TRABAJO: ¿MALDICIÓN O BENDICIÓN?





SERIE DE ESTUDIOS BÍBLICOS “PRODUCTIVOS: ENCONTRANDO FELICIDAD EN LO QUE HACEMOS”

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 1:28; 2:3, 8-9, 15

INTRODUCCIÓN

     Cuando hablamos de trabajo en estos tiempos críticos en los que nos toca vivir, estamos tocando un tema de candente actualidad. En el estricto sentido y significado de la palabra “trabajo”, todos trabajamos. Si consideramos el trabajo como “la ejecución de tareas que implican un esfuerzo físico o mental y que tiene como objetivo la producción de bienes y servicios para atender las necesidades humanas”, todos participamos de esa clase de tareas. Por supuesto, el trabajo debe distinguirse del empleo, el cual no es ni más ni menos que el trabajo asalariado o remunerado. El trabajo sigue acarreando, incluso desde la aparición del término allá por el S. XII, un sentido peyorativo y altamente negativo. La palabra “trabajo” proviene de la expresión latina “tripalium”, la cual alude a un cepo de tres puntas que se empleaba para sujetar a las caballerías y los bueyes a fin de herrarlos, o a un curioso instrumento de tortura que solía utilizarse para castigar a los delincuentes o esclavos. Dado este origen etimológico, no es de extrañar que la palabra “trabajo” deviniese en algo que sugería tormento o sufrimiento físico a tenor de las realidades que se dieron durante gran parte de la historia como la esclavitud, el vasallaje o el sometimiento y explotación de seres humanos. 

       Sin embargo, es precisamente cuando aparece el trabajo asalariado durante el siglo XIX a causa de la aparición de la democracia y el sindicalismo, que el empleo es visto con mejores ojos. Por desgracia todavía existe una ingente cantidad de trabajo no remunerado que es apenas reconocido por la sociedad o el estado como acciones y esfuerzos dignos de ser tenidos en cuenta, y si no que se lo pregunten a las amas de casa. La pregunta que nos hacemos tras verificar el origen y evolución del trabajo a lo largo de la historia hasta la actualidad es la siguiente: ¿cómo es percibido el trabajo? ¿Es solamente un medio para pagar las deudas, las letras del coche, la comida y la ropa, además de la imperturbable hipoteca? ¿El trabajo nos brinda alguna clase de sentido de realización, de satisfacción personal o de propósito trascendente? ¿O solo es una tarea más que nos vemos abocados a llevar a cabo por necesidad? ¿El trabajo es un privilegio o una tediosa y aburrida actividad rutinaria? Estoy completamente seguro de que si preguntásemos a la gente sobre si quisiera elegir un trabajo que le llenase más emocional, intelectual y espiritualmente, muchos cambiarían ipso facto su puesto de trabajo actual. Cuando el trabajo no se convierte en parte de nuestra felicidad y satisfacción, esto puede llevar a las personas a quemarse, a caer en una espiral descendente de estrés o a un episodio de depresión galopante.

     ¿Qué nos dice la Biblia sobre el trabajo? ¿Se refiere a él como a una maldición o a una bendición? La visión general que mucha gente tiene de la Palabra de Dios indica lo primero. Por causa de la desobediencia del ser humano en el huerto del Edén, Dios lo castigó encadenándolo a un trabajo extenuante y torturador: “Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa, con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado, pues polvo eres, y al polvo volverás.” (Génesis 3:17-19). A la luz de estos versículos, ¿podríamos argumentar entonces que el trabajo es producto de la rebeldía y orgullo humanos? Por supuesto que no. Es preciso retroceder en el tiempo de la historia del ser humano para descubrir que Dios es un ser creativo y trabajador y que fuimos creados a su imagen y semejanza para imitar y reflejar su creatividad y actividad laboral.

A. DIOS: UN TRABAJADOR INCANSABLEMENTE CREATIVO

     Si comenzamos a leer y estudiar el Génesis, podemos ver desde los primeros versículos que Dios está inmerso en una obra prolífica y creativa descomunal. Su poder creativo a través de la Palabra se manifiesta maravillosamente en cada uno de los días en los que realiza su actividad creadora: “Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo.” (Génesis 2:3). De este relato no podemos por más que colegir que Dios es por naturaleza un trabajador incansablemente creativo que no cesa en su labor sustentadora y preservadora de la creación hasta el día de hoy. Del mismo modo, nosotros como seres creados a su imagen y semejanza, hemos de asumir el privilegio y el don que el Señor nos ha concedido de continuar con esta dinámica laboral. Zwinglio, reformador suizo, no dudó en realizar esta afirmación: “Nada en el universo se parece más a Dios que el trabajador.”

    Dios nos ha llamado a ejercer como mayordomos de su vasta creación, y para ello dejó registrado en las páginas del Génesis un mandato cultural que debemos interiorizar como un conjunto de prerrogativas y de responsabilidades que todo ser humano, y especialmente aquel que es cristiano, debería tener en cuenta a la hora de administrar el apartado ecológico de nuestro plano terrenal. Dios nos ha encomendado lo siguiente: “Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.” (Génesis 1:28). Somos supervisores de la propiedad creativa de Dios y no solamente hemos de centrarnos en la parcela privilegiada de nuestra condición, sino que también es preciso incluir un compromiso responsable con Dios y con nuestros congéneres. Es precisamente en la idea de semejanza e imagen de Dios que encontramos que nuestra aptitud para trabajar y obrar alcanzando la satisfacción en ello debe ser nuestra meta en términos de valorar en su justa medida el esfuerzo físico y mental traducido en actividad laboral.

