SARA
SERIE DE
ESTUDIOS EN GÉNESIS SOBRE LA VIDA DE ABRAHAM “ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”
TEXTO
BÍBLICO: GÉNESIS 23
INTRODUCCIÓN
Existen historias de amor inolvidables a
lo largo de la historia de la humanidad. No estoy hablando de Romeo y Julieta,
de los amantes de Teruel, de Leonardo di Caprio y Kate Winslet, o de Richard
Gere y Julia Roberts. Hablo de matrimonios que han demostrado que la pasión y
la entrega mutua está al alcance de cualquiera, siempre y cuando sus vidas
hayan estado ligadas en la pobreza y en la riqueza, en la enfermedad o en la
salud, en los momentos duros y complicados, y en los instantes felices y
alegres. Hablo de parejas que han roto todos los esquemas de infidelidad que la
sociedad ha querido, y quiere, inculcar en las mentes de todos los que visionan
determinadas películas, los que leen determinados libros de la “chick-lit,” o
de los que prefieren dar rienda suelta a los instintos más básicos y primarios
para darle gusto al cuerpo. Hablo de uniones conyugales que han resistido toda
clase de tormentas y terremotos emocionales, que han lidiado con circunstancias
familiares ciertamente retorcidas, que han buscado siempre el bienestar y la
felicidad de su compañero o compañera vital.
No es fácil encontrar ya esta clase de héroes
dobles, entregando sus votos y promesas con todas las de la ley, cumpliendo
décadas de amor, de comprensión y de lealtad completas. Cuando escuchamos a un
matrimonio que está a punto de celebrar las bodas de oro, hasta nos
sorprendemos, porque la tendencia contemporánea es la de los divorcios exprés,
la de las separaciones extravagantes y la de los casamientos de conveniencia.
La figura del matrimonio se ha devaluado
considerablemente, aun cuando se sigan celebrando muchos enlaces conyugales. Se
ha perdido el propósito excelente que existe dentro del marco nupcial. Se ha
diluido la responsabilidad y el compromiso mutuo en una especie de contrato
frío y calculado que no sabe de paciencia, de perdón o de esperanza. La gente
se separa y divorcia, principalmente porque la base de su conocimiento de lo
que es estar casado es ínfima o nula, o ha sido influenciada por lo que desde
ciertos mentideros se dice que es estar unido a otra persona de por vida. Y
así, con una serie de prejuicios mal tirados, con un fundamento en el que Dios
no tiene nada que decir, y con unas expectativas exageradamente o erróneamente
perfiladas, el desastre matrimonial llega más temprano que tarde. Se olvida que
el amor que debe llenar el corazón de dos personas que se comprometen hasta la
muerte, debe ser el amor ágape, ese amor que ama a pesar de, y no un
enamoramiento pasajero, o una pasión desenfrenada y sensual, o un interés
conveniente y oportuno. El himno al amor que el apóstol Pablo compone en 1
Corintios 13 deja meridianamente claro qué clase de amor debe primar en
cualquier área de la vida, incluyendo la matrimonial.
La historia de amor entre Abraham y Sara
es, sin lugar a dudas, la historia de un amor auténtico. Notemos que no
hablamos de un amor perfecto, pero sí de uno genuino. Que Abraham amaba a Sara,
y que Sara amaba a Abraham, es un hecho que comprobamos en Génesis, más allá de
las diferentes trifulcas o diferencias de criterio o parecer que pudieran
tener. A pesar de que Sara durante gran parte de su vida no había podido darle
descendencia a Abraham, él nunca dejó de quererla. Y a pesar de que Abraham se
desmarcaba de Sara cada vez que algún faraón o rey expresaban su interés por
casarse con ella, ella nunca dejó de amarlo. Era la pareja perfecta, pero con
sus imperfecciones y defectos. No encontramos evidencias de concubinato en la
vida de Abraham hasta que le es propuesto por la misma Sara, y hasta que ésta
no fallece. Abraham era para Sara, y Sara para Abraham. Hasta el acontecimiento
fúnebre del que vamos a hablar a continuación, Sara y Abraham habían estado
casados durante más de cien años, sesenta y dos años desde que salieron de Ur.
Si esto no es amor, no sé qué más podría serlo.
