LA PROMESA DIVINA DE VICTORIA
SERIE DE
SERMONES “PERMANECIENDO FIRMES: CONSTRUYENDO NUESTRAS VIDAS SOBRE LAS PROMESAS
DE DIOS”
ESPECIAL
DÍA DE LA REFORMA PROTESTANTE
TEXTO
BÍBLICO: ROMANOS 8:31-39
INTRODUCCIÓN
En el
día de hoy conmemoramos el 499 aniversario de la Reforma Protestante,
movimiento que transformó las estructuras religiosas, sociales, políticas,
artísticas e ideológicas de Occidente. El impulsor e iniciador de este punto de
inflexión en la historia del mundo fue Martín Lutero, quien en 1517 publica
noventa y cinco tesis que juzgan, desarman y condenan determinadas prácticas de
la Iglesia Católica como la simonía o venta de cargos eclesiásticos, las
indulgencias y las bulas papales. Indignado al ver cómo se engañaba al pueblo
con promesas de liberación de almas del purgatorio o de comprar un lugar en el
cielo, y que solo pretendían seguir llenando las arcas del papa para sufragar
sus escandalosos gastos y fastos, Lutero toma la decisión de denunciar un
catolicismo podrido hasta la médula. Después de provocar una nueva visión de la
religión y la política en los príncipes alemanes, Lutero tuvo que comparecer en
la Dieta de Worms en abril de 1521 para dar cumplida defensa de su ruptura con
el catolicismo ante el mismísimo emperador Carlos V. En esa reunión se conmina
a Lutero a retractarse de sus postulados, afirmaciones que según el papa son
heréticas, pero Lutero se mantiene firme en su postura alegando lo siguiente: “No puedo ni quiero retractarme de nada,
pues no es prudente ni está en mi mano el obrar contra mi conciencia. Dios me
ayude. Amén.” Estas últimas palabras fueron el detonante de persecuciones,
amenazas y acusaciones falsas que le acompañaron hasta el final de sus días.
Sin embargo, la providencia divina le brindó aliados lo suficientemente
poderosos como para hacer frente a las asechanzas de sus enemigos de la curia
romana.
El
ejemplo de Martín Lutero es un ejemplo de victoria de la verdad, la justicia y
la fe. A pesar de la persecución y el acoso al que fue sometido, nunca dejó de
buscar en la Palabra de Dios las certezas que aliviaron su alma cuando todavía
se hallaba encadenado a la salvación por obras que aún hoy sigue enseñando el
catolicismo. En la doctrina de la justificación por la fe y por gracia, pudo
descansar de sus remordimientos y su atormentada conciencia, aferrándose
victoriosamente a Cristo como su Señor y Salvador. Es precisamente en la carta
de Pablo a los Romanos donde encuentra al fin el triunfo sobre lo que siempre
le habían enseñado sobre la salvación. Y es en el texto bíblico que hoy nos
ocupa donde él también halló fuerzas para continuar su obra de exposición de la
verdad. Pablo, al igual que Lutero, también tuvo que sufrir penalidades de todo
tipo para predicar el evangelio de Cristo que transforma vidas y ofrece la
salvación de Dios de todos nuestros pecados. Por eso, cuando Pablo escribe
estas líneas a los romanos, podemos contemplar el fuego de las pruebas, la
resistencia ante los ataques furibundos de aquellos que desean que la verdad
sea sepultada en la hipocresía, el amor por Cristo y su mensaje de redención, y
sobre todo, la actitud victoriosa con que se lanzaban a la batalla de la vida.
A. VICTORIA
SOBRE NUESTROS ENEMIGOS
“¿Qué,
pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que
no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo
no nos dará también con él todas las cosas?” (vv. 31-32)
Lutero
tuvo numerosos enemigos que trataron en un principio hacerle retractarse de sus
afirmaciones en contra de la Iglesia Católica. Cuando vieron que Lutero seguía
en sus trece, publicando y proclamando la verdad de un evangelio de gracia y
libertad, de justicia y de amor, a la vez que denunciaba crudamente aquellas
prácticas infames que empobrecían a los campesinos ignorantes a los que se les
decía que la iglesia era la monopolizadora de la verdad, los adversarios
crecieron en rabia, furor y número. El papa lo excomulga mandándole una bula
que el mismo Lutero quema en una hoguera como símbolo de rechazo de una iglesia
que había dejado de ser aquella comunidad de fe de Hechos, sencilla y pura en
sus planteamientos. Nada más terminar la Dieta de Worms de la que hicimos
referencia anteriormente, tuvo que ser secuestrado por uno de sus amigos y
aliados, el príncipe Federico de Sajonia, para ocultarlo en un castillo alejado
de las miradas y amenazas. De sus enemigos dijo lo siguiente: “Doy gracias a Dios por mis opositores,
pues ellos me han inclinado a buscar más ardientemente a Cristo en las
Escrituras”.
