NACIMIENTO
SERIE DE
ESTUDIOS EN GÉNESIS SOBRE LA VIDA DE ABRAHAM “ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”
TEXTO
BÍBLICO: GÉNESIS 21:1-21
INTRODUCCIÓN
De la risa al llanto solo hay una fina
línea. De festejar y celebrar un hecho maravilloso y alegre como es un
nacimiento, a tener que asistir al sepelio de un ser querido hay un solo paso.
De reír hasta que te duelen las costillas, a llorar a causa de una separación
hay un solo suspiro. Y de llorar de gozo al dar la bienvenida a alguien al que
hacía mucho tiempo que no veías, a no dejar de sollozar cuando alguien se
despide hasta no se sabe cuándo, simplemente existe un breve instante de
felicidad que se esfuma rápidamente. Esta es la dinámica clásica y típica de
todo ser humano. Momentos sublimes de satisfacción y fiesta mezclados como en
una baraja de naipes, con episodios de tristeza, pena y aflicción. El lugar en
el que más se suceden estas dos antagónicas circunstancias es el hogar
familiar. Con los ojos arrasados de lágrimas de regocijo tomas entre tus manos
la nueva vida de tus hijos, y con el semblante sombrío ves cómo tus abuelos
traspasan la puerta del más allá. Hay júbilo cuando llega el día de la boda de
tus hijos, pero a la vez hay un poso de languidez anímica tras constatar que
han abandonado el nido en pos de nuevos e independientes sueños junto a otra
persona. Recibimos de buen grado los logros de nuestros hijos y nietos,
colmados los corazones de orgullo, pero también entramos en pánico cuando
nuestros amados retoños escogen vivir vidas al margen de Dios y entregados a
adicciones e ideologías perversas.
Así es la vida desde que el ser humano
optó por quererla vivir sin contar con Dios. Como diría el adagio: “En tu
casa cuecen habas, y en la mía a calderadas.” Familias desestructuradas y
sin valores cristianos que van a la deriva por los procelosos océanos de la
sinrazón y la imprudencia. Padres negligentes con sus obligaciones que colocan
sobre los hombros de sus descendientes el peso de responsabilidades que
deberían asumir ellos. Hijos sin oficio ni beneficio, sin metas en la vida, sin
interés en progresar y madurar, que habitan el hogar familiar, como si de un
hotel de cinco estrellas con pensión completa se tratase. Esposos que se llevan
a matar y que no poseen un criterio uniforme para criar y educar a sus hijos.
Familias políticas enfrentadas y enrocadas en sus prejuicios y clasismos
estúpidos. En definitiva, el núcleo familiar sobre el que se basa nuestra
sociedad ha sido dañado y distorsionado, llevando a la quiebra cualquier
intento de ordenar la vida del ser humano desde la voluntad de Dios. Y así
pasa, que a pesar de ser testigos de eventos que provocan contento y felicidad
familiar, los acontecimientos que generan tensiones, rencor y caos suelen
opacar a éstos.
1. RISA Y FIESTA EN EL PARAÍSO
La vida familiar de Abraham y Sara no
era perfecta. Recordemos que, en orden a acelerar el proceso de conseguir un
heredero para Abraham, Sara le había propuesto tomar a Agar, su sierva egipcia,
como concubina y así lograr el anhelado deseo de tener un hijo. El experimento
les explotó a ambos en las manos, hasta el punto de que Agar incluso tuvo la
oportunidad de huir de la quema. Convencida por un ángel en el desierto de
Shur, Agar regresa para someterse humildemente bajo la autoridad de su señora
Sara. Parece que ambas rubrican una tregua momentánea en beneficio de la paz
familiar y de la crianza del nuevo vástago, cuyo nombre será Ismael. Pasan los
años con relativa tranquilidad hasta que Dios profetiza a Abraham y a Sara que
en el plazo de un año ambos serán al fin padres de un tierno infante. Entre la
duda y el escepticismo, el matrimonio decide esperar acontecimientos.
