UNA MISIÓN IMPARABLE





SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA MISIÓN “EL EVANGELIO IMPARABLE”

TEXTO BÍBLICO: HECHOS 1:4-8, 12-14

INTRODUCCIÓN

      Todo organismo u organización tiene su esencia y existencia en una meta o misión. Ninguna institución o agrupación de personas existe porque sí. Debe haber un objetivo común que una a personas de diferentes extracciones, contextos y caracteres. Los partidos políticos se fundan sobre una serie de líneas directrices que les proyecten a cumplir unos objetivos sociales, económicos y civiles. Las asociaciones vecinales, los sindicatos, las agrupaciones musicales, las uniones deportivas y las denominaciones religiosas se componen de una membresía más o menos comprometida con unas ideas, principios y fines. Sin una meta o un proyecto direccional, las asociaciones se desmoronan, decaen y al final desaparecen. Lo mismo sucede con la iglesia de Cristo, al margen de la amplia variedad de expresiones, interpretaciones y formulaciones que de ella se haga. La iglesia de Dios tiene una función misionera que es la que da empaque, sentido y propósito a su existencia. La hoja de ruta de la comunidad de fe cristiana está claramente definida por el evangelio de Cristo, por la gran comisión dada a los apóstoles y por el derramamiento del Espíritu Santo que son los pilares que son claramente visibles en el libro de los Hechos de los Apóstoles escrito por Lucas. 

     No podemos entender la iglesia sin la misión de Dios. Por ello, a través de estos estudios sobre el libro de Hechos y desde la mirada fiel y escrupulosa de Lucas, podremos comprender, asimilar y practicar la misión evangelizadora que el Señor nos ha encomendado. La iglesia no se reúne para pasarlo bien, para entablar relaciones de amistad y fraternidad o para realizar el papel de una oenegé más que ayuda a la vecindad en la que esté enclavado su templo. Se une para predicar el evangelio de salvación al mundo, para comunicar el deseo que Dios tiene por sus criaturas de perdonar sus pecados, para transmitir la vida y palabras de Jesús y para convertirse en una comunidad restauradora. Si estos fundamentos están presentes, todo lo demás adquiere valor. En la lección de hoy seremos testigos en la distancia de una misión imparable. Consideramos que es imparable porque no se trata de un movimiento social o religioso impulsado por el ser humano o por un acervo moral y ético de relevancia. Es imparable porque es Dios mismo, en Cristo y a través de su Espíritu Santo, el que respalda cada paso que da el primer grupúsculo de seguidores de Jesús. Esto es lo que hace que los obstáculos, barreras, prejuicios y odios que se prevén en el horizonte de la labor apostólica, sean salvados sobrenaturalmente y se esfumen ante lo irresistible del evangelio de Cristo.

A. LA PROMESA DEL PADRE

“Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días.” (vv. 4-8)

     En este primer capítulo de Hechos contemplamos a una pequeña comunidad de fe que recientemente había entendido todas las enseñanzas y todos los actos de Jesús. En la resurrección y constante aparición de Jesús, los apóstoles dejan de temer para comprender el poder de Dios y para comprometerse con la misión de Dios con una nueva visión del Reino de los cielos. En una de las apariciones de Jesús, éste les ordena que se queden en Jerusalén para esperar el bautismo del Espíritu Santo, el fuego que arderá en sus corazones y entrañas, y que les infundirá el coraje suficiente como para pasar de la clandestinidad a la palestra pública. El entusiasmo cunde y echa fuera cualquier miedo que pudiesen haber albergado en relación a las represalias de las autoridades judías. En el alma de estos pocos hombres y mujeres que conforman el germen de la iglesia primitiva, solo existe el anhelo porque otros sepan lo que ellos saben, porque vean lo que ellos han visto y porque crean lo que sus propios ojos han visto. Sin embargo, Jesús frena cualquier impulsiva acción al respecto y les emplaza a esperar, a meditar y a reflexionar sobre los próximos pasos a dar en un futuro muy cercano.

