¿QUÉ PASA CON LAS PERSONAS QUE NUNCA HAN ESCUCHADO DE JESÚS?
SERIE DE
ESTUDIOS BÍBLICOS “HONESTIDAD CON DIOS: PREGUNTAS REALES QUE LOS CRISTIANOS SE
HACEN”
TEXTO
BÍBLICO: ROMANOS 1:18-23
INTRODUCCIÓN
Entre ese
manojo de preguntas que nos rondan por la cabeza intentando atar los cabos de
nuestra fe cristiana, existe una de ellas que surge con fuerza. Dado que en
Cristo es salvo todo ser humano que cree en él y que desea seguirle toda su
vida, ¿qué ocurre con aquellas personas que nacieron y vivieron antes de
Cristo? ¿Qué sucede con aquellos individuos que nunca han escuchado el
evangelio porque hasta ellos no ha llegado la Palabra de Dios escrita o
predicada? ¿Su ignorancia de Cristo los hará merecedores del infierno y el
castigo eterno? Aunque estas preguntas suelen brotar de un interés curioso más
que de un sentido de preocupación por el destino de almas desconocidas y
remotas en el tiempo y el espacio, lo cierto es que la Palabra tiene una
respuesta a esta inquisitiva cuestión. Precisamente en la epístola de Pablo a
los Romanos, el apóstol comienza hablando de y a los gentiles, aquellos hombres
y mujeres de la historia que nunca habían tenido entre sus manos las Escrituras
del mismo modo que las tuvieron los judíos ni habían tenido la oportunidad de conocer
personalmente a Cristo. En la exposición que Pablo hace del pecado como un
estado universal, sin importar raza, nación o sexo, pretende dejar
meridianamente claro que Dios siempre se ha manifestado al ser humano y que su
auto-revelación general es lo que hace que nadie pueda excusarse con la
justificación del desconocimiento.
A. LA IRA
DE DIOS DEMANDA JUSTICIA
“Porque la
ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los
hombres que detienen con injusticia la verdad.” (v. 18)
Cuando
muchos escuchan la expresión “ira de Dios” suelen reaccionar negativamente
hacia el hecho de que Dios sienta ira por algo o alguien. Es más bonito hablar
de la gracia de Dios, de su salvación o de su amor infinito. Pero tocar el tema
de que Dios se aíra contra el ser humano, parece erigir un muro de
incomprensión producto de la idea que como seres mortales tenemos de la ira.
Nos imaginamos a un Dios lanzando rayos y centellas mientras vomita fuego con
su boca llena de colmillos. Nos figuramos que Dios es una especie de ogro
legendario que se pasa el día murmurando y gruñendo ante los actos de la
humanidad. Nada más lejos de esto. La ira humana no tiene nada que ver con la
ira divina. Su ira es una indignación santa, firme y determinada que no se
asemeja a la ira espontánea, momentánea, visceral e incontrolable que pueda
exhibir cualquiera de nosotros en un momento dado. La ira de Dios es una ira
que demanda justicia, que no se deja llevar por el capricho ni actos
intempestivos de irracionalidad. Pensar que Dios va a hacer la vista gorda ante
los desmanes de la humanidad es considerar su evangelio como una manifestación
sentimentaloide de un dios al que se puede engañar o camelar. Solo es posible
valorar la gracia de Dios cuando comprendemos que existe una serie de demandas
en la ley de Dios que no son cumplidas por sus criaturas. Únicamente es posible
apreciar su amor inefable sabiendo que Dios se aíra ante la continua
transgresión de su ley perfecta. Solo es posible hallar el verdadero sentido a
su perdón cuando en primer lugar asumimos las consecuencias eternas que el
pecado reporta. La ira del tres veces santo es la única manera plausible de
responder ante la realidad del pecado: “Muy
limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio.” (Habacuc 1:13).
Su santidad amorosa implica no mirarnos divertidamente como un padre ve a su
retoño haciendo sus primeras trastadas, mientras pecamos: “No se goza de la injustica, mas se goza de la verdad.” (1 Corintios
13:6).
