SACRIFICIO




SERIE DE ESTUDIOS EN GÉNESIS SOBRE LA HISTORIA DE ABRAHAM “ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 22

INTRODUCCIÓN

       Sin sacrificio no hay triunfo. Sin renuncia no alcanzamos el éxito. Es preciso ser probados periódicamente para averiguar cuáles son nuestros límites y nuestro potencial. El trabajador de turno se deja la piel en su labor diaria para lograr el sustento que le proporcionará bienestar a su hogar. El estudiante se quemará las pestañas delante de pantallas de ordenador y de libros voluminosos. El deportista renunciará a alimentarse de comida rápida y grasienta para nutrirse óptimamente en orden a participar en una prueba deportiva. La madre o el padre invertirán de su tiempo para ocuparse de sus hijos, olvidando por unos años la idea de tener un espacio propio de relax y descanso. Si apelamos a la meritocracia, es menester implicarnos totalmente en aquello que valoramos lograr, y esto requiere de sacrificios. Todos hemos tenido que currarnos lo que tenemos y lo que somos con la ayuda inestimable de Dios, y todos hemos entendido que, para aspirar a ciertas cuotas de felicidad en este plano terrenal, debemos desgastarnos, emplearnos a fondo, dejando atrás lo que nos gusta, pero que no nos conviene, y zambullirnos de lleno en la aventura de sobrevivir sin aquello que apreciábamos enormemente, pero que podría convertirse en un lastre a la hora de conquistar nuestros sueños.

      ¿Qué estarías dispuesto a sacrificar por lograr tu deseo más profundo? ¿Qué entregarías para encontrar la satisfacción y la realización de tu vocación en la vida? ¿Tiempo, dinero, disponibilidad, familia, vida espiritual? A veces, con tal de aprehender la ocasión inmejorable de progresar hacia tus metas, serías capaz de dar lo más preciado para ti. El problema es que, no siempre nuestras metas y objetivos son los correctos, y aunque una meta nos parece en primera instancia sugerente y oportuna, en ocasiones ésta se trunca y nos quedamos sin lo que sacrificamos y sin el fin ansiado. Sacrificar lo más valioso que tenemos en la vida no es fácil. No es entregar algo con la garantía de que nos será devuelto si las cosas no funcionan. Podemos llegar a perderlo para siempre. Siempre existe este matiz de incertidumbre que debe provocarnos a la reflexión y a la meditación previa. ¿Seguro que, si sacrifico esto que mi alma adora, conseguiré lo que busco ardientemente? Se trata de una cuestión de fe por la que todos hemos pasado o deberemos pasar algún día. ¿Merece la pena renunciar a lo que amamos irresistiblemente o hemos de arriesgarnos? Lo cierto es que, para incrementar la fe, primeramente, hay que ejercitarla.

1.      UNA ORDEN DIVINA DESCONCERTANTE

      Abraham tuvo que pasar por una tesitura semejante pero multiplicada por un millón. No iba a sacrificar lo más estimado delante de sus ojos para alcanzar un objetivo sublime en términos vocacionales o materiales. Iba a hacerlo en virtud de su obediencia a Dios: Aconteció después de estas cosas, que Dios probó a Abraham. Le dijo: —Abraham. Éste respondió: —Aquí estoy. Y Dios le dijo: —Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, vete a tierra de Moriah y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré.” (vv. 1-2)
 
       Dejamos atrás el pacto de Beerseba con Abimelec. Al parecer Abraham había alcanzado tal grado de madurez espiritual, que Dios decide probar su fe y su lealtad. Dios le había concedido el don más maravilloso que pudiera haber deseado nunca: su hijo Isaac. El Señor nunca le había fallado. Siempre había cumplido sus promesas y la prosperidad de la que Abraham disfrutaba era producto del cuidado y protección constantes del cielo. En una nueva teofanía, o encuentro especial con Dios, Abraham es llamado para cumplir una misión imposible, y a todas luces, impensable. Debía llevar a su queridísimo hijo, el único que estaba a su lado, puesto que Ismael había hecho vida aparte junto a su madre Agar, a un lugar llamado Moriah. Hasta aquí todo correcto. Una excursión de padre e hijo a través de la cual fortalecer lazos paterno-filiales.