¿Qué
podríamos decir de Pablo? Él mismo relata su periplo misionero por las ciudades
de Asia Menor y Europa, y las múltiples torturas y vergonzantes vituperios que
tuvo que sufrir en sus propias carnes. En una defensa enconada contra algunos
corintios que se creían por encima del apostolado de Pablo, éste muestra sus
credenciales en forma de cicatrices: “En
trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más; en peligros de
muerte muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes
menos uno. Tres veces he sido azotado por varas; una vez apedreado; tres veces
he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar;
en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de
los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en
el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y
fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y
desnudez; y además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la
preocupación por todas las iglesias.” (2 Corintios 11:23-28). Sin embargo,
a pesar de todas estas vicisitudes, sabe que Dios está a su favor, porque ama
servirle y obedecerle antes que a cualquier ser humano. La verdad que hierve en
sus venas y que pugna por hacer explotar su corazón cuando observa la necesidad
que las ciudades por las que pasa, es la razón por la que se siente victorioso
aún incluso en la debilidad. Si Dios estaba con él y en él, nada ni nadie
podría vencerlo. Podrían moler sus carnes, romper sus huesos y herir su piel,
pero la verdad del evangelio de Cristo siempre estaría presente en su espíritu
como un recordatorio de que la victoria final sobre la muerte, la enemiga más
feroz, era un hecho innegable.
Al igual
que para Pablo y Lutero, esa pasión por cumplir la misión de Dios de ir y hacer
discípulos a todas las naciones con la verdad siempre por delante, es la que
garantizará la presencia protectora y provisoria de Dios en nuestras vidas. Si
Dios nos amó hasta el punto de ofrecer a su propio Hijo unigénito como
sacrificio propiciatorio en nuestro favor, si nos tenía en tal estima ante sus
ojos que no dudó en ver cómo su amado Hijo era golpeado, martirizado, inculpado
injustamente y ajusticiado vergonzosamente en la cruz del Calvario, ¿cómo no va
a estar hoy a nuestro lado para cuidar de nosotros? Ante tal demostración de
amor y misericordia, ¿cómo vamos a dudar de que Él ha logrado la victoria sobre
cualquier enemigo que quiera hacernos la pascua? Si el invencible Dios de los
ejércitos nos respalda en cada batalla que tengamos que librar con nuestros
adversarios, ¿qué más podemos pedir?
B. VICTORIA
SOBRE LA PAGA DEL PECADO
“¿Quién
acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que
condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que
además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.” (vv.
33-34)
Tras un
encuentro casi legendario con la muerte y un relámpago, Martín hace un voto a
Dios que cumplirá de un modo repentino y casi enfermizo. Entregará su vida al
servicio a Dios y se enclaustrará en el convento agustino de Erfurt, mostrando
con su actitud y sus obras la clase de educación religiosa que sus padres le
habían inculcado desde niño. Durante su estancia en el convento, Lutero cae en
sucesivas depresiones emocionales al considerarse indigno ante Dios y
contemplar la mezquindad y debilidad del ser humano para alcanzar la santidad que
Dios requiere. Dios es demasiado grandioso como para poder ser alcanzado por
seres mortales y pecadores. Para Lutero, Dios deviene en un Señor justiciero y
airado, que castiga cada pecado de manera férrea y sin concesiones. Considera
que debe someterse aún más si cabe a las disciplinas y flagelaciones para
hallar un atisbo de gracia en medio de los nubarrones de la justicia divina.
Sin embargo, mientras estudia Romanos se da cuenta de su errónea concepción de
Dios y de la salvación. Descubre con gran gozo y tranquilidad para su corazón
que nadie merece ser salvo por sus obras, sino que el creyente es justificado
por Cristo mediante la fe. Lutero entiende que ya no puede ser acusado
diariamente por sus pecados si ha depositado su confianza en la obra redentora
de Cristo, del cual hemos recibido su justicia a nuestro favor, imputándosele a
él todo nuestro pecado en la cruz. De hecho, una de sus frases más célebres fue
la que sigue: “Señor Jesús. Tú eres mi
justicia así como yo soy tu pecado. Has tomado sobre Ti todo lo que soy y me
has dado y cubierto con todo lo que Tú eres. Tomaste sobre Ti lo que Tú no eres
y me diste lo que yo no soy”. Por fin, ve claro, al igual que Pablo, que
Cristo ha muerto, resucitado y ascendido para conquistar la victoria sobre el
gran problema del ser humano: el pecado. Cristo intercede por el pecador ante
Dios, mostrando las marcas de los clavos en sus palmas como evidencia de que en
su gracia y obediencia todo aquel que cree en él recibe el perdón de los
pecados y la libertad para vivir eternamente en la presencia del Altísimo.