     El bautismo del Espíritu Santo que Dios había prometido a su iglesia nos retrotrae a aquellos seres humanos del Antiguo Testamento que de manera especial fueron investidos de la presencia del Espíritu de Dios para realizar grandes hazañas, para profetizar en el nombre del Señor y para clamar acerca del arrepentimiento y perdón de los pecados. La diferencia aquí es que todo aquel que cree en Cristo como su Señor y Salvador va a recibir este bautismo espiritual. El derramamiento del Espíritu Santo ya no se dará en especialísimas personalidades escogidas por Dios, sino que será una realidad extensiva a cuantos depositan su fe en su Hijo Jesucristo que irá en crescendo con cuantas más parcelas de la vida se ofrezcan a su control y guía. El Espíritu Santo sería el que recordaría a la iglesia su misión, el que capacitaría a la comunidad de fe a través de dones espirituales al servicio de la evangelización y el que pondría palabras de verdad que apelarían a la conciencia de los que las escuchasen. El bautismo del Espíritu es efectuado por Cristo en virtud de su filiación divina, tal y como dejó escrito Mateo para la posteridad y que concuerda con los demás evangelistas: “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras de mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu y fuego.” (Mateo 3:11).
 
    A veces pensamos que el cristianismo fue un movimiento de ruptura con el judaísmo, y esto es un error muy común que deberíamos evitar cometer. No era este el deseo de Jesús ni de Dios mismo, y esto hizo que los discípulos no se vieran como una escisión de las estructuras religiosas judías. Como consideraremos en otro de los estudios sobre Hechos y la misión, los apóstoles no apostataron de su fe judía, sino que intentaron reformular el judaísmo según las enseñanzas más profundas y perspicaces de Jesús de lo que era la ley y los profetas. Ahí los veremos, anunciando el evangelio en el Templo, en las sinagogas, en los foros públicos judíos sin el ánimo de romper lazos con sus compatriotas. Existe un lazo innegable entre el judaísmo y el cristianismo que no deberíamos desdeñar ni obviar, como muchos “cristianos” han hecho denigrando y odiando a los judíos, pero sin entregarnos a un sionismo radical y a una asimilación nostálgica de las tradiciones judías. El centro del cristianismo está en Jerusalén y no fuera de ella. Los primeros cristianos no eran como los esenios que emigran al desierto para abominar de la profanación ritual del templo, como los zelotes que combatían con violencia la ocupación romana, o como los fariseos que idolatran el templo y la pureza ceremonial. Los apóstoles y demás seguidores de Jesús entienden que deben permanecer en Jerusalén para mantener la conexión inevitable con la espiritualidad judía.

B. EL PODER DEL ESPÍRITU SANTO

“Entonces los que se habían reunido le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo? Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.” (vv. 6-8)

      Al parecer una última duda de sus discípulos quiere encontrar respuesta en Jesús antes de ser alzado a los cielos y dar paso al Espíritu Santo. Queda todavía un rescoldo de aquel deseo y sueño de los apóstoles que se relaciona con la proximidad de una victoria gloriosa y aplastante sobre las huestes romanas que los sometían militarmente. Gobernados por legados romanos que mostraban una insensibilidad supina en lo tocante a la confesión y tradición judía, y dirigidos religiosamente por una élite sacerdotal de dudosa fidelidad a la identidad nacional, al ver el triunfo de Jesús sobre la tumba y la muerte, pensarían que pronto llegaría la hora de ver un mundo nuevo, un renovado reino en el que el Mesías, el Cristo, sería entronizado para iniciar un gobierno eterno de esplendor. Sin embargo, Jesús quiere que se centren en lo verdaderamente importante. El evangelio ya no habla de nacionalismos ni de poderes fácticos religiosos y políticos, sino que se expresa con la voz de una justicia, una verdad y un amor universales, transnacionales y globales. La misión ya no responderá a la autoridad civil corrupta, ni a las exigencias de una aparente religiosidad, sino que estará amparada por el poder de Espíritu Santo.