      La instrucción que nos deja asombrados, sorprendidos y confundidos es la de que Isaac debía ser sacrificado y quemado por completo sobre un altar construido en uno de los montes del paraje de Moriah. Es preciso entender que, desde el principio, el autor de Génesis ha querido remarcar que esta misión que Dios encomienda a Abraham es una prueba. Si el autor no hubiese ubicado esta referencia, la cual condiciona toda la narrativa subsiguiente, nos echaríamos las manos a la cabeza y tildaríamos a Dios de sanguinario, cruel y caprichoso. Sin embargo, incluso sabiendo que se trata de una prueba, no podemos por menos que mostrarnos aturdidos y turbados ante semejante clase de examen. ¿No había otro tipo de evaluación de la obediencia y sumisión de Abraham a Dios? Notemos que, en aquellas civilizaciones y culturas, el sacrificio humano no era un despropósito, sino más bien una ofrenda que implicaba la idea de que se entregaba todo a la divinidad. Si Dios hubiese requerido a Abraham para ofrecer un animal de su ganado, la gravedad y seriedad del acto que propone Dios no sería la misma. 

     Fijémonos también en que Dios pone el dedo en la llaga de Abraham cuando le recuerda cuánto ama a su hijo Isaac. Es como si hurgara en la herida de su corazón para comprobar hasta qué punto Abraham estaba dispuesto a acatar sus órdenes. Es tu hijo, sangre de tu sangre, y carne de tu carne. Es tu único hijo, aquel que da alegría a tu mirada cada día, el que comparte tus horas, el que satisfizo tu anhelo por ser padre, el recuerdo vivo de tu esposa Sara, ya fallecida. Es la risa en medio del campamento, el gozo del resto de tu existencia. Es la persona a la que más amas y quieres, de la que nunca te desprenderías, a la que te prodigas en ternura y cariño, la niña de tus ojos. Pero debe morir. Debes degollarlo y derramar su sangre sobre las piedras del altar que tú mismo construirás. Has de desmembrarlo y prender fuego a su cuerpo descuartizado hasta que solo queden cenizas que se lleve el viento. Todo por lo que has luchado, todo por lo que has soñado, todo lo que más amas con devoción increíble, será en unos días solo un puñado de polvo irreconocible. Este es el drama que se desata en la mente y en el corazón de un padre como Abraham. Debía actuar contra el sentido común, contra sus afectos naturales y contra su esperanza.

2.      UNA RESPUESTA DECIDIDA

      No obstante, la respuesta de Abraham no es una queja ante tamaña proposición. No argumenta delante de Dios el porqué de esta petición tan truculenta y macabra. No pide una alternativa, otra opción que no sea tan gravosa para su hijo y para su integridad psicológica: “Abraham se levantó muy de mañana, ensilló su asno, tomó consigo a dos de sus siervos y a Isaac, su hijo. Después cortó leña para el holocausto, se levantó y fue al lugar que Dios le había dicho. Al tercer día alzó Abraham sus ojos y vio de lejos el lugar.” (vv. 3-4) Ni corto ni perezoso, sin demorar el momento de la partida a Moriah, Abraham resuelve enfrentarse a esta misión tan dura y penosa sin un pero, y sin una excusa. No dilata el tiempo para recoger recuerdos de su hijo con los que consolarse en el futuro. Bien temprano, prepara el asno que los llevará a Moriah, enclave que tradicionalmente se adscribe a Jerusalén, llena las alforjas de alimento y víveres para el viaje, y se hace acompañar de dos de sus criados. 