No sabemos de qué forma comenzó a sentir
Sara el empuje y vigor de una nueva vida en su interior, pero lo que sí
conocemos es que la palabra dada por Dios sobre su capacidad procreadora se
cumple a rajatabla: “Visitó Jehová a Sara, como había dicho, e
hizo Jehová con Sara como le había prometido. Sara concibió y dio a Abraham un
hijo en su vejez, en el plazo que Dios le había dicho. Al hijo que le nació, y
que dio a luz Sara, Abraham le puso por nombre Isaac. Circuncidó Abraham a su
hijo Isaac a los ocho días, como Dios le había mandado. Tenía Abraham cien años
cuando nació su hijo Isaac. Entonces dijo Sara: «Dios me ha hecho reír, y
cualquiera que lo oiga se reirá conmigo.» Y añadió: «¿Quién le hubiera dicho a
Abraham que Sara había de amamantar hijos? Pues le he dado un hijo en su
vejez.»” (vv. 1-7)
¡Qué
gran alegría estalló en medio de las tiendas! Primero, Sara al notar en su seno
el desarrollo del embrión hecho feto, se acordó de la risa que le entró al
escuchar decir al extranjero hace un año, que tendría un hijo. Segundo,
Abraham, objeto de la promesa universal de Dios desde hacía tantos lustros ya,
reiría de contento al traer a la memoria la noche en la que también sonrió para
sus adentros poniendo en duda el poderío de Dios para darle descendencia. Y
luego, todo el campamento, admirado y epatado ante semejante milagro del cielo,
que una anciana fuese madre primeriza tras décadas de infertilidad.
La
risa, emblema de por vida de Isaac, el hijo de la promesa, reinó durante una
buena temporada en el ambiente del clan abrahámico. Abraham cumplió con su
papel como sacerdote de su casa circuncidando a Isaac, y Sara más contenta que
unas pascuas no cesaría de mecer entre sus brazos a su hermoso retoño, dándole
el pecho durante tres años, esto es, el tiempo tradicional que culminaría en el
destete: “El niño creció y fue destetado, y ofreció Abraham un gran banquete
el día que fue destetado Isaac.” (v. 8) Era costumbre ancestral celebrar
una fiesta por todo lo alto en ese día y entregar una ofrenda al Señor, porque
el niño ya pasaba a tener una cierta autonomía en lo físico y en lo
nutricional, y un futuro como heredero de todo lo que poseía su padre. ¡Qué
cuadro tan precioso el de una familia unida comiendo juntos y organizando un
festejo solemne y tan lleno de algarabía! Todo pintaba increíblemente bien, y
el porvenir se hallaba garantizado con el desarrollo adecuado de Isaac.
2. NUBARRONES EN EL PARAÍSO
Sin
embargo, como ya dijimos al principio, la felicidad en casa no dura para
siempre. Había dos personas en el campamento que no estaban para nada contentos
con el nacimiento de Isaac: Agar e Ismael. Viendo amenazado su estatus y su
heredad, ambos quebrantan unilateralmente el alto al fuego y comienzan a
manifestar un desprecio visible y malicioso hacia Isaac: “Pero Sara vio que
el hijo de Agar, la egipcia, el cual ésta le había dado a luz a Abraham, se
burlaba de su hijo Isaac.” (v. 9) Ismael, ya un mozalbete de unos 16 años
de edad, no perdía oportunidad de reírse de Isaac en lugar de reírse con Isaac.
Con una envidia que le corroía por dentro al percibir que la atención que
antaño se dedicaba a él, se estaba depositando en Isaac, no vacila en
aprovechar cualquier ocasión para burlarse cruelmente de él. No sabemos en qué
términos provocaba a su medio hermano, pero lo que sí conocemos es lo que el
apóstol Pablo comenta acerca de este asunto, empleando la figura de Agar y Sara
para hablar sobre la ley y la gracia: “Pero como entonces el que había
nacido según la carne (Ismael) perseguía al que había nacido según el Espíritu
(Isaac), así también ahora.” (Gálatas 4:29) Era una persecución y un acoso
continuo que exasperaría a Isaac y que lo llevaría al borde de una depresión de
caballo. Isaac era un experto en atosigar y ningunear a su hermano, y esto no
pasa desapercibido por su madre Sara, sobre todo en los instantes en los que
Isaac correría anegado en llanto a recurrir al consuelo materno.
La
paciencia de Sara tiene un límite, y éste llega un día en el que no ve mejor
solución que deshacerse tanto de la madre como del hijo de una vez por todas,
aplicando el refrán de que “muerto el perro, se acabó la rabia.” Del
mismo modo que en la primera ocasión en la que Agar se marcha embarazada del
campamento, Sara acude a su esposo para que tome cartas en el asunto: “Por
eso dijo a Abraham: «Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta
sierva no ha de heredar con Isaac, mi hijo.» Estas palabras le parecieron muy
graves a Abraham, por tratarse de su hijo.” (vv. 10-11) Del gozo inefable
que anida en el corazón de un padre como era Abraham al tomar de la mano a su
pequeño Isaac, pasamos a observar y escuchar cómo este corazón se rompe en mil
pedazos y la congoja sustituye a la alegría. Sara lanza un ultimátum a su
esposo: o ella e Isaac, o Agar e Ismael. No hay medias tintas ni matices grises
en su petición. Imaginaos a Abraham con un afecto y amor intenso por ambos
niños, hijos de su alma. ¿Qué dirección tomar? ¿Qué decisión asumir en una
tesitura tan dura y difícil? Sara es áspera en su orden y su determinación es
inquebrantable. Abraham no podía buscar un término medio o una forma de
solventar este conflicto. Lo sabía en su fuero interno. Estas confrontaciones
iniciales entre sus hijos y sus respectivas madres no tenían pinta de aminorar
o decrecer. Todo lo contrario, el panorama era terriblemente aciago.
