LIBRES DE LA IRA
SERIE DE
SERMONES “LA LIBERTAD CONCEDIDA POR CRISTO”
TEXTO
BÍBLICO: PROVERBIOS 16:32
INTRODUCCIÓN
¿En
cuántas ocasiones no hemos estallado después de haber acumulado improperios e
injurias por parte de otras personas? ¿Cuántas veces alguien nos ha sacado de
nuestras casillas y hemos recurrido al impulso de airarnos? ¿Acaso no hemos
visto situaciones repletas de injusticia y repugnancia y nos hemos indignado de
tal manera que algún que otro exabrupto ha surgido de nuestras entrañas
acompañado de sapos y culebras? La ira forma parte inherente del ser humano, y
mucho más cuando se trata de un mecanismo instintivo al que recurrimos en casos
de amenaza personal. La ira se define como “un
sentimiento de indignación que causa enojo” o como “un apetito o deseo de venganza.” Estas definiciones nos ayudan a
entender que la ira forma parte de nuestras intenciones y pensamientos. Si
damos rienda suelta a esa furia interior, entonces el enojo y la revancha se
traducirán en hechos, actitudes y palabras. Mientras mantengamos a raya a la
ira, la sangre no llega al río, pero si hacemos que la concreción de esa ira se
desate violentamente, nada bueno puede pasar.
Es
interesante asumir que la ira no solo daña al objeto de la misma, sino que
también posee la capacidad de dañar al propio sujeto airado. Séneca, filósofo
latino, supo describir esta idea cuando dijo lo siguiente de la ira: “Es un ácido que puede hacer más daño al
recipiente en la que se almacena que en cualquier cosa sobre la que se vierte.”
Fijémonos de qué manera la ira puede translucirse nítidamente en nuestro
organismo: incremento del ritmo cardíaco, de la presión arterial, de los
niveles de adrenalina, nos ponemos rojos como un tomate, sudamos como
descosidos, los músculos se crispan y tensan intensamente, la respiración se
convierte en resoplidos nerviosos, y la habilidad de razonar se ve obnubilada y
anulada. Nuestro cuerpo nos delata claramente cuando la ira pugna por
expresarse. Esta ira, si no es atada en corto o no es gestionada adecuada y
equilibradamente, puede convertirse en un auténtico problema. Podemos llegar a
manifestar esa ira de manera defensiva cuando los celos nos comen o cuando los
insultos o menosprecios nos ofenden directamente: “Porque los celos son el furor del hombre, y no perdonará en el día de
la venganza.” (Proverbios 6:34). En otras ocasiones la ira se traduce en
una explosión demoledora cuando las frustraciones del día a día se van
acumulando en nuestro fuero interno. Y las más de las veces, la ira se
convierte en una conducta tremendamente agresiva y violenta, en la que se
conjugan palabras malsonantes con puñetazos varios que solo traen consecuencias
funestas y muy graves: “El de grande ira
llevará la pena; y si usa de violencias, añadirá nuevos males.” (Proverbios
19:19).
En la
Palabra de Dios hallamos a nuestro modelo de vida y conducta, esto es, Jesús,
arrebatado por una furibunda actividad en el Templo de Jerusalén. Jesús se
confecciona un buen látigo y comienza a echar con cajas destempladas a todos
los cambistas y comerciantes que se habían afincado en el atrio del Templo para
ganar dinero a costa de los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Se enojó de
tal manera que asustó a todos los que veían sus mesas volcadas y sus monedas
derramadas por el suelo. Su ira había colmado su paciencia. Pero su ira no era
esa clase de ira enojosa y que ciega la razón, sino que procedía de sentir que
aquello que era santo estaba siendo profanado, y que aquello que debía ser el
escenario de la devoción y la adoración se había transformado en un mercadillo
de ladrones y traficantes de la religión. La indignación puede llevarnos a
hacer salir nuestra ira de maneras muy palpables, pero el problema es que ésta
nos puede arrastrar a pasarnos de la raya. Jesús logró dominar su ira para no
ir más allá, para no dejar que la sangre se le subiese a la cabeza. En
situaciones tan delicadas como su prendimiento, juicio, tortura y crucifixión
pudo haber recurrido a esa rabia que bulle dentro de nosotros, y sin embargo,
la mantuvo quieta e inmóvil ante la injusticia de la que fue objeto. Pero, ¿y
nosotros? ¿Cómo podemos hacer frente a esta emoción del alma de tal suerte que
no nos domine y provoque males a nuestra diestra y siniestra?
