CRISTO ENCAPUCHADO
SERIE DE
SERMONES SOBRE MATEO 11-12 “BAD GENERATION”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 12:15-21
INTRODUCCIÓN
Como consumidor feroz que fui en su
momento de cómics de superhéroes, siempre me llamó la atención la recurrente
estrategia que muchos de estos poderosos superhumanos y no tan humanos
empleaban a la hora de vivir su vida. Por un lado, vivían vidas repletas de
aventuras, de circunstancias prácticamente al límite, esforzándose por salvar
al mundo de villanos terribles y tratando de impartir justicia y paz donde
antes había injusticia y caos. Y por otra, tenían existencias normales, con
trabajos o estudios, que los hacían imperceptibles por el resto de la
humanidad. Ejemplos como Batman, justiciero nocturno y multimillonario
filántropo diurno; como Spiderman, luchando contra siniestros personajes
vestido con unas ajustadas mallas de color rojo y azul cuando se terciaba, e
inteligente e ingenioso estudiante de ciencias cuando el peligro desaparecía;
como Iron Man, playboy y creador de tecnologías abrumadoramente enrevesadas,
pero que se transformaba en un héroe vengador cuando se enfundaba su armadura
“high-tech”; o Superman, periodista de trayectoria anodina hasta que
despojándose de su ropa aparecía esa “S” archiconocida en su pecho para
rescatar a cientos de seres humanos de desastres de todo tipo, y así con
cientos de héroes de cómic.
Estos personajes de ficción, con su
alter ego que enmascaraba la auténtica identidad del superhéroe, dejaban claro
que era mejor mantenerse en el anonimato que darse a conocer públicamente. Las
implicaciones de descubrirse ante la opinión pública podían llegar a ser demoledoras:
ataque por parte de los malos de turno de sus familiares más cercanos,
eliminación del factor sorpresa, sobreexposición al acoso de los medios de
comunicación, e ir por la calle con un enjambre de fans enloquecidos pidiendo
un autógrafo o un “selfie” de recuerdo. Algunos de estos superhéroes solían
llevar bien capucha o bien antifaz o máscara, con el objetivo de que, tanto sus
adversarios como las personas rescatadas no pudiesen identificarlos con
personas con vidas más o menos normales. Sin sus trajes o sus atuendos
enmascaradores, tal vez no podrían hacer precisamente lo que mejor se les daba:
desfacer entuertos y solventar situaciones desesperadas.
1. JESÚS ENCAPUCHADO
Jesús también tenía sus razones para
ocultar sus acciones con una capucha metafórica. No era un Robin Hood que
robaba a los ricos para dárselo a los pobres, ni era un personaje clandestino
que se reunía con sus allegados en lugares sombríos y ocultos. Pero sí sabía
que, cuando los enemigos comienzan a mostrar sus colmillos y sus aviesas
intenciones, lo mejor era enfriar el ambiente y trasladarse a otros lugares
donde el odio y la inquina de sus detractores pudiese consumarse demasiado
pronto. Recordemos que Jesús deja en entredicho la sabiduría y la autoridad de
los fariseos que habían intentado avergonzarlo delante de las multitudes en la
sinagoga. Les había salido el tiro por la culata y estaban tan enojados con
Jesús que resuelven en “petit comité” que debe morir sí o sí. Ya no tratan de
desprestigiarle, de menoscabar su ministerio terrenal, o de atraerlo a su
causa. Han llegado a la conclusión de que este maestro de Nazaret es un
advenedizo que debe ser aniquilado lo antes posible para evitar males mayores.
