SUS TALENTOS, NO LOS MÍOS





SERIE DE SERMONES SOBRE MAYORDOMÍA “SUYO, NO MÍO”

TEXTO BÍBLICO: ÉXODO 3:1-14

INTRODUCCIÓN

      ¿En cuántas ocasiones no hemos decidido tirar la toalla por falta de fuerzas, talento o autoridad? Nos hemos encogido de hombros y hemos dicho para nuestros adentros: “¿De qué sirve que siga intentándolo? Las cosas no van a mejor, sino a peor.” Una resignación de caballo parece nublar nuestro criterio porque fiamos todos nuestros objetivos en la vida al poder y alcance de nuestras capacidades. Lauren Oliver, una joven escritora norteamericana, decía de las excusas que “somos asesinos, todos nosotros. Matamos nuestra vida, nuestro yo, las cosas que nos importaban. Lo enterramos todo bajo consignas y excusas.” Se nos encomienda una tarea y cuando por nuestros propios medios nada sale a derechas, entonces nos cruzamos de brazos enfurruñados como un niño y nuestro entendimiento y ganas se cierran en banda hasta nueva orden. Demasiadas veces nos rendimos y nos autojustificamos diciendo que no valemos, que no somos nadie, que hay otras personas que lo harían mil veces mejor, que somos unos inútiles de tomo y lomo. Dejamos de intentar cosas porque somos derrotados por el pesimismo, por nuestra aparente inoperancia y por querer hacer la guerra por nuestra cuenta recibiendo más palos que una estera. Muchas veces no triunfamos porque no somos perseverantes, constantes e inasequibles al desaliento. En la incesante repetición de cada intento es donde se halla el maestro.

    En términos de iglesia, como creyentes también solemos sumirnos en esta clase de desánimo y desfallecimiento cuando vemos que los esfuerzos evangelísticos no dan el fruto apetecido. Se preparan programas exhaustivos, completos en todos los detalles, empleamos métodos acordes al latido de la actualidad y utilizamos estrategias impactantes y de relumbrón. El día H llega, todo se lleva a cabo a la perfección, y la asistencia a los actos previstos es mucho menor de lo esperado y querido. Entonces todo ese entusiasmo e ilusión se desvanece como el humo de una hoguera en el aire. “Todo este trabajo para nada”, “¿de qué sirve trabajar duro en predicar el evangelio si las respuestas son ínfimas o nulas?”, “dediquémonos mejor a nadar y guardar la ropa ocupándonos de los que ya estamos”, son solo algunos de los comentarios que he llegado a escuchar tras una campaña evangelística, un concierto musical o el reparto de folletos a los viandantes. Casi todos regresan a casa con ese regusto amargo a fracaso, a “esto es lo que hay”, a derrota.

     Sin embargo, en este día veremos que este no debe ser el sentir del pueblo de Dios. Existen misiones que Dios encomienda a su iglesia que en muchos de los casos supondrán fatigas, desilusiones y decepciones, no porque no sea lo que debemos hacer según lo que Dios nos ordena, sino porque los resultados no acompañan a nuestros desvelos. Este mensaje de hoy nos va a ayudar a considerar en su verdadera dimensión lo que significa servir a Dios con nuestra entrega, sacrificio, dones y talentos. En el encuentro que Moisés tiene con Dios en el monte Horeb, nos colocaremos en las sandalias de éste y entenderemos que nuestros talentos no son nuestros ni nuestras capacidades, aptitudes que nosotros adquirimos sin que Dios medie en el asunto.

A. EL COMISIONADOR

“Apacentando Moisés las ovejas de Jetro su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios. Y se le apareció el Ángel del Señor en una llama de fuego en medio de una zarza, y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía. Entonces Moisés dijo: Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se quema. Viendo el Señor que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es. Y dijo: Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios.” (vv. 1-6)

      ¿Recordáis a Moisés, príncipe de Egipto adoptado por la hija de Faraón cuando lo rescató de las aguas del río Nilo? ¿Os acordáis de su caída en gracia para con la corte egipcia donde aprendió todas las letras, toda la cultura y toda la ciencia conocida en aquellos tiempos? ¿Dónde está ese Moisés en esta historia? Vedlo aquí convertido en un simple y humilde pastor de ovejas al servicio de su suegro. El antaño prominente y poderoso Moisés ha dejado paso a un Moisés prófugo y acusado de asesinato. Aquel que era la gloria de Egipto y que se paseaba a la sombra de las columnas y edificios de palacio, ahora no pasa de ser un conductor de bestias por los desiertos áridos y salvajes de Madián. Como un completo desconocido, como uno más de los jornaleros de Jetro, ha dejado atrás su reluciente pasado para vivir una vida sencilla de trashumancia y nomadismo. Nadie diría que Moisés estuviese en la agenda de Dios para algo útil. 

