LA PRESIÓN DEL CONFLICTO
SERIE DE
ESTUDIOS SOBRE SANTIAGO “PUNTOS DE PRESIÓN”
TEXTO
BÍBLICO: SANTIAGO 4:1-6
INTRODUCCIÓN
Todos
los seres humanos suelen colisionar unos con otros. Los conflictos surgen como
consecuencia de las diferencias, distinciones y orgullos egoístas. Un dicho que
siempre escuché a mi madre era que no había pelea si dos no querían. En el
momento en el que la chispa incendiaria de la ira, el reproche o la amargura se
enciende en el corazón de una persona hacia otra, el caldo de cultivo del
conflicto comienza a ser calentado a fuego lento para encontrar su punto de
ebullición en el preciso instante en el que la otra persona, objeto de la
inquina y del odio, entra al trapo. Los roces y los choques de personalidades,
caracteres y temperamentos se convierten en naturales en tanto en cuanto son el
reflejo claro de un conflicto interior que pugna por salir al exterior en forma
de disputas, dimes y diretes, peleas y trifulcas varias.
El
cristiano, de modo particular, además de lidiar con el conflicto interno
universalmente reconocido y fruto de la pecaminosidad humana, también es parte
de otra clase de conflicto: el conflicto con el orden mundial establecido
dirigido desde las sombras por Satanás. Vivir la vida cristiana supone entender
que debe existir una separación taxativa del mundo y todas sus multiformes e
innumerables contaminaciones. Esto no es tarea fácil, pues como vimos hablando
de las pruebas y las tentaciones, este mundo nos ofrece promesas de placer y
autosatisfacción muy difíciles de resistir. Sabiendo esto, Santiago procura que
los destinatarios de esta carta entiendan que el peligro de ser amigos del
mundo acecha en cada interacción con el sistema mundial establecido.
1.
COMENTANDO EL TEXTO
Existen
tres clases de conflictos que presionan nuestra vida como creyentes:
a. El
conflicto con el prójimo
“¿De dónde
vienen las guerras y los pleitos entre vosotros?” (v. 1)
En la
amplia experiencia de Santiago seguramente fue testigo de muchas clases de
conflictos en el seno de la iglesia primitiva. Ya en los albores del
cristianismo existían enfrentamientos y confrontaciones entre los hermanos de
la iglesia, lo cual no era precisamente la mejor carta de presentación al mundo
a la hora de predicar y comunicar el evangelio de amor y salvación de Cristo.
Algo incongruente rezumaba de muchas comunidades de fe cuando se anunciaba la
misericordia de Dios en Cristo y luego sus miembros se estiraban de los pelos
por cuotas de poder o autoridad espiritual. Santiago expone en este versículo
dos términos muy interesantes que nos ayudan a entender a ciencia cierta el
alcance de las disputas enconadas dentro de la congregación de los santos:
guerras (polemos gr.) y pleitos (maché gr.). Con guerras, el escritor de la
epístola habla de combates y peleas serias y prolongadas en el tiempo, y con
pleitos, sugiere luchas y conflictos específicos y puntuales en el tiempo. Esto
nos lleva a reconocer que en las iglesias había de todo: relaciones de odio que
duraban toda una vida y contiendas puntuales que creaban climas irrespirables
en los que las puyas y los reproches surgirían de vez en cuando y de cuando en
vez. Pablo conocía muy bien esta realidad en la iglesia en Corinto: “Porque he sido informado acerca de
vosotros, hermanos míos, por los de Cloé, que hay entre vosotros contiendas.”
(1 Corintios 1:11); “Porque aún sois carnales; pues habiendo entre vosotros
celos, contiendas y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres?” (1
Corintios 3:3); “Que haya entre vosotros contiendas, envidias, iras,
divisiones, maledicencias, murmuraciones, soberbias, desórdenes.” (2 Corintios
12:20).
Lo
terrible de estas dos clases de conflictos en el interior del cuerpo de Cristo,
es que si no se zanjaban lo antes posible con el mínimo daño y erradicando la
raíz de amargura existente entre los contrincantes, esto podría evolucionar
peligrosamente hacia cotas más perversas y trágicas de violencia y asesinato.
Lo cierto es que hay una realidad que toda iglesia debe tener en cuenta: no
todos los que están son. Precisamente donde se construye una capilla para
adorar a Dios en comunidad y fraternidad, allí Satanás también edifica su
propia capilla para trastornar, trastocar y destruir la comunión entre los
hermanos aprovechándose de cualquier malentendido o ego con demasiadas ínfulas
espirituales. Esta idea fue muy bien apreciada por el mismo Señor Jesucristo al
narrar su famosa parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13:24-30, 36-43). El conflicto con nuestros hermanos no
forma parte del plan que Dios concibió para su iglesia, sino todo lo contrario:
“Un mandamiento nuevo os doy: Que os
améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En
esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos por
los otros.” (Juan 13:34-35); “Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en
mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea
que tú me enviaste.” (Juan 17:21); “Y la multitud de los que habían creído era
de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía,
sino que tenían todas las cosas en común.” (Hechos 4:32).