1. LONGEVA SARA
La trayectoria vital de Sara llega a su
final antes que la de Abraham: “Fueron ciento
veintisiete los años de la vida de Sara; tantos fueron los años de la vida de
Sara. Sara murió en Quiriat-arba (que es Hebrón), en la tierra de Canaán; y
vino Abraham a hacer duelo por Sara y a llorarla.” (vv. 1-2) Sara vivió una vida bastante larga, y, sobre todo, feliz. Sobre todo,
en sus últimos treinta y cinco años de existencia en este plano terrenal,
disfrutó de su sueño hecho realidad gracias a Dios: Isaac. Pudo verle crecer y
desarrollarse hasta convertirse en un hombre hecho y derecho. Tuvo la
oportunidad de criarlo y de educarlo, de abrazarlo muy fuerte, de compartir con
él todo el tiempo perdido hasta que el Señor le regaló su presencia. Podríamos
decir que murió satisfecha y contenta, porque había cumplido con lo que su alma
había anhelado desde siempre. Sara, de hecho, es incluída en la “hall of fame”
de la fe en Hebreos: “Por la fe también la misma Sara, siendo estéril,
recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad,
porque creyó que era fiel quien lo había prometido.” (Hebreos 11:11)
El
lugar de su defunción nos llama la atención, sobre todo porque no se halla en
Beerseba, emplazamiento de las tiendas de Abraham. El enclave en el que se desarrollará
su sepultura originalmente se llamaba Quiriat-arba, “ciudad cuádruple,” más
adelante conocida como Hebrón, localidad conocida porque en ella también fueron
enterrados varios patriarcas más, y porque allí fue entronizado el rey David en
su momento. Era una de las ubicaciones más altas del territorio de Canaán y se
hallaba a unos treinta y dos kilómetros al sudoeste de Jerusalén. Del
toponímico de esta ciudad se daría nombre a los hebreos o “hapiru” que vivirían
en Egipto durante los tiempos de José.
2. UN LUGAR EN EL QUE REPOSAR
Abraham necesitaba realizar todos los preparativos oportunos para honrar
la memoria de su amada Sara, y para ello era menester adquirir una heredad en
propiedad. Hasta este momento, Abraham se había comportado como un seminómada,
yendo de acá para allá dentro del entorno de Canaán según las circunstancias le
marcasen. Ahora debe comprar una tierra a la que pueda llamar suya legalmente
con el fin de que se constituyese en el último descanso de los restos de su
estirpe. La tristeza y la congoja de Abraham no le impedían planificar lo que
tenía en mente para recoger el cuerpo de su querida esposa: “Luego se
levantó Abraham de delante de su muerta y habló a los hijos de Het, diciendo:
—Extranjero y forastero soy entre vosotros; dadme en propiedad una sepultura
entre vosotros para llevarme a mi muerta y sepultarla. Respondieron los hijos
de Het a Abraham, diciendo: —Óyenos, señor nuestro. Tú eres un
príncipe de Dios entre nosotros; sepulta a tu muerta en lo mejor de nuestros sepulcros,
pues ninguno de nosotros te negará su sepulcro ni te impedirá que entierres a
tu muerta.” (vv. 3-6)
Todavía con el corazón encogido de dolor y melancolía, Abraham cree que
la tierra de Hebrón será la elegida para albergar la postrera morada de Sara.
Para poder concretar los términos de sus intenciones, acude a consultar a los
heteos o hititas, dueños de los predios en los que ahora se hallaba viviendo
Abraham y su clan. Los heteos eran descendientes de Canaán, nieto de Noé, y
llegarían a convertirse en una gran nación con el paso de los siglos. Abraham
se reconoce delante de los representantes y dirigentes heteos como extranjero y
forastero, algo que recoge también el autor de Hebreos: “En la fe murieron
todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos,
creyéndolo y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre
la tierra.” (Hebreos 11:13)
Abraham nunca se adueñó de territorios o conquistó regiones que
perteneciesen a otros pueblos previamente establecidos. La humildad y
sinceridad que aquí demuestra el patriarca deben abrir el camino a una negociación
satisfactoria con los heteos. La respuesta de éstos denota nobleza y un buen
ánimo a la hora de encontrar el trato justo acorde a las normas y costumbres de
la época. La forma tan honrosa de dirigirse a Abraham ya nos habla de la clase
de testimonio que éste había estado dando en medio de los heteos. Lo consideran
uno más de ellos, un auténtico príncipe guiado y bendecido por Dios, una
personalidad de talla superior. Y desde esta aquiescencia, los heteos ponen a
su disposición cualquiera de sus tumbas y sepulcros, con el lujo y la belleza
que pudiese necesitar Abraham. Todo son facilidades. Ningún impedimento
aparecerá para negarle a Sara ser sepultada digna y honorablemente. ¡Qué
predicamento debía tener Abraham entre los heteos para que se abran todas las
puertas en su favor!
