MENTIRAS



SERIE DE SERMONES SOBRE PROVERBIOS “SAPIENTIA III” 

TEXTO BÍBLICO: PROVERBIOS 12:16-28 

INTRODUCCIÓN 

      “¿Qué es la verdad?,” preguntó Pilato a Jesús. Es curioso que no se conserve una respuesta amplia, certera y rotunda del maestro de Nazaret sobre esta cuestión, aunque aquel que ha leído y estudiado la Palabra de Dios, sabe perfectamente que la Verdad era Jesús mismo, presente ante aquel que tenía en sus manos liberarlo o dejarlo en manos de aquellos que deseaban deshacerse de su amenazante existencia. La verdad. ¿Quién puede, a tenor de la infoxicación de la que somos objeto, afirmar qué es la verdad de algo? Informaciones completamente contrapuestas, opiniones vertidas desde el partidismo que les da de comer, insinuaciones controvertidas y de dudosa fiabilidad, noticias falsas y retocadas para ocultar la parte de la verdad que menos conviene que sea conocida y manifiesta para el público, relativistas afirmaciones que ondulan y fluctúan según el viento ideológico que sople y se instale en el poder... Unos dicen esto, otros aquello, y, al final, nadie sabe nada acerca de lo que es cierto, lo que es posible conocer sin dobleces ni eufemismos, sin constructos complejos que mareen la perdiz. ¿Quién tiene la verdad de su lado? ¿Quién detenta el patrimonio de la completa objetividad?  

     Entender y aprehender la verdad ya no es tan importante como en otros tiempos. Con la excusa de que cada cual tiene su propia verdad y versión de los hechos y de la realidad, cada vez es más difícil encontrar certidumbres absolutas que nos den seguridad y que sostengan nuestra fe en el futuro. Ni siquiera la ciencia se aclara en este punto, esta disciplina del saber que siempre se antojó como la panacea para averiguar el sentido, la composición y la razón de todo aquello que percibimos como real y verdadero. Entre científicos también existen teorías que se convierten en una verdad no comprobada, hipótesis que son enseñadas y expuestas, no como probables o posibles, sino como auténticas leyes contra las que no cabe discusión o debate. Hallar la verdad se antoja realmente complicado en un mundo en el que el relativismo moral, ideológico y experiencial se alía con la verdad de los sentimientos, las emociones o las percepciones de la sensibilidad personal. La posverdad ha arrebatado el cetro a las verdades de peso, y ahora es la que gobierna el interesado conjunto de la inmoralidad y del desprecio por la verdad más absoluta que existe: Dios. 

     La sabiduría genuina que brota del corazón de Dios, y la cual es revelada en su Palabra, nos ayuda a verificar cualquier información o dato que caiga en nuestras manos, a poner en tela de juicio cualquier opinión vertida, y a dudar sistemáticamente de posturas ideológicas o filosóficas, e incluso espiritualistas, teniendo en mente que el Señor es la verdad absoluta, y que de Él emana toda verdad que existe en esta dimensión terrenal con la que tenemos que vérnoslas. Salomón, como gran estadista y erudito que fue, tuvo la oportunidad de confirmar lo lejana que estaba la verdad del corazón de los seres humanos, de constatar que la mentira era parte de un estilo de vida común y corriente, así como de identificar el resultado de caer en manos de mentirosos o las consecuencias de emplear el falso testimonio en el día a día para lograr ver cumplidos los intereses individuales. La mentira, como bien sabemos, tiene las patas muy cortas, y se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Timar, embaucar o aprovecharse de ciertos subterfugios puede ofrecer réditos inmediatos, pero, con el tiempo y la falta de pericia de los trileros, la verdad surge victoriosa para juzgar a aquellos que emplearon torticeramente su verborrea suelta y su oratoria prácticamente impecable para aprovecharse de incautos e ingenuos. 

