LA PROMESA DIVINA DE VIDA ETERNA





SERIE DE SERMONES “PERMANECIENDO FIRMES: CONSTRUYENDO NUESTRAS VIDAS SOBRE LAS PROMESAS DE DIOS”

TEXTO BÍBLICO: 1 JUAN 6:6-13

INTRODUCCIÓN

     Siempre que el tema de la inmortalidad surge, viene a mi mente aquella canción de Queen que se titulaba “Who wants to live forever?” (¿Quién quiere vivir para siempre?). Desde tiempos ancestrales, el ser humano siempre ha deseado para sí poder vivir eternamente, poder vencer la amenaza de la muerte y así disfrutar perpetuamente de los placeres de la vida. El miedo atávico a la muerte, ese punto final para aquellos que no creen en una trascendencia del ser, y ese punto y aparte para los que esperan tras el fallecimiento una nueva vida eterna, ha dominado sobre todo ser humano que se ha preguntado por lo que habrá tras la última frontera. Muchas personas que no creen en la vida después de la muerte apelan a una inmortalidad del recuerdo. Son individuos que quieren dejar su huella en la historia de la humanidad, que quieren ser recordados en una descendencia que perpetúe su apellido, que anhelan conseguir grandes logros que encumbren su nombre y trayectoria. Sin embargo, otros como Woody Allen son más escépticos sobre este tema y afirman lo siguiente: “No quiero alcanzar la inmortalidad mediante mi trabajo, sino simplemente no muriendo.” Aunque sabemos de la mordacidad y sarcasmo de este director de cine y escritor norteamericano, lo cierto es que el ser humano desea en lo más hondo del corazón vivir eternamente.

     Precisamente este era el propósito de Dios para su creación antes de la entrada del pecado en la vida del ser humano. El hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, tenían toda una eternidad de gozo, paz y disfrute ante ellos en presencia de Dios siempre y cuando obedeciesen sus estipulaciones. Una vez el ser humano decide probar suerte con la desobediencia y el orgullo, la muerte ya es un hecho que acompañará a todo aquel que sucumbe a la tentación y a la maldad. A excepción de Enoc y Elías, santos varones que fueron considerados por Dios como dignos de no ver muerte, toda la raza humana ha enfermado de pecado y ha visto cómo sus días sobre la tierra se acortan considerablemente. Dios tuvo que expulsar a Adán y Eva del huerto del Edén para que no pudieran comer del fruto de otro de los árboles del paraíso que confería inmortalidad y vida sin fin, puesto que si siendo pecadores hubiesen probado este fruto, imaginemos lo que sería un mundo de inmortales perversos y malvados. Sin embargo, Dios no cerró definitivamente la puerta al ser humano a poder vivir eternamente. El Señor proveyó en Cristo una entrada a la eternidad en la que el pecado y la depravación ya no tendrían razón de ser en virtud de su muerte en la cruz.

    El apóstol Juan escribe estas universales palabras que hoy nos ayudan a considerar que, más allá de logros humanos que dejan su impronta en la historia, existe una vida eterna que ya podemos gozar hoy si creemos en Jesucristo como nuestro Señor y Salvador. No hay más caminos ni más requerimientos que los que la Palabra de Dios establece, y no hay más testimonios de que en Cristo está la verdadera vida, que los que el cielo y la tierra aportan a aquellos que desean vivir para siempre en la presencia de Dios, recuperando así el propósito para el que fuimos creados por Él desde el principio de los tiempos. Juan desea dejar sentado desde el inicio de su carta que él fue testigo de aquello que reseña, y que existen testimonios apócrifos que intentan desvirtuar el hecho de que Cristo muerto y resucitado sea la fuente de la vida eterna. El apóstol pudo escuchar de labios de su maestro que “en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan 1:4), que “como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida” (Juan 5:21), y que “viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán” (Juan 5:25). El evangelio de Juan da una preeminencia especial a la vida eterna que brota del manantial de Jesús cuando dice: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.” (Juan 11:25-26). Ante la pregunta de Queen, de quién quiere vivir para siempre, el Señor da una respuesta clara y rotunda: Cristo es la vida y la dispensa en abundancia.

A. TESTIMONIOS DE UNA REALIDAD ETERNA

“Este es Jesucristo, que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno. Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan. Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque este es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo.” (vv. 6-9)

      Que Jesucristo fue una persona de carne y hueso que existió en algún momento de la historia, es algo que nadie, salvo algún que otro hambriento de notoriedad ateo, puede negar ni poner en duda. Otra cuestión es la de identificar a Jesús. Unos lo consideran un revolucionario religioso, otros un filósofo moralista, otros un trastornado fanático y otros un maestro zen repleto de sabias sentencias y proverbios. Todos podemos elucubrar sobre quién pudo ser Jesús y a qué se dedicó en vida, puesto que incluso sus contemporáneos veían en él a un profeta, a un Elías redivivo, o a un espectro de Juan el Bautista. Sin embargo, para conocer bien a Jesús es menester acudir a los testimonios de aquellos que convivieron y caminaron junto a él durante los tres años que duró su ministerio terrenal. Juan fue uno de esos testigos que conocían mejor cada detalle, palabra y gesto del maestro de Nazaret. No en vano, él mismo se consideraba el discípulo amado, por su íntima relación fraternal y por su cercanía especial al aprecio de Jesús. Juan aboga en 1 Juan a escuchar de primera mano su percepción de quién era Jesús. Para él, Jesús ante todo era la vida. Era la vida en todo su esplendor, en toda su plenitud, en toda la extensión de la palabra. Juan lo presenta en esta primera epístola, no como Jesús o como Maestro, sino que invoca su nombre atendiendo a su vocación y misión. Lo llama Jesucristo, Dios y hombre, promesa cumplida de liberación, vida y salvación. 