Esta ira
de Dios ha sido revelada constantemente en la Palabra de Dios, y de manera
sumamente especial, en la cruz del Calvario, viendo como todos los pecados de
la humanidad eran cargados sobre los hombros de nuestro Salvador Jesucristo.
Esta revelación celestial tiene dos sentidos. Por un lado, la ira de Dios se
expresa en forma de orden moral que es captada por todo ser humano, y por otro
lado, en forma de intervención personal de Dios por medio de la revelación
especial oral y escrita consumada en la figura y persona de Cristo. Dado que
ambas fórmulas reveladoras continúan
vigentes, nadie puede escapar a esta ira divina aduciendo ignorancia o
desconocimiento. Esta ira divina está dirigida contra el pecado que atenaza y
une desgraciadamente a toda la especie humana. Especialmente se muestra
inmisericorde con los actos de impiedad, o falta de reverencia, piedad y
adoración con respecto al verdadero Dios, y con los frutos de esta impiedad que
se traducen en injusticias. Todo el mundo, a pesar de sus relativas
oportunidades de conocer la Palabra de Dios o de escuchar su evangelio, tiene
una evidencia interna que les hace comprender que Dios existe y que posee una
naturaleza santa y perfecta. El problema es que, por lo general, el ser humano
se muestra más inclinado a resistir y rechazar las evidencias que Dios les
aporta de su existencia, incluso cuando Dios se encarna en Jesús para habitar
entre ellos: “Y esta es la condenación:
que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque
sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no
viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.” (Juan 1:19-20); “Dice
el necio en su corazón: No hay Dios. Se han corrompido, hacen obras
abominables; no hay quien haga el bien.” (Salmos 14:1).
B. DIOS SE
REVELA AL MUNDO
“Porque lo
que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las
cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles
desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas,
de modo que no tienen excusa. Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron
como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus
razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.” (vv. 19-21)
Dios
siempre ha querido que sus criaturas supieran de su existencia y de su oferta
de salvación y perdón. De algún modo, todo ser humano sabe algo, intuye algo y
comprende algo de la realidad y la verdad de Dios. Todo el mundo, por tanto, es
responsable ante esta revelación. Dios, en su perfecta justicia, no condenará a
nadie de manera injusta por causa de su ignorancia de su persona. No está en
nuestra mano señalar condenatoriamente a nadie. Esto es prerrogativa de Dios,
el cual sabe mejor que nadie cuál es el contenido del alma humana, y no
nuestra. El tapiz de la creación es parte de la revelación de Dios y ante este
monumento de su gloria y poder el ser humano no puede más que vislumbrar una
mano suprema. Pablo tuvo en varias ocasiones que hacer ver esto a los paganos o
gentiles de las ciudades por las que pasaba anunciando el evangelio de Cristo: “Varones, ¿por qué hacéis esto? Nosotros
también somos hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos que de estas
vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y
todo lo que en ellos hay. En las edades pasadas él ha dejado a todas las gentes
andar en sus propios caminos; si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio,
haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de
sustento y de alegría nuestros corazones.” (Hechos 14:15-17); “El Dios que hizo
el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la
tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos
de hombres como si necesitase de algo; pues él es el quien da a todos vida y
aliento y todas las cosas. Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los
hombres, para que habiten sobre la faz de la tierra; y les ha prefijado el
orden de los tiempos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios,
si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está
lejos de cada uno de nosotros. Porque en Él vivimos, y nos movemos, y somos.”
(Hechos 17:24-28).