     El poder del Espíritu Santo, incontenible e imparable, derribará las fronteras mentales, ideológicas y prejuiciosas del judaísmo para abrir las puertas al mundo gentil. Todo el mundo tendrá la oportunidad de recibir el bautismo del Espíritu Santo a su debido tiempo, sin incurrir en favoritismos y acepción de personas: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mateo 28:19). Una nueva humanidad surge en las palabras de Jesús antes de subir a los cielos, y una misión universal aparece para brindar redención y vida a raudales a todo aquel que desea ser acogido por Dios. El poder del Espíritu Santo será la constante que acompañará y respaldará a todos cuantos componen la iglesia de Cristo en Hechos. El creyente se convierte en instrumento gozoso de Dios, puesto que se ve como un colaborador privilegiado que participa de la visión inigualable de vidas transformadas por el perdón de Cristo. El discípulo de Cristo es ahora testigo de lo que ha visto en sí mismo y en los demás a raíz de la obra del Espíritu Santo que realiza incansable en medio de su iglesia. Este testimonio que todo cristiano debe dar de Cristo y de su sacrificio en la cruz del Calvario no había de ceñirse o circunscribirse a la comodidad y abrigo de Jerusalén, sino que debía extenderse a todas las latitudes del mundo conocido, desde lo más amado a lo ignoto, desde lo más querido a lo desconocido, desde los amigos y propios a los enemigos y ajenos. Generación tras generación la misión continúa su recorrido por la faz de la tierra, y nosotros somos hoy los que recogen el relevo misionero en el lugar en el que el Señor nos ha ubicado.

C. PERSEVERANCIA Y UNIDAD DE LA IGLESIA

“Entonces volvieron a Jerusalén desde el monte que se llama del Olivar, el cual está cerca de Jerusalén, camino de un día de reposo. Y entrados, subieron al aposento alto, donde moraban Pedro y Jacobo, Juan, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo. Todos estos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos.” (vv. 12-14)

      Tras la ascensión de Jesús y haber escuchado las últimas instrucciones de espera en Jerusalén, todos vuelven al aposento alto, cuartel general de los apóstoles. Imagino que entre los que fueron testigos oculares de la subida de Jesús a los cielos existía una mezcolanza de sentimientos encontrados: gozo por ver la promesa de Dios de un Mesías cumplida, tristeza por no saber cuándo volvería Jesús de nuevo, alegría por comprobar que el ministerio de Jesús no fue un camelo, sino una realidad que estaba inyectando vida a borbotones en sus corazones, y expectación ante ese derramamiento del Espíritu Santo que debía producirse en breve. Los once habían convenido en habitar juntos junto con las mujeres que siempre habían caminado junto a Jesús, apoyándolo y sufragando cualquier gasto que deviniese de su ministerio itinerante. Entre ellas, Lucas reseña la presencia de María, la madre de Jesús, y la de sus hermanos, aquellos que antaño lo llamaban loco e insensato. A excepción de Judas Iscariote, comprobamos cómo todos  a los que Jesús llamó para ser sus apóstoles siguen firmes en su fe y continúan siendo el apoyo del resto de discípulos de Cristo.

     La misión que Dios confiere a su iglesia debe fraguarse en un entorno especialmente dedicado a la oración, a poner en común los recuerdos que de Jesús tienen, a pensar y creer en la misma dirección y a solicitar de Dios los recursos necesarios para comenzar a moverse en cuanto el Espíritu Santo diese el pistoletazo de salida. La perseverancia en la oración es un factor importantísimo en el éxito de la misión. No darse por vencidos, no cejar en el empeño de ver cumplida la voluntad de Dios, no tirar la toalla a pesar de los impedimentos que surgen a cada paso, debe ser el lema de aquellos que ruegan a Dios que envíe obreros a su mies ya madura. La oración como conexión directa con el Señor, como canal que el Espíritu Santo purifica y ordena, y como mecanismo de fraternidad y cuidado mutuo entre los miembros de la comunidad de fe, es imprescindible si deseamos encauzar y dirigir cada etapa de la misión encomendada por Dios. La unanimidad no se consigue por voluntad humana, dadas las filias y fobias que cada persona es capaz de manifestar, sino que ésta es producto de un sometimiento general a la guía y dirección de Dios. Un mismo corazón, una misma mente, y una misma misión no se dan por el consenso débil y frágil del ser humano, sino que es el resultado de renunciar a nuestros yoes para abrazar el plan de Dios para la vida en comunidad en pro de considerar la misión como algo que proviene directamente del Señor.

CONCLUSIÓN

     La misión de Dios ha comenzado. La promesa del Padre está próxima a cumplirse, el poder del Espíritu Santo está a punto de desplegar todo su esplendor y gloria, y la comunidad de fe está preparada esperando a que ese poder se desate en medio de ellos. Hoy nosotros tenemos ese poder en nosotros. Preparémonos también en oración y ruego, con una actitud unánime y expectante ante lo que Dios va a hacer a través nuestro, y con la certeza de que la misión es de Dios y solo de Él.
    

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