UN GRAN COMPROMISO





SERIE DE ESTUDIOS “LA HISTORIA MÁS GRANDE JAMÁS CONTADA”

TEXTO BÍBLICO: ROMANOS 10:8b-13

INTRODUCCIÓN

      Según el diccionario de la RAE, un compromiso puede definirse de dos maneras. La primera como “una obligación contraída por una persona que se compromete o es comprometida a algo”, y la segunda como “acuerdo formal al que llegan dos o más partes tras hacer ciertas concesiones cada una de ellas.” Comprometerse, pues, adquiere una doble vertiente: la de una obligación moral de ser leales a la palabra dada en ese acuerdo o contrato, y la de una concesión voluntaria y pactada de determinados requerimientos que beneficien a ambas partes. ¿Y esto que tiene que ver con la historia más grande jamás contada? ¿De qué manera se relaciona con un gran Creador como es Dios, con un gran propósito para todo lo creado, y especialmente para el ser humano, con un gran problema como es el pecado y con un gran Salvador como es Cristo? La conexión es fácilmente observable. Sin una adhesión completa, fiel y consecuente de cualquiera de las partes del compromiso, el caos se desata y todo deja de tener sentido. Ya sabemos que de Dios, una de las partes del compromiso, podemos esperar verdad, fidelidad y toneladas de gracia, pero ¿qué podemos esperar del ser humano en este pacto?

      Si el ser humano no cumple con las condiciones establecidas en el compromiso que hace con Dios, esto es, desobedece flagrantemente cualquiera de las disposiciones acordadas, de algún modo desecha y menosprecia a un Dios que lo ha creado, olvida su propósito de felicidad y gloria, enmascara y justifica su pecado y se convierte en enemigo de Cristo y todo lo que éste representa. De ahí que Pablo emplee a su propio pueblo, el pueblo judío, como ejemplo de esta realidad en los vv. 1-3: “Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios.” El ruego que Pablo derrama ante Dios solicitando la salvación de sus compatriotas es un ruego persistente y continuo que solamente puede proceder de un corazón entristecido. El apóstol da fe de que Israel quiere preservar su identidad y su culto a Dios, pero el judaísmo está fallando en las formas y en el fondo. Él mismo era un celoso y pertinaz defensor del judaísmo: “Porque ya habéis oído acerca de mi conducta en otro tiempo en el judaísmo, que perseguía sobremanera a la iglesia de Dios, y la asolaba; y en el judaísmo aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres.” (Gálatas 1:13-14). Pero ahora, tras su encuentro con Cristo, es capaz de ver su error y de transmitir a los suyos que han escogido una justicia propia muy alejada de la justicia de Dios. Israel es el que interpreta las concesiones del compromiso a su conveniencia, en vez de dejar que sea Cristo quien les muestre el camino de la salvación: “Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia de todo aquel que cree.” (Romanos 10:4).

     Creo necesario en este punto volver a reconocer el compromiso que todo ser humano debería suscribir ante Dios para reconducir su equivocada manera de vivir y para alcanzar la salvación de su alma. Este compromiso está exquisitamente descrito y resumido en el texto bíblico que hoy nos ocupa. Pablo desea que los receptores de esta carta entiendan con la suficiente claridad y nitidez cuáles son las concesiones que Dios hace en nuestro favor y cuáles son aquellas que debemos hacer nosotros si deseamos ser salvos. El apóstol parece como uno de aquellos maestros de la más tierna infancia que nos dictaba en voz alta para aprender a escribir y comprender lo escrito: “Ésta es la palabra de fe que predicamos” (v. 8b). Este es el compromiso verbal en el que depositamos nuestra confianza en un Dios que no miente ni se escaquea de sus obligaciones, y este es el compromiso que tenemos a gala poder transmitir a toda la raza humana, viene a decir Pablo. No hay otro compromiso distinto, o retocado, o alternativo. Este es el compromiso que Dios quiere adquirir y que nosotros hemos de anhelar cumplir para nuestro bien.

A. CLÁUSULA PRIMERA: FE Y CONFESIÓN

     La primera cláusula del compromiso tiene que ver, primero con nuestra fe, e inmediatamente después con la confesión verbalizada. Aunque aquí Pablo coloca en primer lugar la confesión y luego la fe interior, sabemos que el orden apropiado es que primero se cree y luego se reconoce lo creído, y así él lo remarca en el versículo siguiente: “Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos serás salvo. Porque con  el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.” (vv. 9-10). La fe es imprescindible para que el gran compromiso que entablamos con Dios tenga efectos de bendición y eficacia. Es preciso creer en la resurrección de Cristo, lo cual lleva aparejada la idea de obra redentora completada tras su muerte en la cruz. “Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan”, reza Hebreos 11:6. Sin fe, por tanto, incumplimos el requerimiento contractual con Dios y lo invalidamos para nuestra desgracia. El corazón debe creer si quiere recibir la justicia de Cristo, y así poder ser objeto de la gracia divina. No hay salvación ni perdón de pecados si nuestro compromiso carece de fe y confianza.

