ESPERANZA PARA EL AFLIGIDO
SERIE DE
SERMONES “¡HAY ESPERANZA!”
TEXTO
BÍBLICO: LAMENTACIONES 3:1-33
INTRODUCCIÓN
Su nombre
era Martín y su situación personal y anímica dejaba mucho que desear. No
recordaba haber tenido que pasar por tantos malos tragos en la vida a la vez.
Parecía que cuando podía levantar un poco la cabeza para ver la luz de una
solución, otra nueva desgracia se encargaba de hundirlo más en la miseria. Todo
aquello que siempre soñó y que trató de proteger, mantener y disfrutar se había
volatizado en apenas unos meses. El antaño feliz y seguro Martín se había
transformado en una imagen desastrosa de la adversidad. Tras haber perdido su
trabajo de manera injusta, de no haber recibido la indemnización
correspondiente y de haber sido vejado y maltratado por su empleador, se vio
impotente ante las deudas y préstamos que había solicitado para seguir apuntalando
su estilo de vida de comodidad. Con la estrechez económica, tuvo que ir
renunciando una a una a sus aficiones y deleites, para poder sobrevivir y dar
de comer a sus hijos y esposa.
Pero no
acabó su desgracia aquí, sino que el amor que suponía de su pareja se fue
resquebrajando con la pérdida de poder adquisitivo. Las peleas matrimoniales se
sucedían y las discusiones con los hijos por ya no poder disponer de las mismas
cosas que antes se convirtieron en insoportables para él. Para poder evadirse
de una realidad penosa y trágica como la que estaba viviendo en su hogar, solía
ir a un bar en el que trataba de ahogar su desdicha en alcohol y otras personas
que se hallaban en su misma condición. No mucho tiempo después, en una
acalorada disputa familiar, su esposa y él se dijeron las últimas palabras y se
faltaron al respeto, desembocando en una separación traumática y peligrosamente
teñida de reproches. En la batalla legal por la custodia de sus hijos y por la
tenencia de la casa por la que tanto había trabajado, fue el perdedor, y así se
vio completamente despojado de todas aquellas cosas y personas que un día
habían dado significado a su vida. Sin familiares que pudiesen ayudarle, y
sumergido en la adicción del alcohol, tuvo que asumir que su futuro incierto
iba a ser un compañero de viaje incómodo.
Martín
tuvo que soportar el latigazo del odio de los demás mientras dormía en portales
y cajeros de banco, siendo víctima de las burlas y de los prejuicios de jóvenes
violentos que en su frustración lo acosaban. No era capaz de ver la luz al
final del túnel de su desgracia, y los días pasaban con más pena que gloria. Su
salud comenzó a deteriorarse, sus articulaciones se entumecían por la humedad
de la intemperie y la piel se le agostaba bajo la inmisericorde presencia del
sol veraniego. Su alma, se decía para sí mismo, estaba muerta. Ya no tenía
ganas de vivir. No encontraba respuesta a su estado de postración y culpaba a
Dios y a los hombres de su drama personal. Por un instante, en un momento de lucidez,
clamó a Dios para que le socorriera y le ayudara. Apelaba ante Él justificando
que él no merecía tener que padecer tanto. Siempre había sido buena persona, y
nunca había hecho nada para tener que sufrir las inclemencias que se habían
cebado en su cuerpo y en su alma. Nadie respondía a este alarido de aflicción y
desesperación. La soledad hizo mella en su ánimo y se instaló en su mente,
provocando en él el delirio y episodios de locura. Su vida era un compendio de
la desgracia, del olvido y de la miseria. ¿Dónde estaban aquellos que decían
que la esperanza era lo último que se perdía?
