UN GRAN PROBLEMA
SERIE DE
ESTUDIOS “LA HISTORIA MÁS GRANDE JAMÁS CONTADA”
TEXTO
BÍBLICO: ROMANOS 3:9-12, 19-20, 23.
INTRODUCCIÓN
Un
universo creado por Dios, y en éste, una creación especial y distinguida de las
demás criaturas, el ser humano. Suena realmente bien si solamente nos ceñimos a
esta parte de la historia más grande jamás contada. Si solo nos quedáramos con
un cosmos lleno de orden y maravillas sin cuento, si solo nos quedáramos con
una tierra fértil y repleta de frutos y animales hermosos, si solo nos
quedáramos únicamente con el episodio de la creación insólita del ser humano,
varón y mujer, cuyo propósito era el de glorificar a Dios y disfrutar de Él,
sería un cuento de hadas en los que los finales son felices y se comen
perdices. Lo triste es que, en medio de un gran entorno privilegiado, próspero
y afortunado, aparece también un gran problema. Si definiésemos el gran problema
que surge en el Edén, la aparición del pecado y la caída del ser humano en
desgracia ante los ojos de Dios, como “proposición
o dificultad de solución dudosa”, acertaríamos, ya que por sí mismo el ser
humano es incapaz de solventar la papeleta del pecado. Si este gran problema
tuviese el significado de “conjunto de
hechos o circunstancias que dificultan la consecución de algún fin”, de
nuevo atinaríamos, puesto que el pecado es precisamente esa serie de acciones o
situaciones que no nos permiten vivir nuestras existencias de manera plena y de
acuerdo al diseño original de Dios. Y si, por último, consideráramos el gran
problema del pecado desde la óptica de “un
disgusto o preocupación”, desde luego que lo es, ya que provoca en nuestra
alma, cuerpo y espíritu una desazón continua e insostenible que amarga
cualquier instante bueno del que pudiésemos gozar en vida.
T. S.
Eliot, poeta, dramaturgo y crítico literario, dio en la diana de este gran
problema al afirmar lo siguiente: “La
mayor parte de los problemas del mundo se deben a la gente que quiere ser
importante.” En el Edén podemos constatar esta realidad. El ser humano, no
conforme con un contexto idílico y perfecto, decide sucumbir a la tentación que
Satanás pone ante él de ser como Dios, de darse más importancia de la debida y
de la recomendable. Elige ser alguien que no es y se arroga de una capacidad,
la de discernir el bien del mal, que solo le va a traer quebraderos de cabeza y
de manera fulminante, la muerte en todos sus aspectos. La historia que empieza
tan bien se tuerce abruptamente por causa del pecado, dejando la huella
dramática de la condenación en cada corazón humano. Desde entonces hasta ahora,
y mientras el ser humano camine sobre la faz de este mundo, el pecado rondará y
esclavizará a la humanidad. Noam Chomsky, escritor y activista político
norteamericano, refleja este gran problema tan actual como siempre de este
modo: “El verdadero problema del mundo
es cómo impedir que salte por los aires.”
Normalmente, cuando una persona con alguna clase de adicción acude a la
consulta del psicólogo, psiquiatra o facultativo, lo primero a lo que se le
anima es a reconocer que tiene un problema de dimensiones terribles. Si no se
parte de la base de una confesión genuina de que se tiene un problema grave de
adicción, es virtualmente imposible atajarlo y resolverlo con eficacia y
detalle. Del mismo modo, el ser humano es un adicto al pecado. Por muchas ganas
que tengamos de ayudar a una persona a cambiar su dinámica vital, si éste no
tiene deseos de hacerlo, estaremos trabajando en vano. Es preciso que el
pecador reconozca que sus caminos son erróneos, equivocados, vacíos y
depravados si quiere que su vida sea transformada por el poder de la obra
redentora de Cristo. Sin embargo, ¿a cuántas personas conocemos que de verdad
se reconocen como pecadores, como personas malvadas, como individuos que
prefieren hacer el mal que ayudar a los demás, como seres humanos que viven
egoístamente para ellos mismos sin considerar al prójimo? Son muy pocas, ¿verdad?