Si
nos ponemos por un instante en el pellejo de Abraham, participaríamos de un
conflicto mental, emocional y espiritual espantoso. Era una disyuntiva con
resultados aterradores e inciertos. Su nobleza y su cariño hacia Ismael le
impedían echarlo como un vulgar perro de su vida. Su amor y pasión por el hijo
de la promesa de Dios era también insondable e irrenunciable. ¿Qué hacer?
Ismael, con todo lo desagradable que se ponía cuando trataba a su hermano,
seguía siendo su hijo. Abraham comprende en este instante el error que
cometieron Sara y él en el pasado. Ahora, las consecuencias de este acto están
pasándoles una factura tremendamente costosa. Ante este desafío interno,
Abraham solo puede acudir a una instancia que le revelará exactamente qué curso
de acción ha de emprender: “Entonces dijo Dios a Abraham: «No te preocupes
por el muchacho ni por tu sierva. Escucha todo cuanto te diga Sara, porque en
Isaac te será llamada descendencia. También del hijo de la sierva haré una
nación, porque es tu descendiente.»” (vv. 12-13)
El
Señor es el que rescata a Abraham de tomar una decisión imprudente y fatal.
Dios le comunica que debe acatar las indicaciones de su esposa, que Él ya se
encargará de todo lo demás. Dios será el proveedor y el cuidador de Agar e
Ismael de por vida. Puede despedir sin incertidumbres en el alma y sin
preocupaciones en la mente a su hijo amado Ismael. El alivio por parte de
Abraham no se hace esperar, sobre todo porque confía al ciento por ciento en
Dios. Isaac es el escogido para tomar el relevo del plan de salvación
programado por Dios desde antes de la creación del cosmos. A partir de él,
todas las naciones del mundo serán benditas. Ismael, por otro lado, también
será beneficiado por Dios, ya que constituirá a su vez uno de los pueblos de
más renombre y fama de toda la historia hasta nuestros días. Cuando Dios te
dice que no te preocupes, lo mejor es aceptar la realidad de que todo va a
salir bien. Esto no quiere decir que Abraham no iba a echar de menos a su
primogénito o que iba a olvidarlo de por vida.
3. GRACIA Y PROVISIÓN EN LA DESESPERACIÓN
Con
la conciencia tranquila y con la promesa fiel de Dios de permanecer al lado de
Agar y de su hijo Ismael, Abraham realiza los preparativos necesarios para que
partan hacia Egipto, lugar natal de Agar: “Al día siguiente, Abraham se
levantó muy de mañana, tomó pan y un odre de agua y se lo dio a Agar. Lo puso
sobre su hombro, le entregó el muchacho y la despidió. Ella salió y anduvo
errante por el desierto de Beerseba.” (v. 14) El desierto de Beerseba o de
los Siete Pozos, es una zona geográfica que se caracteriza por la presencia de
montes bajos de piedra arenisca y llanuras donde abundan quebradas y “uadis” en
los que los aluviones invernales frecuentemente provocan inundaciones. Se
hallaba al sur de Israel en el Neguev y lindaba al sur con el desierto de Shur,
frontera natural con Egipto. No era precisamente un enclave amable con los
viajeros y era muy difícil conseguir agua potable si no sabías exactamente
donde estaban los pozos.