De qué modo se enteraría Jesús del
interés fariseo por darle matarile, es parte de su naturaleza divina: “Cuando Jesús supo esto, se retiró de allí. Lo siguió mucha gente, y
sanaba a todos.” (v. 15) Jesús posee una visión muy clara de lo
que pretende cada persona que se acerca a su persona. Es una especie de discernimiento
espiritual y mental que le ayuda a responder adecuadamente a cualquier pregunta
o comentario. Jesús lee los corazones de estos fariseos, los cuales se
confabulan para urdir un plan que precipite los acontecimientos para acabar de
una vez por todas con la actividad e influencia de Jesús. Por supuesto, Jesús
sabía de antemano que un día habría de ser apresado, torturado y juzgado por
estos religiosos de pacotilla. Pero todavía no era el momento indicado. No
podía hacerse el valiente y demostrar con su resistencia y resiliencia que
nadie le iba a callar o que nadie podría evitar que su mensaje fuese proclamado
en Capernaúm. Esa es la base del orgullo humano, y a menudo esta actitud ha
llevado a más de uno al camposanto. Jesús conoce a la perfección cuando llegará
el momento en el que tenga que mantenerse a pie firme para arrostrar su
destino.
Jesús se retira, no como un cobarde o un pusilánime temeroso de lo que
el ser humano pueda hacerle. Lo hace desde la prudencia y la sabiduría de lo
que se conoce como “timing.” El “timing” supone tener la certeza de que cada
cosa tiene su tiempo, y la capacidad de ser paciente para aprovechar cada
instante en su justa sazón. Jesús mide cada uno de los propósitos que lo
impulsan en su ministerio, y posee la habilidad para hacer cada cosa en su
momento idóneo. Los movimientos de Jesús de cada día de su vida, han sido
diseñados para que tengan su culminación estratégica en el día de su muerte en
la cruz. Jesús se retira elegantemente para volver a luchar un día más, para
seguir sirviendo a un mundo necesitado, para continuar sanando a todos aquellos
que lo seguían y que deseaban conocer más de él. Al marcharse, no lo hace solo,
sino que una gran cantidad de personas lo acompañan por doquiera va. Son, en su
mayoría, personas enfermas que ruegan a Jesús que los sane, que restaure sus
cuerpos, que los devuelva a una vida social y religiosa de la que habían estado
apartados durante demasiado tiempo. Y Jesús no sana a este o a aquel, dejando a
otros por imposibles, sino que el evangelista nos remarca la idea de que todos
los que recurrían a Jesús para ser curados, eran sanados sin excepciones, y sin
hacer alusión a la cantidad de fe que pudiesen tener.
Al
comprobar la tremenda algarabía que se sucedía en torno a él, y que su fama
seguía acrecentándose por cada aldea y localidad por la que pasaba, Jesús
entiende que, en la medida de lo posible, debía mantener un perfil bajo para no
despertar a la bestia de sus enemigos: “Y les encargaba rigurosamente que no
lo descubrieran.” (v. 16) ¿Por qué Jesús les pide a sus seguidores que no
hicieran propaganda excesiva de su presencia en cada pueblo de Galilea? ¿Temía
Jesús por su vida? ¿Era consciente de que se había elaborado un malvado plan
contra su persona y que éste podía ponerse en funcionamiento en cualquier
momento? Todo era posible, porque cuando un ser humano ve amenazada su posición
social o religiosa, todos los medios y recursos son válidos para acabar con la
persona problemática. Con el dedo índice delante de sus labios, indicaba a
todos los que acudían a él para ser reanimados y revigorizados que no era
tiempo de anunciar a bombo y platillo que Jesús estaba entre ellos para
descargarlos de sus pesares y para saciar su hambre y sed de justicia. Era una
circunstancia realmente tensa. Cualquier comentario podía encender la mecha de
una venganza inminente. De forma rigurosa y estricta, Jesús conmina a todos sus
discípulos a que no den excesiva propaganda a su ministerio, al menos en esta
ocasión.