Ante
tal generosidad, Abraham aprovecha para ir directamente al grano. Él ya sabía
perfectamente el rumbo que iba a dar a su petición: “Abraham se levantó, se
inclinó ante el pueblo de aquella tierra, los hijos de Het, y habló con ellos,
diciendo: —Si en verdad queréis que yo me lleve y sepulte a mi muerta, oídme e
interceded por mí ante Efrón hijo de Zohar, para que me dé la cueva de Macpela,
que tiene al extremo de su heredad; que me la dé por su justo precio y así
poseeré una sepultura en medio de vosotros.” (vv. 7-9) Con una reverencia,
en señal de respeto y gratitud, Abraham demanda que los líderes heteos puedan
hablar con Efrón, uno de los suyos, a fin de poder comprarle un terreno que él,
al parecer, ya había visitado y declarado idóneo. Esta parcela se hallaba en la
Cueva de Macpela, “cueva de las tumbas dobles,” a las afueras de Hebrón, lugar
que hoy es conocido como Haram El- Khalil, “la sagrada área del amigo,” en
referencia a Abraham, el amigo de Dios. Todavía hoy sigue siendo un paraje al
que peregrinan muchas personas, y en el que hay edificadas una sinagoga y una
mezquita. Abraham deja muy claro que no desea que le sea dada sin pagar nada, o
que se convierta en un regalo protocolario. Quiere adquirir la propiedad por su
justo precio. No desea deber nada a nadie, cosa que ya comprendimos en la
ocasión en la que nada quiso recibir del rey de Sodoma, tras liberar a su
sobrino Lot de la esclavitud.
3. UNA OFERTA IRRESISTIBLE
Por
casualidad, o no, allí, en la reunión con los heteos, también se hallaba Efrón,
el dueño de Macpela. Lo que corresponde a continuación es dar comienzo a las
negociaciones según el estilo y formas orientales de la época: “Como Efrón,
el heteo, estaba entre los hijos de Het, respondió a Abraham en presencia de
los hijos de Het y de todos los que entraban por la puerta de su ciudad: —No,
señor mío, óyeme: te doy la heredad y te doy también la cueva que está en ella.
En presencia de los hijos de mi pueblo te la doy; sepulta a tu muerta. Entonces
Abraham se inclinó delante del pueblo de la tierra y respondió a Efrón en
presencia del pueblo del lugar, diciendo: —Antes, si te place, te ruego que me
oigas. Yo pagaré el precio de la heredad; acéptalo y sepultaré en ella a mi
muerta. Respondió Efrón a Abraham: —Señor mío, escúchame: la tierra vale
cuatrocientos siclos de plata, pero ¿qué es esto entre tú y yo? Entierra, pues,
a tu muerta. Entonces Abraham aceptó la oferta de Efrón y, en
presencia de los hijos de Het, pesó a Efrón el dinero que éste le había pedido,
cuatrocientos siclos de plata de buena ley entre mercaderes.” (vv. 10-16)
Efrón, en un alarde de desprendimiento y reconocimiento, decide delante
de la concurrencia que no desea venderle la propiedad, sino que más bien
estaría encantado de entregársela sin ningún tipo de contrapartida económica.
Todos eran testigos de esta afirmación y nadie podría echarle en cara a Abraham
que éste optase por recibir la parcela totalmente gratis. Con una exquisita
educación y una nueva prosternación, Abraham declina este ofrecimiento tan
suculento y atractivo. Prefiere pagar lo que sea justo según el baremo de
precios que en ese tiempo existiese en relación a la compra-venta de
propiedades. Efrón, una vez comprendida la intención de Abraham, pone precio a
su heredad: cuatrocientos siclos de plata, unos seis kilogramos y ochocientos
gramos de este metal precioso. Era el salario de cuarenta años de trabajo de un
labrador, casi nada. Abraham no se molesta ni en regatear esta cantidad.