¿Conoces
a Martín? ¿Lo has visto vagar por las calles de mil ciudades con su carrito
repleto de trastos? ¿Lo has visto siendo expulsado de su hogar sin contemplaciones
por fondos buitres que solo buscan avariciosamente los despojos? ¿Has visto a
Martín solo en un banco de algún parque hablando consigo mismo mientras las
lágrimas surcan su rostro ajado? ¿Has visto a Martín en la cola de un comedor
social mientras se frotaba las manos queriendo quitarse el helado toque de una
mañana de invierno? ¿Has visto cómo se cubría con cartones, mantas raídas y
polvorientas en los portales de algún edificio? ¿Lo has visto mendigando unas
monedas para poder seguir alimentando su adicción al alcohol u otras cosas
peores? Si conoces a Martín, entonces conoces lo que es la aflicción. Tal vez
tú mismo te llames Martín y no lo sabes. Quizás vino a visitarte el sufrimiento
y decidió quedarse a vivir contigo a pesar de ser un invitado desagradable y
venenoso.
Seas
Martín o lo conozcas, debes saber que a Dios le importas. Dios es el primero
que derrama una lágrima de tristeza cuando contempla a una de sus criaturas
siendo pasto de la desgracia y la aflicción. A veces la aflicción y el dolor es
algo que nosotros mismos nos buscamos. Sabemos distinguir entre lo que está
bien y lo que está mal, entre lo que Dios quiere y lo que nuestra carnalidad y
nuestro egoísmo desean. Y sin embargo, decidimos caminar por el camino ancho y
cómodo hasta despeñarnos por el abismo de la perdición. Otras veces, somos
nosotros el objeto de los ataques del prójimo. Nos golpean, nos hunden y nos
intentan destruir por quiénes somos, o por lo que tenemos. Nos derriban de
nuestra seguridad y tranquilidad para tratar de despojarnos de quiénes somos o
de aquello que poseemos. Sea cual sea el motivo de nuestro estado de aflicción,
Dios quiere que sepas que hay esperanza para ti. Dios quiere que entiendas que
no te ha abandonado y que no se ha rendido contigo. Hay esperanza para el
afligido siempre y cuando éste comprenda y asimile que necesita el auxilio y la
ayuda de Dios.
A.
ESPERANZA EN LA MISERICORDIA Y LA FIDELIDAD DE DIOS
“Por la
misericordia del Señor no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias.
Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad.” (vv. 22-23)
Estoy
seguro de que todos somos Martín. Todos hemos tenido que pasar por tragos
amargos en la vida. Todos hemos sufrido los embates inmisericordes de la
adversidad en todas sus formas y categorías. Todos hemos visto como aquellas
cosas que nos parecían seguras e inamovibles, se derrumbaban como un castillo
de naipes. Nadie puede escapar a la tragedia de la aflicción. Nadie puede decir
que ha sido completamente feliz o que su existencia ha estado caracterizada por
un estado de paz y sosiego constantes. El ser humano, por causa de su
inclinación a pecar, abre día tras día la caja de Pandora de las desgracias, de
las consecuencias funestas y de las tribulaciones más fulminantes. Si Dios
hubiese dejado que el ser humano siguiese su camino de autodestrucción, y si
hubiese permitido que todos viviésemos la crudeza y crueldad del pecado y la
perversión, sin haber previsto de un medio de salvación y redención, este mundo
sería un lugar caótico y malvado en el que la tranquilidad, el amor y la
justicia habrían desaparecido para no volver nunca jamás. Sin embargo, Dios no
nos ha dejado a la deriva de nuestros pecados e impiedades. No nos ha soltado
como animales salvajes para devorarnos unos a otros. Si la misericordia de Dios
no se hubiese manifestado en Cristo y en la gracia incondicional que dispensa a
toda la humanidad sin siquiera merecerla, el infierno se desataría en la
tierra.
Nuestra
esperanza, pues, cuando estamos afligidos, entristecidos o apenados por las
pérdidas de la vida y por los ataques que sufrimos, es saber que Dios es
misericordioso para con nosotros al comenzar el día, y que es fiel cuando éste
declina. Podemos estar abatidos y deprimidos por las cargas de nuestras
preocupaciones, podemos estar sumidos en la indiferencia y la insensibilidad
cuando todo se escapa de nuestro control, y podemos caer consumidos en el error
de sustituir lo que nos han arrebatado con cosas que nos ayuden a huir de la
realidad, pero Dios siempre nos suele sorprender con su misericordia y su
fidelidad. Si cada uno de nosotros compartiese sus experiencias y recuerdos al
respecto, veríamos que con Dios hay esperanza. El futuro es Él y es de Él. Si
cada día de nuestra vida lo encarásemos con la certeza de que Dios va a
bendecirnos de mil maneras, y si cada atardecer hiciésemos un breve recorrido
por todo lo que sucedió a lo largo de la jornada, nos daríamos cuenta de que
estamos en sus manos, y que sus manos protegen nuestras vidas de formas inimaginables.
