SIN PERDÓN
SERIE DE
SERMONES SOBRE MATEO 11-12 “BAD GENERATION”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 12:22-32
INTRODUCCIÓN
La irreverencia es un mal endémico de
nuestra generación. Con la excusa de dar espacio a la libertad de expresión, se
ha pasado de lo sublime a lo ridículo. Blasfemar, un acto que antaño era muy
mal visto y considerado, dado que implicaba injuriar gravemente a otra persona
o institución, ahora es parte de la forma de hablar de las gentes. Antes se
medían más y mejor las palabras, la clase de términos que se iban a emplear en
una conversación, la repercusión que determinadas manifestaciones orales y escritas
podían llegar a causar en la dignidad y honra de otras personas; sin embargo,
hoy todo vale con tal de expresarse libremente y decir lo que a cualquiera le
venga en gana sin respetar al prójimo o sin calcular las consecuencias de
gruesas y soeces frases.
Ahí tenemos ejemplos que provienen de
los supuestos progresistas de turno, como el del tal Willi Toledo, actor venido
a menos que, con sus exabruptos defecándose en Dios y en la virgen María,
desató el debate polémico referente a la libertad de expresión, a la
vulneración de los sentimientos religiosos y a los límites del odio hacia una
confesión religiosa en particular del “sosias.” Yo no soy de los que piden
multa o cárcel para este deslenguado. Simplemente me gustaría que se mostrara
un ápice de buena educación y de tolerancia con lo que cada uno cree en esta
vida, algo que este espécimen humano parece entender desde la ley del embudo.
Vayas por donde vayas, o veas lo que veas
en la televisión, siempre aparece el típico malhablado recalcitrante que
injuria a Dios y a todo aquello que representa. A veces, es producto de la
inercia aprendida por amigotes y familiares que no tienen ni una gota de
sentido común, otras veces es blasfemar por demostrar a todos que se es un
valiente retando a Dios, y otras es para expresar sus prejuicios y rencor hacia
todo lo que tiene que ver con un sistema religioso católico-romano, que hizo de
las suyas a su antojo, marcando a hierro en las nuevas generaciones la idea de
que ahora es posible insultar a Dios y a la iglesia para reivindicarse. Sea
cual sea el motivo que lleva a una persona a blasfemar contra Dios, lo cierto
es que el hecho de injuriar sin miramientos a Dios ha devenido en algo
demasiado gratuito y harto indecente e insoportable para aquellos a los que nos
chirría hasta el alma oír una maldición dirigida contra el Altísimo. Es muy
fácil poner al Señor en el palo del gallinero y lanzarle porquería sin ton ni
son. Veríamos si es tan sencillo poner a parir a Alá o a Mahoma; ahí sí que se
lo piensan un poco más lo de despotricar contra el Corán.
Nuestra sociedad cada vez más
secularizada y más escocida por los despropósitos que la iglesia institucional
ha causado en la sociedad predemocrática, ha escogido un mal camino, el camino
de ningunear y descalificar a Dios. Dios no tiene culpa de que sacerdotes hayan
violado y vejado a niños impunemente. Dios no tiene la culpa de que la curia
romana se haya apoderado de lo que no es suyo y de que detente un poderío
económico y político que se aleja del propósito inicial de la iglesia de
Cristo. Dios no tiene culpa de que curas y monjas hayan sido cómplices de robo
de niños recién nacidos. Dios no tiene culpa de las mentiras y de las
distorsiones que los doctores de la iglesia han ido diseminando a lo largo de
la historia del cristianismo. Pero, en su ignorancia supina, aquel que ha de
encontrar argumentos para insultar a Dios y para irrespetar su evangelio, no
necesita recurrir a la razón o a una investigación exhaustiva para comprobar el
origen de todas las cosas, sino que decide que vituperar y maldecir es el mejor
camino para resolver sus problemas.
