LIBRES DEL ORGULLO





SERIE DE SERMONES “LA LIBERTAD CONCEDIDA POR CRISTO”

TEXTO BÍBLICO: SANTIAGO 4:6

INTRODUCCIÓN

      Si realizamos un recuento de aquellas actitudes que más dolor y destrucción han causado nunca en el panorama de la historia de la humanidad, no cabe duda de que el orgullo se hallará en las primeras posiciones de esa enumeración. Según el diccionario de la RAE, el orgullo es “un exceso de estimación hacia uno mismo y hacia los propios méritos por los cuales la persona se cree superior a los demás.” Esta definición genérica ya nos habla claramente de una excesiva o exacerbada visión propia que infla el alma y que sitúa al que padece de orgullo como alguien alejado de la realidad o la verdad. Los sinónimos del orgullo añaden más matices a esta actitud irreal y subjetiva de uno mismo. La altivez es “un sentimiento de superioridad frente a los demás que provoca un trato distante o despreciativo hacia ellos”, lo cual pasa de ser una percepción errónea o distorsionada de sí mismo a ser una percepción depauperada y despectiva de los que le rodean. Lo mismo podríamos decir de la fanfarronería, de ser un fantasma, de ser altanero o soberbio. Lo cierto es que esta actitud hacia uno mismo y hacia el prójimo no es ni recomendable ni beneficiosa para nadie.

     En la Palabra de Dios conocemos casos así. Job supo transmitir muy bien esta realidad: “¿No sabes esto, que así fue siempre, desde el tiempo que fue puesto el hombre sobre la tierra, que la alegría de los malos es breve, y el gozo del impío por un momento? Aunque subiere su altivez hasta el cielo, y su cabeza tocare en las nubes, como su estiércol, perecerá para siempre; los que le hubieren visto dirán: ¿Qué hay de él? Como sueño volará, y no será hallado, y se disipará como visión nocturna.” (Job 20:4-8). Desde la necesidad de ser como Dios manifestada en la caída de Adán y Eva, desde la torre de Babel que buscaba dejar huella gloriosa en la tierra para la posteridad, pasando por reyes que pretendieron ocupar el lugar de sacerdotes a la hora de realizar sacrificios, por profetas fugitivos que no podían soportar la idea de que Dios mirase a otros pueblos paganos con gracia y misericordia, por insensatos ricos que se creían por encima de otros seres humanos menos afortunados, por dirigentes religiosos que se autoproclamaban justos y rectos despreciando a los pecadores con los que Jesús se juntaba, o por ese Pedro que no quería matar y comer de aquel lienzo que Dios le presentaba para darle una lección, y desembocando en personajes que en la iglesia primitiva tiraban de galones y super-espiritualidad para lograr mejores y más importantes prerrogativas, la Biblia no cesa de hablar sobre el orgullo como mal endémico del ser humano y sus funestas consecuencias. Como decía Amado Nervo, poeta mexicano, “si uno es orgulloso conviene que ame la soledad; los orgullosos siempre se quedan solos.” Esta verdad lapidaria está refrendada y respaldada por los efectos que la soberbia y la altanería causan en el ser humano, y que hallan cumplida cita en la Palabra de Dios.

A. EFECTOS DEL ORGULLO DESMEDIDO

     La Palabra de Dios deja siempre nítida la idea de que el orgullo no procede en ningún caso de Dios, sino que su fuente y origen se encuentra en el mundo y su retorcido sistema de valores: “La vanagloria de la vida no proviene del Padre, sino del mundo.” (1 Juan 2:16). Dios no ve con buenos ojos tal clase de conductas: “Abominación es al Señor todo altivo de corazón; ciertamente no quedará impune.” (Proverbios 16:5); “Altivez de ojos, y orgullo de corazón, y pensamientos impíos, son pecado.” (Proverbios 21:4). El orgullo propio y de corazón nunca es capaz de reconocer sus errores. Nunca va a permitir que confesemos nuestra culpabilidad, sino que va a elaborar una serie de justificaciones peregrinas a fin de desviar cualquier acusación en su contra. En este sistema ideológico mundial la soberbia es fácilmente detectable cuando vemos cómo unos y otros se pasan la patata caliente de una fechoría o delito sin que nadie desee asumir la responsabilidad por una conducta criminal o corrupta. El orgullo provoca en el ser humano considerarse la repera, la creme de la creme, el novamás, haciendo de menos al que tenemos al lado y menospreciando la labor que los demás realizan. Pablo ya nos advierte en Filipenses 2:3-4 que esta clase de comportamientos no debe ser la motivación de nuestros actos: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.”