1. MENTIRAS EFÍMERAS 

      Dentro de la serie de contrastes que nos ofrece Salomón en sus apreciaciones sapienciales de lo que supone una ética de la pronunciación verbal, encontramos la diferencia abismal que existe en cuanto a la gestión de las palabras y de los testimonios orales, entre los malvados y aquellos que se subordinan al temor de Dios: El necio, al punto da a conocer su ira, pero el prudente no hace caso de la injuria. El que dice la verdad proclama justicia, pero el testigo falso, engaño. Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada, pero la lengua de los sabios es medicina. El labio veraz permanece para siempre; la lengua mentirosa, sólo por un momento.” (vv. 16-19) 

     Observamos en la mayoría de debates políticos y de opinión una misma dinámica perversa y sintomática de los tiempos convulsos e individualistas en los que vivimos. Normalmente unos contertulios se solapan mutuamente, alzando la voz, poniéndose rojos como la grana, lanzando exabruptos e indirectas irónicas con ánimo de hacer mella en el que piensa distinto, realizando aspavientos propios de guerreros que se lanzan a la batalla para exterminar al adversario a como dé lugar. En cuanto alguien toca un tema sensible para alguno de los debatientes, éste se lanza a la yugular para tratar de rebatir vocingleramente la postura opuesta a la suya. Son presas de un prácticamente inexistente autocontrol y de una falta de mesura insoslayable.  

     La ira rezuma entre líneas, el enojo se asoma a las miradas, los gestos despectivos se adueñan del escenario de juego dialéctico, y no pasa mucho tiempo hasta que alguien se enciende de una manera tan rápida como extrema, repartiendo leña a diestro y siniestro. Y lo que parecía ser un sosegado debate se convierte por arte del furor desatado en una auténtica batalla campal. Ya no interesa la verdad. Solo importa llevarse el gato al agua vociferando y aullando para soterrar la voz del contrincante. Solo importa que los televidentes o radioyentes escuchen la palabra más altisonante y procaz. 

     Si somos sinceros, también nosotros nos vemos afectados por esta carencia de templanza. Se nos apunta un error cometido, una diferencia de criterio, o un matiz que debemos corregir, e instantáneamente ladramos como feroces dogos tratando de ahuyentar de nosotros el consejo ajeno. “¿Que yo me he equivocado? De eso nada. El que se equivoca eres tú. ¿Que tú crees que lo que pienso no es correcto? No te lo crees ni en broma. Seguro que el que no tiene las cosas claras eres tú. ¿Que debería hacer autocrítica y perfilar alguna arista discordante en mi pensamiento? ¿Quién te has creído que eres para juzgarme?,” llegamos a espetar sin miramientos a una persona, que con buena fe ha intentado ayudarnos a redirigir algunas cosas que no están funcionado convenientemente en nuestras vidas.  

      Sin embargo, aquel que somete su vida al temor de Dios, prefiere obviar cualquier ataque, soflama o insulto que pueda sufrir, aun a sabiendas que la persona que los profiere no está en disposición de dar lecciones vitales. El dominio propio es señal de un carácter paciente y longánimo que hace todo lo posible por ignorar a los mentirosos y difamadores, y que piensa dos veces en responder a las bravas al atacante. No se deja llevar por los inflamados ánimos de la ira y el rencor, sino que, fríamente, deja su caso en manos del Señor. El prudente conoce la verdad de cuanto se le dice perversamente, y, por lo tanto, no necesita acudir al recurso instintivo del salvajismo verbal o de la represalia vernácula. 

      En cuanto a los testimonios que deben presentarse en las cortes de justicia, el creyente que se abraza a la sensatez dada por Dios, no duda nunca en decir la verdad, solamente la verdad, y nada más que la verdad. Estima como necesario que su visión de lo ocurrido en un pleito sea lo más ajustada a derecho, primando por encima de todo el bienestar comunitario, la coherencia entre fe y palabra pronunciada, y la justicia que siempre acompaña a la verdad. No obstante, el que testifica falsamente, bien para beneficiar a uno de sus sosias, o bien para condenar a alguien a la que se la tiene jurada, tarde o temprano será atrapado en su propia trampa. Alexander Pope, poeta inglés de los siglos XV y XVI, dijo una vez que “el que dice una mentira no sabe qué tarea ha asumido, porque estará obligado a inventar veinte más para sostener la certeza de esta primera.” Ojo al dato. 

       Ser testigo falso en los tiempos del Antiguo Testamento no era un juego al que uno pudiese jugar sin salir escaldado tras haber sido dilucidada la veracidad de su perspectiva sobre un caso concreto: “Cuando se levante un testigo falso contra alguien, para testificar contra él, entonces los dos litigantes se presentarán delante de Jehová y delante de los sacerdotes y de los jueces que haya en aquellos días. Los jueces investigarán bien, y si aquel testigo resulta falso y ha acusado falsamente a su hermano, entonces haréis con él como él pensó hacer con su hermano. Así extirparás el mal de en medio de ti. Los que queden, cuando lo sepan, temerán y no volverán a cometer más una maldad semejante en medio de ti. No lo compadecerás: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie.” (Deuteronomio 19:16-21) 

