SIETE PALABRAS FINALES Y APASIONADAS


SERMÓN DE VIERNES SANTO
TEXTOS BÍBLICOS: MATEO 27:46; LUCAS 23:23, 34, 46; JUAN 19:26-28, 30
INTRODUCCIÓN
Resulta estremecedor recoger aquellas últimas frases que de Jesús se registraron en los evangelios. Si por un instante pensásemos sobre las circunstancias que rodean estas expresiones que procedían de las entrañas de un hombre que, sabiéndose inocente, caminaba tortuosamente por las empedradas calles de Jerusalén llevando sobre sus espaldas el instrumento de su muerte, necesitaríamos litros y litros de tinta con los que describir el fondo de cada una de sus manifestaciones postreras sobre la faz de una tierra que abominaba de él. Chorreante de sangre, lacerado hasta el hueso por los feroces azotes romanos, siendo objeto de los esputos e insultos del gentío, con la mirada vagando de un lugar a otro a causa de su extenuación extrema, Jesús da un paso más hacia el lugar de la vergüenza y el oprobio. Sus músculos llenos de tensión, heridos por el esfuerzo agónico de cargar sobre sus hombros el madero áspero con el que iba a ser ajusticiado injustamente, su frente agujereada por una corona de espinas bufonesca, y sus ropas manchadas por hematomas múltiples, tiñendo de carmesí la blancura y la factura hermosa de sus últimas pertenencias terrenales.
Aquellos que lo habían visto entrar triunfalmente por las puertas de Jerusalén, aquellos que habían gritado a voz en cuello la bienaventurada llegada del Mesías a la ciudad santa, aquellos que se las prometían felices al poner todas sus esperanzas en Jesús para revolucionar al fin el estatus quo religioso y político, ahora recorrían tras las muchedumbres excitadas el camino que conducía al Gólgota. Lloraban y se lamentaban a causa de su frustración, de su confianza destrozada, de sus ilusiones truncadas. Otros, unos pocos discípulos, la mayoría mujeres, encubiertos para no ser reconocidos por la enfervorizada masa humana, sollozaban al contemplar impotentes el fin de sus sueños personalizados en Jesús. El espectáculo dantesco del que eran testigos de excepción estaba derrumbando cualquier posibilidad de comprender el giro tan desconcertante de los acontecimientos. No acababan de entender cómo era posible que el destino de su maestro fuese tan indigno y descorazonador. De todas maneras, junto con la marabunta de personas que solamente sabían ladrar improperios, chanzas e injurias, se aprestaron con el objetivo de dejar marcada en su memoria todo cuanto sucedía en esta escenificación de la ignominia y la injusticia.
1. LA PALABRA DEL PERDÓN
Mientras clavaban con rudeza a Jesús a la cruz que se iba a alzar en la silueta del monte del castigo, los alaridos de otros dos criminales se mezclaban con los del maestro de Nazaret. Macetazo a macetazo, el hierro se abría paso a través de los ligamentos, músculos y huesos de los brazos de Jesús. La sangre salpicaba la madera sin desbastar, los ojos de Jesús mirando al cielo que se oscurecía cada vez más, los dedos crispados de dolor entumeciéndose y retorciéndose dantescamente. Las burlas y escarnios seguían lloviendo sobre él, y la humillación suprema se sustanció en el instante en el que, levantado por varios soldados, fue colocado en el hueco de la roca para convertirse en la imagen del sufrimiento y del padecimiento más macabra. Con un grito sofocado por los accesos de asfixia, y dirigiendo su mirada a aquellos que lo zaherían de mil maneras distintas,Jesús decía: —Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lucas 23:34)
Cualquiera de los allí presentes podía esperar de un condenado a muerte palabras de reproche, de venganza, de desesperación. La furia que inunda las venas de aquel que sube al patíbulo para morir sin haber sido juzgado con todas las garantías y derechos, seguramente provocaría la ebullición de sus instintos más feroces y violentos. Amenazas y acusaciones saldrían de sus enronquecidas gargantas, insultos contestando a otros insultos, desafiantes y osadas manifestaciones verbales que, al menos, pudieran contrarrestar los altisonantes y tóxicos comentarios vertidos en contra suya. Jesús tenía todo el derecho a sentirse ofendido. Tenía también la ocasión de intentar defenderse hasta el último suspiro de las invectivas lanzadas por sus detractores. Podía haber alzado su voz ofreciendo un postrer discurso a los espectadores sobre la hipocresía de quienes lo habían condenado.
