RECOMPENSAS CELESTIALES
SERIE DE
SERMONES “EDUCACIÓN CELESTIAL”
TEXTO
BÍBLICO: 1 CORINTIOS 3:10-15
INTRODUCCIÓN
En mis
tiempos mozos, y creo que en los de muchos de los aquí presentes también, un
par de gamberretes y díscolos niños marcaron mis horas de ocio y lectura. En
esos tebeos de hojas amarillentas y colores vivos que mi padre me compraba en
el mercado y que podía cambiar a la semana siguiente por otro nuevo por un
duro, dos personajes mellizos llamados Zipi y Zape llenaron muchos ratos de mis
siestas veraniegas con sus aventuras, desventuras y traviesas artimañas.
Después de haber leído decenas y decenas de sus historietas, siempre había un
tema recurrente, una línea conductora que enlazaba todos y cada uno de los
episodios de estos dos niños rebeldes. Este tema era el de las buenas obras. No
había tebeo de ellos en los que tuviesen que hacer la buena obra del día y así
recibir de su padre, Don Pantuflo, un nuevo vale que perteneciese a una de las
partes de un par de bicicletas que recompensarían una trayectoria de buenas
acciones. Zipi y Zape siempre tenían esa meta en mente cada vez que ayudaban a
una viejecita a cruzar la calle, cada vez que sacaban una buena nota en el
colegio o cada vez que atrapaban casi sin quererlo al Manitas de Uranio. Su
nobleza les aupaba en su objetivo en determinados momentos, pero también sus
imprudencias y desobediencias les llevaban a ver cómo algún que otro vale
volvía a los bolsillos de su estricto padre.
Muchos de
nosotros somos también muy parecidos a Zipi y Zape, y no hablamos de nuestra
infancia en la que perpetrábamos gamberradas despreocupadas, sino de nuestra
adultez y de nuestro estado espiritual. No estoy queriendo comparar a Dios con
Don Pantuflo, por supuesto, pero salvando las distancias, el texto que escribe
Pablo a los corintios sobre las recompensas celestiales tiene algo de similitud
con la entrañable y nostálgica ilustración que he empleado. Pablo no está
hablando de los dos destinos eternos, del cielo y del infierno, de la salvación
y de la perdición. No es una enseñanza dirigida a los incrédulos que dicen que
no hay Dios, ni cielo, ni infierno. Es una lección magistral breve y sucinta
del apóstol para que el creyente de todos los siglos, y no solo el corintio,
realice un examen y un análisis pormenorizado de su madurez espiritual y de sus
expectativas escatológicas. Sabiendo que las obras de justicia son el resultado
práctico y palpable de nuestra fe, conociendo que por obras no somos
justificados y entendiendo que las obras son las marcas identificadoras de una
vida santa y dependiente de Dios, Pablo abre nuestra mente al porvenir en los
cielos desde el presente aquí en la tierra. Ambas dimensiones temporales y
espaciales no pueden existir por sí solas, sino que están estrechamente
entrelazadas e influenciadas. Lo que hagamos en este mundo tendrá eco en la
eternidad, dijo el protagonista de “Gladiator”, y no le faltaba razón si
hablamos de las recompensas futuras que obtendremos al vivir para Cristo en el
ahora.
A. EL
FUNDAMENTO Y FUENTE DE LAS RECOMPENSAS CELESTIALES: CRISTO
“Conforme a
la gracia que me ha sido dada, yo, como perito arquitecto, puse el fundamento,
y otro edifica encima; pero cada uno mire como sobreedifica. Nadie puede poner
otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo.” (vv. 10-11)
El
apóstol exhibe su capacidad metafórica al comparar la vida del creyente con una
edificación, con una casa que día tras día va creciendo sobre la base de un
cimiento sólido e inmutable. Él mismo se considera un perito arquitecto que
coloca este fundamento en los corazones de aquellos que le escuchan predicar el
evangelio de la gracia y la verdad de Cristo. Pablo es un siervo de Dios que
por la gracia del Señor simplemente comienza una obra de construcción que cada
creyente, de manera individual y personal, deberá continuar a través de sus
obras de justicia. Pablo no se considera a sí mismo como un ejemplo sobre el
que sus consiervos deben edificar su vida. El apóstol se remite al único, perfecto,
inamovible y sólido cimiento que puede sostener todo cuanto el creyente vaya
sobreedificando sobre éste, se remite a Cristo. Nuestro fundamento no es un
sistema ético, ni una serie de tradiciones y costumbres humanas, ni el
magisterio de la iglesia. No se trata de construir sobre normas, leyes o
reglamentos fríos que enmascaren la hipocresía de nuestros actos. Se trata de
sobreedificar sabiamente, teniendo en cuenta cómo lo hacemos y siendo
conscientes de que nuestra labor de construcción deberá pasar un control de
calidad celestial.