    En una cualquiera de sus jornadas de pastoreo por la zona del monte Horeb, su vida va a dar un vuelco descomunal. Todo comienza con la visión de una zarza ardiente que no se consume y con la curiosidad innata del ser humano. Al acercarse a ver qué clase de prodigio era éste, una llamada desde el centro del flamígero arbusto lo deja patidifuso y paralizado. Es la voz de alguien que lo llama por su nombre por dos veces. Se trataba de alguien que lo conocía muy bien y que había estado observando cada día de su vida con detallada atención. Ante esta voz que carecía de un cuerpo con una boca que la respaldase, inmediatamente colige que se trata de Dios, de Aquel que tiene su morada en las alturas del monte en el que se halla. Con trémula voz Moisés se presenta ante Dios para escuchar qué tiene que decirle. 

      Una prohibición, una orden y una explicación de parte de Dios que tienen su raíz en la santidad de la tierra que pisaba, lo hacen cubrirse rápidamente, no fuese que la muerte como consecuencia de ver cara a cara a Dios se convirtiese su último epitafio. Dios se manifiesta ante Moisés no solo como un Dios todopoderoso que puede jugar con las leyes de la naturaleza para asombrar a los seres humanos, sino que expone su identidad apelando al pasado de la historia de los hebreos. Es el Dios de los ancestros de Moisés, y por tanto no es un desconocido, al menos de oídas para el atemorizado pastor de ovejas. Es el Dios que lo llama y escoge para encomendarle una misión titánica y prácticamente imposible a los ojos de cualquier ser mortal.

B. LA MISIÓN

“Dijo luego el Señor: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo. El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen. Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.” (vv. 7-10)

      Dios tenía una misión que encomendarle a Moisés. Sí, Moisés, el pastor de ovejas. Con un miedo que le hacía temblar las rodillas y todo el cuerpo, Moisés pone atención a lo que Dios desea revelarle en la santidad de su montaña. Dios comienza el diálogo con el espantado Moisés mostrándole la situación de su pueblo. Moisés bien sabía qué clase de malos tratos y abusos estaba sufriendo el pueblo hebreo. Él mismo lo había podido comprobar mientras inspeccionaba algunas de las faraónicas edificaciones cuya mano de obra eran los desdichados hebreos. Había observado las condiciones inhumanas en las que eran tratados por los capataces de obra, había escuchado el sonido de los látigos restallando en las espaldas de sus compatriotas y había estallado de indignación cuando uno de los operarios era salvaje y cruelmente castigado. De hecho, la sangre que todavía manchaba sus manos y que era la causa por la que había pasado de la majestad palaciega a la polvorienta existencia del pastor de ovejas. Dios sabe que Moisés sabe todo lo que le cuenta en cuanto a las duras y lamentables adversidades que padecía todo el pueblo hebreo.

     Después de refrescar la memoria de Moisés, ahora es el turno de ofrecer una solución definitiva a la agonizante situación de los hebreos. Dios promete que los liberará con su mano poderosa para sacarlos de esta tierra enemiga y colocarlos en otros territorios más favorecedores, ubérrimos y prósperos. Dios promete fielmente que todos los habitantes de estas latitudes de Canaán serán vencidos con su fuerza y poderío. La libertad y unas nuevas tierras florecientes eran una promesa dada desde tiempos inmemoriales que ahora podían ser una realidad bajo la dirección de Dios. Ahora viene lo bueno. Moisés, tú serás el que yo envíe para que liberes y conduzcas a toda una nación fuera de las fronteras egipcias hasta conquistar la tierra prometida. Dios no se lo pide a nadie más. Solo a Moisés, el pastor de ovejas que solo cuenta con su vara para ahuyentar a los depredadores y para dirigir a su ganado en la dirección correcta. Deja todo lo que estás haciendo, Moisés, y cumple con mi misión.

C. LAS EXCUSAS

    Abrumado por tanta responsabilidad y medio mareado por la impresión del calado de la misión, Moisés opta por quitarse de en medio de la ecuación que libertará a todo un pueblo de la opresión egipcia. Dos son las excusas que le vienen a la mente a bote pronto:

-          “Dijo Moisés respondió a Dios: ¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?” (v. 11)

      La primera justificación de por qué él no era la persona adecuada para la misión que Dios le estaba encomendando es “¿Quién soy yo?”. Moisés deja claro ante Dios que es un donnadie. Es un cero a la izquierda. Él mismo se consideraba un incapaz, un inepto, un inútil, al menos para ser el líder de todo un pueblo que apenas lo conocía como el asesino de egipcios o como el mimado de la corte egipcia. ¿Qué iba él a aportar a la labor tan enorme que se Dios le presentaba? Su destierro le seguía recordando su homicidio y esto no le dejaba ver el auténtico alcance de sus talentos. Su capacidad intelectual cultivada en las bibliotecas egipcias y su habilidad para pastorear y guiar a animales tercos y bastante estúpidos como eran las ovejas, eran la combinación ideal para cumplir todas y cada una de las condiciones de un pastor de hombres. 

