aunque no lo creamos, sí desearíamos que hubiese algo más después de la última frontera.

      Más allá de distorsionadas y subjetivas visiones del cielo que muchos puedan aportar en sus experiencias cercanas a la muerte, y que los doctores atribuyen a una liberación masiva de endorfinas en el cerebro, responsables del placer y la felicidad física, lo cierto es que quien mejor sabe qué es el cielo y cómo se va allí es Jesús. Jesús sabía y conocía a la perfección todos y cada uno de los detalles de nuestra patria celestial, sobre todo porque murió y volvió de la muerte con un cuerpo glorificado del que habremos de revestirnos cuando comparezcamos ante Dios un bienaventurado día. A veces, los teólogos nos enredamos demasiado en disquisiciones sobre las dimensiones del cielo, la naturaleza del mismo o qué haremos allí en la eternidad del tiempo. Otros se preguntan sobre los seres que lo habitan, sobre cuál será nuestro aspecto cuando estemos en la gloria celestial o si reconoceremos a aquellos que nos precedieron. Son preguntas y dudas que razonablemente podemos hacernos, pero que, en ocasiones, nos desvían del meollo de la cuestión. ¿Es el cielo un lugar físico, espiritual o interdimensional? ¿Es un paraíso en el que todo es perfecto y donde el dolor ya no existe? ¿Es un paraje sobrenatural de algodón en el que tañeremos liras cantando himnos por los siglos de los siglos? De nuevo, preguntas teñidas de las imágenes que del cielo se nos ha inculcado a través de la tradición y la interpretación de visiones místicas humanas. 

    En el pasaje de hoy, Jesús quiere dejar muy claro el asunto del cielo y del camino que lleva hasta él. En la última cena que comparte con sus discípulos, y a apenas un paso de ser arrestado, ajusticiado y sentenciado a muerte, Jesús desea inculcar a sus más íntimos seguidores que lo más importante del cielo no es que sea un lugar, una actividad o un evento espiritual. Lo más relevante del cielo es que es una persona, Dios Padre, y que el camino que lleva al Padre es Jesús mismo. En una postrera manifestación a sus apóstoles de lo que iba a suceder en el futuro, Jesús decide sacudir su mente y su espíritu a fin de darse cuenta de que la culminación de su ministerio redentor en la tierra estaba a punto de consumarse. Por eso, tras el anuncio de la negación de Pedro, su supuesto defensor ante las asechanzas de las autoridades religiosas judías, Jesús intenta tranquilizar sus acelerados corazones con palabras de esperanza y con promesas de un porvenir glorioso.

A. MIENTRAS ESPERAMOS LLEGAR AL CIELO

“No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí.” (v. 1)

      Ante la advertencia que Jesús hace a sus discípulos de que la hora de la verdad ha llegado para él, éstos comienzan a denotar en sus rostros la desazón y la lógica preocupación porque Jesús pudiera dejarlos definitivamente. Jesús sabe que ellos van a tener que padecer la punzada amarga de la duda tras su muerte. Sabe que por la mente de cada uno de ellos cruzarán preguntas sin respuesta inmediata, vacilaciones que les quitarán el descanso, y frustración al ver que su maestro pierde la vida en una cruz vergonzosa. Jesús conoce del temor y el pavor que les hará vivir escondidos por miedo a las represalias de la élite religiosa. No iba a ser cosa fácil retornar a la triste realidad después de un sueño tan hermoso y formidable como el que habían tenido junto a él. Jesús sabe todo esto, y por ello, quiere alentarlos y confirmarlos con unas palabras de ánimo. 