Entiende que es el justiprecio de esta parcela, y ante la asamblea hetea, ambos
rubrican el pacto de transmisión de bienes inmuebles propio de aquellos
momentos. Y para demostrar que él no entraba en las triquiñuelas habituales de
mercaderes que realizaban transacciones con pesas falsas o con plata de baja
calidad, decide pesar y mostrar ante todos su buena fe y su integridad
comercial.
Con
todo ya tasado, pagado y certificado por los dignatarios heteos, Abraham ya
puede tomar posesión de esta propiedad que constaba, no solamente de una cueva
en la que podría sepultar a Sara, sino de una cantidad indeterminada de
terreno: “Así, pues, la heredad de Efrón que estaba en Macpela, al oriente
de Mamre, la heredad, con la cueva que había en ella y con todos los árboles
que había en la heredad y en todos sus contornos, quedó como propiedad de
Abraham, en presencia de los hijos de Het y de todos los que entraban por la
puerta de la ciudad. Después de esto, Abraham sepultó a Sara, su mujer, en la
cueva de la heredad de Macpela, al oriente de Mamre (que es Hebrón), en la
tierra de Canaán. Y la heredad, con la cueva que en ella había, quedó en manos
de Abraham como una posesión para sepultura, recibida de los hijos de Het.”
(vv. 17-20) Los restos mortales son depositados con mimo y cuidado en las
entrañas de la tierra, y así comienza su existencia el panteón en el que el
mismo Abraham y varios de sus descendientes encontrarán su acomodo hasta la
venida de Cristo.
¿En
qué consistía la sepultura de los restos mortales de aquella época? El
principal método de entierro consistía en cuevas mortuorias familiares o
repositorios. Se excavaban cuevas en estructuras de roca, y dentro de cada
cueva había una habitación que contenía pequeñas plataformas de piedra
alrededor de la pared en las cuales se apoyaban los cadáveres. Con el paso del
tiempo, el cuarto se iba llenando, y llegaba un momento en el que ya no
quedaban bancos libres para colocar más cuerpos. Cuando esto sucedía, liberaban
espacio arrastrando los huesos a una fosa común que generalmente se encontraba
en la entrada de la cueva. Y así sucesivamente. Según algunos eruditos, la
expresión hebrea “neesaf
el abotav,”
“fue reunido junto a
sus padres,” hace referencia a este método de
enterramiento propio de la época.
CONCLUSIÓN
Abraham y Sara volverían a reencontrarse no mucho tiempo después. Hasta
el final, Abraham quiso dedicar un lugar especial para el reposo del cuerpo sin
vida de su esposa. Y lo hizo con la conciencia de saber que esta parcela debía
constituirse en un panteón familiar que permanece hasta el día de hoy en el
recuerdo de las religiones monoteístas. Abraham nos vuelve a conmover con su
integridad y rectitud de vida ante los habitantes de ciudades paganas e
idólatras, con su firmeza en sus convicciones al hacer las cosas legal y
legítimamente, con su disposición inquebrantable por demostrar a todos aquellos
que convivían a su alrededor que existía un código moral y ético que emanaba de
Jehová, el Dios invisible que lo prosperaba y que lo consolaba en los instantes
de duelo por los que estaba pasando. No se dejó llevar por ofertas
comprometedoras ni por obsequiosos regalos, sino que quiso dejar sentado que,
para siempre, la tierra de Macpela sería la puerta al más allá para él, para
Sara y para cada uno de sus descendientes hasta el fin del mundo.
No
perdamos de vista el romance de más de cien años de Abraham y Sara, y roguemos
porque el Señor siga bendiciendo a los matrimonios de nuestra congregación,
porque continúe fortaleciendo los lazos de amor que los unen bajo el amparo y
la protección del Espíritu Santo, porque puedan seguir contando años mientras
viven bajo el cobijo y dirección espiritual de Cristo. El amor nunca deja de
ser, no lo olvidemos.
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