POR UN PLATO DE LENTEJAS
SERIE
DE ESTUDIOS SOBRE GÉNESIS “JACOB EL SUPLANTADOR”
TEXTO
BÍBLICO: GÉNESIS 25:27-34
INTRODUCCIÓN
La
expresión “vender
a alguien por un plato de lentejas”
viene a sugerir la idea de realizar una transacción muy poco
ventajosa, irrisoria y hasta vergonzosa. Cuando eres capaz de
desprenderte de algo de mucho valor por algo tan común y sencillo
como un plato de lentejas, demuestras depreciación y desprecio. Es
restar importancia a un objeto o a una persona al trocarlos por una
baratija de precio extremadamente ridículo.
Es una forma de humillar a alguien, de traicionarlo prácticamente
por nada, de considerarlo una nulidad. Si alguien te vende por un
plato de lentejas, es que éste nunca te ha amado, nunca te dio la
dignidad merecida, y le importa un bledo salir perdiendo en el
cambio. No hay nada peor que saber que se están deshaciendo de tu
compañía y amistad desde la burla y la innoble actitud del desdén.
Las lentejas pueden estar muy buenas, con su choricito y su
zanahoria, pero nunca deberían ser la contrapartida de una alevosa
desilusión. Vender a alguien por un plato de lentejas supone vender
por dos duros algo cuyo precio es abrumadoramente mayor.
En
la vida, a menudo solemos realizar esta operación, bien con personas
o bien con principios y valores fundamentales de la ética y de la
moral. Somos capaces de renunciar a nuestras creencias para ir tras
espejismos del deleite. Nos olvidamos de nuestra coherencia y
testimonio para perseguir sueños y deseos hedonistas que nos
prometen una satisfacción momentánea y efímera. Dejamos de cumplir
con nuestros votos para meternos en camisas de once varas que solo
nos depararán sinsabores. Aparcamos nuestra ética cristiana para
nadar con la corriente de tendencias atractivas en su apariencia,
hasta que nos damos cuenta de que hemos naufragado estrepitosamente.
Vendemos a Dios por cosas, objetos, hábitos y modas que lo único
que logran es un caótico amasijo de idolatrías que no nos permiten
disfrutar de las bendiciones que el Señor está dispuesto a
ofrecernos. ¡Cuántos platos de lentejas probaremos en la vida
mientras subestimamos lo que Dios tiene para nosotros si le servimos
y adoramos en exclusiva!
1.
DOS MUCHACHOS DIAMETRALMENTE OPUESTOS
Recordaremos que, en su
nacimiento, Esaú y Jacob ya habían escenificado la clase de
relación que iban a entablar en el futuro. Esa disputa fraternal iba
a marcar para siempre el devenir de la familia, no sin que también
los padres, Isaac y Rebeca, interviniesen decisivamente en éste. El
tiempo pasa tras el milagro conceptivo de Rebeca, y los niños
cumplen con las etapas del desarrollo personal que los convierte en
unos jóvenes singulares y con personalidades y caracteres bastante
diferenciados: “Crecieron
los niños. Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo; pero
Jacob era hombre tranquilo, que habitaba en tiendas.” (v. 27)
No
podría haber dos temperamentos que pudieran estar más en las
antípodas. Esaú era un chicarrón del norte, amante del campo y de
la montaña, que pasaba horas y horas mejorando su destreza con el
arco y las flechas. Era un auténtico fanático de la supervivencia,
de acechar a sus presas, de buscar nuevas sendas que le procurasen la
oportunidad de aportar carne a la dieta familiar. Tal vez no podrías
verlo, pero sí podías olerlo cuando el viento traía el efluvio de
su contacto con la naturaleza. Era un rudo y sencillo cazador que no
miraba más allá del día a día, de seguir disfrutando de la
creación de Dios y de sus técnicas cinegéticas. Amaba la soledad y
sus prioridades eran simples y cortoplacistas. Era la imagen del
nomadismo en todo su esplendor.