    Cuando la turbación y la desesperación estuvieran en un tris de apagar la llama del Reino de los cielos en sus corazones, entonces es cuando más debían recordar a Jesús, el artífice de milagros increíbles y el creador de esperanzas. Cuando las lágrimas de impotencia regaran sus mejillas, entonces es cuando su fe, puesta a prueba, daría sus más maravillosos frutos. Ellos, que habían sido testigos de primera mano de todo lo que Dios hacía por medio de Jesús, debían resistir la tentación de tirar la toalla, de darse por vencidos, de olvidarlo todo. Si su fe estaba anclada en Dios, en el Padre celestial que derramaba gracia, misericordia y bendiciones sin cuento por medio de su Hijo, ahora debían confiar en que Jesús sabía lo que hacía. Y mientras el cielo definitivo no llegase, su sostén y fuerza residiría en seguir creyendo en las promesas de Dios. Ese trocito de cielo que fue trabajar, convivir y compartir junto a Jesús, a su tiempo se convertiría en su meta, mensaje y camino.

    Al igual que los apóstoles, y sabiendo mucho más acerca de Jesús y su misión que los apóstoles, dado el privilegio de tener toda la revelación de Dios entre nuestras manos, nosotros hemos de saber esperar con fe la llegada definitiva de Cristo, el cual nos tomará para vivir eternamente en los cielos. Por eso, no debemos turbarnos cuando las pruebas intenten exasperarnos o arrebatarnos nuestra fe en Dios, sino más bien hemos de encontrar en Jesús, nuestro Señor y Salvador, la fuente de gozo, perseverancia y fe que tanto necesitamos en las vicisitudes de la vida.

B. EL CIELO A SU DEBIDO TIEMPO

“En la casa de mi Padre muchas moradas hay, si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.” (vv. 2-3)

      Jesús no solamente intenta infundir aliento en sus discípulos, todavía pensativos y asombrados al saber de los acontecimientos que se precipitarán rápidamente en las próximas horas. También les deja tres preciosas promesas que siguen estando vigentes para todas las generaciones de creyentes que habrán de venir. Todas estas promesas están ligadas a la esperanza, a un futuro lleno de Dios y colmado de felicidad infinita. Después de toda una vida de batalla continua contra el pecado, contra los enemigos del evangelio y contra la naturaleza perversa que intenta llevarnos al terreno de la desobediencia a Dios, nos espera como si de un oasis en medio del desierto se tratara, el destino más impresionante y anhelado que pueda existir. Jesús no va a desaparecer de la vida de sus apóstoles, ni de la existencia de todos cuantos iban a creer en él, sino que su labor será otra distinta a la que desempeñó cuando era carne y hueso en la tierra. Marchará y ascenderá a los cielos para preparar el lugar de descanso, vida y alegría que la gracia de Dios ya ha dispuesto para cada uno de nosotros, los que hemos decidido creer en Cristo. 

    El hecho de que no dé un número concreto de habitaciones en las mansiones celestiales que Jesús con esmero y amor acondiciona para nosotros, es señal de que Dios espera que todos los seres humanos se arrepientan de sus pecados y confiesen el nombre de Cristo como su Señor y Salvador. Nada indica, como algunas sectas pretenden, que el número de los redimidos tengan un número concreto, fuera del cual se conviertan en salvos de segunda o tercera categoría. Todos los que con fe llaman Padre a Dios y que reconocen a Cristo como su redentor tendrán cabida en las moradas que Cristo prepara hasta que regrese a por su pueblo. Cuando todo esté listo y preparado para nosotros, sea en la vida o sea tras la muerte, Cristo resucitará a los suyos para tomarnos junto a sí. El momento de este día sigue permaneciendo en el misterio, por lo que nosotros solo podemos esperar vigilantemente y en oración ese gran momento de la historia. Por último, Jesús promete que la eternidad en los cielos supone su presencia perpetua. El cielo está donde Jesús está, y por ello, nos garantiza que nadie podrá separarnos nunca jamás de su presencia de amor eterno. El que no ha conocido a Jesús todavía no sabe lo que significa vivir con él, en él y por él, pero si supiera de la felicidad y de la plenitud que supone vivir a la sombra del Omnipotente, gustando de cada palabra de Cristo y siendo enseñado por el Espíritu Santo, desearía pasar toda la eternidad en la presencia de la persona que más nos ama y aprecia en el universo.