     Además de la fe, y como consecuencia de ella, debe haber confesión pública de la adhesión al gran compromiso que adquirimos con Dios en Cristo. Esta confesión es sencilla y complicada a la vez. Es sencilla porque el yugo de Cristo es fácil y ligero, porque no se trata de sumergirnos en una religiosidad hipócrita y legalista que olvida el espíritu de la ley encarnado en Jesús. Pero a la vez es complicada porque demanda de nosotros que nuestro reconocimiento de que Cristo es nuestro Señor se vea acompañado de un testimonio de vida consecuente y digno. Nuestra naturaleza carnal y pecaminosa, nuestros enemigos en la ruta de la vida y Satanás van a tratar de que quebrantemos el acuerdo formal de fe que hemos hecho en nuestros corazones. Pero siempre nuestra voz deberá proclamar lo que ya es un hecho en nosotros, que Cristo es nuestro Señor y que solo a él debemos pleitesía y obediencia, sin miedo ni vergüenza. De ahí que el bautismo por inmersión sea un acontecimiento público en el que el candidato al mismo reconozca ante todos los reunidos que deja atrás la vida vieja y comienza una nueva andadura sobre las huellas de Cristo.

B. CLÁUSULA SEGUNDA: GARANTÍAS Y PROMESAS DE DIOS

     La siguiente cláusula que este gran compromiso recoge es una especie de garantía por parte de Dios. El propio Señor se compromete y liga su promesa a que el ser humano sea leal en su fe: “Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado.” (v. 11) Esta declaración de la revelación de Dios es la que debe infundir al ser humano, la otra parte del compromiso, a cumplir con sus deberes y obligaciones con mayor ahínco y pasión. Todos aquellos que hemos depositado nuestra fe en nuestro Señor Jesucristo, podemos decir con Pablo lo siguiente: “Que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos.” (2 Corintios 4:8-10). Un creyente de verdad nunca se va a sentir defraudado, decepcionado o desilusionado con Dios, porque Dios siempre cumple con su parte, aunque a algunos les parezca que no es así. Como Pablo, podemos afirmar de viva voz esta realidad espiritual: “Porque yo no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree.” (Romanos 1:16).

C. CLÁUSULA TERCERA: UNIVERSALIDAD DE LA SALVACIÓN

     La última cláusula de este gran compromiso con Dios del que nunca deberíamos olvidarnos se refiere a la universalidad de la salvación. Seguramente en el apóstol Pablo muchas de las renovadas disposiciones del evangelio de Cristo chocarían frontalmente contra sus estructuras de pensamiento tradicionales. Y una de estas chocantes enseñanzas sería la de saber que la salvación de Dios estaría disponible para toda criatura humana, y no solo para el pueblo escogido de Dios, esto es, Israel: “Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” (vv. 12-13). ¡He aquí un doloroso golpe para aquellas confesiones o denominaciones cristianas que creen que fuera de sus límites nadie puede ser salvo! Para Dios no hay acepción de personas, ni favoritismos caprichosos, ni elitismos religiosos. Dios acoge con los brazos abiertos a todos aquellos hombres y mujeres que voluntariamente deciden vivir al abrigo del gran compromiso del evangelio de gracia y redención en Cristo. Precisamente, porque Dios es un Dios de gracia, bondad y misericordia, quiere que todos vengan al arrepentimiento, y no solo unos pocos predestinados elegidos arbitrariamente. Otra cosa será si aceptan los términos del compromiso desde el libre albedrío, por supuesto. Ya no existen barreras para tener comunión directa, íntima y entrañable con Dios, como el velo del Templo simbolizó tras la muerte de Cristo en la cruz. Ya no existen fronteras de raza, nacionalidad, sexo o estatus social. Solo existe el individuo ante Dios, con la posibilidad de comprometerse de por vida con el gran Creador, con el que da propósito a la existencia, con el que nos libra del gran problema del pecado, con el que entrega a su único Hijo en propiciación por nuestros desvaríos e iniquidades. Si la persona escoge invocar el nombre del Señor estará dando entrada en su narrativa vital a Dios para siempre con todos los beneficios y bendiciones que esto conlleva. Pero si la persona blasfema contra el Espíritu Santo, despreciando así el compromiso que Dios compasivamente le ofrece, contemplará en el presente y en el porvenir los efectos de su insensatez y de su obtusa auto-justicia personal.

CONCLUSIÓN

     Es reconfortante poder confesar con nuestra boca que el gran compromiso con Dios ha sido rubricado y confirmado cada día de nuestras vidas. Todas y cada una de las cláusulas del acuerdo logrado con el Señor han sido cumplidas a pies juntillas, sin que nunca faltase una de sus promesas por hacerse realidad. Nos toca hacer nuestra parte, viviendo de acuerdo a su voluntad, actuando conforme a sus directrices y dejándonos transformar por la obra santificadora del Espíritu Santo.

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