     Seguro que conocerás a personas que cuando hablan son, como diría mi madre, unos destrales. Solo abren la boca para herirnos sin atisbo de misericordia, empatía o compasión. Te sueltan lo primero que les viene a la sesera, la cual está bastante menguada en uso, y te dan una estocada tremebunda que te atraviesa hasta el tuétano. ¿Cuántos no hemos padecido a causa de palabras intencionalmente dichas que nos han arrebatado el color del rostro? ¿Cuántas veces nosotros mismos empleamos verbos y sustantivos para oprobiar al prójimo con la intención de destruir su autoestima o su identidad? Y aquí no vale aquello de que hay que ser brutalmente sinceros y soltar por el orificio bucal nuestras verdades.  

      Hay maneras de decir las cosas, por muy veraces que estas sean. Por ello, Salomón apela a que el ser humano sea lo suficientemente sabio como para, no solamente expresar la verdad con todas sus letras, sino también para manifestarla en el momento, lugar y forma adecuados sin que dejemos el alma de otra persona hecha escombros. El que domina el arte de saber decir las cosas es como un doctor que te receta el mejor remedio para reconciliar la verdad y la gracia. 

     Creo que todos conocemos la fábula de Pedro y el lobo. Si no es así, he aquí una versión resumida: “En un pueblito del campo, vivía un pequeño llamado Pedro. Como se dedicaba a cuidar ovejas era conocido como Pedro el pastor. Todas las mañanas muy tempranito salía contento hacia la pradera con su rebaño, y mientras caminaba a todos saludaba: ¡Buenos días señor! ¡Buenos días señora! Pero eran muy pocos los que le respondían, porque todos estaban muy ocupados en sus tareas y no le prestaban atención. Un día mientras descansaba debajo de un árbol cercano a un arroyo, viendo pastar a sus ovejitas y escuchando el trino de los pajaritos, tuvo una idea: «¡Voy a llamar la atención de todos haciéndoles creer que me persigue un lobo!» Esa misma tarde Pedro llegó al pueblo corriendo y exclamando… «¡Socorro, auxilio un lobo me persigue, y trató de comerse mis ovejas!» Todos en el lugar se alborotaron y corrieron en busca del malvado animal, pero regresaron afligidos por no haberlo encontrado. Al día siguiente cuando el niño se iba con sus ovejitas todos le decían preocupados: «¡Ten mucho cuidado Pedrito, y avísanos si ves al lobo!» Pedro estaba contento porque había logrado que todos se fijaran en él, entonces decidió repetir la mentira, y así lo hizo por tres días más. Pero al cuarto día, los campesinos del lugar cansados de buscar inútilmente al lobo, dejaron de creer en las historias del niño y decidieron no hacer más caso de ellas. Entonces sucedió algo que Pedro no podía haber imaginado, realmente apareció el lobo, y por más que gritó y gritó pidiendo ayuda nadie acudió a socorrerlo.” Así son los mentirosos por sistema, que reciben crédito un par de veces, pero cuando reinciden una y otra vez en las mentiras, nadie les cree por mucho que digan la verdad. 

     No pasa así con aquellos que se muestran fiables en la palabra dada. Personas que cuando dicen que sí, es que sí, y cuando dicen que no, es que no. Personas que cuando realizan un trato contigo, no recurren a faltar a sus promesas y dejarte en la estacada. Personas que aman la verdad por encima de todas las cosas, y que se comprometen hasta el último aliento con la justicia, el derecho y la coherencia. Son personas que permanecen para siempre, a las cuales puedes acudir cuando necesitas un consejo, que te echen una mano según sus posibilidades. Necesitamos en nuestra sociedad a más personas así, personas que cumplen con sus votos, y que siguen siendo consecuentes pase lo que pase. Sin embargo, ya vemos que hoy día esta clase de seres humanos han desaparecido porque la fe de muchos se ha enfriado a causa de los mentirosos y los que cuentan embustes en cada esfera de la vida. 