Por
otro lado, tenemos a Jacob. Éste había escogido permanecer en las
tiendas, aprendiendo de la vida comunitaria, de los quehaceres
hogareños, de las actividades propias del sedentarismo. A diferencia
de su hermano Esaú, el cual esculpía su cuerpo a golpe de
escaramuzas por el campo, Jacob ejercitaba con mayor disciplina y
frecuencia las artes de la mente. Aprendió a cocinar junto a su
madre y tuvo la oportunidad de recibir una educación mucho más
esmerada al amparo de los maestros y visitantes de las tiendas. Su
genio era tranquilo, apaciguado y paciente. Poseía un autocontrol y
una templanza que contrastaban con la impulsividad de su hermano
Esaú. Gustaba de rodearse de otras personas y siempre miraba cada
una de sus metas desde una óptica largoplacista. Había cultivado un
talante un tanto maquiavélico que le permitía conseguir sus deseos
y objetivos, tal y como veremos a continuación.
Tal
vez el hecho de que estos dos hermanos fuesen tan distintos en su
manera de ser y en su estilo de vida, obedecía a que sus padres
exacerbaron de algún modo estas diferencias tan confrontadas: “Y
amó Isaac a Esaú, porque comía de su caza; pero Rebeca amaba a
Jacob.” (v. 28)
Los favoritismos hacen acto de aparición aquí para acabar de
rematar la faena. No es que los padres no amasen a sus hijos. Pero lo
que sí era bastante perceptible es que cada progenitor tenía
predilección por uno en concreto. A Isaac le encantaba Esaú, porque
Isaac era carnívoro y le pirraba cualquier vianda de caza que su
primogénito le traía cada día. Isaac contemplaba en el velludo y
robusto Esaú la continuación de la saga familiar, y se complacía
cada vez que el olor punzante del campo entraba en su tienda. Por
otro lado, a Rebeca le encantaba tener a su vera a Jacob. Siempre
estaba ayudándola en las faenas caseras, y disfrutaba de su compañía
en cada momento, mientras ésta lo instruía y educaba en su tienda.
Era el hijo de su corazón, a pesar de que fuese el segundo en nacer.
Este reparto de afectos acentuó más si cabe el abismo existente
entre ambos muchachos en términos de afinidad.
2.
UN GUISO SOSPECHOSAMENTE APETECIBLE
Precisamente,
esa brecha que se iba a ir ensanchando con el paso del tiempo entre
Esaú y Jacob, se concreta en un episodio que, a pesar de que no
parece que tenga mucha importancia en un principio, influirá
decisivamente en el porvenir de ambos hermanos: “Guisó
Jacob un potaje; y volviendo Esaú del campo, cansado, dijo a Jacob:
—Te ruego que me des a comer de ese guiso rojo, pues estoy muy
cansado. (Por eso fue llamado Edom.)” (vv. 29-30)
Jacob tenía muy buena mano con la cocina, y sabía preparar guisados
deliciosos que toda su familia degustaba. El potaje que había
elaborado Jacob, aunque parece a simple vista un plato más, no era
tal cosa, tal y como veremos más tarde. Ahí estaba Jacob, sentado
fuera de las tiendas, en un fuego con su olla lanzando señales
olorosas de que se estaba cociendo algo sabroso y suculento, como
quien no quiere la cosa. De repente, aparece en escena Esaú, todo
sudoroso, lleno de polvo y mugre, con cara de cansado tras toda una
jornada buscando presas que cazar. Tras consumir sus energías
corriendo de un lado a otro, su cuerpo se halla exhausto, y su
estómago comienza a gruñir como un lobo hambriento. Y en cuanto
divisa a Jacob removiendo el potaje, y el aroma a comida llega a sus
sensores olfativos, la boca se le hace agua.