b. El
conflicto interior con uno mismo
“¿No es de
vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no
tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis,
pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque
pedís mal, para gastar en vuestros deleites.” (vv. 1-3)
Si nos
atenemos al ingente número de sicoterapeutas, sicólogos, consejeros y
siquiatras que existen en la actualidad, la conclusión lógica es pensar que
algo sucede en la mente, el espíritu y el alma del ser humano que no le permite
vivir en paz su vida. Por ende, sabiendo al ser humano en esta tesitura,
entendemos que un conflicto interior bulle en el corazón de éste, arrebatándole
la tranquilidad y la serenidad que necesita para convivir con los demás y para
convivir consigo mismo. Las prisas, las frustraciones traumáticas, el enojo, la
ira desatada y la hostilidad manifiesta hacia los demás, no son sino signos
visibles de un conflicto interno que casi siempre la persona es incapaz de
gestionar por sí misma sin la ayuda de un terapeuta o de Dios mismo.
Los
elementos catalizadores de este conflicto interno son tres: el deseo
incontrolado, el deseo insatisfecho y el deseo egoísta. El deseo incontrolado
que hallamos en el v. 1 nos remite al hedonismo exacerbado que tanto se predica
en este mundo. Las pasiones de las que nos habla Santiago son un empeño humano
por gratificar los deseos más sensuales y carnales que tiene. A una persona así
no le importa lo que cueste, a quien tenga que herir o pisotear o la voz de la
conciencia conminándole a no sucumbir ante el placer y el disfrute que la
tentación susurra a su oído. Si tiene que contravenir la voluntad de Dios
manifestada en la Biblia para conseguir la satisfacción momentánea de sus
pasiones desordenadas, lo hará apelando a su egoísmo nato. El hedonismo ya era
señalado por el apóstol Pablo como uno de los peligros del creyente y de la
iglesia: “Porque habrá hombres amadores
de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los
padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores,
intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos,
infatuados, amadores de los deleites más que de Dios.” (2 Timoteo 3:2-4).
Aunque esta clase de personas crean que actúan libremente según su propia
voluntad, la realidad es que están siendo tiranizados y esclavizados por estos
deseos y pasiones. Tal vez hayan conocido acerca de la Palabra de Dios, pero
sus impulsos carnales los desvían del buen camino de la verdadera libertad en
Cristo: “Pues hablando palabras infladas
y vanas, seducen con concupiscencias de la carne y disoluciones a los que
verdaderamente habían huido de los que viven en error. Les prometen libertad, y
son ellos mismos esclavos de corrupción. Porque el que es vencido por alguno es
hecho esclavo del que lo venció. Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de
las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador
Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene
a ser peor que el primero.” (2 Pedro 2:18-20).
El deseo
insatisfecho del v. 2 es la segunda causa del conflicto interior del ser
humano. Cuando los deseos de cosas equivocadas por los motivos erróneos no
reciben la satisfacción deseada, aparece el conflicto exterior. Si se frustra
el anhelo ardiente por algo o no es completado de manera satisfactoria, el
problema interno se concreta en formas externas como la codicia, el asesinato y
la envidia. Todas estas formas externas del conflicto interno son las que
plagan el mundo en el que vivimos. La codicia es el deseo malévolo de tener lo
que otros tienen, creando una irrespirable atmósfera en la iglesia que se
plasma en mentiras y engaños que dinamitan la convivencia fraternal. El
asesinato, si no físico, puede ser espiritual, matando sicológicamente a uno de
los hermanos en la fe, menospreciando su valía y desdeñando sus aportaciones a
la congregación. La envidia tiñosa logra que la amargura y la ponzoña de los
prejuicios penetren en el tuétano de la comunidad de fe. Juan describe con
detalle que esta clase de actitudes no tienen cabida en el marco de la comunión
fraternal: “No améis al mundo, ni las
cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está
en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos
de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del
mundo.” (1 Juan 2:15-16).
En tercer
lugar, otra causa más del conflicto interior es el deseo egoísta de los vv. 2,
3. La persona que se cree autosuficiente y que se siente con la habilidad de
cuidar de sus asuntos por sí mismo, es una persona ególatra y egocéntrica, ya
que se olvida de Dios para adorarse a sí mismo y para creer únicamente en el
poder de sus capacidades. No necesita a Dios ni a Cristo, ni necesita ser
salvado de nada, puesto que tiene la certeza absoluta de que todo le irá bien
siguiendo los dictados de sus deseos e inclinaciones. Por supuesto, un
pensamiento así solo lleva a la ruina moral, al anarquismo social y a la
decadencia de la solidaridad y la comunión fraternal. En el cumplimiento de su
propia voluntad, caprichosa y veleidosa como es, deja de pedir a Dios y en vez
de lograr lo que quiere y ansía, solo recibe miseria y olvido.
c. El
conflicto estéril con Dios
“¡Oh almas
adúlteras! ¿No sabéis que la amistad con el mundo es enemistad contra Dios?
Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de
Dios. ¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho
morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero él da mayor gracia. Por esto
dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.” (vv. 4-6)
Aquel
que se posiciona en contra de Dios y todo lo que supone estar bajo su soberanía
y señorío posee tres características que acertadamente describe Santiago en
estos versículos: hostilidad manifiesta contra Dios, menosprecio por la Palabra
de Dios y soberbia inusitada. La persona que desea enfrentarse a Dios no
comprende lo desigual de la batalla que quiere comenzar. Sin embargo, esta
clase de personas que podemos hallar en nuestras reuniones y servicios
religiosos prefieren abandonarse en brazos de otros dioses, rechazando de plano
servir y entregarse a Dios para recibir de Él perdón y misericordia. El
adulterio al que Santiago se refiere en el v. 4 tiene que ver con la
infidelidad espiritual que implica enemistad con Dios y amistad con el mundo.
El mundo debe entenderse como una realidad espiritual de un sistema de valores
antropocéntrico dirigido y orquestado por el mismísimo demonio, que por
naturaleza se opone frontalmente a Dios y a su iglesia. El mundo persigue que
todos los seres humanos se contagien de comportamientos y actitudes como la
autoglorificación, la autosatisfacción y la autoindulgencia. Por tanto, existen
entre nosotros como comunidad de fe, personas que prefieren seguir
voluntariamente los dictados de las modas, del relativismo moral y de los valores
postmodernos, antes que dejarse guiar por las directrices sabias y amorosas de
Dios. Tal vez no sean abiertamente hostiles a Dios, o que participen de
nuestros cultos o que conozcan la Biblia de pe a pa, pero eso no impide que
sean enemigos de Dios al estrechar la mano amiga que el mundo corrompido les
presenta. Como creyentes, hemos de perseverar en nuestra amistad con Dios: “Y nosotros no hemos recibido el espíritu
del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios
nos ha concedido.” (1 Corintios 2:12); “No os unáis en yugo desigual con los
incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y
qué comunión la luz con las tinieblas?” (2 Corintios 6:14); “Porque la gracia
de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que,
renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo
sobria, justa y piadosamente.” (Tito 2:12).
El
enemigo de Dios también desprecia las Escrituras tal y como señala el v. 5. La
desobediencia flagrante y el menosprecio de los sabios consejos de Dios que en
su palabra se recogen, son evidencias inequívocas de su carácter hostil contra
Dios. El Espíritu Santo que mora en el creyente no dejaría que éste se
embarrase y hundiese en el fango de la mundanalidad y la carnalidad. Por
supuesto, el cristiano peca, tropezando en su caminar diario, pero no se deja
llevar por conductas y comportamientos pecaminosos producto de su negligencia
en observar los mandamientos de Dios y de sucumbir a los deseos desordenados de
su corazón. No obstante el enemigo de Dios se ríe de su Palabra santa y de sus
estatutos de amor y santidad.
Para
redondear el carácter del enemigo de Dios aparece el orgullo y la soberbia más
falaces. Santiago apea y golpea contundentemente cualquier atisbo de altivez y
vanagloria en los destinatarios de su carta aportando un proverbio (Proverbios 3:34) que se enlaza
reveladoramente con 1 Pedro 5:5 y su
revestimiento de humildad y sumisión mutua. La palabra que el autor emplea para
soberbia sugiere una suposición desdeñosa y arrogante de que uno mismo está por
encima de los demás. En lógica clara, aquel que se cree lo máximo y que excluye
la humildad de su ecuación de vida, no necesita de la gracia de Dios y así lo
expresa en palabras y hechos. Con esta clase de actitud, lo que se da a
entender es que no necesita el perdón de Dios o su salvación por gracia. El
Señor resiste a este tipo de personas puesto que éstos se cierran en banda ante
cualquier apelación a su pecaminosidad y perversidad egoísta. Sin embargo, Dios
sí aprecia la humildad en el creyente: “Miraré
a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.”
(Isaías 66:2); “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos.” (Mateo 5:3); “El que se humilla será enaltecido.” (Mateo
23:12; Lucas 18:14).
2.
PREGUNTAS DE REPASO
- ¿Qué es lo que causa los conflictos y peleas entre
los miembros de una iglesia?
- ¿Todo deseo es un buen deseo? ¿Qué diferencia
existe entre uno bueno y uno malo?
- ¿Cuál es el antídoto que hallamos en el v. 6 para
evitar los deseos orgullosos que fomentan los pleitos?
3.
CONCLUSIÓN
Los
verdaderos creyentes no formamos parte del sistema malévolo mundial puesto que
Cristo nos ha llamado para salir de éste rechazando sus valores corruptos. En
vez de conformarnos a este mundo, nuestro deber y placer es el de ser enviados
por Cristo para ser sal y luz en medio de las tinieblas morales y espirituales
que afectan a la sociedad y la cultura en la que nos movemos. Hemos sido
crucificados al mundo para dejarlo atrás y eludir cualquier efecto nocivo que
pudiese afectarnos negativamente. Ser amigos del mundo y declararse cristiano
supone ser incoherentes con nuestra fe y ser inconsistentes con lo que confesamos
con nuestra boca y hacemos con nuestras acciones.
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