2. EL SIERVO ENCAPUCHADO
¿Creéis que la gente que perseguía a Jesús
cumplió con este mandamiento? Yo creo que no. Jesús lo intenta, pero las
personas que han sido recompuestas en lo físico y en lo espiritual solo piensan
en compartir a voz en grito los milagros que Jesús puede hacer también por sus
conocidos y familiares. De todos modos, aun sabiendo Jesús que no podría
permanecer encapuchado durante mucho tiempo antes de que alguien se fuese de la
lengua, también existe un propósito profético que se cumple con este enmascaramiento:
“Para que se cumpliera lo que dijo el profeta Isaías.” (v. 17) Este
misterio ministerial de Jesús responde con claridad a los oráculos que Dios
entregó al profeta Isaías en alusión al Siervo Sufriente siglos atrás. Jesús,
como Mesías y ungido de Dios, va completando el puzle de la planificación
celestial sobre la salvación del mundo. Y una de estas piezas dibuja la clase
de siervo que sería Jesús, algo que era incompatible con la concepción
magnificada que de la esperanza de Israel se tenía en aquel entonces. El pueblo
ansiaba contemplar el poderío y la grandiosidad de un formidable guerrero y
soberano, cómo su justicia abatiría a todos los que habían sometido a los
judíos, y cómo su reino sería instaurado por la fuerza de las armas. Jesús
encarna todo lo contrario, y no había nada más alejado de los sueños y anhelos
del pueblo judío que él.
¿Qué
es lo que el profeta Isaías plantea en la revelación que le había sido dada por
el Espíritu Santo centurias atrás? “Éste es mi siervo, a quien he escogido;
mi amado, en quien se agrada mi alma. Pondré mi Espíritu sobre él, y a los
gentiles anunciará juicio.” (v. 18) ¿No os recuerdan estas palabras a las
que Dios dirige a su Hijo unigénito en el día de su bautismo? El matiz aparece
con el tratamiento que Dios hace de Jesús. Lo llama “siervo.” Esta palabra nos
ayuda a apreciar el verdadero propósito de su estancia en la tierra. No dice
“he aquí mi caudillo destructor,” o “mi príncipe vencedor,” o “mi guerrero
poderoso.” El vocablo es “siervo.” Jesús no viene a reconquistar o a aplastar a
sus enemigos, no desciende de los cielos para derrocar al Imperio Romano y sus
adláteres. Viene a servir al mundo. Ha sido elegido por Dios para sanar,
enseñar, resucitar, liberar y dar vida en abundancia. Dios ama a este siervo
que viene del cielo, porque cumplirá todos sus designios y su voluntad será
satisfecha en todo cuanto lleve a término. Dios se complace en Jesús
precisamente porque encarna todo lo que Él es, y porque son uno. El definitivo
acto de servicio de Jesús, que llenaría de orgullo a su Padre celestial, sería
entregarse voluntariamente para morir en favor de toda la humanidad, aún sin
ser dignos de que su muerte nos diese la vida eterna.
El
Espíritu de Dios sería derramado sobre Jesús con el objetivo de que sus
palabras estuvieran infundidas de la profundidad espiritual necesaria para
convencer de pecado a sus auditorios. El poder del Padre se manifestaba a
través de Jesús de mil maneras distintas, dando a conocer su unidad con el
Espíritu de Dios. La unción suprema del Paracleto capacitaba a la carne y al
hueso a ser portador de las mejores noticias jamás oídas, las del evangelio de
perdón, amor y salvación. Y por añadidura, en este trabajo coordinado y
conjunto de la Santísima Trinidad, Jesús predicaría a todas las naciones, y no
solamente a Israel. Los gentiles, individuos considerados de segunda o tercera
clase por las élites religiosas judías, ahora sí podrían recibir gustosamente
las albricias de una oferta espiritual sin precedentes. Jesús no solamente
comunicaría su mensaje del Reino a sus compatriotas, sino que lo haría a sus
enemigos acérrimos, los samaritanos, y a los que genéticamente no pertenecían
al pueblo judío. El juicio de Dios, el discurso de arrepentimiento de los
pecados, sería ahora, por medio de Jesús, un discurso compartido con los
extranjeros y paganos.
