SU TEMPLO, NO EL MÍO





SERIE DE SERMONES SOBRE MAYORDOMÍA INTEGRAL “SUYO, NO MIO”

TEXTO BÍBLICO: 1 CORINTIOS 6:19-20

INTRODUCCIÓN

      El cuerpo humano ha sido concebido por el pensamiento humano de múltiples formas y ha sido definido en función de la corriente filosófica o ideológica de cada momento histórico. Se ha pasado desde un culto exacerbado al cuerpo, en el cual todo se sometía a la satisfacción de los deseos carnales y al hedonismo más desenfrenado, a un desprecio fatal de éste como la barrera o impedimento para alcanzar la verdadera satisfacción y felicidad espiritual. En estos tiempos que corren siguen sucediéndose nuevas visiones del cuerpo. La apariencia física se cuida más que nunca llegando a la obsesión por lucir una figura espléndida y perfecta a toda costa, mientras la parcela intelectual o espiritual se considera como algo que no permite disfrutar de las mieles de la notoriedad y los flashes mediáticos de la prensa rosa y amarilla. La aparición de tendencias estéticas como la metrosexualidad o la cirugía facial y corporal dan fe de cuáles son las preferencias de muchos jóvenes hoy día, y la falta de cultura general o de una sed por descubrir las profundidades del alma humana siguen sumiendo a nuevas generaciones en un vacío de valores espirituales y éticos muy preocupante.

    El lado contrario también lo es. Considerar el cuerpo como un estorbo o un obstáculo a la consecución de la autorrealización espiritual también sigue siendo el leif motiv de muchas religiones y sectas orientales que llevan tiempo haciéndose un hueco entre nosotros. Castigar el cuerpo para evitar las tentaciones y flagelar la carne para demostrar a Dios que se quiere ser santo y perfecto es expresión de prácticas que determinados estratos de la iglesia católica continúan realizando a través del sacramento de la penitencia. Tan malo es el obsesivo interés por lo externo como lo es el ascetismo que lacera la carne y provoca dolor físico para acercarse más a la divinidad. El verdadero equilibrio es el que se logra aplicando lo que la Palabra de Dios enseña acerca de la verdadera dimensión del cuerpo en relación con el alma que se contiene en él.

    En el texto de hoy, el apóstol Pablo quiere dejar sentadas definitivamente las bases del auténtico sentido que hay que dar al cuerpo como aspirante a la santidad y como receptáculo de la presencia del Espíritu Santo. Los versículos en los que nos centramos ahora se hallan rodeados de un contexto realmente preocupante y lamentable. El v. 18 nos aclara con contundencia que Pablo estaba recriminando a la iglesia en Corinto el hecho de desvirtuar con sus conductas y prácticas la libertad dada por Cristo a la comunidad de fe a través de su muerte y resurrección: “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca.” Algunos de los componentes de la iglesia corintia estaban perpetrando este crimen contra sus propios cuerpos a través de la fornicación y el acceso a la prostitución. Y lo que es peor, parecían incluso orgullosos de hacerlo. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo podían ir tan campantes a recurrir a la prostitución sagrada, algo por otro lado bastante común en Corinto, y luego participar de la cena del Señor o tal vez adquirir alguna responsabilidad relevante en el seno de la iglesia? La respuesta es que no entendieron lo que realmente es la libertad cristiana. Creyéndose superhombres espirituales tomaron esa libertad cristiana para distorsionarla a su antojo. Pensaron que una vez se habían convertido en cristianos, todo les estaba permitido en virtud de la libertad de Cristo. Confundieron libertad con libertinaje y rebajaron a la altura del betún la gracia dada por Dios en Cristo para así excusar sus obras de fornicación. En su retorcido intento por justificar sus depravadas conductas incluso llegan a idear que como el cuerpo ha de desaparecer un día, deben entregarse al hedonismo y a la búsqueda de todos los placeres habidos y por haber.

    Pablo les para los pies, y para ello recurre a palabras duras y rotundas que les haga despertar de una dinámica pecaminosa y altamente dañina como era fornicar con otras personas sin mediar un compromiso matrimonial por medio. Apela a la habitación de la Trinidad en el cuerpo de cada creyente para reconducir a los creyentes de Corinto hacia una búsqueda genuina de la santidad y de la coherencia cristiana entre actos, pensamientos y fe. El apóstol quiere también enseñarnos a nosotros que el cuerpo no es una propiedad que nos pertenezca para que hagamos con él lo que mejor nos plazca, sino que es la morada del Dios vivo que quiere infundir vida y redención tanto al cuerpo, como al alma y el espíritu.