1. UNA ACUSACIÓN MONSTRUOSA
Jesús tuvo que enfrentarse con personas
que sí, eran religiosas e hiper espirituales a los ojos de todo el mundo, pero
que con sus acciones y comentarios negaban todo lo anterior. El encontronazo de
Jesús con los fariseos sabemos que no es nada nuevo. Ahora, con la excusa de un
exorcismo, vuelven a la carga para difamar sin contemplaciones a Jesús: “Entonces le llevaron un endemoniado, ciego y mudo; y lo sanó, de tal
manera que el ciego y mudo veía y hablaba. Toda la gente estaba atónita y
decía: «¿Será éste el Hijo de David?» Pero los fariseos, al oírlo, decían:
«Éste no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios.»”
(vv. 22-24) Parte de la muchedumbre que se
arremolina en torno a Jesús, le lleva a un individuo anónimo que padecía
terriblemente los efectos de una posesión diabólica. El demonio que lo manejaba
como un títere había cercenado de golpe la capacidad que este hombre tenía de
relacionarse con el mundo. Le había arrebatado la vista, perdiendo la habilidad
para dirigirse a cualquier lugar por sí mismo, minando la posibilidad de
valerse sin la ayuda de otros. El demonio le había despojado también del habla,
la única forma de expresar los deseos y sentimientos de su corazón. Las
tinieblas y el silencio se habían apoderado terriblemente de este ser humano, y
la vida se había convertido en un auténtico tormento. Como Juan Crisóstomo
señaló en una ocasión, a este hombre se le había quitado la oportunidad de ver
las formidables obras de Jesús y la posibilidad de confesar su fe en éste.
Jesús, el hacedor de milagros, no tuvo ningún problema en deshacerse por
completo de la influencia maligna que había atado de pies y manos a este varón.
El reconocimiento atemorizado del espíritu malvado que había colonizado a este
hombre había dado paso a su huida despavorida, tal vez buscando nuevas almas a
las que domeñar. Inmediatamente, los ojos comienzan a percibir la realidad de
colores y formas que se halla ante sí, y la lengua se destraba, pudiendo gritar
de alivio y de gozo tras permanecer una buena temporada callado e invidente.
Todos pueden comprobar el antes y el después de esta persona tras haberse topado
con Jesús. Gestos de sorpresa, aplausos de júbilo, palabras atropelladas que
provocaban un mar de comentarios y debates... La multitud, entre boquiabierta y
asombrada, comienza a preguntarse si al fin el Mesías, el Hijo de David, había
aterrizado desde los cielos para salvar y rescatar a Israel. Nadie más podía
realizar los portentos, las hazañas y las maravillas que este Jesús estaba
haciendo entre ellos. Era un enviado de Dios, un profeta tal vez, o el
mismísimo ungido del Señor que iba a provocar el final de tanta opresión y
tanta injusticia.
Y
justo cuando el gentío empieza a vislumbrar quién era Jesús de verdad, aparecen
los aguafiestas para intentar hacer cambiar de parecer al populacho que ya
estaba en un tris de reconocer a Jesús como el Cristo. Los fariseos, llenos de
odio, respirando amenazas e ira contra Jesús, y reconcomidos por la envidia y
la frustración al ver cómo sus planes de destrucción de la reputación de Jesús
no surtían el efecto deseado, deciden diseminar una “fake new” en relación al
origen del poder que Jesús exhibía públicamente. “No os hagáis ilusiones con
este maestrucho de Nazaret. Él no es el Mesías. Todo lo contrario. Claramente,
Jesús es un cómplice del mal. Él es un servidor más de Satanás que intenta
engañaros y embaucaros con sus actuaciones de prestidigitador y charlatán. Los
demonios se marchan de sus víctimas porque Jesús es un jefazo demoniaco que
posee la potestad de ordenarles a sus esbirros malévolos que emigren a otros
lares. ¿Es que no lo veis? Es un condestable de las tinieblas que ha venido a
timaros y a manipularos, nada más.” Recordemos que la palabra de estos
fariseos tenía un cierto peso específico en la creación de opinión social. Si
lo decía un fariseo, que era el summum de la pureza y la santidad de vida,
¿quién iba a contradecir esta acusación tan monstruosa? Y ahí la gente entra en
una contradicción, en una confrontación de argumentos que marcará la idea
social que se tendrá en referencia a Jesús.
