UN MENSAJE IMPARABLE





SERIE DE ESTUDIOS SOBRE HECHOS “EL EVANGELIO IMPARABLE”

TEXTO BÍBLICO: HECHOS 2:22-24, 32-33, 36-38

INTRODUCCIÓN

      A lo largo de la historia de la humanidad ha habido mensajes, ideologías y pensamientos filosóficos que han hecho reaccionar a las masas de tal forma que se han derrocado imperios, se han provocado revoluciones y se han transformado maneras de pensar. Estos movimientos sociales, políticos, religiosos e ideológicos que surgen en diferentes etapas de la humanidad con la pretensión de subsistir eternamente en las mentes y sistemas sociales humanos, tuvieron su inicio, su clímax o auge, su declive o corrupción, hasta formar parte de ese cementerio de la historia en el que yacen solo para ser recordados en las clases de filosofía, política y religión. Aunque el mensaje en el que se basaban estos movimientos como el comunismo, el socialismo, el modernismo, o el racionalismo, en un primer instante tuvieron más luces que sombras, y que se apostaba por modelos y fórmulas de vida que se tenían por perpetuas, con el paso del tiempo y con la lucha por el poder fueron difuminándose hasta desembocar en una neblinosa, ambigua y retocada manifestación del egocentrismo humano. 

    En aquello que se refiere al mensaje del evangelio de Cristo, ha sucedido algo parecido. Si estudiamos la historia de la iglesia desde los evangelios y Hechos hasta nuestros días, podremos contemplar de qué maneras se fue desvirtuando, retorciendo y pervirtiendo ese evangelio puro, sencillo y claro que Jesús predicó con sus palabras y vida. La fe cristiana se fue institucionalizando hasta cotas que escandalizarían al mismísimo Pedro, el evangelio simple de la gracia de Dios se vio adornado por yugos pesados y cargas penosas que ocultan la verdad de Dios en beneficio del clero y las jerarquías romanas, y el cristianismo prístino que se practicaba en el seno de la iglesia primitiva se ha convertido en un cúmulo esperpéntico de ceremonias, peregrinaciones, ritos e idolatrías que marcan la frontera entre el laico y el religioso. En vez de volver a las fuentes, al manantial testimonial de la enseñanza apostólica, al origen del cristianismo, la gente prefiere dejarse llevar por la cátedra subjetiva e interesada de una élite religiosa muy poco proclive a dejar sus riquezas y tronos en pro de vivir como vivió Cristo. No obstante, a pesar de los tejemanejes humanos, el mensaje del evangelio sigue imparable dando vida a aquellos que están perdidos en sus desvaríos espirituales.

      En este primer discurso de Pedro tras Pentecostés, podemos observar con meridiana claridad, con estupefacción y con pena, el modo en el que el ser humano se ha apoderado de un mensaje imparable, del evangelio de Cristo. La simplicidad con que se expresa este pescador de hombres como era Pedro nos ayuda a entender que el mensaje imparable del evangelio no es solo cosa de teólogos, sacerdotes y sesudos estudiosos. Se trata de un mensaje que impacta en el corazón de cualquiera, sin importar nivel intelectual, procedencia o trasfondo ideológico y espiritual. Llamando a la atención a sus conciudadanos judíos, Pedro desea enlazar los hechos que un par de meses atrás habían convulsionado la ciudad con una nueva realidad, el derramamiento del Espíritu Santo sobre toda carne que confiese que Cristo es el Hijo de Dios. Y este es el mensaje imparable que se ve impelido por el Espíritu Santo a predicar ante sus compatriotas: Jesús de Nazaret es Dios mismo: “Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis.” (v. 22). Pedro se remite a las pruebas en forma de maravillas como calmar una tormenta, como andar sobre las aguas, como dar de comer a miles de personas sin apenas alimentos a su disposición. Habla de prodigios en los que cientos y cientos de enfermos de lepra, parálisis, flujo de sangre o fiebres fueron sanados inmediatamente ante una multitud de testigos dignos de ser creídos. Habla de señales de la venida del Reino como la limpieza del Templo, la transfiguración o la expulsión de demonios de pobres hombres y mujeres. Muchos de los que le escuchaban sabían de algún episodio prodigioso de Jesús y no podían engañarse a sí mismos negando las evidencias de la obra que Dios hacía por medio de Jesús.

     Pedro añade una segunda aseveración que recordaba a sus oyentes su parte en este mensaje imparable: “A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole.” (v. 23). Lo que pudiese ser interpretado a primera vista como un hecho que hubiese pillado por sorpresa a Dios, esto es, la muerte de su Hijo amado, no es tal. Jesús se entrega voluntariamente en manos de sus angustiadores, de aquellos que respiraban muerte contra él. Y al ser prendido, en vez de recurrir a miles de huestes de ángeles que borraran de la faz de la tierra a sus captores, decide no resistirse. Jesús sabe que todo cuanto pase a partir de ahí forma parte del plan de Dios para la redención y salvación de la humanidad. Jesús en consejo del Dios trino, decide que el único modo de rescatar al ser humano es ofreciéndose como un sacrificio perfecto y agradable a favor de éste en la cruz. La muerte de Cristo no fue una derrota, ni un sorpresivo revés en el ministerio de Jesús, ni un fracaso divino, sino que fue la estrategia pactada de antemano para liberar al ser humano de la tiranía del pecado y de Satanás.