El
análisis espiritual que Pablo propone aquí es un análisis particular y
personal. En ningún momento Pablo se erige en juez de la vida de los demás. El
apóstol no quiere convertirse en el policía o en el inspector de obra de turno
que tenga que recomponer lo que uno ha sobreedificado. Solo Dios tiene esa
prerrogativa de valorar y estimar la calidad del material con el que vamos
construyendo nuestra vida. Hemos de alejarnos de cualquier espíritu de juicio o
de condena del hermano, para rogar a Dios que sea Él el que tome cartas en
cualquier asunto en el que la vida del hermano cojee. Cada uno debe velar y
vigilar por su propia vida, por cómo sobreedifica, por cómo adquiere madurez y
crecimiento espiritual sobre la base de Cristo. Cristo, en su tribunal final
será el que dará la recompensa debida a cada uno de sus discípulos tras haber
comprobado la calidad de nuestras obras en vida.
B.
MATERIALES Y CONTROL DE CALIDAD DE LA CONSTRUCCIÓN
“Si alguien
edifica sobre este fundamento con oro, plata y piedras preciosas, o con madera,
heno y hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta, porque el día la
pondrá al descubierto, pues por el fuego será revelada. La obra de cada uno,
sea la que sea, el fuego la probará.” (vv. 12-13)
Todos
somos constructores de nuestra propia vida. Si nuestro cimiento está en Cristo,
nuestras obras serán como esos materiales de construcción que van soportando el
peso del resto de acciones que seguiremos haciendo hasta el día de nuestra muerte.
Del mismo modo que en una edificación usual, partiendo de la base de que la
losa de cimentación está hecha de un material firme, estable y fuerte como es
la mezcla de acero y hormigón, los primeros pilares deberán ser también lo
suficientemente resistentes para poder sostener el primer forjado del primer
piso. Como cristianos, ya hemos dicho que Cristo es el fundamento más seguro,
pero ahora depende de nosotros que el edificio siga creciendo y progresando
eligiendo correctamente los materiales de construcción de mayor calidad y
resistencia. Cuando el control de calidad de Dios pruebe la estabilidad y la
durabilidad de cada uno de los elementos del edificio, ahí nos veremos
retratados como insensatos o como prudentes, como negligentes o como fieles. Según
lo que Pablo plantea en estos versículos, existen dos clases de creyentes: los
que construyen dando lo mejor de sí mismos a Dios y al prójimo, es decir, los
que usan oro, plata y piedras preciosas para construir su vida de fidelidad a
Dios, y los que edifican dando las
sobras de su vida a los demás y al Señor, los cuales emplean madera, heno y
hojarasca para cumplir el expediente.
Tal vez en
el presente sea difícil considerar quién es quién en esta distinción
espiritual. Pero esa no es nuestra tarea, es trabajo de Dios establecer esa
diferencia. Lo que sí podemos hacer es valorar nuestra propia vida a la luz de
tres sencillas preguntas que nos ayudarán a comprobar la calidad de nuestras
acciones, palabras y pensamientos sobre la base de Cristo. La primera pregunta
que deberíamos hacernos tiene que ver con nuestras motivaciones: ¿Por qué hago
las cosas? ¿Qué me motiva a servir a Dios o a los demás? ¿Es amor sincero por
mi prójimo o es demostrar a los que me observan hacer el bien que soy una gran
persona? ¿Ayudo para sentirme bien conmigo mismo sin que me importe la historia
de aquel al que auxilio? ¿Lo hago para imitar a Cristo o para ir ganando puntos
ante Dios? ¿Hago el bien por obligación o por devoción? ¿O solo socorro al
necesitado solo para recibir las bendiciones de Dios en vez de hacerlo como una
ofrenda a Dios que habla del amor que siento por Él?
La segunda
pregunta se refiere a nuestra práctica diaria del evangelio de Cristo: ¿Qué es
lo que hago? ¿Lo que hago es bueno o malo? ¿Bendice a los demás o los lastima y
daña? ¿Mis palabras son bálsamo para los demás o son puñales que se clavan en
el corazón? ¿Mis pensamientos obedecen a un deseo ferviente de hacer la
voluntad de Dios o se someten a mis anhelos más oscuros? ¿Mis obras se dirigen a
procurar la paz, la justicia y el amor allí por donde voy o más bien se
inclinan a promover peleas, injusticias y odios a modo de caballo de Atila?