La
revelación de Dios da a conocer primordialmente el poder eterno de Dios
ejemplificado en la creatio ex nihilo del universo, y la naturaleza divina de
su persona a través de su bondad y gracia providencial. Dios no se revela de
forma oscura, opaca o selectiva, sino que todos pueden contemplar su
manifestación día tras día en sus obras: “Los
cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus
manos.” (Salmos 19:1). A menos que uno posea una mente cerrada a propósito
a lo obvio, no podemos concebir que todo el poder, lo intrincado del diseño del
universo y de los seres que lo habitan, y la armonía con la que se ha
confeccionado la realidad física e inmaterial, sean solo el desarrollo del azar
y la casualidad. De esta clase de cerrazón hablamos cuando siguen siendo legión
todos aquellos que rechazan la revelación general como manifestación de las
virtudes perfectas de Dios. Éstos ni honran a Dios como ser divino confesando
la verdad de sus perfecciones y atributos, ni agradecen la abundante provisión
de bendiciones co que se prodiga el Señor, ni cesan en exhibir vanidosamente
sus especulaciones, hipótesis y teorías como si estas fuesen ciertas sin la
prueba correspondiente, ni se dan cuenta de que sus corazones están
enceguecidos por las tinieblas de su perversión moral. Aun cuando el mundo va
en pos de estos planteamientos ignorantes y vacíos de razón y ser, nosotros
como creyentes hemos de estar alertas ante sus argucias y artimañas: “Mirad que nadie os engañe por medio de
filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a
los rudimentos del mundo, y no según Cristo.” (Colosenses 2:8).
C. EL SER
HUMANO IGNORANTE CONSTRUYE SU PROPIA RELIGIÓN
“Profesando
ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en
semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de
reptiles.” (vv. 22-23)
El ser
humano, olvidándose por completo de Dios, ya que era (y es) un estorbo para
seguir haciendo cuanto le placiese, decide construir su propia religión. Por un
lado, el primer paso es racionalizar su pecado. Esto significa relativizar el
pecado y abogar por menospreciar la ley moral de Dios. De este modo a lo bueno
se le llama malo, y a lo malo bueno, y por ende, creyéndose sabios en su
intento de burlar a Dios, son los más necios de entre los seres humanos. Su
pensamiento y sus planteamientos como seres humanos naturales están muy lejos
de ser el producto de buscar la justicia y la misericordia. Su mente ha sido
pervertida por causa del pecado y de su rebelión abierta y flagrante ante Dios:
“¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el
escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la
sabiduría del mundo?... Porque lo insensato de Dios es más sabio que los
hombres, lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.” (1 Corintios 1:20,
25).
Por otro
lado, su segundo paso fue (y es) sustituir a Dios de la ecuación de sus vidas
para colocar a dioses hechos a la medida de la pecaminosidad humana. El germen
de esta actitud idolátrica pasó de ser un pensamiento a ser algo más tangible y
material tal y como Isaías reseña en su libro (Isaías 44:9-17). Contraviniendo el primer mandamiento de Dios en
el monte Sinaí, el ser humano destrona imprudentemente a Dios de sus vidas para
adorar otras deidades que se acomodan más a su falta de compromiso, incapacidad
de fidelidad y tendencia a la perversión moral. No contentos con adorar
estatuillas e iconos, el ser humano se dedicó a auto-deificarse. Su empeño por
ser como Dios ha aupado a la raza humana a considerarse la medida de todas las
cosas, algo que Pablo a buen seguro pudo comprobar en las ágoras filosóficas y
artísticas de su época. De ahí solo hay un paso hasta derivar su adoración y
devoción a animales de todo plumaje y pelaje, desde el ibis o el halcón
egipcio, pasando por el becerro de oro y Anubis con cabeza de chacal, y
acabando en el culto a reptiles como la serpiente de bronce, por poner varios
ejemplos de la historia del paganismo. Hoy día también se está idolatrando al
ser humano a través del humanismo y a los animales incluso por encima de sus
semejantes.
CONCLUSIÓN
Tras este
recorrido por los argumentos paulinos sobre la universalidad del pecado y de la
revelación general y especial de Dios, la respuesta a la pregunta que nos
hacíamos al principio es clara: todos han de comparecer ante Dios para ser
juzgados, y todos lo serán según la perfecta justicia de Dios. Aunque alguien
no hubiese escuchado de Cristo, del evangelio de redención o la Palabra de
Dios, la creación y la ley moral escrita en el corazón del ser humano han dado
suficiente testimonio para que la existencia de Dios sea un hecho evidente.
Nadie tiene excusa ante Dios. Nuestra labor, sabiendo estas cosas, es la de
hacer reconocible a Cristo por doquiera vayamos en palabra y vida, invitando a
aquellos que no le conocen a disfrutar de su amor y gracia incansables.
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