C. EL CAMINO HACIA EL CIELO

“Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino. Le dijo Tomás: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino? Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto.” (vv. 4-7)

      Las palabras enigmáticas de Jesús dejan desconcertados a sus discípulos, y de manera especial a Tomás. Si no saben a dónde va Jesús, ¿cómo van a saber el camino que pueda llevarlos a él? Todavía había en su mente una mezcolanza de sentimientos, ideas y sueños que les impedía ver hacia dónde se dirigía Jesús después de la cena. Aún creían en una revolucionaria acción de Jesús que impulsase un movimiento social y político que liberase a Israel de la dominación romana. El hecho de que Jesús les hablase de prendimiento, juicio injusto, tortura, oprobio y muerte repentina, les sonaba a chino mandarín. Jesús, con su anuncio de muerte, había cortocircuitado cualquier esperanza de gobierno terrenal, de autoridad sobre las gentes y de poder y posición política. No, Jesús no se dirigía a soliviantar a las masas para provocar un golpe de estado contra los romanos. Jesús tenía en su mirada la silueta de la cruz del Gólgota, no un trono en el Templo de Jerusalén. Jesús no iba a emprender el camino de la violencia, de la amenaza o de la guerra. Su senda era la senda de la paz, el perdón, el amor y la misericordia.

    Todos los planes y aspiraciones de sus seguidores más cercanos se rompen en mil pedazos. Si no hay revolución, si no hay liberación de la bota del Imperio Romano, ¿entonces qué hay? Si la espada no es la solución a los problemas del pueblo, ¿entonces cuál es el camino que les lleve a instaurar el Reino de los cielos? Tomás hace a Jesús la pregunta que todos tienen en mente: ¿Dónde vas? ¿Cómo podemos ir hacia donde tú te encaminas? Qué poco sabían de lo que los años venideros iban a depararles. Ni siquiera imaginaban que muchos de ellos seguirían el mismo camino de Cristo hacia el cielo: el camino del martirio. El cielo al que Jesús iba tras completar su misión salvadora entre los hombres, es tener comunión con el Padre, y el camino para tener el privilegio de esta comunión gloriosa, era vivir, pensar, amar y servir como Jesús vivió, pensó, amó y sirvió a Dios y a los hombres. Por eso, más que pintar el cielo de colores pastel, de imaginarlo como un mar de algodón, de representarlo como una aburrida reunión de personas religiosas, o de considerarlo un entorno paradisíaco en el que todo es de color de rosa, hemos de pensar en el cielo en términos personales. El cielo es Dios y Cristo es el camino al cielo. John Dyer afirmó una gran verdad en cuanto a que solo hay un camino a Dios y a las moradas celestiales: “Una persona puede ir al cielo sin salud, sin riquezas, sin honores, sin haber aprendido nada, y sin amigos, pero nunca sin Cristo.” No existe una verdad que se compare a esta ni una vida que pueda opacar la vida eterna que recibimos de Cristo para vivirla junto a nuestro Padre que está en los cielos, y al que conocemos a través de su Hijo. No existe ningún camino alternativo a Cristo que nos conduzca al cielo, porque como dijo una vez Jean de la Bruyere, “solo hay un camino para llegar, y mil para alejarse.”

CONCLUSIÓN

    Como dijo Stanislaw Jerzy Lec, “el que busca el cielo en la tierra, se ha dormido en clase de geografía.” El mundo busca el cielo en el aquí y el ahora por medio de placeres y promesas vanas de satisfacción materialista. Sin embargo, solo en Cristo, en nuestra comunión con él, en la habitación del Espíritu Santo en nuestros corazones, podemos atisbar ese trocito de cielo en la tierra que es la comunidad de fe. El cielo nos espera, porque Dios mismo nos espera, a su debido tiempo, para descubrir todo un universo de bendiciones y toda una eternidad repleta de la presencia de Cristo: “Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios.” (Apocalipsis 21:3)

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