Pablo ya nos dice que tenemos que asumir que llegará un día en el que deberemos
ajustar cuentas con Dios: “Porque es
necesario que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno
reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea
malo.” (2 Corintios 5:10). La tercera pregunta nos permitirá analizar el
cómo hacemos las cosas. ¿Las hacemos a regañadientes o ponemos todo nuestro ser
y excelencia en hacerlas? ¿Servimos a los demás con pasión o con
desapasionamiento? ¿Lo hacemos viendo a Jesús en nuestro prójimo o lo hacemos a
disgusto y para disimular nuestro disgusto e incomodidad? Todas estas preguntas
y muchas más deberían estar ante nosotros cuando, de vez en cuando, examinamos
nuestras vidas a la luz del fundamento de Cristo.
En el
momento en el que el fuego de Dios sea encendido en nuestras construcciones,
habrá muchas caras sorprendidas y muchos gritos de espanto y asombro. Si hemos
construido nuestras vidas con obras dignas de Dios, efectivas en su proyección
y duraderas en su esencia, el fuego dejará incólume nuestro edificio de oro,
plata y piedras preciosas. Pero si hemos edificado nuestras existencias con
acciones indignas de un Dios santo, aparentes pero poco útiles, y perecederas,
el fuego de Dios solo dejará cenizas sobre cenizas, y todos podrán ver que la
motivación y la manera de hacer las cosas había sido solo un espejismo, muy
hermoso, sí, pero que a los ojos de Dios no merece su consideración. Nuestras
miserias quedarán al descubierto entre heno, hojarasca y madera humeantes.
C.
RECOMPENSAS Y CHAMUSQUINA
“Si
permanece la obra de alguno que sobreedificó, él recibirá recompensa. Si la
obra de alguno se quema, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo,
aunque así como por fuego.” (vv. 14-15)
Así como
uno edifica, así recibe su merecido. Aquellos creyentes que se mostraron
sinceros y auténticos en su motivación para hacer buenas obras, aquellos que
vivieron piadosamente buscando hacer el bien en cuanta ocasión se les
presentase, y aquellos que fueron excelentes en su servicio a los demás,
recibirán de Cristo una serie de galardones y recompensas de inmensa valía y
honra. Pablo, hablando de sí mismo, de esa pelea que ya llegaba a su último
round, sentencia lo siguiente: “He
peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo
demás me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día; y no solo a mí, sino a todos los que aman su venida.” (2
Timoteo 4:7-8). Pedro, hablando a los ancianos y pastores de la iglesia de
Cristo, les emplaza a recibir la recompensa a su trabajo y ejemplo: “Y cuando aparezca el Príncipe de los
pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria.” (1 Pedro
5:4). En cuanto a los que no sucumbieron a la tentación para permanecer
santos ante Dios, Santiago dice lo siguiente: “Bienaventurado el hombre que soporta la tentación, porque cuando haya
resistido la prueba, recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que
lo aman.” (Santiago 1:12).
Sin
embargo, aquellos creyentes que trabajaron indignamente del llamamiento de
Dios, que no pusieron el corazón en las cosas que llevaron a cabo, cuyos
motivos no eran lo puros que pudiese desearse, cuya conducta no fue coherente
con su fe y cuyo servicio a Dios y a los demás fue más interesado y
espectacular que eficaz y sincero, olerán a chamusquina. No perderán su
salvación, por supuesto, pero sí se lamentarán al comprobar que las coronas,
galardones y premios de Cristo, tan gloriosas, y tan maravillosas, pasan de
largo de ellos. Paulo Coelho, escritor de fama internacional, ya dijo que “si uno ama esperando una recompensa,
estará perdiendo el tiempo.” Estos cristianos estarán esperando en vano el
fruto de sus acciones, pero solamente recibirán olor a quemado y a humo. Son
aquellos de los que habla Pablo en Colosenses 2:18, diciendo: “Nadie os prive de vuestro premio,
afectando humildad y culto a los ángeles, entremetiéndose en lo que no ha
visto, vanamente hinchado por su propia mente carnal.” Este versículo es un
aviso para navegantes que haríamos bien en tener presente cada vez que queramos
hacer obras dignas de nuestro supremo llamamiento en Cristo Jesús, Señor
nuestro.
CONCLUSIÓN
La
perseverancia y la constancia a la hora de hacer el bien sin mirar a quien
nunca debe depender de lo que podamos recibir de Dios. Nuestras acciones y
palabras siempre deben ver reflejada su imagen en el espejo de Cristo si
queremos que éstas sean aprobadas por Dios y sean tenidas por dignas de ser
recompensadas por Él. No seamos como Zipi y Zape, que hacían el bien para
lograr una bicicleta. Más bien, seamos nobles y atentos para con todos por amor
de Cristo. Todo hemos de hacerlo con acción de gracias, con sinceridad, con
excelencia y con un espíritu de amor genuino y no fingido. Si caminamos por la
vida teniendo esto en mente, no desesperes hoy porque el mañana con Cristo será
una fiesta llena de regalos y galardones
que nos auparán a las cotas más altas de satisfacción y felicidad.
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