Sin embargo, Jesús conoce el corazón y los ánimos inflamados de aquellos que ahora se abalanzan inmisericordemente sobre la carroña deforme que es ahora él. Ve en ellos odio, rencor, miedo a ser puestos en entredicho por el populacho, la amenaza a todo cuanto han construido en torno a la verdad de Dios, un sentido fanático por el deber, y dosis incalculables de envidia y codicia. A pesar de que Jesús tenía argumentos de peso más que suficientes para barrer de un solo soplido a sus enemigos, para descender de la cruz con el poder de su majestad y divinidad, y para dejar pasmadas a las multitudes con su gloria y magnificencia, Jesús simplemente los perdona a todos. No hay mala sangre, ni dobles intenciones, ni sarcasmo en sus palabras. Sabe que, en realidad, todas estas personas que participan en buscar su muerte, no tienen ni idea de lo que están haciendo. No han aceptado que sea el Mesías de Dios, el Salvador de Israel, y, por lo tanto, no pueden asumir que están demostrando su ira contra el Señor. Si supieran de verdad, si aceptaran sinceramente quién era Jesús, seguramente este suceso no hubiese ocurrido jamás.
Jesús sigue perdonándonos a pesar de todo. Hoy sí sabemos quién es Jesús y la obra redentora que ha realizado en nuestro favor. Y, no obstante, seguimos insultándole, ofendiéndole y denigrándole por medio de nuestras palabras, hechos y pensamientos. ¿Seguirá perdonándonos Jesús? Por supuesto que sí. Si confiesas delante de él aquellas transgresiones que has llevado a cabo en contra de su voluntad, y te arrepientes de tus pecados, él es fiel y justo para perdonarte y librarte de todo mal. Él marcó el camino del perdón para cada uno de nosotros, y en obediencia y admiración por esta actitud de amor en el preciso instante de su inminente fallecimiento, todos nosotros hemos de comulgar con esta clase de reacción cuando somos agraviados sin importar si nosotros debemos recibir las disculpas o no. Haz tuyas estas palabras cuando alguien te haga daño, y deja que el perdón fluya en tu vida y en la vida de tus enemigos.
2. LA PALABRA DE LA ESPERANZA
Por si el acoso y derribo de las multitudes fuera poco, de repente, en medio del sufrimiento de sus dos acompañantes de tortura, Jesús escucha a duras penas las ásperas manifestaciones de uno de ellos. En lugar de concentrarse en la aflicción propia, en la reconsideración de sus actos y en rogar a Dios clemencia y gracia, a fin de entrar en el paraíso con buen pie, uno de los delincuentes que flanquean a Jesús escupe un desafío preñado de irreverencia e ignorancia: “—Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.” (v. 39) Genio y figura hasta la sepultura. Estremeciéndose de dolor y rabia, el anónimo criminal no se arrepiente de sus hechos delictivos, ni se declara culpable de su suerte. Simplemente quiere recurrir a una supuesta última oportunidad hecha carne en Jesús para evitar la inevitable muerte. Con los ojos inyectados en sangre y con espuma corriendo por su barbilla, el reo no cesa de insultar y lanzar invectivas a un Jesús agonizante que intentaba auparse de vez en cuando en su cruz para inhalar un poco más de oxígeno.
Estos chillidos son interrumpidos por la reconvención de su compañero de correrías criminales, también suspendido con los brazos abiertos en su propia crucifixión: “—¿Ni siquiera estando en la misma condenación temes tú a Dios? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; pero éste ningún mal hizo.” (vv. 40-41) El discurso crudo y vivo de este condenado a muerte está en franca oposición a los alaridos inconexos de su colega. A diferencia de su compadre, éste sí reconoce que ambos están recibiendo la paga merecida a causa de su mal proceder contra la sociedad. Este crucificado sí desea preparar su corazón para la eternidad, anhela, desde su terrible estado, ser aceptado por Dios y recibir su misericordia antes de partir al más allá. Confiesa que ha sido un tarambana, que ha infligido un daño horrible a su prójimo, y que su presente es el precio que ha de pagar para rendir cuentas delante de su Creador. Y, lo que, es más, defiende a capa y espada a Jesús, del que no conoce imputación alguna por la que deba estar en su misma situación.