2. UNA LÓGICA APLASTANTE
Jesús, que ya los ve venir a kilómetros de distancia, aplica su especial
perspicacia para dar peso y razón a su respuesta: “Sabiendo Jesús los
pensamientos de ellos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo es
asolado, y ninguna ciudad o casa dividida contra sí misma permanecerá. Si
Satanás echa fuera a Satanás, contra sí mismo está dividido; ¿cómo, pues,
permanecerá su reino? Y si yo echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿por quién
los echan vuestros hijos? Por tanto, ellos serán vuestros jueces. Pero si yo
por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a
vosotros el reino de Dios, pues ¿cómo puede alguno entrar en la casa del hombre
fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata Entonces podrá saquear su
casa. El que no está conmigo, está contra mí; y el que conmigo no
recoge, desparrama.” (vv. 25-30) Cuando los fariseos venían, Jesús ya había
ido y había vuelto. No hay nada que se escape de su discernimiento del alma
humana. Leyendo con facilidad los ademanes, los murmullos, el nerviosismo y la
inquina que los fariseos tenían hacia él, Jesús recurre a uno de sus recursos
favoritos: la parábola.
Por
supuesto, Jesús no estaba solamente hablando con sus detractores. Dejaba la
puerta abierta para que todos los allí reunidos pudiesen cerciorarse de lo
contundente de sus argumentos y razones. Jesús apela al sentido común y a las
circunstancias que forjan un linaje y una nación. Si en un reino existen luchas
intestinas, si el caos se instala en la corte, si los representantes y
gobernadores del pueblo deciden involucrarse en enfrentamientos continuos y
cada vez más virulentos, no podemos esperar que este reino sea un país
próspero, desarrollado y estable. Lo mismo es aplicable a una ciudad en la que
sus dirigentes se matan entre sí y se despachan a gusto con vituperios e
injurias, o a una familia en la que el pan de cada día es una sarta de
discusiones, gritos, peleas y reproches. ¿Cómo va a progresar una ciudad o una
familia con esta clase de ambiente irrespirable? Todos podían entender el
concepto, seguramente porque su presente era precisamente ese, el de un reino
desunido y repleto de combates fratricidas por el poder, el de una ciudad
corrupta y llena de situaciones conflictivas, y el de familias mal avenidas en
las que la paz y el amor brillaban por su ausencia.
Una
vez comprendido el uso y contenido de los ejemplos anteriores, y sabiendo que
Satanás de tonto no tiene ni un pelo, más bien al contrario, puesto que sabe de
qué forma tentar al ser humano para que sucumba a sus lazos y trampas, dos más
dos son cuatro. ¿Cómo Satanás, padre de triquiñuelas y mentiras, va a idear o
soñar autodestruirse? ¡Sería de locos! Si Satanás, en lugar de capturar y
someter a las almas humanas, se dedicase a deshacer su trabajo de zapa y caza
echando y expulsando a sus subordinados, estaría apañado. ¿Cuánto tiempo
quedaría para que su poderío no se viese menoscabado, sus objetivos anulados y
sus intenciones obstaculizadas? Si su reino consiste en enviar a sus secuaces
para dinamitar la posibilidad de que cualquier ser humano conozca el evangelio
de salvación y se reconcilie con Dios, ¿por qué contradecirse exorcizando a uno
de sus diabólicos súbditos? Las cabezas de la multitud asienten mientras
confiesan para sus adentros que la cadena lógica que Jesús les ofrece está muy
bien trazada y tirada. La lógica es aplastante.