B. EL SER HUMANO: TRABAJADOR Y NO OCIOSO

     Dios ubicó al ser humano en un entorno inolvidable y hermosamente diseñado. La función principal de este huerto plantado (de nuevo Dios trabajando) en un espacio idílico y estratégicamente escogido, era la de proveer al ser humano de cuanto pudiese necesitar a fin de satisfacer sus más básicas exigencias: “Y el Señor Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado. Y el Señor Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer; también el árbol de vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal.” (Génesis 2:8-9). El ser humano tenía todo lo que pudiese desear: un espacio seguro y cerrado de acceso restringido, un lugar repleto de árboles ornamentales y frutales regados por el copioso y abundante suministro de agua y una producción ubérrima de toda clase de frutos comestibles. 

    ¿Cuál era el rol que el ser humano desempeñaría en este contexto paradisíaco? El autor de Génesis despeja inmediatamente ese interrogante: “Tomó, pues, el Señor Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase.” (v. 15). He aquí la referencia a una actividad laboral que Dios encomienda al ser humano, no como una pesada carga o un gravamen punitivo, sino que lo hace como un regalo de incalculable valor que redundará en beneficio propio del ser humano y para bendición de aquellos que le rodean. La labranza a la que se refiere el texto traducido del original hebreo, no es tanto la institución de la agricultura como tal, sino que obedece a un término más genérico y relacionado con el servicio a Dios. En cuanto a la guarda del huerto, se trata de una tarea supervisora y administrativa. 

      Por tanto, a Adán no se le dio una butaca y una sombrilla para vivir ociosamente como el marajá de Kapurtala, sino que, de algún modo, se le entregó una pala y un rastrillo con los que trabajar la tierra y así hallar satisfacción en el trabajo realizado. Dada esta idea, podemos ver que el mandato de trabajar fue algo previo a la caída, evento que cambió, distorsionó y deformó tantas cosas buenas y perfectas, incluyendo el trabajo. En definitiva, es preciso afirmar aquí que el trabajo fue y es un don privilegiado de parte de Dios para contribuir a colaborar con Dios en el cuidado de la creación a modo de servicio agradecido.

C. CRISTO: EL PARADIGMA DEL TRABAJO BIEN HECHO

     Jesús, como el segundo Adán, sigue marcándonos la dirección correcta en cuanto a nuestra visión del trabajo y del esfuerzo, ya que él mismo es el paradigma del trabajador, de aquel que comprende mejor que nadie la satisfacción que uno logra tras un trabajo bien hecho. William Barclay precisamente compuso una oración alrededor de esta mirada del Cristo que no cesa de trabajar y obrar: “Oh Dios, nuestro Padre. Recordamos que el Verbo eterno se hizo carne y habitó entre nosotros. Te damos gracias porque Jesús vivió la jornada laboral como cualquier trabajador, porque conoció todos los problemas propios de vivir juntos en familia, porque conoció las frustraciones y molestias de servir a su pueblo, porque tuvo que ganarse el pan y enfrentarse a la rutina agotadora del trabajo cotidiano, y porque, de esa manera, vistió de gloria cada tarea común.” Este mundo se ha preocupado en realizar distinciones de dignidad entre la amplia gama de trabajos que existen sobre la faz de la tierra. Se ha encargado de etiquetar qué trabajos son mejores que otros o más merecedores de honra. 

       Sin embargo, cuando vemos el trabajo desde los ojos de Cristo y desde los valores del Reino de Dios, todo trabajo honesto que busca el bien común es honroso. William Tyndale, traductor del Nuevo Testamento al inglés, tenía este extremo sumamente claro: “No hay mejor trabajo que agradar a Dios. Servir agua, lavar platos, ser zapatero o ser apóstol: es lo mismo. Lavar y predicar son dos formas igualmente efectivas de lograr agradar a Dios.” El ejemplo de Jesús ejerciendo de siervo en el lavamiento de los pies de sus discípulos debe impulsarnos a perseguir una sola meta en nuestro trabajo habitual: servir doquiera Dios nos haya puesto y hacerlo con excelencia dándolo todo para su gloria. Nuestro trabajo es parte de ese seguimiento y discipulado de Cristo, y a través de éste seremos reconocidos como verdaderos discípulos y siervos de Dios por nuestros compañeros de trabajo. 

CONCLUSIÓN

      El trabajo es una bendición; nunca una maldición. El ser humano se ha propuesto, después de su arrogante desobediencia, despojar de todo aquello que Dios creó e ideó como bueno en gran manera, lo que lo hacía valioso, apetecible y deseable. Del don divino apenas quedó nada durante gran parte de la historia de la humanidad, dado que la explotación laboral, la esclavitud y el sometimiento del prójimo a base de presiones económicas y coercitivas, solo fueron el fruto de olvidar a Dios y esquilmar egoístamente su creación perfecta y sublime. Recuperemos el concepto del trabajo como un medio que el Señor nos brinda para sostener a los nuestros, respaldar la extensión del evangelio y ayudar a los menesterosos del mundo. Ahí encontraremos auténtica satisfacción y felicidad mientras trabajamos.

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