2. MENTIRA PRESUNTUOSA Y NEGLIGENTE 

     Dime de qué presumes, y te diré de qué careces, reza el dicho popular. La presunción suele verse emparentada por unos labios proclives a decir sandeces que evidencian el autobombo personal: “Engaño hay en el corazón de los que maquinan el mal, pero alegría en el de quienes aconsejan el bien. Ninguna adversidad le acontecerá al justo, pero los malvados serán colmados de males. Los labios mentirosos son abominables para Jehová, pero le complacen quienes actúan con verdad. El hombre cuerdo encubre su saber, pero el corazón de los necios pregona su necedad. La mano de los diligentes dominará, pero la negligencia será tributaria.” (vv. 20-24) 

      La mente del perverso nunca para. Parece estar en continuo funcionamiento, elucubrando nuevas formas de perjudicar al semejante, planificando sin cesar estrategias que le permitan, a través de la manipulación y las embusterías, conseguir beneficios de los inocentes. Desde el retorcimiento de la verdad es posible subir en el escalafón social, pero esto demanda una perpetua actividad mental que siga sosteniendo el andamiaje de tantas falsedades y bulos. Tal cosa no es así cuando hablamos de personas que asesoran positiva y desinteresadamente a aquellos que demandan ser guiados en esta vida. A diferencia de los impostores y engañabobos del mundo, los sabios que apuestan por la verdad solamente traen alegría y gozo, aun cuando sus recomendaciones puedan sonar afiladas y contundentes en el corazón del que busca consejo. El fruto de la reconvención amorosa y de la amonestación piadosa redundan, sin lugar a dudas, en un espíritu jubiloso que ha conseguido reconocer la verdad de todo cuanto le ha sido confiado por el temeroso de Dios. 

    El siguiente versículo puede presentar alguna dificultad en su entendimiento. Quizá algunos se pregunten que, si este versículo 21 es cierto, ¿por qué los cristianos tienen que enfrentarse a dificultades y adversidades terriblemente dolorosas? Si la promesa es que ninguna adversidad sucederá al recto de corazón, ¿cuál es la razón de tanto sufrimiento y aflicción en las vidas de muchos creyentes en Dios? Aquí es importante tener en cuenta el contexto. Si estamos hablando de los efectos que tiene nuestra mayordomía de las palabras, colegiremos en asegurar que, si la verdad es parte inequívoca de nuestro carácter, y si nuestro empleo de las frases se acopla a la empatía para con el prójimo, entonces será muy poco probable que nos metamos en camisas de once varas o en berenjenales espinosos. Ahora, si hacemos mal uso de nuestra capacidad verbal y la dedicamos a contar embelecos y supercherías por ahí, no nos debería sorprender que la desgracia se abata sobre nuestras cabezas. Abusar perversamente de la oratoria solo puede reportarnos un mundo de padecimientos y congojas. 

     Este sufrimiento que se suscita sobre el malvado cuando sus cuerdas vocales son tañidas con mala baba, no solo se refiere a los líos y embrollos en los que se va a ver inmerso, sino que también se relaciona con el juicio divino. Si nuestras palabras no edifican, sino que más bien asolan e incendian todo cuanto tocan, Dios no va a demostrar estar satisfecho con nosotros. Ya nos lo dice Pedro, hablando sobre aquellos que emplean la mentira para comerciar con la voluntad de seres humanos poco precavidos: “Sobre los tales ya hace tiempo la condenación los amenaza y la perdición los espera.” (2 Pedro 2:3) Dios va a demandar cuentas de todo aquello que salga por nuestra boquita de piñón: “Pero yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.” (Mateo 12:36) Teniendo en mente estas advertencias contra las engañifas y farsas, el ser humano temeroso de Dios hablará únicamente la verdad, hallando en esta conducta el favor y la sonrisa complacida de Dios, así como el beneplácito y la buena fama de todos aquellos que nos rodean. 

     Recuperando la idea del orgullo personal y de la pedantería intelectual anteriormente citada, probablemente hayáis conocido a personas que se las dan de personajes sobresalientes y geniales, apelando a su plétora de diplomas, artículos publicados, y galardones al mérito académico. Son insoportables, no me digáis que no. Con una presuntuosa actitud y un lenguaje repipi y técnico, se regocijan en asombrar a aquellos que no tienen estudios o que tienen oficios y profesiones tachadas por ellos como indignas, comunes y de bajo nivel. Y, sin embargo, son los más necios de todos los sabios de este mundo, dado que pregonan a diestro y siniestro sus logros eruditos, mientras que con su comportamiento y estilo de vida dejan bastante que desear.  

      ¿De qué sirve ser un genio en cualquier disciplina científica, artística o humanista, si luego eres un depravado espécimen humano? Es mejor sentarse con los sabios que, sabiendo mucho y conociendo los entresijos de la realidad, son capaces de humillarse ante el dador de toda su ciencia y discernimiento. No existe mejor entendido que aquel que es humilde y que no va por todas partes proclamando su superioridad intelectual, humillando a su vez a sus congéneres menos entendidos. Al final, los sabios según el temor de Dios serán los que pongan en su lugar a aquellos que se afanan por demostrar su sapiencia limitada y nula en su praxis. 

