UN GRAN PROPÓSITO





SERIE DE ESTUDIOS “LA HISTORIA MÁS GRANDE JAMÁS CONTADA”

TEXTO BÍBLICO: ISAÍAS 43:1-7

INTRODUCCIÓN

      En una cada vez abrumadora mayoría, el ser humano está dejando de reconocer que existe un maravilloso y prometedor propósito para su vida. El pensamiento recurrente hoy día es el del carpe diem, aquel que fundamenta el sentido de la vida en vivir intensamente cada segundo porque la existencia es efímera y breve. En esa prisa por experimentarlo todo antes de que llegue la vejez o los impedimentos de salud, el hedonismo, esto es, el ansia por satisfacer todos y cada uno de los deseos locos del corazón, arrincona cualquier sugerencia de que la vida humana es más que el beber, el vestir y el comer. Todas las metas son a corto plazo y la visión que se tiene del más allá es la de un mundo desconocido del que no vale la pena hablar porque da “mal rollo”. Solo cuando la muerte se abate sobre un ser querido es que puede surgir una pequeña chispa de reflexión, y aun así, lo que más suele primar es lo de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo.” No está en la ecuación de una sociedad cada vez más secularizada y más refractaria a la trascendencia o la religión, el concepto de propósito de vida como tal. Simplemente, se vive como se puede y se muere para encontrar la nada en un escapismo suicida. Dios no existe, y por tanto, lo mejor es pasarlo bien sin pensar en las implicaciones éticas ni prestar atención a una alternativa vital con propósito y sentido de plenitud.

      Esta es la historia de la humanidad que se repite una y otra vez. La razón de ser y existir se busca en el antropocentrismo, en la satisfacción de los placeres terrenales y en la huida del dolor y el sufrimiento. Israel, el pueblo escogido de Dios, sabedor de que la verdadera vida, aquella que da sentido y propósito a cada decisión y paso, se encuentra en Dios, decide poner su confianza en dioses mudos, en el egoísmo más vil y en una religiosidad hipócrita que justifique sus malas obras. Sabemos que en las cosas de este mundo materialista y utilitarista no existe ni esperanza ni bondad, y sin embargo, preferimos sumirnos en la insensatez supina de arrebatarle tiempo al tiempo mientras consumamos nuestros pecados sin remordimientos. Israel se había vuelto ciego a las maravillosas y portentosas bendiciones que Dios les prodigaba con liberalidad, y se inclinaba más a saborear las mieles de falsas promesas de placer que solo les llevaría a la ruina y la vergüenza. Israel se había vuelto sordo a las advertencias sabias de Dios, a sus palabras de amor y gracia, escogiendo escuchar solo los latidos de sus propios deseos desenfrenados y abocados a la perdición más miserable. Dios le da un propósito, una meta, una identidad y un gran abanico de bendiciones que les haría prosperar sobre la faz de la tierra sin recurrir al engaño, la injusticia social y la crueldad, y aun así, eligen vivir el momento sin considerar las terribles implicaciones que esto habría de traer sobre toda la nación.

    Esa misma ceguera, insensatez y sordera espiritual es la que sigue abundando en nuestra sociedad sin propósito definido ni dirección clara. Pero Dios no desea que el ser humano se pierda por causa de su propia estupidez y estulticia. Debe entregar a cada uno a las consecuencias de sus desvaríos y deslices, pero siempre oferta misericordiosamente una solución para todo aquel que quiera comprobar lo que es vivir de verdad y sin temor al futuro. Por eso, el Señor, del mismo modo que habla con suma ternura a su pueblo travieso, díscolo y rebelde, también quiere decirte que te ama y que tiene preparado para ti y para mí toda una existencia valiosa, útil y con sentido. El Señor es nuestro Creador, y no ha desechado a sus criaturas para que se autodestruyan ni para que se aniquilen mutuamente: “Ahora, así dice el Señor, Creador tuyo, oh Jacob, y Formador tuyo, oh Israel.” (v. 1). No nos ha abandonado tras habernos creado para que nos comamos los unos a los otros en una despiadada broma a la que llamamos vida. Todo lo contrario. Contempla cómo nos mordemos sin compasión ni consideración, como nos lanzamos a semejanza de fieras salvajes sobre el más débil y el más pobre, cómo dilapidamos toda una creación hermosa y gloriosa y cómo irrespetamos la dignidad de todo ser humano, y se entristece. Y decide tomar cartas en el asunto, enviando a su Hijo para que nos demos cuenta de que nuestras vidas son más de lo que parece, que son más valiosas de lo que nos dice este sistema mundial egoísta. En Cristo nos vemos como lo que debemos llegar a ser, nos vemos tal y como Dios nos ve, y vemos al prójimo como deberíamos verlo en realidad, sin prejuicios ni envidias.