A. NO
ACUMULAR IRA, SINO GESTIONARLA ADECUADAMENTE
A veces
pensamos que como cristianos, tenemos que aguantar pacientemente todo lo que
los demás quieran echarnos en cara. Creemos que debemos acumular ira dentro de
nosotros, que debemos comernos nuestros comentarios y reacciones y que nuestra
naturaleza siempre ha de ser la de permanecer incólumes ante los desmanes de
los demás. Claro que debemos cultivar la longanimidad y el amor hacia los
enemigos. Claro que tenemos que poner la otra mejilla ante el vituperio de
nuestros agresores. Pero también debemos ser conscientes de nuestros límites y
de nuestra capacidad de aguante. No todos tenemos esa habilidad de Jesús de sufrir
en los instantes más negros. Pero sí tenemos la capacidad de controlar en la
medida de lo posible nuestra respuesta ante los insultos y difamaciones. Para
ello existe un método que en la actualidad se llama “asertividad”. La
asertividad supone defender nuestros derechos y dignidad sin provocar a la ira
a la otra persona, y sin dar lugar a renunciar a nuestra honorabilidad.
Ya en
el libro de Proverbios encontramos esta técnica: “El que tarda en airarse es grande en entendimiento; mas el que es
impaciente de espíritu enaltece la necedad.” (Proverbios 14:29). Al ser
asertivos y al controlar nuestra ira, damos a entender a la otra persona, de
manera implícita, que su comportamiento es el producto de su estupidez. Lo
sabio en una situación de enfrentamiento es mantener la calma para mostrar que
estamos por encima de cualquier insulto o ataque. Es más o menos lo que el
refrán popular dice: “A palabras necias,
oídos sordos.” Esta actitud de control de la ira producirá el fruto
apetecido de la resolución pacífica del conflicto: “El hombre iracundo promueve contiendas; mas el que tarda en airarse
apacigua la rencilla.” (Proverbios 15:18). Es mejor gestionar con atino
nuestra ira con el autocontrol o dominio propio que el Espíritu Santo propicia
en nosotros, que dejar que la furia se adueñe de nosotros: “Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se enseñorea
de su espíritu que el que toma una ciudad.” (Proverbios 16:32).
B. EVITAR
LA MENTALIDAD DE GANADOR Y PERDEDOR
Muchas
veces nuestra ira encuentra una puerta en nuestro propio orgullo. Como no
queremos considerarnos los perdedores de una discusión o de un pleito,
recurrimos a la fuerza bruta o a las palabrotas para quedar por encima del
contrincante. Queremos ser como el aceite, estar siempre por encima de los
demás. Y como los demás no son ni mancos ni cojos en el arte de provocarnos,
preferimos permitir que sea la ira la que hable. En Génesis encontramos un caso
así. Caín ha visto como Dios se agradaba más de la ofrenda de su hermano Abel,
y en vez de pensar en qué había hecho mal o cuáles eran las razones para que
esto sucediese, se dedica a albergar rencor y odio por su hermano. El Señor,
que conoce perfectamente los corazones humanos, y que ve que la ira en Caín
quiere salirse por todos sus poros,
pretende animar a Caín aconsejándole lo siguiente: “¿Por qué te has ensañado, y por qué ha decaído tu semblante? Si bien
hicieres, ¿no serás enaltecido? Y si no hicieres bien, el pecado está a la
puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él.”
(Génesis 4:6-7). Dios le está diciendo que no siga por el camino de
masticar la ira y el enojo, ya que si sigue así de sombrío y huraño, nada bueno
habrá de salir de ahí. Baste decir que Caín no siguió el consejo de Dios, sino
que su ira se convirtió en un odio tan profundo por su hermano que lo asesinó
con alevosía y premeditación.
Aprendemos de Caín que está en nuestra mano mostrarnos deportivos y
empáticos con aquellos que nos quieren hacer la pascua. En vez de dejar que
nuestro orgullo se sacie de rencor y enojo, debemos reconocer que no siempre se
gana en un debate o en una discusión. En lugar de equivocarnos al emplear
tácticas de guerra con el adversario, es preciso querer entender el porqué de
su comportamiento con nosotros, la razón de su enojo y la motivación subyacente
de sus palabras venenosas. El Señor Jesús utilizó esta estrategia cuando
hablaba con personas que solo venían a ponerle la zancadilla, y en vez de
espetarles un par de palabras más altas de lo normal, dejaba que se expresasen
para dar luego la vuelta a la tortilla, y de ese modo, con fair play, Jesús
siempre se llevaba el gato al agua, e incluso, el atacante se convertía en
discípulo suyo.
C.
REFLEXIONAR SOBRE LAS CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE NUESTRA IRASCIBILIDAD
La tónica
habitual siempre es contemplar nuestra ira a toro pasado. Cuando ya hemos
metido la pata hasta el corvejón, cuando la ira ha dejado un panorama desolador
de dolor y lágrimas, y cuando Mr. Hyde vuelve a convertirse en el Dr. Jeckyll,
entonces meditamos sobre nuestro comportamiento. Nos comportamos como en las
películas de acción norteamericanas: primero disparamos y luego preguntamos.