Aproximándose
a Jacob, y echando un vistazo al guiso que borbotea en la marmita,
solamente piensa en llenar la panza a toda costa. No se plantea otras
opciones culinarias: solo quiere comer del potaje que su hermano
tiene ya listo. Sus papilas gustativas ya están en modo
alimentación, y la sangre se concentra más en el vientre que en el
cerebro. Con un ruego voraz, Esaú le pide a Jacob que tenga
misericordia de él, y que le ofrezca un buen plato de lentejas con
el que satisfacer su gran apetito. Está que se muere de hambre, y ya
no aguanta mucho más. Se siente desfallecer y exagera su estado de
gazuza para ver si puede obtener de su hermano una muestra de gracia
y compasión. Esaú podría haber ido perfectamente a la alacena de
su tienda, y haberse preparado un buen banquete, pero se le ha metido
en la mollera que solamente el guiso de su hermano saciará
completamente sus deseos. A raíz de este episodio, y a causa de la
querencia imperiosa de probar el caldo rojo de las lentejas, Esaú
será más conocido como Edom, vocablo que en hebreo significa,
“rojo.”
La
respuesta de Jacob nos advierte de la clase de persona con la que
estaba tratando Esaú: “Jacob
respondió: —Véndeme en este día tu primogenitura.” (v. 31)
El oportunismo en su máxima expresión. Jacob no estaba allí por
casualidad. No había preparado el suculento manjar colorado de
legumbres de forma azarosa. Todo formaba parte de un plan tan bien
conformado que sorprende en un joven de su edad. Jacob sabía cuándo
iba a llegar Esaú, por dónde iba a pasar tras sus actividades
campestres, y lo mucho que le gustaría servirse un buen plato de
lentejas en ese instante. Conocía con detalle la psicología que
movía a su hermano, y tenía la certeza de que Esaú iba a caer de
cabeza dentro de la ratonera que le había preparado con tanto
esmero. Esaú era muy impulsivo y temperamental, y sin margen a la
duda, se rendiría ante el menú que le tenía preparado en el
caldero. Por ello, cuando Esaú le pide que le dé de este guiso,
Jacob sabe que tiene en su mano dar un golpe de efecto magistral.
A
Jacob no le ablanda el corazón observar el estado famélico de su
hermano. Las emociones no son lo suyo a tenor de su propuesta a Esaú.
“Si
quieres un plato a rebosar de mis lentejas, tendrás que darme algo a
cambio. El precio del potaje es tu derecho de nacimiento, tu
primogenitura.”
¡Vaya con Jacob! ¡Menuda hermandad parece mostrar el benjamín de
la familia! Antes de seguir con la historia, es menester saber en qué
consistía la primogenitura en aquellos tiempos. El primogénito era
el primer hijo de un matrimonio. Éste debía ser honrado por toda la
familia y los padres tenían la obligación de consagrarlo y
dedicarlo a Dios. El primogénito tenía una serie de privilegios
especiales que incluían entre otros el de ejercer autoridad sobre el
resto de sus hermanos, la oportunidad de recibir de su padre una
bendición especial, heredar la posición de su padre tras su deceso,
y en ausencia o enfermedad del padre, era el que se convertía en
cabeza y sacerdote de la familia. En términos legales, el
primogénito tenía la prerrogativa de ser receptor de una doble
porción de la herencia de su padre. En lo que respecta a Jacob y a
Esaú, la primogenitura era, de algún modo, la garantía de que el
que la detentase, sería el depositario de la promesa de Dios de
forjar un gran pueblo para bendición de todas las naciones. Por
ello, comprobamos que Jacob no estaba bromeando sobre su petición de
intercambio.
3.
CUANDO EL ESTÓMAGO HABLA MAS ALTO QUE TU CEREBRO
Esaú,
que ya solo piensa con sus jugos gástricos, ni siquiera reflexiona o
medita su contestación; él lo que quiere es comer lentejas y
rebañar el plato. No hay nada más urgente e importante que esto:
“Entonces
dijo Esaú: —Me estoy muriendo, ¿para qué, pues, me servirá la
primogenitura?” (v. 32) Aquí
comprobamos la clase de prioridades que Esaú tenía en la vida:
primero llenar la andorga, y después ya se verá. ¿Esaú se estaba
muriendo literalmente de hambre? Por supuesto que no. Muchas veces
hiperbolizamos nuestros sentimientos y emociones para lograr algo de
los demás, y a Esaú le tiene sin cuidado la primogenitura, algo muy
lejano y abstracto en estos instantes de hambre. No se para a pensar
ni un minuto en las repercusiones de lo que acaba de decir en voz
alta, obedeciendo más al rugido de su barriga que a la voz de la
razón. El instinto de supervivencia se superpone al consejo de la
conciencia y del sentido común, y sucumbe ante la artimaña de su
hermano Jacob.