¿Quién quiere asumir que está tomando decisiones equivocadas en la vida o que
sus actos influyen negativamente en los demás? ¿Quién quiere dejar a un lado su
orgullo para dejar que Dios se ocupe de su vida? ¿Quién desea confesar su culpa
y su pecado? Ciertamente muy pocos.
A.
RADIOGRAFÍA DEL ALMA HUMANA
En el
pasaje bíblico de hoy, Pablo hace una radiografía brutal de quiénes somos
cuando el gran problema del pecado nos hace suyos y controla nuestros actos,
palabras y pensamientos. Sin cortapisas, sin pelos en la lengua y sin
eufemismos de baratillo, el apóstol pone las cartas sobre la mesa sobre nuestra
auténtica naturaleza: “Hemos demostrado
que todos, tanto judíos como gentiles, están bajo el pecado” (v. 9). No
somos buenos en esencia, aunque podamos hacer algo bueno o podamos prodigar
alguna clase de beneficio a alguien: “Como
está escrito: No hay justo, ni aún uno” (v. 10). No somos capaces de vivir
recta y honestamente ante Dios y los que nos rodean. No somos justos, ni con
los demás ni con nosotros mismos. Juzgamos y prejuzgamos a diestra y siniestra
a todos cuantos se cruzan en nuestro camino, lo queramos reconocer o no. Nos
volvemos contra nosotros mismos cuando nos auto-defraudamos y cuando nos
despreciamos y menospreciamos. No somos sabios ni conocedores de la verdad, al
menos no de la verdad genuina: “No hay
quien entienda” (v. 11). Somos sabios en nuestra propia opinión, hablamos
de lo que nos interesa y saltamos a la yugular de cualquiera que piense
distinto a nosotros. Somos ignorantes de los propósitos de Dios para nuestras
vidas y vagamos por el mundo queriendo considerarnos inteligentes en cuestiones
científicas sin valorar aquello que es principal y fundamental: el espíritu y
el alma dadas por Dios.
No
sabemos que es la humildad o la honradez: “No
hay quien busque a Dios” (v. 11). Somos vanidosos y altivos en todo momento,
mientras damos rienda suelta a la superficialidad, a la aparatosidad y a las
ansias de ser famosos en un mundo de apariencias e hipocresías. No buscamos la
rectitud en todas nuestras sendas: “Todos
se desviaron” (v. 12). Preferimos dejar que sean las emociones, las
sensaciones y las modas las que dicten nuestros pasos. Tomamos atajos
convenientes para escapar del compromiso y la responsabilidad para con Dios y
para con los demás. No somos de provecho para nada, sino que más bien somos
zancadilla y tropezadero a los que nos rodean: “A una se hicieron inútiles” (v. 12). Somos más que corruptos,
corruptores. Destrozamos vidas con mentiras bien calculadas, anulamos
autoestimas con insultos y murmuraciones difamatorias, y somos unos inútiles de
tomo y lomo en lo que se refiere a procurarnos la salvación y la vida eterna
por nuestros propios lamentables medios. No nos mostramos bondadosos a menos
que podamos sacar algo para nuestro provecho: “No hay quien haga lo bueno, no hay siquiera uno” (v. 12). Somos
malvados a rabiar porque es más fácil destruir que construir, odiar que amar,
envidiar que alegrarse por el bienestar de los demás, desobedecer que obedecer.
¡Menudo panorama y menuda radiografía del espíritu humano que tenemos ante
nosotros! ¡Vaya problemón tenemos entre manos! Pablo no dulcifica lo que somos,
porque de otro modo nos engañaríamos a nosotros mismos considerándonos buena
gente por naturaleza.