Pues
por la misma lógica, si Jesús se dedica a expulsar con cajas destempladas a
decenas de demonios que se ceban en las vidas de personas de a pie, será porque
él es el Hijo de Dios, el Mesías, el instaurador del Reino de los cielos.
Además, buscando tocar la fibra sensible de los fariseos, Jesús alude a
aquellos exorcistas profesionales que estaban bajo su cobertura, y que
presuntamente también expulsaban a entes demoniacos. “Vuestros pupilos
erradican del corazón humano a los seres diabólicos y Dios los ayuda. ¿Por qué
yo soy diferente a ellos? Si a mí me da permiso Belzebú para expulsar demonios,
¿por qué vuestros protegidos son diferentes a mí en este sentido? Si yo soy un
siervo de Satanás, ¿qué son ellos?” Jesús los desafía a seguir llamándolo
mandado del demonio. Los reta a dejar a un lado su amargura de espíritu y su
envidia cochina, para que sean lo suficientemente objetivos y valientes como
para reconocer que él hace todas estas operaciones de exorcismo en el nombre de
Dios y por el poder de su Espíritu Santo.
Añade Jesús una nueva parábola por si no les ha quedado claro el tema.
Cualquiera que esté pensando en arrebatarle algo a una persona poderosa,
primero debe reducir al dueño de la casa, cosa que no será nada fácil, y
después podrá rapiñar con comodidad todo lo que le venga en gana. Pero si te
dedicas a robar, sin contar con que el dueño de la casa te puede dar un
estacazo en los ijares, y que te puede saltar los dientes de un guantazo a mano
abierta, estás vendido. No es posible presentar el evangelio del Reino de Dios
a alguien que es posesión de Satanás, a menos que Jesús, el Salvador y Señor
del mundo, aprese e inmovilice al tirano que maneja la vida de la persona
poseída. Abiertos los ojos y desanudada la lengua del endemoniado, el camino
queda expedito para que Jesús predique las buenas nuevas de redención y novedad
de vida al interfecto.
Si
esto no lo entienden, o no lo quieren entender los fariseos, es porque están
más ciegos y más mudos que cualquier endemoniado en cuanto al advenimiento real
y palpable de una nueva era de gracia y redención. Si con su intención dañina y
venenosa tratan de menospreciar o distorsionar lo que Jesús está haciendo en su
ministerio, los fariseos siempre lo tendrán enfrente, preparado para seguir
dando guerra y prestar batalla contra su cerrada e infecta visión de lo que
significa ser hijo de Dios. Si están contra Jesús, serán enemigos de Dios. Si
se empecinan en echar por tierra la autoridad y la imagen de Jesús
proyectándose como los únicos poseedores de la verdad, estarán haciéndole el
juego a Satanás.
3. SIN PERDÓN
Quien avisa no es traidor, reza el refrán consabido. Jesús quiere dar a
los fariseos una última ocasión para reconsiderar sus juicios y perspectivas
sobre su persona, y lo hace desde una advertencia muy clara y rotunda: “Por
tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, pero la
blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Cualquiera que diga alguna
palabra contra el Hijo del hombre, será perdonado; pero el que hable contra el
Espíritu Santo, no será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero.” (vv.
31-32) Dios es bueno y misericordioso con la humanidad, aunque ésta no lo
merezca. El Señor muestra su benevolencia para con todo el mundo, concediendo
el perdón a todos los pecados y blasfemias habidos y por haber. Dios perdona la
mentira, el asesinato, el robo, la infidelidad conyugal, la desidia, la
murmuración y mil pecados más. Como el apóstol Juan afirmó: “Si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y
limpiarnos de toda maldad.” (1 Juan 1:9) Inundemos nuestra alma con la
inagotable gracia de Dios, mientras meditamos en el poder purificador del
sacrificio de Cristo en la cruz del Calvario. Reflexionemos sobre el perdón que
debe brotar de nuestros adentros para con aquellos que también pecan contra
nosotros y contra la ley de Dios.