La esperanza en la misericordia y fidelidad de Dios es el mejor medicamento
contra la aflicción, ya que tras las lágrimas de tristeza y dolor, la sonrisa
de ver un nuevo amanecer repleto de promesas incomparables de gozo y paz se
adueñará de nuestro corazón: “Con amor
eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia.” (Jeremías 31:3)
B.
ESPERANZA EN LA ESPERA
“Mi porción
es el Señor, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré. Bueno es el Señor a los
que en él esperan, al alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la
salvación del Señor. Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud.
Que se siente solo y calle, porque es Dios quien se lo impuso; ponga su boca en
el polvo, por si aún hay esperanza; dé la mejilla al que le hiere, y sea
colmado de afrentas.” (vv. 24-30)
La
esperanza en que todo mejorará y que las heridas de la aflicción serán sanadas
reside en saber esperar. Saber esperar es un arte que se ha perdido entre el
barullo de emociones y reacciones ante la tragedia, el instintivo intento de
solventar el problema que nos acucia por nuestros propios medios humanos y la
impaciencia que surge de un corazón acostumbrado a recibir instantáneamente
respuesta a sus preguntas. Este arte de saber esperar y no desesperar en el
empeño se fundamenta en Dios, en reconocer por encima de todas las cosas que Él
es el Señor y que es Soberano de nuestras vidas. Si este ingrediente primordial
no está en el centro de nuestra voluntad y de nuestro ser, de nada sirve
esperar, ya que la fe en Dios es precisamente el asidero más firme y seguro del
que podemos agarrarnos cuando la aflicción nos supera.
Esta
espera no significa resignarse o mantener una postura indolente hasta que la
esperanza se consume. Esta espera se traduce en buscar a Dios, de tal modo que
podamos ver el asunto que consume nuestra paz y vida desde su punto de vista y
no desde nuestra limitada y mortal perspectiva. Buscar la voluntad de Dios
antes que una solución al dilema o a la tribulación es la actitud más sabia que
podamos tener. Conociendo qué desea Dios de nosotros hará que podamos
dirigirnos a la raíz de la desdicha para después resolver convenientemente el
origen de nuestras cuitas y desvelos.
Otro
elemento indispensable para que la espera en Dios sea fructífera es permanecer
en silencio. Cuando la aflicción se cierne sobre nosotros, de nada sirve
quejarse y lamentarse a diestro y siniestro buscando así propiciar una
resolución inmediata de nuestra situación problemática. Marco Tulio Cicerón,
filósofo romano dejó una perla de su sabiduría al respecto al decir lo
siguiente: “Es una necedad arrancarse
los cabellos en los momentos de aflicción, como si ésta pudiera ser aliviada
por la calvicie.” Sí, es preciso y normal verbalizar nuestro dolor y
sufrimiento. El problema viene cuando pretendemos culpabilizar a Dios o a los
demás de nuestro lamentable estado, creyendo que de este modo seremos
consolados con mayor prontitud. El ser humano afligido debe someterse
silenciosamente a los dictados de Dios, ha de reconocer y confesar de espíritu
que muchas de las consecuencias dolorosas son producto de sus meteduras de pata
y de sus negligencias personales, y ha de humillarse respetuosamente ante Dios
para recibir de Él el oportuno socorro sin más palabras ni aspavientos,
asumiendo cualquier responsabilidad que en justicia tenga en los males que le
hayan sobrevenido. La mejor manera de esperar en la aflicción es dejar que el
Señor se ocupe de todo mientras comprendemos que las cosas han de cambiar para
no volver a cometer los mismos errores que nos llevaron a circunstancias
adversas: “Él es escudo a los que en él
esperan.” (Proverbios 30:5)
C.