      Ante esta ceguera, Dios zanja esta excusa con su promisoria respuesta: “Y él respondió: Ve, porque yo estaré contigo; y esto te será de señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte.” (v. 12). Moisés no tenía de qué preocuparse si Dios iba a acompañarle en cada uno de sus pasos. No tenía que preocuparse por las represalias egipcias, o por la reacción de los hebreos al reconocerlo tras tantos años de ausencia. Solo debía confiar en la presencia continua y real de Dios mientras llevase a cabo de manera obediente todas las órdenes del Señor. Aunque, a primera vista la evidencia de su llamamiento es algo que se producirá en el futuro, Moisés podrá comprobar cómo Dios le brinda todo su apoyo y respaldo hasta en los momentos más críticos de su misión.

-          “Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?” (v. 13)

      La segunda excusa que expone Moisés ya no tiene que ver con sus cualidades o falta de ellas. Tiene su acento en la persona de Dios: “¿Y quién eres tú?” Hemos de tener en cuenta que este es el primer encuentro que Moisés tiene con Dios, y dado que los siglos y los años han pasado desde los tiempos de Jacob y José, y que los hebreos habían mezclado sus creencias con las de los egipcios en su mayor parte, Dios era un desconocido para muchos. Además, imaginemos a alguien que hace lustros que no vemos, que no es que tuviese la mejor de las famas y que se presenta ante nosotros, un pueblo entero en el que se ceba la explotación egipcia. ¿Le creeríamos si viniese diciendo que ha sido llamado por el Dios de sus antepasados para liberarlos de sus cadenas y trabajos? Al menos le pediríamos una prueba de su teofanía o encuentro con Dios, ¿no es cierto? Moisés todavía tenía arrestos suficientes como para prever los movimientos futuros de sus compatriotas en el caso de que compareciese ante ellos con un mensaje de libertad. Moisés necesitaba una garantía que le protegiese ante las preguntas y las peticiones de pruebas de la autenticidad de su misión.

     El Señor deshace por completo cualquier disquisición o duda de Moisés: “Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros.” (v. 14). La identidad de Dios es tan inescrutable como su naturaleza. Su contestación no deja lugar a dudas de quién es: el Eterno, el que fue, es y será, el infinito, el que no puede ser limitado por el tiempo y el espacio, el que es ser necesario y sustentador de todas las cosas. Los más ancianos del pueblo hebreo sabrían directamente de quién hablaba Moisés. No era un Dios silvestre, oculto u olvidado más. Era el Dios que había acompañado a sus ancestros durante el camino de sus vidas y era el Dios fiel a sus promesas y palabras. Con estas credenciales, Moisés recibiría la atención necesaria para comenzar a librar a los hebreos de las zarpas egipcias.

CONCLUSIÓN Y APLICACIÓN

      Moisés descubrió que las excusas, que minusvalorar lo que Dios ha colocado en nosotros en forma de talentos, dones y capacidades y que echarse a un lado cuando hay una misión que cumplir es una necedad. No se trata de nosotros cuando hablamos de predicar el evangelio, de sembrar la semilla de la Palabra de Dios o de servir a nuestra comunidad. Pablo entendió esta realidad cuando escribe lo siguiente a los corintios: “Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor. Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios.” (1 Corintios 3:6-9). Se trata de Dios llamándonos porque sabe de qué somos capaces y cuál es nuestro potencial si apelamos a su fuerza y poder. Dios nos ha entregado dones y talentos, y hemos de ponerlos a su servicio sin justificarnos absurdamente como incapaces o poco habilitados para ser luz y sal en esta ciudad nuestra. Moisés tuvo que aprender que si Dios lo había llamado era porque era la persona idónea. Del mismo modo, tú y yo, con nuestras aptitudes y limitaciones, hemos sido escogidos para colaborar en la misión que Dios nos ha encomendado. Decir que un creyente no puede o no se atreve a dar testimonio de la obra de salvación que Dios ha realizado en su vida, es negar al Señor, y esto tendrá su sanción correspondiente: “Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.” (Marcos 8:38).
 
      Ante nosotros, como ante Moisés, hay un mar de personas que están sufriendo la esclavitud del pecado, ¿quiénes somos nosotros para decir que no podemos ayudarles si Dios está de nuestro lado? ¿Quiénes somos para rendirnos si la obra es de Dios y no nuestra? Tenemos un Dios todopoderoso, lleno de gracia y amor que nos respalda, ¿por qué lamentarnos de la falta de frutos si el crecimiento de la semilla del evangelio es cosa suya? No lo olvides, no son tus talentos o habilidades, es el poder de Dios el que logra la victoria en todo momento: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho el Señor de los ejércitos.” (Zacarías 4:6). Únete a Dios en su misión y comprobarás que es mejor trabajar junto a Él que justificarse vergonzosamente cada vez que Él te llame a colaborar en su obra.

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