Una vez acalladas las voces borboteantes de su irredento compañero de fechorías, gira su cuello en una pose casi imposible hacia Jesús, y con un último esfuerzo de sus cuerdas vocales, solicita una gracia de Jesús, una merced que solo él podría darle siendo Dios mismo: “—Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino.” (v. 42) Con una fe a prueba de terremotos, el criminal que defiende a Jesús, le ruega desde la esperanza que, cuando establezca el Reino de los cielos en la consumación de la historia, él pueda recibir el perdón y la salvación que tanto necesitó y que necesita en estos momentos. Lágrimas de compunción recorren las mejillas de este hombre, mientras aguarda una respuesta de Jesús. De repente, la crispada expresión de un Jesús doliente, el cual trata de seguir respirando a bocanadas cada vez más frenéticas, se suaviza a la par que se dirige a este hombre a su lado. “Entonces Jesús le dijo: —De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (v. 43) El reo, al escuchar esta promesa de labios de Jesús, ve confirmada su esperanza y su fe, y parece descansar. Su máscara de sufrimiento da paso a una breve sonrisa y alza sus ojos al cielo, mientras simplemente espera dejar volar su alma hacia las manos de Dios.
Jesús nunca desiste en su empeño por salvar a los pecadores. Hasta el minuto final siempre hay espacio para la esperanza de que, aquellos que en vida cometieron crímenes y fechorías, puedan ser redimidos en virtud de la sangre derramada por Cristo en su favor. Tal vez nosotros queramos ver que determinadas personas no tienen margen de ser salvas porque observamos sus vidas y no creemos que vayan a cambiar nunca. Sin embargo, hasta el rabo, todo es toro para Jesús. Fijémonos en el condenado que reconoce su indignidad delante de Dios y que asume la pena que le toca sufrir. Y prestemos atención a la promesa inigualable de Cristo para todos aquellos que han muerto, mueren y morirán con su mirada puesta en el autor y consumador de la fe. Cuando partamos a la presencia de Dios, Jesús se acordará de nosotros y nos abrazará del mismo modo que hizo con este presidiario, con todo el amor y el perdón de nuestra parte.
3. LA PALABRA DEL AMOR FILIAL
Todavía no había acabado de ofrecer la esperanza más grande del mundo a este criminal redimido, cuando Jesús adivinó, entre la turba que seguía amenazándolo y levantando sus puños contra él, a su madre y a su discípulo amado Juan. No había peor sensación que la que recorría y partía en dos en ese trance el corazón de María. Juan, también con lágrimas recorriendo su tez, divisaba desde una distancia prudente la amarga y tremebunda figura de su maestro. Ambos, aferrados el uno al otro, lamentando el destino de la persona a la que más amaban y querían, habían intentado aproximarse a la cruz para atender a Jesús. Piadosamente, los soldados, identificándolos convenientemente, los dejaron pasar para despedirse de Jesús: “Cuando vio Jesús a su madre y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: —Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: —He ahí tu madre.” (Juan 19:26-27)
Con un penetrante vistazo a ambos, Jesús decide que alguien debe cuidar y ocuparse de su pobre madre. Más envejecida de lo acostumbrado, María, que siempre había guardado en su corazón todo cuanto había sucedido en su vida desde que fue escogida por el cielo para ser la madre del Mesías, no cesa de recorrer con sus ojos el cuerpo molido y castigado del hijo de sus entrañas. Como una madre que se precie de serlo, siempre deseó proteger a su vástago de este mortífero instante, e intentó quitar de su cabeza y de su corazón la misión que Dios le había encomendado. Ella sabía que habría de morir para cumplir las profecías inscritas en las Escrituras. No obstante, en los últimos meses se había dado por vencida en sus esfuerzos por eludir el final dramático de su hijo, y había aceptado que todo formaba parte de la voluntad de Dios. Pero esto no disminuía en absoluto el dolor y la aflicción que la abrumaban por dentro. Estaba destrozada, abatida y sobrepasada por la visión de su amado hijo colgando de una cruz vergonzante.
Juan, recibe las instrucciones de Jesús, y asiente mientras cobija en su pecho a una sollozante María. El discípulo amado recuerda en ese momento todas las vivencias compartidas durante los últimos tres años de su existencia. Todos los milagros, todas las lecciones incomparables de su maestro, todas las discusiones en las que se enzarzaban sus seguidores a cuenta de quién sería el mayor entre ellos, todos los exorcismos en los que la liberación espiritual de cientos de personas dejaba ver el avance del Reino de los cielos... Ahora todo por lo que habían luchado, todos sus anhelos de implantar la justicia y la verdad entre los judíos, todas sus expectativas, habían volado por los aires hechas pedazos. ¿Sería el fin de un magnífico sueño? El tiempo lo diría. Pero, mientras tanto, él debía cumplir con la última voluntad de su amado maestro, y cuidar a María como si fuera su propia madre, consolarla y sustentarla.