A. NUESTRO CUERPO ES EL TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO

“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios?” (v. 19 a)

     El concepto del cuerpo como templo del Espíritu Santo es una cuestión sumamente interesante considerando el papel que el templo cumple como lugar en el que se halla la presencia gloriosa de Dios. La Palabra de Dios en el Antiguo Testamento nos habla del templo como símbolo de la habitación de Dios en medio de su pueblo. El templo, por lo tanto, se convierte en el lugar donde se tributa adoración y alabanza reverentes a Dios, y es considerado un lugar santo, distinto y consagrado simplemente por el hecho de que contiene o revela la presencia de Dios. Con el tiempo, el pueblo judío pasó de adorar y servir al Dios del templo para adorar y servir al templo de Dios, del mismo modo que hoy se rinde culto al cuerpo en vez de aquel que lo anima con su espíritu vital. 

    Pablo lanza una pregunta retórica y aguzada con tintes de amonestación a los destinatarios de esta carta, y directamente llama ignorantes a quienes todavía siguen refocilándose en dar rienda suelta a sus pasiones carnales desordenadas. Estoy seguro de que Pablo en el tiempo que pasó junto a ellos antes de recibir informes tan pésimos sobre la marcha de la iglesia en Corinto, dejó muy clara su enseñanza sobre la mayordomía del cuerpo y sobre la santidad de vida que demanda la libertad cristiana. Sin embargo, cuando algo no conviene, suele dejarse de lado para quedar en el olvido. Al parecer, aun después de condenar la fornicación, Pablo tuvo que volver a escribir otra carta para hablar del mismo tema de la presencia del Espíritu Santo en el cuerpo del cristiano: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque, ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.” (2 Corintios 6:16). No es posible creer en Cristo y decidir que nuestras acciones han de ser dirigidas a retorcerle el brazo a la gracia de Dios. Del mismo modo, nosotros hemos de aprender que el Espíritu Santo, persona de la Trinidad, no puede ni debe ser contristado o entristecido al profanar su templo, nuestro cuerpo, con prácticas impías y abominables que ofenden escandalosamente a Dios.

     Jesús nos dejó con meridiana claridad la idea de que somos privilegiados al ser morada del Espíritu Santo mediante la fe en él, y que debemos expulsar de nuestra vida cualquier cosa que desagrada a Dios y que impide que los torrentes de agua viva corran libres por todo nuestro ser: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él.” (Juan 7:38-39). Como templos del Espíritu Santo tenemos una misión que llevar a cabo, y ésta no puede ser ensuciada con hechos que atentan contra la presencia de Dios en nuestras vidas y que no dejan que el poder de Dios se desate en medio de nuestro contexto social: “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.” (Hechos 1:8). Además ser templos del Espíritu Santo nos identifica como pertenencia de Dios: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia.” (Romanos 8:9-10). Por tanto, de todas estas afirmaciones, tanto de Pablo como de Jesús, hemos de entender que la presencia del Espíritu Santo en nosotros no es la negación del cuerpo, sino la afirmación del mismo.

B. NUESTRO CUERPO ES TEMPLO DE CRISTO

“¿O ignoráis… que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio.” (vv. 19b-20 a)

      Nuestro cuerpo como templo del Espíritu de Cristo es sumamente valioso. Y no lo es si nos ceñimos a la contabilidad de la materia pura que conforma todo nuestro organismo, estructura ósea y revestimiento muscular. Lo es simplemente porque es creación de Dios y porque es una morada que Cristo ha comprado y rescatado. Nuestro cuerpo era un cuerpo hipotecado por el pecado, y por tanto, posesión de Satanás. Sin embargo, Cristo vino al mundo para que el cuerpo fuese también incluido en su obra redentora y salvífica. El sacrificio de Cristo en la cruz deja sin lugar a dudas un mensaje precioso y preciso: el cuerpo humano como parte de un todo junto al alma y el espíritu son tremendamente valiosos a los ojos de Dios. El apóstol Pedro confirma las palabras de Pablo al decir lo siguiente: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación.” (1 Pedro 1:18-19). A diferencia del pensamiento gnóstico que comenzaba a introducirse sibilinamente en los círculos cristianos y que predicaba un dualismo helenístico en el que el cuerpo solo era un envoltorio desechable y despreciable o una cárcel para el espíritu, el mensaje cristiano lo considera como el emplazamiento de la presencia majestuosa y transformadora de Cristo. 