        Llama a Isaac, todavía con legañas en los ojos, y corta la leña necesaria para encender la llama del altar que edificará cuando llegue a su destino. Ya estaba todo listo para emprender el camino a esta región inhóspita y montañosa. No pensemos que Abraham era un insensible o una persona carente de sentimientos. Todo lo contrario. ¿Qué pasaría por la mente de Abraham mientras planifica su viaje más trágico? ¿Qué pensarías o sentirías tú en su lugar? ¿Tristeza, ira, resignación, determinación, esperanza? El caso es que Abraham no demuestra en ningún caso un solo atisbo de vacilación o duda. Su obediencia a Dios es inquebrantable y su fidelidad es a prueba de bombas y tentaciones. Tres días dura su- travesía por valles y desiertos, y en lontananza Abraham percibe al fin los reconocibles picos de los montes de Moriah. Nada se nos dice sobre cómo se sentía Abraham, pero seguro que lo sentiría todo.

       Abraham quiere que ese momento de adoración a Dios no sea frustrado ni truncado, por lo que conmina a sus dos siervos a que permanezcan a la espera de su regreso con el chico: “Entonces dijo Abraham a sus siervos: —Esperad aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allá, adoraremos y volveremos a vosotros. Tomó Abraham la leña del holocausto y la puso sobre Isaac, su hijo; luego tomó en su mano el fuego y el cuchillo y se fueron los dos juntos.” (vv. 5-6) Si Abraham hubiese compartido el auténtico contenido de su misión con sus dos sirvientes, seguramente éstos hubieran intentado por todos los medios quitarle de su mente la idea de sacrificar a Isaac. ¿Se habría vuelto loco Abraham después de tantos años? ¿Padecería de demencia senil? Abraham deja al asno bajo su cuidado, y tras hacer cargar a su hijo con la leña, se ocupa de portar un cuchillo afilado y una yesca con su pedernal para hacer fuego. Abraham se despide de sus dos criados, no sin afirmar que volverán los dos para retornar a Beerseba. Allá que van, subiendo las escarpadas laderas de Moriah hasta el lugar que Dios mostraría a Abraham para establecer el altar dedicado.

      Mientras caminan durante un buen rato, entre arbustos y pedregales, Isaac cae en la cuenta de que algo les falta para dar satisfactorio cumplimiento a las órdenes de Dios de realizar un sacrificio. Les falta lo más importante: la víctima animal. Isaac entonces se detiene para preguntar a su padre al respecto: “Después dijo Isaac a Abraham, su padre: —Padre mío. Él respondió: —Aquí estoy, hijo mío. Isaac le dijo: —Tenemos el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? Abraham respondió: —Dios proveerá el -cordero para el holocausto, hijo mío. E iban juntos.” (vv. 7-8) Abraham, con toda la naturalidad del mundo, y sin que la voz entrevea un leve temblor de emoción en ella, contesta que el Señor se encargará de este aspecto, sin dar pie a que su hijo desconfíe de esta respuesta. Con un encogimiento de hombros y una sonrisa, Isaac da por buena esta contestación, y reemprende su ruta hacia las alturas de Moriah. 

3.      UNA DECISIÓN MORTAL DE NECESIDAD

       Después de un tiempo, al fin Abraham divisa el lugar específico que Dios le ha mostrado para consumar su terrible misión: “Cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, edificó allí Abraham un altar, compuso la leña, ató a Isaac, su hijo, y lo puso en el altar sobre la leña. Extendió luego Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo.” (vv. 9-10) Abraham, ayudado por Isaac, comienzan a componer piedra a piedra el ara sobre el que sacrificarán al cordero, colocan la leña con esmero, y justo cuando llega la hora de disponer del cuerpo sacrificial, Abraham ruega a su hijo que se dé la vuelta para atarlo. Isaac, desconcertado y extrañado, no entiende por qué debe ser ligado con cuerdas. Sin embargo, por el amor y el respeto que siente hacia su padre, y entendiendo que éste sabía lo que se hacía, consiente y coopera en el momento de ser alzado para recostarse sobre la leña del altar. 

      La hora de la verdad había llegado para Abraham. ¿Tendría las agallas suficientes como para rebanarle el pescuezo a su queridísimo hijo? ¿Vería en los ojos de su hijo el miedo ante lo que parecía iba a ser el fin de su vida? ¿Soltaría el puñal en el último momento arrebatado por las lágrimas de la impotencia? Lo que se nos dice es que en su espíritu solamente había lugar para la determinación y la firmeza de obedecer a Dios. ¡Qué fatídico instante está a punto de consumarse!