3. EL EVANGELIO UNIVERSAL ENCAPUCHADO
Junto con este carácter de siervo universal que trabaja unánime con el
Padre y el Espíritu Santo, está su método de dar a conocer este evangelio de
redención: “No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz.”
(v. 19) A diferencia de los fariseos que oraban en alta voz en los lugares
públicos para recibir el aplauso y la admiración del resto de mortales, o de
forma diferente a los oradores y sofistas que reunían a su alrededor a las
personas para darles a conocer sus argumentos y su retórica, Jesús no pretendía
provocar en su público una idea equivocada de lo que perseguía hacer en su
ministerio. No era dado a discutir voceando sus razones y motivaciones, por lo
que el escándalo no tenía cabida en su entendimiento de expresar su mensaje. La
controversia y la polémica no rodeaban a Jesús porque éste tuviese algún tipo
de interés en promoverla, sino que aparecía como consecuencia de sacar de
quicio desde su autoridad y sapiencia a aquellos que intentaban ponerle la
zancadilla. No iba pregonando como una furgoneta de melones o colchones quién
era él o que ya estaba allí para organizar un culto de sanidades y milagros. No
indicaba a sus discípulos que promocionasen con folletos y panfletos su próxima
visita. Su talante era comedido y sencillo, cauto y prudente, sin llenar de
hojarasca y paja sus lecciones, y sin dejar que el éxito cuajase en su corazón.
Empleaba una especie de economía de las palabras y de los gestos que calaban en
las almas y oídos de quienes acudían a él.
Jesús tampoco vino al mundo para machacar a nadie, tal y como ya se
encargaban de hacer los fariseos y demás líderes religiosos de la época con sus
conciudadanos. Todo lo contrario: “La caña cascada no quebrará y el pábilo
que humea no apagará, hasta que haga triunfar el juicio.” (v. 20) Lo fácil
es erigirse en un legalista e hipócrita juez de los demás. Lo cómodo es
pretender ser perfecto y decir a los demás lo que tienen que hacer. Lo normal
es alzarse en modelo de todo el mundo y señalar con un dedo acusatorio a
aquellos que no cumplen sus expectativas. De esta clase de personas ya tenemos
demasiadas en el mundo. Lo preocupante es que, estos individuos que se pasan el
día observando e indicando los fallos ajenos, nos involucren en su juego,
condenando y juzgando a los demás sin mirar primeramente el estado de nuestras
propias vidas. Los fariseos y maestros de la ley no se cansaban de meter baza
en relación a lo que se debía o no hacer desde su estrecha interpretación de
las Escrituras. Pero Jesús no vino a nada de esto. Por supuesto, predicó sobre
el arrepentimiento, la confesión de los pecados y la necesidad de reconciliarse
con Dios. Sin embargo, y a pesar de que podía hacerlo porque era intachable e
inocente de cualquier delito, nunca dedicó un minuto de tiempo en juzgar a los
demás, sino que se entregó a la tarea de rescatar lo que se había perdido.
La
imagen de una caña cascada o de una vela que está a punto de extinguirse es la
viva imagen de nuestras vidas antes de conocer a Jesús. Es la fotografía de la
debilidad, de la fragilidad, de lo efímero y de aquello que está en un tris de
morir. Nuestras existencias antes de declararnos discípulos de Jesús por fe,
eran existencias que estaban más allá de cualquier posibilidad de restauración.
Éramos unos perdedores, unos marginados y unos buenos para nada. Nuestro
corazón estaba bajo el influjo de la maldad y del pecado, nuestras intenciones
eran en la mayoría de casos egoístas, maliciosas y depravadas. Sí, podíamos
llegar a considerarnos buena gente, pero en el fondo sabíamos que no era así, y
por ello nuestro día a día era arrastrarnos sobre nuestras miserias, nuestro
vacío espiritual y nuestra enfermedad interior. Mucha gente vino a nosotros
para recriminar nuestra conducta, para reprocharnos nuestros hábitos o para
condenar la clase de personas que éramos. Hasta que llegó Jesús a nuestras
vidas, y en lugar de romper una caña inservible e inútil, y en lugar de apagar
nuestra llama por completo, nos arregló por dentro y por fuera, nos dio firmeza
y fortaleza, avivó la llama de nuestras vidas y nos insufló renovadas energías
para seguir brillando en medio de la oscuridad. Podría habernos condenado, pero
su amor es más fuerte y más intenso, y es por ello que hoy tú y yo podemos
seguir sirviendo de apoyo y luz a nuestra comunidad local.