Bueno, por supuesto que está bien pensar y reflexionar sobre el alcance de
nuestros actos furiosos. Es necesario para confesar nuestras culpas,
arrepentirnos de nuestras meteduras de pata y pedir perdón. Pero, ¿y si
pudiésemos hacerlo antes de precipitar el caos y la violencia de una ira mal
gestionada y peor expresada? ¿Y si por un instante, antes de entrar en batallas
dialécticas, nos relajásemos un momento, contásemos hasta veinte mientras respiramos
hondo, y nos preguntásemos si nuestra ira está plenamente justificada?
Si dejamos
que la ira se apodere de nuestra mente y corazón, estamos apañados. Ya dijimos
que la ira propicia en nosotros una ceguera racional muy importante. La furia
ocupa el lugar del raciocinio y del sentido común, y lógicamente cometemos
hechos irracionales que solo responden a un impulso dañino y violento. Ya lo
dice Proverbios 14:17: “El que
fácilmente se enoja hará locuras.” ¿Cuántas historias no conocemos sobre
personas que parecían y eran buena gente en un arrebato de ira perpetraron
crímenes y delitos terribles? Los abogados y psicólogos la llaman “locura
transitoria”. Un cruce de cables, un cortocircuito mental y emocional, y toda
una buena y recta trayectoria se va al garete por un instante de cabreo. La ira
descontrolada nos convierte en unos insensatos y unos necios: “No te apresures en tu espíritu a enojarte;
porque el enojo reposa en el seno de los necios.” (Eclesiastés 7:9). Las
consecuencias de una ira irrefrenable nunca terminan de desaparecer, sino que
más bien parecen multiplicarse: “El que
comienza la discordia es como quien suelta las aguas; deja, pues, la contienda,
antes que se enrede.” (Proverbios 17:14).
D. EVITAR
SITUACIONES Y PERSONAS IRRITANTES
Si algo
sabemos de primera mano es que existen personas y situaciones que nos sacan de
quicio y que nos traen por el camino de la amargura. Se trata de personajes que
conocemos en todos los ámbitos de nuestra narrativa vital, y que solo buscan
chincharnos, pincharnos e irritarnos. Y encima lo hacen con una facilidad
pasmosa, puesto que viven para eso y no cesan de observar lo que hacemos y
decimos para aprovecharse de nuestra buena voluntad y de nuestras limitaciones.
Son individuos tóxicos de los que perfectamente podríamos prescindir sin
echarlos de menos. Seguro que tú conoces al menos a uno de ellos. También son
circunstancias de tensión y presión que llevan a exasperarnos y a conformar un
estado de ansiedad y frustración que nos conducen al límite de nuestra
paciencia. A veces podemos deshacernos
de ese tipo de personas o lugares, creando una especie de plan de contingencia
en el que nuestros pasos no se crucen con los de ellos, pero la mayoría de
ocasiones tenemos que vérnoslas con ellos muy a nuestro pesar. Preferimos
pensar en ellos en términos de enemigos en vez de considerarlos potenciales
amigos dada su actitud para con nosotros.
En lugar
de ir ya predispuestos a dar contestaciones desagradables a los que nos
irritan, la Palabra de Dios nos invita a conversar con ellos para limar
asperezas, en la medida de lo posible, claro: “La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el
furor.” (Proverbios 15:1). La amabilidad, la corrección y las buenas
maneras logran mucho más que la brusquedad, y dan lugar a que la otra persona
se plantee su mala conducta para con nosotros. El Señor quiere que estemos a
buenas con todos sin que nosotros renunciemos a nuestro honor y dignidad, y
desea que seamos nosotros los que demos el primer paso para solucionar estas
situaciones en las que la tensión se corta con un cuchillo jamonero: “Por tanto, si traes tu ofrenda altar, y
allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda
delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven
y presenta tu ofrenda. Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto
que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y
el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel.” (Mateo 5:23-25). Cuanto
más esperemos a resolver cualquier asunto que haya provocado la irritabilidad
con otras personas, más se enquistará el problema y más difícil será solventar
esta situación indeseable. Si por nuestra parte hemos puesto toda la carne en
el asador, y la persona irritante sigue en sus trece, he aquí la receta para no
convertirnos en amargados irritables como ellos: “No te entremetas con el iracundo, ni te acompañes con el hombre de
enojos, no sea que aprendas sus maneras, y tomes lazo para tu alma.”
(Proverbios 22:24-25).
CONCLUSIÓN
La ira
debe ser gestionada en relación con la libertad que Cristo ha logrado en la
cruz y con el ejemplo que nos ha dejado en su Palabra. Podemos airarnos, pero
por causa de la injusticia e indignidad que se esté cometiendo ante nuestros
ojos, y nunca debe convertirse en una actitud continua que tiña de rencor y
odio nuestros corazones hasta dejar paso franco a Satanás. Pablo ya nos
aconsejó esto: “Airaos, pero no pequéis;
no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo.” (Efesios
4:26-27). Sé libre de la ira y ya verás que tu vida según la libertad de
Cristo será un edificio de paz, bendición y gozo para ti y para los demás.
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