      Justo cuando se alza el brazo mortífero y letal de Abraham sobre el gaznate de su hijo, algo milagroso sucede: “Entonces el ángel de Jehová lo llamó desde el cielo: —¡Abraham, Abraham! Él respondió: —Aquí estoy. El ángel le dijo: —No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas nada, pues ya sé que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste a tu hijo, tu único hijo. Entonces alzó Abraham sus ojos y vio a sus espaldas un carnero trabado por los cuernos en un zarzal; fue Abraham, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Y llamó Abraham a aquel lugar «Jehová proveerá.» Por tanto, se dice hoy: «En el monte de Jehová será provisto.»” (vv. 11-14) 

       Una voz que procedía de todas y de ninguna parte a la vez llama a Abraham. El filo del cuchillo se estremece en manos del patriarca mientras escucha atentamente lo que el ángel del Señor quiere comunicarle. Y súbitamente, Abraham entiende que Dios lo ha llevado al límite de sus fuerzas y de sus afectos, y que el Señor ha aceptado el sacrificio de su corazón. El ángel confirma este extremo rogándole que baje el estilete que iba a perpetrar el sacrificio, porque Dios ha comprobado de qué pasta está hecha la obediencia de Abraham. Es un siervo aprobado por Dios, ya que estaba dispuesto a darle lo que más quería, aquello que incluso amaba más que a sí mismo.

      Repentinamente, un movimiento a espaldas de Abraham capta su atención. Echando la vista por encima de su hombro vislumbra la silueta de un carnero montés que ha enredado su cornamenta en un espeso zarzal lleno de espinas. No cabe duda de que es la señal más clara de que Dios aborrece el sacrificio humano y de que el Señor siempre proveerá de la víctima propiciatoria oportuna para llevar a término la ofrenda de adoración. Con ánimos y energías renovados, Abraham empuña el cuchillo, y con gran destreza se hace con el animal, derramando su sangre y colocándolo con mimo en el altar en lugar de su hijo Isaac, el cual todavía no sale de su asombro ante el vuelco de los acontecimientos. Con el cadáver del carnero ya listo, prende fuego a la leña hasta que desaparece entre volutas de humo que ascienden hacia los cielos. Abraham y su hijo se postran en señal de gratitud y adoración, y Dios aspira el olor fragante de este holocausto desde su morada celestial.

      Abraham, después de disfrutar de este tiempo especial de comunión con el Señor, decide renombrar el lugar en el que la provisión de Dios ha sido sobrenaturalmente manifestada, y lo llama Jehová-Jireh, esto es, Jehová proveerá. De ahí en adelante, este título se convertirá en una especie de adagio o refrán que resaltará el carácter provisorio de Dios cuando su presencia se hace notar en medio de Israel.

4.      UN SUSPIRO DE ALIVIO BENDECIDO

       Por los pelos, ¿verdad? Es como una de esas películas que te cortan el aliento esperando un giro magistral e inesperado de la trama. El probador es el proveedor. Pero no quedó ahí la intervención providente del ángel del Señor, sino que, en vista de la fe y la lealtad expresadas por la determinación de Abraham, Dios quiere recompensarle a él y a toda su estirpe: “Llamó el ángel de Jehová a Abraham por segunda vez desde el cielo, y le dijo: —Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo, de cierto te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; tu descendencia se adueñará de las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz. Regresó Abraham adonde estaban sus siervos, y juntos se levantaron y se fueron a Beerseba. Y habitó Abraham en Beerseba.” (vv. 15-19) Dios vuelve a remachar la bendición y promesa que había otorgado a Abraham hacía mucho tiempo. Me encanta el modo en el que Hebreos describe el juramento de Dios: “Cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por otro mayor, juró por sí mismo diciendo: «De cierto te bendeciré con abundancia y te multiplicaré grandemente.»” (Hebreos 6:13-14).
 