Por
último, y no menos importante, Jesús se iba a convertir en lo impensable desde
la perspectiva mesiánica judía. Jesús no solamente sería la esperanza de
Israel, el pueblo escogido por Dios, sino que también sería el deseado de los
gentiles: “En su nombre esperarán los gentiles.” (v. 21) Estas palabras
de Isaías, hechas carne en Jesús, son para nosotros, para ti y para mí. Como
parte de los millones de gentiles de todas las épocas de la historia humana,
Jesús es nuestra esperanza, nuestra única esperanza. La esperanza del mundo se
resume en un solo nombre: Jesús. Sin este Cordero de Dios que quita el pecado
de la humanidad, ésta estaría abocada sin posibilidad de solución a la
autodestrucción. Esta profecía recoge el pacto de Dios con el ser humano desde
que lo desobedeció en el huerto del Edén. Desde Eva, pasando por Noé, los
patriarcas y los profetas, el evangelio de la esperanza ha tocado a la puerta
de todos los pueblos. Solo en Jesús hay salvación. Solo en Jesús hay amor,
perdón y gracia. Solo en Jesús hay justicia y paz. Si la sociedad mundial
escoge erradicar a Jesús de sus leyes, usos y prácticas, la esperanza se pierde,
y la humanidad perece en sus pecados y perversiones. La iglesia gentil de
Cristo como la nuestra sigue teniendo esperanza en que Jesús regresará para que
el juicio y el amor triunfen de una vez por todas y para siempre.
CONCLUSIÓN
Jesús no tuvo ningún tipo de interés en ser un personaje mediático de su
época. Prefirió encapucharse y tratar de pasar desapercibido el suficiente
tiempo como para que las intentonas de sus enemigos por acabar con su vida y
ministerio fuesen rechazadas. Era inevitable que la gente hablase de él, y
compartiese la labor milagrosa y el evangelio de salvación que él realizaba por
allá por donde pasaba. No quiso encumbrarse ni auparse a las cotas más altas de
reconocimiento y prestigio, deseo que nuestra generación no tiene reparos ni
escrúpulos en desear a toda costa. Buscaba hacer el bien a los demás eludiendo
cualquier efectismo y aparatosidad, y comunicar la verdad de Dios desde una
actitud humilde y sensata. Simplemente quería dar esperanza al que no la tenía,
amor a quien no sabía lo que era, y un ejemplo de vida y servicio fundamentado
en hacer la voluntad de su padre.
Nuestra mala generación de hoy día es diametralmente opuesta a la
apuesta de vida de Jesús. Gritar cada vez más alto para hacerse oír entre un
“pandemonium” de opiniones falaces y absurdas, dejarse ver en todas las
pantallas para autopromocionarse desde la presunción y la jactancia, provocar
el escándalo y la controversia para dar qué hablar, mientras se vive una vida
vacía, miserable y muy pobre en lo espiritual y en lo ético, es el pan de cada
día para nuestra mala generación. Sin esperanzas, alcanzando a vivir el momento
ínfimo de fama que se les ofrezca como si fuese un fin en sí mismo, criticando
mordazmente lo que el vecino hace sin considerar sus propios caminos, nos
enfrentamos a una generación que necesita más que nunca el evangelio de
esperanza y vida eterna que la iglesia de Cristo debe proclamar desde la voz
queda, pero firme y coherente, del testimonio de cada uno de sus componentes.
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