     Esta nueva vida con propósito es una vida sin temor, ya que el peso de las culpas y del pecado que nos lastraba y ralentizaba el pleno funcionamiento de nuestro espíritu ha sido descargado de nuestras espaldas para darnos el reposo y la libertad que necesitábamos: “No temas.” (v. 1). Cristo se convierte en nuestro redentor, en Dios mismo encarnado para asumir nuestro lugar en el castigo que debíamos afrontar por causa de nuestras infames acciones y palabras: “Porque yo te redimí.” (v. 1). Cristo es además el que nos da una nueva identidad, la que desde los albores del tiempo Dios nos dio, y que nosotros nos encargamos de ensuciar, torcer y desprestigiar con nuestros hechos execrables: “Te puse mi nombre, mío eres tú.” (v. 1).  Dios nos llama por el nombre que siempre tuvimos, pero que olvidamos y sepultamos en lo más profundo de nuestra memoria para dar rienda suelta a nuestra concupiscencia. Al darnos nombre formamos parte del círculo íntimo de un Dios que se deja revelar en la vida, obras y muerte de su Hijo unigénito. Somos suyos y Él es nuestro, en una relación de amor eterno que disipará cualquier duda que podamos tener sobre lo que es vivir de verdad. Cristo no solo nos libera de la esclavitud del pecado y nos llama por nuestro verdadero nombre, sino que nos acompaña en medio de las pruebas que puedan surgir en el día a día de nuestra vocación cristiana: “Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti.” (v. 2). Nada ni nadie podrá hacer que Cristo sea menos de lo que es, si sentimos su presencia continua y protectora: “Pasamos por el fuego y por el agua, y nos sacaste a abundancia.” (Salmos 66:12). Habremos de cruzar ríos y oler a humo, pero todo tendrá un propósito perfecto y hermoso: “Aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas.” (1 Pedro 1:6-9). Sólo una llama arderá en nosotros, la llama de una pasión por Cristo que cambiará nuestra visión de todas las cosas.

      Nuestro propósito en la vida es ser libres. No libres para declararle la guerra a Dios o para olvidar sus bondades, sino libres para reconocer lo que es genuinamente bueno y digno de ser anhelado por el corazón humano vacío y vanidoso. Además, Cristo nos ofrece salvación de lo que somos cuando dejamos a un lado nuestra obediencia a Dios para servir a nuestros deleites corrompidos y a ídolos que nosotros mismos creamos para nuestra conveniencia supersticiosa: “Porque yo el Señor, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador, a Egipto he dado por tu rescate, a Etiopía y a Seba por ti.” (v. 3). Tal es el empeño que Dios demuestra en nuestra salvación, que ningún precio es demasiado alto para purificar nuestras almas y devolvernos la vista y el oído de nuestros espíritus. De ahí que dé en nuestro rescate toda la gloria que le reviste y caracteriza, y entregue a su único Hijo en propiciación por nuestros pecados. De ahí que renuncie a todo su poder y majestad para rebajarse a convivir con sus criaturas y para entregarse voluntariamente por nosotros, criaturas mortales desagradecidas. En un lenguaje romántico, Dios no se enreda en el espejismo que el novio crea idealizando a su amada, sino que sabe con pelos y señales quiénes somos en realidad, y aun así, esto no hace que perdamos valor ante sus ojos de amor y compasión. Esto es gracia, y lo demás son tonterías: “Porque a mis ojos fuiste de gran estima, fuiste honorable, y yo te amé; daré, pues, hombres por ti, y naciones por tu vida.” (v. 4) 

     De entre toda esta abrumadora, emocionante e increíble gama de matices que componen el amor de Dios por sus criaturas, sobresale su iniciativa paternal. Como un padre que sabe que sus hijos han extraviado sus vidas y que se hallan en una situación lamentable y dramática, el Señor se apiada de nosotros y de nuestra infructuosa manera de vivir por nuestra cuenta, sin tener perspectivas de futuro o progreso. Por eso nos llama: “No temas, porque yo estoy contigo; del oriente traeré tu generación, y del occidente te recogeré. Diré al norte: Da acá; y al sur: No detengas; trae de lejos mis hijos, y mis hijas de los confines de la tierra, todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice.” (vv. 5-7). Nos llama a vivir vidas satisfactorias, felices y plenas, que es más de lo que se puede decir de la filosofía de esta sociedad. Nos llama por nuestro nombre auténtico para hacernos partícipes de una relación de amor con Él por toda la eternidad. Nos llama a disfrutar de su presencia providente y gloriosa por los siglos de los siglos. Nos llama a reconocer en nosotros mismos las evidencias incontestables de que no somos producto del azar y la casualidad, sino que somos creados e ideados por Él con un sentido de trascendencia formidable e inacabablemente transformador. Nos llama para recogernos como un solo pueblo que sabe que está en el lugar correcto y apropiado para desplegar todo su potencial de gozo, paz, esperanza y misericordia. Nos llama, en definitiva, para dar a conocer al mundo al tres veces Santo, a aquel que llena la tierra con su gloria y esplendor. Dios te llama; no ensordezcas tus oídos ni endurezcas tu corazón y acepta el propósito más precioso y hermoso que jamás podrás encontrar en este mundo.

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