     La tercera parte de este mensaje imparable que se proclama en voz de Pedro es realmente gloriosa: “Al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella… A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.” (vv. 24, 32). La resurrección completa el círculo que confirma la divinidad de Jesús. Pedro seguro que recordó el instante en el que entró en la tumba vacía y quedó asombrado por la escena de un sepulcro en el que su maestro ya no estaba. Vendría a su memoria su primer encuentro con Jesús resucitado, el cual departió con él en varias ocasiones mientras caminaban por la playa. Pedro mejor que nadie sabía que Jesús había vencido a la muerte con gran poder y autoridad. Ningún mortal podría haber hecho tal cosa. La vida no podía ser retenida por la muerte, y la luz no sucumbiría ante las tinieblas de la tumba oscura. 

      Pero el mensaje sigue imparable, impactante, imposible de detener en los labios de Pedro, quien con gran entusiasmo conecta la trayectoria de Jesús con el momento presente de Pentecostés: “Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís… Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.” (vv. 33, 36). Tras la resurrección de Jesús y todas sus últimas instrucciones a sus seguidores, es tiempo de ascender a los cielos para ocupar el lugar que le corresponde en obediencia, santidad y majestad, la diestra de Dios. Pero no deja huérfanos a sus apóstoles y discípulos, sino que envía al Espíritu Santo para continuar el arrollador movimiento espiritual cimentado en el mensaje imparable del evangelio. Ante las acusaciones y burlescas afirmaciones de que estaban borrachos y ebrios en pleno día que hacen muchos de los viandantes de Jerusalén, Pedro les aclara que no se trata de embriaguez, sino de la llenura del Espíritu Santo y de un mensaje que se puede escuchar en todos los idiomas de cuantos lo escuchan. Este mensaje tiene su centro neurálgico en un concepto escandaloso para muchos judíos como era identificar a Jesús con el Mesías prometido de las profecías de la Biblia hebrea. Además ahonda en la culpabilidad que los judíos tenían sobre Jesús a la hora de ser crucificado vergonzosamente, al criticar la religiosidad y el poder como instigadores de la barbarie cometida contra un inocente.

     Por un instante, Pedro permanece silente a la espera de una reacción por parte de sus oyentes. Podían gritarle y acusarle de blasfemo. Podían arrestarle por cómplice de los que robaron el cuerpo de Jesús. Podían apedrearlo, insultarle o entregarlo a las autoridades religiosas judías para considerar sus temerarias palabras. Sin embargo, lo que sucede a continuación es todo lo contrario. No cabe duda de que el Espíritu Santo está respaldando cada palabra de Pedro y de que está confrontando a cada persona presente con su pecado y su actitud para con Jesús. De ahí surge la pregunta de muchos en ese momento: “Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?” (v. 37). Algo estaba pasando en los corazones de las gentes que componían el auditorio de Pedro. Ya no se reían de los discípulos que anunciaban allí y allá las buenas nuevas de salvación en Cristo. Sus lágrimas comienzan a surcar sus rostros y la tristeza se apodera de sus miradas. Los remordimientos prenden en sus conciencias y su alma se aflige al saberse reos de condenación por causa de la injusticia que han cometido contra el Hijo de Dios. Necesitan una luz, una guía, un sendero que les permita remediar el homicidio de un inocente. Aquí está la oportunidad que Dios brinda al apóstol para prender la chispa de un movimiento que jamás se extinguirá. El Espíritu Santo está allanando el camino a este mensaje imparable que sigue fresco y actual como siempre.

      “Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.” (v. 38). Este mensaje imparable del evangelio requiere una respuesta real y práctica. No basta con asentir intelectualmente o de maravillarse ante su impacto. Es menester arrepentirse como primer paso para poder recibir el Espíritu Santo de Dios y como prerrequisito para transformar la compunción de espíritu en gozo del Señor. El ser humano debe reconocer su culpa, aceptando vivir de espaldas al pecado y a la maldad. Entonces es cuando de manera pública se debe confesar que Cristo es el Señor. El bautismo en el nombre de Cristo no produce perdón por sí mismo, pero sí el hecho de haber creído por fe en su obra de salvación en la cruz. El bautismo es un certificado simbólico e ilustrativo del compromiso que se adquiere con Cristo de por vida. El Espíritu Santo halla acomodo en el corazón del creyente una vez se ha tomado la decisión reflexiva y voluntaria de servir a Dios, y será éste el que de ahora en adelante dirija nuestras vidas para bien personal, bendición de los demás y gloria del Señor. Pedro es solo una llama entre miles que comenzarán a incendiar miles de corazones y transformarán existencias construidas sobre la muerte y el pecado. 

CONCLUSIÓN

      Del mismo modo que Pedro saltó a la palestra para comunicar este mensaje imparable, nosotros hoy debemos rogar a Dios que nos dé denuedo, coraje y pasión por seguir predicando el dulce, sencillo y poderoso evangelio de Cristo. Si el Espíritu Santo está de nuestra parte no dudemos de que éste apelará a la conciencia de cada una de aquellas personas a las que anunciemos el plan de salvación de Dios. No existe mayor premio para el creyente que ver cómo vidas espiritualmente anquilosadas y atrofiadas vuelven a la vida gracias al mensaje imparable del evangelio de Cristo.
    

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