     Además, ser orgulloso en la vida no te va a traer nada bueno. Cuando nos llenamos de orgullo y soberbia el conflicto con los demás está servido: “El altivo de ánimo suscita contiendas.” (Proverbios 28:25). En el preciso instante en el que nos hacemos los gallitos y comenzamos a desgranar nuestros logros con demasiada elocuencia y entusiasmo en detrimento de la verdadera dimensión de esos méritos, entramos en la categoría refranística de “Perro ladrador, poco mordedor.” Si nos dedicamos a cantar nuestras propias hazañas con excesiva y desaforada ansia, y luego la realidad es otra completamente distinta, la vergüenza dirá su última palabra: “Cuando viene la soberbia, viene también la deshonra.” (Proverbios 11:2). El fantasma de turno que no cesa de hablar de sí mismo y que se nutre de la admiración de los demás, suele inflar más de lo debido lo que realmente es, hace o tiene, y esto a la larga lo llevará a ser juzgado por sus propias palabras: “En la boca del necio está la vara de la soberbia.” (Proverbios 14:3).
 
       Por lo general, el orgulloso no busca a Dios ni quiere saber nada de un ser superior que gobierne sus actos. Él es la cúspide de todo, el centro de atención, el objeto de su amor y la motivación de su vida: “El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos.” (Salmos 10:4). Ante este estado lamentable del alma, sus horas están contadas por Dios, ya que, como vimos al principio, Dios aborrece profundamente el corazón que solo vive para sí mismo y para auto-ensalzarse, que se adora a sí mismo y desprecia al que lo creó: “La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y el Señor solo será exaltado en aquel día.” (Isaías 2:11). Santiago dejó claro que “Dios resiste a los soberbios” (Santiago 4:6) y el salmista nos transmite que “el Señor al altivo mira de lejos.” (Salmos 138:6). El que se las da de aquello que no es o el que exagera en demasía su valía y méritos, un día será confrontado con Dios mismo.

B. EL REMEDIO CONTRA EL ORGULLO Y SUS SECUELAS: LA HUMILDAD

      En contraposición con todo aquello que rodea y define al orgullo humano, el Señor presenta ante nosotros las excelencias y maravillosas virtudes que acompañan a la antítesis del orgullo: la humildad. Este valor del Reino de los cielos provoca en aquel que lo sigue y anhela una auténtica y equilibrada mirada a lo que uno es, hace o tiene. No confundamos humildad con humillación. Humildad es buscar una correcta y bendita visión de uno mismo y de los demás en relación con Dios. Humillación es dejarse avasallar mientras se pierde la dignidad en el transcurso de ésta. La primera es altamente recomendable y deseable; la segunda es enfermiza y puede sumirnos en una depresión sumamente desastrosa y autodestructiva. Por supuesto, es preciso entender que en el ejercicio de nuestra humildad, el orgulloso puede aprovecharse de ella, aunque, sin embargo, es preferible seguir siendo sencillos de corazón que responder con ira u odio: “Mejor es el sufrido de espíritu que el altivo de espíritu.” (Eclesiastés 7:8). 