    Tres testigos fidedignos respaldan a Cristo desde la tierra: las aguas del bautismo de Jesús en las que Dios reconoció y distinguió a su Hijo con voz audible, la sangre derramada a borbotones en el madero de la cruz del Calvario en la que la muerte del inocente cargaba todos los pecados de la humanidad, y el Espíritu Santo que mora en cada creyente, que confirmó a Jesús en el bautismo y que dio poder a la iglesia para repartir vida a todas las naciones. El agua nos habla de cielo y comienzo de vida, la sangre de humanidad y muerte, y el Espíritu de Dios amando y guiando a la humanidad perdida. Otros tres testigos avalan desde el cielo que Jesús es el Cristo que había de venir para redimir al mundo: la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidos en una sola persona, y que revelaron a través de todas las épocas de la historia humana el plan de salvación para todo aquel que cree. Ninguno de estos testimonios se contradice, ni se contrapone ni se desdice. Todos a una nos dicen que la vida eterna está en Cristo y que está disponible para todo aquel que desee beber del agua de vida que él dará en abundancia. Además, el testimonio bíblico, en su caso la Biblia hebrea, considerado testimonio de los hombres y que habla del Mesías que había de regenerar corazones y resucitar a los que están muertos en sus pecados, es citado aquí para reforzar que Cristo vivificará misericordiosamente el alma cansada y enferma de cuantos quieren vivir para siempre junto a él.

B. LA RESPUESTA AL TESTIMONIO DE VIDA ETERNA

“El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.” (vv. 10-12)

     Ante las garantías inmejorables que Juan presenta como testimonios fieles de que Jesucristo es la resurrección y la vida, ahora es el turno de que el ser humano responda positiva o negativamente al ofrecimiento gratuito que Cristo hace de su perdón, de su salvación y de su justificación. El que cree que Jesús es Hijo de Dios, que murió por nuestros pecados en la cruz vil y que resucitó de entre los muertos para darnos vida en abundancia, ha dejado que el Espíritu Santo se convierta en aquel que da fe de que Jesús es la vida eterna. El Espíritu Santo que mora en los corazones de aquellos que han creído en Cristo, tienen en sí mismos la respuesta a sus preguntas, ya que el Espíritu de Cristo les recuerda, les cuenta y les enseña quién fue y quién es el Señor, por lo cual la duda siempre será resuelta gracias a la intervención del Espíritu en nosotros. Sentimos la vida de Cristo en nosotros desde el momento en el que decidimos seguirle como discípulos para siempre. Sabemos que la vida eterna es un hecho en nosotros y que ésta supera ampliamente lo que este mundo considera como vida.

    Por otro lado, no todos eligen la vida aunque tengan testimonios claros de que Cristo es el dador de la vida eterna. Prefieren decir que Jesús era un charlatán, o que no murió realmente en el Calvario, o que si murió, no resucitó, sino que su cadáver fue secuestrado por sus seguidores. Prefieren amontonar opiniones sin base histórica para reinterpretar la figura de Cristo según su propia percepción de lo que les gustaría que fuese Jesús. Prefieren negar la obra de Cristo en la cruz en su favor para decir que todo lo que existe es todo lo que se ve y se percibe por los sentidos, y que de nada han de ser salvos. Prefieren ser muertos vivientes que muertos que aspiran a vivir eternamente. Prefieren hacer mentiroso a Cristo y vivir una mentira que ellos mismos han ideado y creído. ¿No existe más esperanza en saberse amados por Cristo para vida eterna que reducir la vida a un materialismo superficial y temporal? ¿No vemos en los incrédulos señales claras y nítidas de su corrupción en este plano terrenal? ¿No sentimos cómo las almas que no quieren saber del evangelio de gracia de Cristo se apagan y se sumen en la autodestrucción y la vanidad? ¿No percibimos en aquellos que conocemos y que no desean ser alcanzados por la verdad de Dios la sensación de que intentan llenar sus vacíos existenciales con cosas pasajeras y que no acaban de satisfacerles? Todo esto es el resultado de no aprovechar el instante en el que Cristo les invita a sentarse a su mesa para celebrar la vida eterna en la gloria celestial o de rechazar abiertamente la mano de esperanza que él les tiende cada día.

CONCLUSIÓN

“Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios.” (v. 13)

      Juan levanta su mirada de la carta que está escribiendo para pensar en ti y en mí. Todo lo que está escribiendo está destinado a ser leído por quienes creemos en Cristo, en su obra de salvación, en su ejemplo de vida, y en su resurrección. Esta es la promesa que plasma desde su corazón, el cual es dirigido e inspirado por Dios mismo para que no tengamos temor ni vacilaciones. Tenemos la vida eterna ya en nuestro ser y la fe que hemos depositado en Cristo no es vana ni una ilusión. Siente la vida en ti mientras haces tuya esta promesa de Dios, y vive sabiendo que esta vida es eterna y nadie ni nada te la podrá arrebatar o poner en duda. ¿Quién quiere vivir para siempre? Cristo es la única respuesta.

Comentarios

Entradas populares