No
sabemos por qué Agar caminaba errante por un desierto tan inhóspito. ¿Se había
perdido? El caso es que pasa el tiempo, y el agua del odre que Abraham le había
dado hasta que pudiese volver a llenarlo en algún manantial u oasis, escasea
hasta no quedar ni una sola gota con la que aplacar la sed: “Cuando le faltó
el agua del odre, puso al muchacho debajo de un arbusto, se fue y se sentó
enfrente, a distancia de un tiro de arco, porque decía: «No veré cuando el
muchacho muera.» Cuando ella se sentó enfrente, el muchacho alzó la voz y
lloró.” (vv. 15-16) Desesperada y desorientada, Agar cree que ha llegado el
final del camino para Ismael y para ella. Solo queda morir deshidratados, como
muchos de aquellos viajeros errantes que habían perdido el rumbo en un paisaje
desolador y seco. Coloca a su hijo bajo la poca sombra que daba un arbusto
solitario en medio de la nada, y se retira a una distancia prudencial desde la
que no tuviera que asistir a los postreros estertores que presagiaban una
muerte inminente. Ninguna madre que se precie puede ver cómo se consume la vida
de sus retoños, cómo se va apagando la mirada de sus hijos. El muchacho, presa
de los dolores propios de un cuerpo que necesita hidratarse lo antes posible,
gime, se retuerce y grita entre balbuceos y lágrimas. Solo resta dejarse morir
y que la muerte actúe lo más rápidamente posible, evitando escuchar por más
tiempo la agonía de su hijo.
¿Dónde está Dios en ese momento? ¿No iba a echarles una mano? ¿No iba a
cumplir con la palabra dada a Abraham de que no se preocupase por ellos? A
pesar de las circunstancias dramáticas y trágicas por la que estaban pasando
Agar e Ismael, Dios nunca da la espalda a sus promesas: “Oyó Dios la voz del
muchacho, y el ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo y le dijo: «¿Qué tienes,
Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del muchacho ahí donde está.
Levántate, toma al muchacho y tenlo de la mano, porque yo haré de él una gran
nación.» Entonces Dios le abrió los ojos, y vio una fuente de agua. Fue Agar,
llenó de agua el odre y dio de beber al muchacho.” (vv. 17-19)
El
clamor de Ismael fue como una señal de alarma para Dios. No es que Dios no
estuviera al tanto de todo lo que sucedía con esta pareja. Dios es omnisciente
y sabía qué estaba sucediendo. Pero a veces Dios nos atiende justo en ese
límite que hay entre la desesperación y el abandono ante las circunstancias sin
solución, para que entendamos que Él es el único que nos puede sacar las
castañas del fuego y que debemos depender por completo de su providencia. El ángel
que años antes la había atendido en el desierto de Shur, vuelve a manifestarse
por medio de una voz celestial que la anima a recoger a su hijo y que le
recuerda el pacto que había hecho con ella en el pozo del Viviente que me ve.
Justo delante de ella aparece como por ensalmo un manantial de agua fresca y
cristalina, y corre a llenar el odre con el oro líquido que destila. Con
lágrimas de gratitud y alivio se agacha sobre su hijo inerme y le da a beber
poco a poco del contenido del odre.
Con
la necesidad satisfecha, Agar e Ismael escogen asentarse precisamente en
aquellos lares para forjar una estirpe de grandes guerreros del desierto: “Dios
asistió al muchacho, el cual creció, habitó en el desierto y fue tirador de
arco. Vivió en el desierto de Parán, y su madre tomó para él mujer de la tierra
de Egipto.” (vv. 20-21) El Señor respaldó y apoyó a Ismael y a su madre en
todo cuanto pudiesen necesitar en las yermas tierras del desierto. Ismael
perfeccionó el arte de la caza con arco para proveerse de las presas necesarias
para su sustento como gacelas y diversas clases de aves. Su centro de actividad
definitivo se estableció en el desierto de Parán, un paraje semidesértico
colindante con el golfo de Suez, y su madre Agar escogió de entre sus compatriotas
egipcias a la esposa de Ismael. Más adelante veremos el progreso de este nuevo
pueblo, cuyo origen estaba en Abraham.
CONCLUSIÓN
La
familia se resiente cuando no existe una confianza total en la voluntad de
Dios, cuando la planificación del futuro de ésta no tiene en cuenta los
propósitos del Señor, y cuando escoge el descontrol y una toma de decisiones
imprudente y caprichosa. Dios nos ofrece interminables momentos familiares
repletos de alegría y felicidad, de fiesta y celebración, y nos ayuda a
sobrellevar los episodios tristes y lamentables que también tienen su tiempo en
el seno del hogar. Si aprendemos de Abraham, no tomaremos ninguna decisión sin
consultar previamente a Dios. Si aprendemos de su fe en que Dios va a hacer lo
necesario para erradicar la preocupación de nuestras mentes, la vida podrá ser
disfrutada en toda su plenitud. Y si aprendemos a depender de Dios en cualquier
circunstancia, por más apretada y crítica que sea, viviremos sin temor,
esperando siempre que las promesas de cuidado, protección y provisión se
cumplan a su debido tiempo.
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