Jacob
se frota las manos, pensando en dar el golpe de gracia y salirse con
la suya, pero no antes sin rubricar formal y seriamente el trato con
el juramento de su hermano: “Dijo
Jacob: —Júramelo en este día. Él se lo juró, y vendió a Jacob
su primogenitura.” (v. 33)
Esaú realizó el juramento con rapidez y premura inusitadas, pero
con la validez necesaria como para que Jacob reclamase sus
privilegios en el futuro. Ahora sí, temblando de entusiasmo y
babeando de satisfacción, Jacob le sirvió una buena ración de
potaje de lentejas junto con un chusco de pan para mojar en el caldo
y que no quedase una sola legumbre en el plato: “Entonces
Jacob dio a Esaú pan y del guisado de las lentejas; él comió y
bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la
primogenitura.” (v. 34)
Fue visto y no visto. En menos de lo que canta un gallo, Esaú se
había acabado el potaje, había terminado con el pan y se había
bebido el agua. Y tal como vino, se fue. Sin comentar el pacto
sellado, ni preguntar sobre cómo deshacer el juramento dado. Para
Esaú fue un acto transaccional más, pero para Jacob fue el primer
paso hacia la conquista de sus sueños de grandeza y prosperidad.
Todo lo que englobaba la primogenitura fue vendido por unos minutos
de goce y disfrute.
He
ahí el mal que padece el ser humano también hoy día. Vender la
honra y el testimonio por unos minutos de escarceos con el sexo, el
dinero o las sustancias estupefacientes nunca sale a cuenta. El
escritor de Hebreos recoge este pasaje de la vida de Jacob y Esaú
para advertir contra la posibilidad de que en la iglesia de Cristo se
infiltren personas dadas a la fornicación y a la mundanalidad,
identificadas en la persona de Esaú: “Que
no haya ningún fornicario o profano, como Esaú, que por una sola
comida vendió su primogenitura. Ya sabéis que aun después,
deseando heredar la bendición, fue desechado, y no tuvo oportunidad
para el arrepentimiento, aunque la procuró con lágrimas.”
(Hebreos 12:16-17)
Muchos creyentes con trayectorias ejemplares han visto cómo éstas
han sido abatidas y destruidas por unos momentos de delectación
carnal y hedonista, y ya no han podido levantar cabeza por mucho que
han querido hacerlo. El estigma de unos segundos de infracción de la
santa ley de Dios siempre deja la cicatriz indeleble de la
desconfianza.
CONCLUSIÓN
¿Qué
podemos aprender de este relato? Sobre todo, que es una grandísima
temeridad intentar cambiar la nueva vida que tenemos en Cristo por
sucedáneos engañosos y pecaminosos. Dejar que sean nuestros
instintos más salvajes e irracionales los que dirijan nuestras
decisiones suele aparejar miseria y desolación de por vida.
Arrinconar el sentido común que Dios nos ha dado, la capacidad de
reflexión desde la Palabra de Dios, y la oportunidad de saber
discernir espiritualmente cada camino que emprendemos con vistas al
porvenir, es la mayor de las imprudencias que podríamos cometer.
Esaú, tal y como veremos en posteriores estudios, pagó muy
severamente las consecuencias de su insensata e impulsiva elección.
Evitemos
en lo posible que esto nos suceda a nosotros, y valoremos lo que Dios
nos da por encima de cualquier otra cosa. No traicionemos a Dios por
un plato de lentejas que simplemente satisface nuestros cuerpos unos
meros instantes, dando la espalda a una vida eterna que llena por
completo todo nuestro ser.
HOY EN DIA LA CLASE POLÍTICA VENDE SU CONCIENCIA POR PODER Y DINERO Y FAMA QUE TRISTE REALIDAD HOY EN DIA
ResponderEliminar