Jesús continúa velando por los suyos, por aquellos que aman servirle y seguirle. Del mismo modo que, entre calambres y tirones musculares, tuvo tiempo y espacio para ocuparse de las necesidades de su madre, así también tiene tiempo y espacio para seguir protegiéndonos de todo mal, para proveernos de aquello que pudiésemos necesitar, y para mostrar su amor y providencia, incluso en aquello que pudiera parecernos trivial. Jesús nunca renunció a su madre en favor del resto del mundo. Y aunque dijo que su madre y sus hermanos son aquellos que cumplen con su voluntad y guardan sus mandamientos, jamás dejó abandonada a su querida madre y siempre la honró, hasta la hora de su muerte. Tomemos su ejemplo también en relación a nuestra familia carnal, y nunca dejemos de respetar y venerar a nuestros mayores, aunque éstos no crean ni piensen como nosotros, porque este es el primer mandamiento de Dios con promesa de larga vida.
4. LA PALABRA DE LA TRISTEZA
La vida se le escapaba poco a poco. Podía sentirlo en cada punzada que recibían sus pulmones a punto de colapsar. Era el instante más oscuro de su sacrificio voluntario por la humanidad. Llega el punto de inflexión en el que, hasta el espíritu más templado y firme puede llegar a sucumbir ante la desesperación más tenebrosa. El padecimiento incrementaba con mayor empuje los dolores que atenazaban sus miembros y que rasgaban sus músculos. Echando una ojeada al cielo nublado, y con gotas de sangre surcando cada línea de expresión de su cara, un alarido que surge de las profundidades del corazón de Jesús rompe el murmullo de los pocos que iban quedándose en el Gólgota para confirmar su muerte. Afligido en gran manera, Jesús se acuerda angustiosamente de un salmo que conocía a la perfección, y lo recita, puesto que hablaba de sí mismo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?” (Salmo 22:1)
La tristeza lo embarga por completo y recurre a su comunicación directa con su Padre. “Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: «Elí, Elí, ¿lama sabactani?» (que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»).” (Mateo 27:46) La situación por la que estaba atravesando Jesús era insostenible. La tos comienza a hacer de las suyas, indicando que cada exhalación respiratoria puede ser la última, y Jesús, entendiendo la naturaleza de su sacrificio, pero nunca negando o soslayando el alcance doloroso de su acción redentora, se dirige a su Padre. Sabe que las cosas deben darse de este modo, pero su humanidad habla muy alto. La lucha encarnizada se desata dentro de él, no con ánimo de enfrentar sus naturalezas, sino como signo de lo mucho que estaba costando a Jesús tener que morir por los pecados del mundo.
Desde Getsemaní Jesús había rogado al Padre que la copa de su suplicio pasara de largo, pero, al final, había aceptado su suerte por amor de una humanidad que merecía en justicia morir y ser condenada por sus pecados. Jesús tiene la certeza de que su Padre no ha de intervenir, puesto que todo lo que está aconteciendo ha de ser realizado de este modo, buscando quitar del rostro de Satanás la sonrisa que anticipa por su triunfo sobre Dios. El peso de los pecados cometidos por la raza humana se le estaba antojando insufrible, la negrura de los actos más malvados y deleznables de toda clase de personas nacidas y por nacer, los pensamientos abyectos de todas las épocas y civilizaciones, las palabras hirientes y vejatorias de todas las sociedades y culturas habidas y por haber, todo ello es colocado sobre el inocente de inocentes. Y esto no puede más que doler hasta el tuétano cuando Jesús se hace cargo de las injusticias y de los crímenes de la humanidad.
5. LA PALABRA DEL CUMPLIMIENTO PROFÉTICO
Los segundos se hacen días, y las horas se convierten en siglos para Jesús. Exhausto y malherido, siente su cuerpo al borde del colapso. Pero no quiere abandonar este plano terrenal sin dejar la huella de su misión y de su identidad mesiánica a través del cumplimiento de las profecías de las Escrituras judías. Con los labios resecos y agrietados, la garganta prácticamente hecha un desierto tras varias horas sin recibir algo de agua con qué refrescarla y hacer más llevadera, si era posible, su tortura física, Jesús pide algo de beber: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliera: —¡Tengo sed!” (Juan 19:28) Uno de los soldados, habiendo escuchado esta postrera petición de Jesús, en lugar de ofrecerle por compasión algo de agua, opta por darle vinagre: “Había allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una esponja y, poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca.” (v. 29) ¿Era una manera de volver a reírse de Jesús, humillándolo una vez más? ¿Procuraban con la ingesta de este vinagre acelerar su muerte? ¿O era todo lo contrario y deseaban que el espectáculo durase un poco más todavía?