ESPERANZA EN LA DISCIPLINA
“Porque el
Señor no desecha para siempre; antes si aflige, también se compadece según la
multitud de sus misericordias; porque no aflige ni entristece voluntariamente a
los hijos de los hombres.” (vv. 31-33)
Existen
ocasiones en las que la aflicción que propician nuestros equivocados actos son
empleados por Dios para ayudarnos a no volver a cometer los mismos errores. La
disciplina aparece en estos versículos para recordarnos que Dios es un Padre
que, en determinadas oportunidades, debe blandir la vara de corrección y
aflicción con nosotros, y así ser dirigidos y guiados a vivir recta y
justamente. Dios como Padre no desea en absoluto tener que recurrir a la
corrección y la disciplina dolorosas a la hora de reprender a sus díscolos
hijos. A diferencia de muchos individuos que emplean el sufrimiento y el dolor
con crueldad, perversidad y odio a la hora de tratar al prójimo, Dios no se
goza ni disfruta teniéndonos que disciplinarnos. El amor y la misericordia
siempre se alzan por encima de cualquier ansia o capricho cuando Dios debe
amonestar a sus hijos: “Hijo mío, no
menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por
él; porque el Señor al que ama disciplina, y azota a todo el que recibe por
hijo.” (Hebreos 12:5-6). A veces pensamos que Dios lo único que quiere es
hacernos la pascua cuando utiliza la aflicción como instrumento de crecimiento
y dirección. Nos convertimos en niños que ven la corrección de sus padres como
algo amenazador, veleidoso e injusto, y cuando nosotros mismos somos padres,
nos damos cuenta de lo mucho que cuesta y duele tener que ejercer cierta disciplina
sobre nuestros retoños: “Es verdad que
ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza, pero
después da fruto aplacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados.”
(Hebreos 12:11).
Si no
somos capaces de extraer lecciones valiosas de aquellos instantes en los que
Dios usó la prueba, la adversidad y la consecuencia de nuestros desvaríos para
conducirnos por las sendas de la verdad, la rectitud y la vida, es que nunca
vimos a Dios como padre o nunca lo fuimos para con nuestros hijos. La reacción
ante la aflicción, el nivel de esperanza que albergamos en nuestra alma de ser
levantados del pozo cenagoso de la desdicha y el grado de sometimiento a los
designios santos y sabios de Dios, determinarán en gran medida hasta qué punto
la aflicción ha sido reemplazada por el gozo, la gratitud a Dios y un propósito
de enmienda para futuras acciones.
CONCLUSIÓN
La
aflicción a menudo nos confunde de tal manera que más nos parece que Dios se ha
alejado de nosotros, que nosotros nos hayamos alejado de él. Saber esperar en
silencio y confesión sincera en la tribulación, confiar en las misericordias y
fidelidades del Señor y saber recibir la corrección amorosa de nuestro Padre,
son factores imprescindibles a la hora de confirmar nuestra esperanza en medio
de la miseria. Si tú eres Martín, no dudes en aferrarte con todas tus fuerzas a
la mano de Dios, pues en ella encontrarás las fuerzas, el amor y la solución a
tu desamparo. Si no eres Martín, pero lo conoces, no vaciles en ayudarle, en
socorrerle y en aliviar su sufrimiento como canal de la gracia de Dios que
eres. A veces esto es difícil por nuestra limitación de recursos materiales,
aunque sí podemos hacer lo que Phillip Brooks, pastor episcopaliano americano,
dijo: “El mejor servicio que podemos
prestar a los afligidos no es quitarles la carga, sino infundirles la necesaria
energía para sobrellevarla.” Solo después de haber tratado de auxiliar a
Martín y haberle insuflado de ánimo y aliento, susúrrale al oído que hay
esperanza en Cristo Jesús, aquel que da descanso al trabajado, da paz al
afligido y puede quitarles su carga.
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