3. MENTIRA DOLOROSA Y MORTAL 

     Salomón nos asegura que no existe mejor remedio contra el sufrimiento que la verdad de Dios revelada en su Palabra, y, por tanto, haremos bien en atesorar estos últimos versículos del capítulo 12 de Proverbios: “La congoja abate el corazón del hombre; la buena palabra lo alegra. El justo es guía para su prójimo, pero el camino de los malvados los hace errar.  El indolente ni aun asará lo que ha cazado; ¡precioso bien del hombre es la diligencia! En el camino de la justicia está la vida; en sus sendas no hay muerte.” (vv. 25-28) 

     Nadie que haya nacido y existido sobre la faz de esta tierra podrá decir que nunca fue víctima de la pesadumbre y la tristeza. En un momento u otro, hemos podido experimentar en nuestras propias carnes lo que significa y supone la amargura y la pena. Cada uno de nosotros podría contar de sus vicisitudes y desdichas, pero el común denominador siempre será el dolor que nos embargó en ese crítico instante de nuestras vidas que mordió fieramente nuestro corazón. Pero no hay enfermedad sin remedio, ni problema sin solución. No os voy a recomendar un poquito de azúcar como Mary Poppins, ni os voy a aconsejar que, para dejar de pensar en nuestros males, nos consolemos reflexionando sobre personas que lo han pasado peor que nosotros. Mi consejo es que vayáis a la Palabra de Dios, y allí encontréis el bálsamo de Fierabrás que cure y palíe la angustia de vuestro ser. Solamente en la lectura y el acogimiento por fe de las promesas fieles de Dios es que podemos calmar nuestra tortura interna y devolver la alegría que se perdió en los desiertos de nuestro duelo. 

     Otro remedio para una vida terriblemente afectada por la miseria es confiar en personas que Dios coloca en nuestro camino para redirigir nuestro lamento y nuestro destino. Aquel que aplica con sensatez y tino la Palabra de Dios en su vida, sirve como un faro en medio de la oscuridad de la noche que nos indica cómo transitar por este plano terrenal al amparo de la verdad celestial. De otro modo, nos perderíamos en todo ese cúmulo de versiones, opiniones, perspectivas y visiones que todos quieren que persigamos como la razón de nuestro ser.  

       No hay más camino, ni más verdad, ni más vida que los que se hallan en la persona de Cristo, nuestro Señor y Salvador. Y si te topas con personas perezosas y abúlicas, que exhiben un pasotismo descarado y seductor, que le da igual ocho que ochenta, que caza, pero no aprovecha lo cazado por pura indolencia, harás bien en perderlas de vista y poner tu mirada en aquellos hijos de Dios que se implican denodadamente en ser útiles, inspiradores y modélicos. Donde hay justicia y verdad hay vida abundante y eterna, no lo olvidemos, y por ello, no nos hemos de tomar a la ligera todo cuando brota de la apertura bucal que tenemos entre nariz y barbilla. 

CONCLUSIÓN 

      Vivimos en tiempos de la mentira y de la falsedad. Y, como decía Adolf Hitler, dictador sanguinario alemán, “las grandes masas sucumbirán más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña.” Esto es, lamentablemente, lo que estamos constatando cotidianamente. La verdad ha sido arrinconada o sepultada con cantidades ingentes de información falaz, fake news y posverdades de lo más absurdo y estremecedor. La verdad, cuando es desatada del corsé de la corrección política y de las conveniencias sociales, puede ser demoledora y esclarecedora. Por eso casi nadie quiere conocer la verdad, porque, como aseguró Alfred Adler, psicólogo australiano de los siglos XIX y XX, “una mentira no tendría sentido si la verdad no fuera percibida como peligrosa.” 

     La verdad del evangelio de salvación y arrepentimiento es muy peligrosa, y por ello es atacada de continuo por el mundo, por Satanás y por la concupiscencia humana. Pero, aun así, la verdad del evangelio de Cristo debe ser siempre nuestro estandarte, y nuestra sabiduría debe regirse por el principio rector de la verdad absoluta de Dios. De este modo, nuestro camino hacia la eternidad estará pavimentado con las promesas ciertas y fieles de nuestro Señor, y seremos aprobados, tanto por nuestros conciudadanos, como por nuestro buen Dios.

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