        De nuevo, toda la tierra recibe la garantía de que a través del linaje abrahámico sería objeto del amor y de la salvación de Dios, algo que culminaría en la persona de Jesucristo. El autor de Hebreos, comparando la figura de Cristo con la de Isaac a punto de ser inmolado, nos permite contemplar el gran tapiz de los propósitos salvíficos de Dios para la humanidad: “Por lo cual también, de uno, y ése ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, como la arena innumerable que está a la orilla del mar.” (Hebreos 11:12) Refrendada esta promesa de prosperidad y redención, Abraham e Isaac se reencuentran con los dos sirvientes y regresan a casa, a Beerseba, sin que, en principio, nada raro o extraño hubiera pasado.

       La última porción de este capítulo aparece para preparar la siguiente narrativa sobre la búsqueda de esposa de Isaac. En estos versículos aparece una serie de nombres que se vinculan estrechamente con la casa de Abraham: “Después de estas cosas se anunció a Abraham: «Milca ha dado a luz hijos a tu hermano Nacor: Uz, el primogénito; Buz, su hermano; Kemuel, padre de Aram; Quesed, Hazo, Pildas, Jidlaf y Betuel.» Betuel fue el padre de Rebeca. Éstos son los ocho hijos que Milca dio a luz de Nacor, hermano de Abraham. Y su concubina, que se llamaba Reúma, dio a luz también a Teba, a Gaham, a Tahas y a Maaca.” (vv. 20-24) 

       Recordamos que Abraham tenía un hermano, Nacor, el cual contrajo matrimonio con Milca, cuyo nombre significaba “reina” o “princesa,” y de la que tuvo varios hijos. Entre ellos estaba Uz; Buz o “desprecio;” Kemuel o “Dios ha surgido,” el cual era padre de los arameos; Quesed, tal vez padre de los caldeos; Hazo, precursor de los asirios; Pildas, habitante del norte de Arabia; Jidlaf, o “Él llora;” y Betuel, “hombre de Dios” e hijo de Nacor que nos interesa en particular, dado que era el padre de Rebeca, la futura esposa de Isaac. Para concluir esta genealogía, el autor de Génesis señala varios pueblos arameos que también surgirán de la rama familiar de Nacor por parte de una de sus concubinas, Reúma: Teba, o “nacido en el tiempo del sacrificio;” Gaham o “llama brillante;” Tahas, o “delfín;” y Maaca, “el aburrido” o “el oprimido.”

CONCLUSIÓN

        Este pasaje bíblico nos lleva a la reflexión sobre la fe que Dios aprueba y en la que se complace. Ya en Hebreos, su autor calibra el auténtico alcance de esta confianza probada: “Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac: el que había recibido las promesas, ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: «En Isaac te será llamada descendencia», porque pensaba que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también lo volvió a recibir.” (Hebreos 11:17-19) Abraham sabía a ciencia cierta que Dios no le iba a arrebatar lo que en principio le había concedido, y conocía a la perfección que Dios no se contradice, por lo que, incluso si Isaac hubiese perecido por su mano, tenía la certidumbre de que el Señor le devolvería la vida como si nada hubiese- ocurrido. 

    Es más, como Santiago expresa en su epístola, la fe de Abraham actuó como medio justificador de su vida y como evidencia de la amistad que éste sentía hacia Dios: “¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras y que la fe se perfeccionó por las obras? Y se cumplió la Escritura que dice: «Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia», y fue llamado amigo de Dios. Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe.” (Santiago 2:21-24)
 
       Dios pone a prueba nuestras vidas, no para aguarnos la fiesta o fastidiarnos sin remedio; lo hace para pulir nuestras aristas, para hacernos ver su provisión y el alcance de su poder precisamente en los momentos más difíciles de nuestras vidas, para considerar y evaluar nuestra vida espiritual y nuestra comunión con Él. En palabras del apóstol Pablo: “No os ha sobrevenido ninguna prueba que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser probados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la prueba la salida, para que podáis soportarla.” (1 Corintios 10:13)







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