B. LA
RADIOGRAFÍA DE LA LEY
“Pero
sabemos que todo lo que la Ley dice, lo dice a los que están bajo la Ley, para
que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios, porque
por las obras de la Ley ningún ser humano será justificado delante de él, ya
que por medio de la Ley es el conocimiento del pecado… Por cuanto todos pecaron
y están destituidos de la gloria de Dios.” (vv. 19-20, 23)
Este gran
problema del pecado provoca también en el ser humano la intención de silenciar
la ley de Dios. No nos conviene que estén escritas y ante nosotros todas
aquellas prescripciones que nos señalan directamente como culpables. No nos
interesa que la Palabra de Dios nos desnude y nos arrebate la máscara de las
apariencias. No queremos que existan cortapisas y obstáculos a nuestro deseo de
hacer lo que nos venga en gana sin pensar en las consecuencias de nuestros
actos. Pero, lo queramos o no, ahí está, inmutable, perfecta, iluminadora y
reveladora, bendita y hermosa, la ley de Dios que nos descubre quiénes somos y
qué podemos hacer para remediarlo. Ante la ley de Dios no podemos ofrecer
ningún tipo de excusas. No podemos reinterpretar a nuestro gusto los
mandamientos de Dios, ni podemos retocar y distorsionar aquellas normas que no
se ajustan a nuestra depravada manera de vivir. Podemos intentarlo, sí, pero
tarde o temprano, la ley que está escrita en nuestros corazones no nos dejará
descansar hasta que reconozcamos nuestra vana existencia. Sabernos reos de
muerte y convictos por causa del pecado que libremente cometemos es el comienzo
de una nueva vida, una regeneración completa de nuestro ser que se muestra
contraria a nuestra antigua y tenebrosa vida. Si hacemos caso omiso a la
revelación bíblica, inspirada por Dios para nuestro bien y nuestra salvación,
el resultado será el lloro y crujir de dientes cuando el día del juicio final
llegue.
Dará
igual si hemos ayudado a los más necesitados, si hemos amado a quienes nos
amaban, si hemos dado grandes cantidades de dinero a causas humanitarias, si
hemos dedicado nuestra vida a colaborar como voluntarios en oenegés, si hemos
rezado mil padrenuestros y cien mil avemarías, si nos hemos entregado a enseñar
la paz y la justicia social: los méritos no nos librarán de lo que en realidad
somos y de lo que en realidad merecemos. De nada sirve hacer sin creer,
socorrer sin poner el alma o renunciar a todo sin amar a Dios y al prójimo. De
nada nos aprovechará para nuestra salvación todas nuestras buenas obras, si
solo con un acto de desobediencia derrumbamos nuestros castillos de naipes de
merecimientos y medallas. Nadie puede auto-justificarse apelando a una pretendida
santidad de vida. Nadie, ni aún uno solo, podrán arrogarse la posibilidad de
salvar su pellejo de la muerte eterna a causa de sus buenas acciones. Todos sin
excepción hemos estado fuera de la posibilidad de la redención, puesto que
todos hemos pecado y nos hemos apartado de la fuente de vida que es Dios. Todos
pecamos, y esto hace que no podamos resolver nuestro gran problema sin ayuda.
No podemos acceder a la gloria de Dios sin que alguien se apiade de nosotros y
de nuestra condición imperfecta y rota.
CONCLUSIÓN
Eduardo
Mendoza, escritor español, dijo en una ocasión que “un problema deja de serlo si no tiene solución.” Por eso, cuando
hablamos de que el ser humano tiene un gran problema en su naturaleza
pecaminosa, es porque existe una solución. Esa solución es Cristo. El pecado ha
sido derrotado en la cruz del Gólgota a través de la muerte expiatoria de
Jesucristo, el cual, siendo intachable, inocente e impecable, se sacrificó
voluntariamente en nuestro lugar. Dios proporcionó al ser humano una solución
definitiva ante este problema, y solo espera que cada persona que escucha el
evangelio de Cristo, tome la mejor decisión de su vida y deje que el perdón de
Dios en Cristo resuelva su gran problema. Todo comienza por arrepentirse de una
vida entera de pecado, por confesar la necesidad de solventar este gran
problema y por seguir a Jesucristo día a día en obediencia y fiel caminar.
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