    El que es humilde en su trato con los demás y con uno mismo recibe honra a su debido tiempo, porque no busca como fin el ser alabado o aplaudido, sino que lo que quiere siempre es hacer el bien sin mirar a quien. Su excelencia en el servicio será recompensada en el momento necesario y oportuno: “Al humilde de espíritu sustenta la honra.” (Proverbios 29:23); “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os exalte cuando fuere tiempo.” (1 Pedro 5:5). Tal vez no recibamos el aprecio o el agradecimiento de los demás cuando ayudemos de corazón a otros, pero sí tendremos de Dios su galardón eterno: “Riquezas, honra y vida son la remuneración de la humildad y el temor del Señor.” (Proverbios 15:33). El humilde se siente gozoso y contento por haber podido auxiliar al menesteroso y necesitado; no necesita más recompensa que ésta, haber hecho lo que se ha hecho por amor a Cristo y al prójimo: “Entonces los humildes crecerán en alegría en el Señor.” (Isaías 29:19). No cabe duda de que, aunque cuesta ser humilde en los tiempos que corren, lo más sabio es serlo a pesar de los impedimentos y obstáculos que pongan delante nuestro.

    Nuestro deseo y búsqueda de la humildad debe partir del modelo que Cristo ya nos ha dejado explícitamente descrito en los evangelios. De él hemos de aprender a través de la imitación de su vida: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.” (Mateo 11:29). Todos sus actos, palabras y pensamientos estuvieron siempre guiados por la humildad. Sus milagros no fueron hechos para alcanzar notoriedad y fama a raudales, sus palabras no se dirigían al público para endulzar el paladar de las élites religiosas sino que pretendían alcanzar el corazón de los marginados e intocables de la sociedad, su mentalidad fue siempre la de servir y obedecer la voluntad de su Padre hasta la muerte. Despojándose de su omnipotencia, de su omnisciencia y de su omnipresencia, se convirtió en carne y hueso humilde para mostrarnos el camino de la humildad y el servicio a los demás. Jesús es el espejo en el que valorar en su justa medida si somos personas ególatras y soberbias, o si estamos dispuestos a vivir humilde y mansamente del mismo modo que él vivió. En Jesús se cumple la profecía de los Salmos: “Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera.” (Salmos 25:9). Nuestra respuesta ante el ejemplo de Cristo debe ser el de vestirnos de humildad y andar conforme a ella (Colosenses 3:12; Efesios 4:2).

      No podemos pretender que Dios nos escuche y que su presencia real y verdadera more en medio nuestro, si no nos comprometemos con la humildad y sencillez de corazón. Aquel que es humilde a los ojos de Dios será atendido inmediatamente por Él y podrá comprobar cómo nos acompaña en el día a día: “Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.” (Isaías 66:2); “Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados.” (Isaías 57:15). Dios, que lee los corazones como libros abiertos, y que juzga las intenciones del espíritu humano, concederá su presencia por toda la eternidad a través de su salvación y redención: “Hermoseará a los humildes con la salvación.” (Salmos 149:4).
 
CONCLUSIÓN

    Para ser libres del orgullo, para dejar a un lado nuestro inflado ego y para poder vivir una vida satisfactoria y conectada a la voluntad buena y perfecta de Dios, debemos aceptar de Cristo su ejemplo de vida. La humildad va a demandar sacrificios y momentos de incomprensión por nuestra parte, pero al final, cuando veamos la escena completa de nuestro propósito y misión en la vida, nos daremos cuenta de que hicimos bien en ser humildes y mansos de corazón. Nuestra gloria no se encuentra en este mundo, sino que nuestra motivación más importante debe ser la de obedecer al Señor y la de ayudar al prójimo. El apóstol Pablo expresó su deseo de contarse entre los humildes del mundo como algo precioso y valiosísimo al escribir: “No altivos, sino asociándoos con los humildes.” (Romanos 12:16). Miguel de Unamuno, filósofo y escritor español, quiso seguir su estela, la misma que debemos tener en mente siempre: “Quiero vivir y morir en el ejército de los humildes, uniendo mis oraciones a las suyas, con la santa libertad del obediente.” Que este también sea nuestro deseo cada día de nuestra existencia para la gloria del Dios Trino.
   
     

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