Pero
al mismo tiempo, observemos con pavor y temblor el concepto del pecado y la
blasfemia imperdonables. ¿A qué referirá Jesús cuando habla sobre la blasfemia
imperdonable contra el Espíritu Santo? ¿Se trata de insultar de palabra o de
ofender verbalmente al Espíritu de Dios? El pecado que Dios no puede perdonar
es aquel que se deriva de haber conocido el ofrecimiento de Dios en Cristo de
la vida eterna, de haber tenido comunión fraternal con la comunidad del
Espíritu Santo, de haber visto y oído las maravillosas obras de Dios en la vida
de miles de personas, y, sin embargo, haber dado la espalda a Dios aun a
sabiendas de que la verdad, la justicia y la vida eterna se hallan en Él. El
peor pecado que un ser humano puede cometer es despreciar irremediablemente la
gracia que Cristo ha manifestado en el Gólgota, y arrogarse la potestad de
convertirse él mismo en dios de su destino y deseos.
Lanzar vituperios y graznar invectivas tóxicas y de mal gusto contra
Cristo y su plan de salvación entra dentro de la esfera de lo perdonable, pero
maldecir el día en el que supo de su evangelio mientras se mantiene firme en su
ateísmo militante, será como cavar su propia fosa. Escupir odio e ira contra
los cristianos y contra la iglesia entra dentro de lo que Dios perdona si más
adelante existe un arrepentimiento genuino en esa persona, pero nunca perdonará
a alguien que ha escogido libremente abjurar de una fe a la que se le creía
adscrito. ¡Cuántas personas conocemos que se encuentran demasiado cerca de este
precipicio espiritual! ¡Cuánto tenemos que interceder al Señor para que
recapaciten y se den cuenta de que, si continúan por el camino de la apostasía,
sus almas perecerán en el infierno!
CONCLUSIÓN
Desgraciadamente, nuestra generación se despeña por el abismo de la
perdición eterna. Y no es que esta caída sea producto precisamente de la
ignorancia. Muchas personas conocen perfectamente a qué vino Cristo al mundo.
Incluso manejan toda la información necesaria para formarse un criterio sobre
Dios, sobre el evangelio, sobre la iglesia y sobre el pecado. Ya no es cuestión
de impericia o de desconocimiento. Es una cuestión de blasfemia radical y
perseverante contra la acción del Espíritu Santo en sus propias vidas. La
tercera persona de la Trinidad llega a la conciencia y mente de la persona, y
tiende sus lazos de amor y convicción hacia ellas, y, no obstante, la persona
rechaza de plano la verdad y la misericordia que se le ofrece gratuitamente. Al
igual que el endemoniado del relato bíblico, sus ojos y su lengua se hallan
atenazados por el príncipe de este mundo, Satanás. Su corazón se endurece a
pesar de los esfuerzos y dedicación del Espíritu de Cristo, y languidece en la
negrura de una vida mediocre, mientras da un portazo definitivo a tener nada
que ver con Dios. ¡Qué horrible escena es contemplar cómo un alma humana se
desliza voluntariamente hacia los brazos de la oscuridad, la maldad y la
esclavitud del pecado!
Todos
aquellos que pertenecemos a nuestra época y cultura occidental, y que
observamos con tristeza y preocupación la manera en la que piensa nuestra
sociedad sobre Dios, y el modo indigno e indignante en el que se trata la
figura de Cristo, sabemos que salimos de un mundo pantanoso gracias a su obra
redentora, que la voz inolvidable del Espíritu Santo nos persuadió de que
nuestra mejor decisión en la vida era someternos al señorío de Cristo, y que no
pasa un solo día en el que no agradezcamos a Dios el hecho de ser contados como
hijos suyos por toda la eternidad. El amor que sentimos hacia Él nos impide
blasfemar contra Él, y nos constriñe para perdonar a los blasfemos, a la par
que dejamos que sea Cristo, Justo Juez, el que dictamine el sentido de su
sentencia en el día en el que Él regrese con poder y justicia absolutos.
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