La motivación que llevó a ofrecer en un hisopo algo de vinagre mojado en una esponja no es lo realmente importante. Lo verdaderamente significativo es que, de nuevo las Escrituras corroboran y confirman la auténtica naturaleza de Jesús. El hecho de tener que probar las amargas hieles y las ácidas sustancias en su muerte, respaldan las profecías ancestrales atribuidas al Mesías de Israel. En este caso, era un salmo el que recogía este instante burlesco y deshonroso: “Me pusieron además hiel por comida y en mi sed me dieron a beber vinagre.” (Salmo 69:21) No había tregua para Jesús. La gente no cejó en su decisión de mortificar a Jesús, aun cuando estaba próximo a derramar su vida por completo. Bebiendo de este vinagre que un soldado aproximaba a sus temblorosos labios, agostados por la sed, Jesús demostraba por enésima vez ser Dios. Una vez el vinagre entró en su organismo, Jesús comienza a sufrir convulsiones y una tos gorgoteante que ya deja entrever su cercana muerte.
El predicador de la vida eterna siente que está a punto de atravesar el umbral de la muerte. Y a pesar de que las fuerzas ya le han abandonado y de que en unos minutos exhalará su estertor final, el corazón de Jesús se ensancha al tener conciencia de que su labor de amor, su obra salvadora, su misión redentora y su propósito perdonador, han sido concluidas con éxito. La sonrisa de Satanás se desvanece de su rostro al comprender, en última instancia, que todas sus trampas y estrategias solo han formado parte del plan de Dios para la salvación de la humanidad, y que sus intrigas y mentiras se han vuelto contra él mismo. El pecado del ser humano ha sido absorbido por Jesús, la gracia se ha abierto paso a través de las cortinas y velos de la ley, el camino al trono del Padre se ha despejado, y la justicia de Jesús ahora es la justicia de aquellos que se arrepienten y se comprometen con su evangelio de vida. En Jesús la justicia y el amor de Dios se han aliado para rescatar a los perdidos y darles la oportunidad de ser santificados por el Espíritu Santo que estaba a punto de derramarse en el futuro.
6. LA PALABRA DE SALVACIÓN
Por todas estas razones, y muchas más, algunas de las cuales descubriremos a lo largo de la vida, y a lo largo de la vida venidera, “cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: —¡Consumado es! E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.” (Juan 19:30) Ya no hay dudas, ni dolor, ni miedo. Solo queda el amor más grande jamás desplegado por alguien hacia la humanidad. Solo queda la cruz como símbolo bienaventurado de nuestra salvación. Solo queda la inerte figura de Jesús dando sus postreras bocanadas de oxígeno. Solo queda la inscripción sarcástica en tres idiomas de quién era Jesús, el rey de los judíos. Solo queda el silencio de un cielo ceniciento, interrumpido por una ráfaga de viento que levanta el polvo y las piedras de aquel maldito paraje del Gólgota. Solo queda la sensación de algunos que contemplaban la escena, de que se acababa de asesinar a alguien inocente e irreprochable.
7. LA PALABRA DE LA CONFIANZA DIVINA
Tras estas palabras de satisfacción y felicidad al haber completado las expectativas de su Padre Celestial, Jesús musita dificultosamente su frase final: “Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: —Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Habiendo dicho esto, expiró.” (Lucas 23:46) Se apagó la chispa de la vida de este cuerpo maltratado y vejado. Los músculos de sus brazos y piernas se relajan repentinamente, y su pecho deja de latir. Se acabó el padecimiento físico y espiritual de Jesús. Ha respondido con creces a la confianza de su Padre celestial, y ahora su espíritu es recogido por este a fin de regresar a su hogar. Su cuerpo será atravesado por una lanza para verificar su deceso, y una nueva profecía será respaldada con su pleura. Será bajado por sus amigos, discípulos y familiares para que repose en la magnífica tumba de José de Arimatea. Será lavado y ungido, envuelto en un sudario, y después del día de reposo, las mujeres volverán al sepulcro a acabar de preparar su cadáver. La piedra rueda en la guía excavada en el monte, y cierra hasta unos días más tarde la entrada a quienes regresarán para presentar sus respetos funerarios.
CONCLUSIÓN
Siete frases para la posteridad. Siete expresiones del amor de Dios por la humanidad y de la razón de su sacrificio voluntario. Siete inspiradoras manifestaciones verbales que describen a cada creyente la necesidad de seguir dando gracias a Dios por el precio que le costó ofrecernos la libertad, el perdón y la redención de nuestros pecados. Siete palabras que hablan directamente al corazón de aquellos que no creen en él o que todavía vacilan en dar el paso definitivo de seguirle y de reconocer en la cruz su necesidad de ser salvos y vivir eternamente con Cristo en el paraíso: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna.” (Juan 3:16)






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