Podemos decir triunfantes cada día de nuestras vidas que cuando nos
arrepentimos de nuestros pecados y los confesamos sinceramente ante Dios, la
victoria sobre el mal es nuestra.
C. VICTORIA
SOBRE LAS ADVERSIDADES DE LA VIDA
“¿Quién nos
separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre,
o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos
muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas
estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo
cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados,
ni potestades, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto, ni lo profundo, ni
ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo
Jesús Señor nuestro.” (vv. 35-39)
El Señor
Jesucristo, una vez da su amor, ya nadie puede arrebatarlo de nuestros
corazones. Una vez somos rescatados de nuestra vana manera de vivir y somos
justificados por gracia mediante la fe en Cristo, nadie ni nada podrá arrancar
la salvación y la vida eterna de nuestras entrañas. Por momentos podremos
zozobrar en el proceloso mar de este mundo; por instantes podremos sucumbir al
desaliento y al desánimo; por temporadas sentiremos que las tribulaciones van
seguidas de otras mayores y que no nos veremos capaces de levantar cabeza;
habrán épocas en las que la angustia se instalará en nuestra garganta por la
pérdida de seres queridos y nos haremos mil y una preguntas del porqué de las
cosas; tendremos episodios en los que la burla, el desprecio y el escarnio por
causa de nuestra fe nos afectarán anímicamente; se sucederán circunstancias
críticas en nuestro estado financiero y económico; y seremos confrontados con
la tentación de seguir la corriente de este mundo para no sufrir y padecer;
pero al final, volveremos a Cristo si de verdad somos sus discípulos. El estado
natural del creyente es ser contados como ovejas de matadero, cosa que ya
advirtió Jesús a sus apóstoles: “En el
mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.” (Juan 16:33).
Pablo
considera que somos más que vencedores por medio de Cristo. No solo vencedores,
sino más que vencedores. Esta expresión es la propia para darnos a entender que
la victoria de Cristo sobre cualquier problema, dificultad y tribulación es
absoluta. Que padeceremos, nos doleremos y sufriremos en este mundo, pero que
en el venidero, todo esto no será siquiera un recuerdo: “Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se
va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta
leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y
eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que
no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son
eternas.” (2 Corintios 4:16-18). Para Pablo no existe nada que pueda
apartarle del amor con que le amó Cristo. Para Lutero ni el mismísimo papa de
Roma podría hacerle renunciar al tesoro del amor de Cristo. El amor de Dios en
Cristo, demostrado con su muerte redentora en la cruz, con la justificación del
creyente por medio de su justicia e inocencia, y con la esperanza de gloria y
victoria sobre todo aquello que pudiera preocuparnos y desviarnos del camino de
la vida eterna, es perfecto, inmutable y definitivo. Por eso sabemos que
ninguna presión, tentación o amenaza que pueda sobrevenirnos tendrá el peso, la
fuerza o la autoridad suficientes para poder apartarnos de a quién más amamos,
de Cristo.
CONCLUSIÓN
Martín
Lutero tuvo que bregar con un enjambre considerable de enemigos, con su propia
conciencia engañada por los dogmas de un catolicismo en franco declive, y con
los problemas que le granjeó seguir firme en sus convicciones. Pablo también
tuvo que lidiar con las mismas circunstancias, y nosotros hoy no somos una
excepción a la regla. La victoria que se consiguió hace 499 años con la Reforma
Protestante dio un nuevo impulso al estudio de la Biblia y a una espiritualidad
más cercana al ideal propuesto por Jesús. Somos herederos de aquellos que se
dejaron el pellejo por el camino de la misión de Dios y es preciso no olvidar
que de nosotros también se esperan grandes cosas, grandes revoluciones y
grandes reformas en el medio en el que nos hallamos. Como dejó dicho Lutero en
una ocasión: “Nuestro trabajo es llevar
el evangelio a los oídos, y Dios lo llevará de los oídos a los corazones”.
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