    Anterior a este versículo, Pablo ha tratado de explicar la realidad del rescate de nuestro cuerpo además del de nuestra alma. Para el apóstol, ya no somos dueños de nuestro entramado corporal, sino que Cristo ahora es el Señor del mismo, y por lo tanto es imposible que nuestro cuerpo sea un prostíbulo y un templo al mismo tiempo, algo que contrasta con la realidad pagana e idólatra de Corinto en el que se contaban cientos de templos que servían de lupanares sagrados al alcance de cualquiera que quisiera satisfacer sus más depravados apetitos sexuales. No es posible decir que se cree en Cristo y luego darse a la tarea de fornicar y cometer actos corporales indignos de su evangelio: “Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo… ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Quitaré, pues, los miembros de Cristo y los haré miembros de una ramera? De ningún modo.” (1 Corintios 6:13, 15). Nuestros cuerpos deben ser puestos en manos de Cristo como si de un sacrificio se tratase, como una ofrenda de olor fragante y agradable que da gracias constantes a aquel que lo rescató de las garras de Satanás y del pecado.

C. NUESTRO CUERPO ES TEMPLO DE DIOS

“Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” (v. 20b)

     El fin primordial para el que nuestro cuerpo debe existir y vivir es para exaltar y glorificar el nombre de Dios. Más allá de cualesquiera otras necesidades, metas y fines, el propósito del cuerpo es manifestar que la presencia de Dios es una realidad palpable y visible. Podríamos decir que nuestro cuerpo o el uso que hagamos de él es una manera de revelar a Dios al mundo que nos rodea. Nuestra mayordomía del cuerpo determinará cómo es visto el Dios que ha tenido a bien habitar en nosotros. Si nuestras obras son vergonzosas y contrarias a la voluntad de Dios, nuestro cuerpo será un destartalado y derruido memorial de nuestra supuesta fe. Si nuestros hechos se ciñen a los designios de Dios, entonces un templo hermoso y atractivo será la imagen de nuestras lealtades y fidelidades para con Dios. Nuestro cuerpo como parte de un todo esencial junto con el espíritu debe respirar amor, pasión y obediencia por Dios para que los hombres puedan maravillarse de la continua transformación que el Espíritu de Dios está realizando en nosotros.

    Tal y como apuntilla Pablo, el cuerpo es un don de Dios. Él es el artífice de una obra magna y exquisita en la que no falta absolutamente nada. Él creó al ser humano de la tierra con la perfección y creatividad deliciosa de un artesano colosal. Todo nuestro cuerpo declara sin hablar una sola palabra que no somos el producto del azar y la casualidad y que no vivimos independientemente de la providencia divina. Este regalo que Dios nos da no puede dar un solo paso sin el halito de vida que Dios sopló sobre nuestro cuerpo, y por lo tanto, tanto cuerpo como alma van indivisiblemente unidos. El mejor modo de gestionar nuestro cuerpo es dejando que el Espíritu de Dios armonice ambos elementos, permitiendo que Él sea el que moldee tanto cuerpo como espíritu para que la gloria de Dios pueda ser expresada tanto durante nuestra vida como comunidad de fe como durante nuestra dinámica vital en los demás aspectos de lo cotidiano. Además hemos de cuidar qué traemos o qué dejamos entrar en su templo, tal y como sugiere Cipriano, padre de la Iglesia cuando dijo: “Tengamos cuidado de no traer nada impío o indigno al templo de Dios”. Del mismo modo que Dios aborrecía cualquier sacrificio incorrecto, dañado o mutilado, así nuestro Dios no puede dar cabida a cualquier cosa en nuestro cuerpo que pueda perjudicarlo o destruirlo.

CONCLUSIÓN

    Ser buenos y sensatos mayordomos del cuerpo implica, tal y como hemos visto, reconocer, asumir y practicar la presencia de la Trinidad en nuestras vidas. Dejar que el Espíritu Santo una lo físico a lo espiritual, no olvidar el precio que tuvo que pagar Cristo para liberar nuestro cuerpo de la tiranía del pecado y de Satanás, y fijarnos como meta suprema de existencia glorificar a Dios por encima de todas las cosas, son puntos prácticos que debemos desear llevar a cabo en cada una de nuestras vidas. Pablo vivió según ese estilo de vida y pensamiento y pudo decir con orgullo y satisfacción que había ganado la buena batalla de la fe. ¿Puedes decir tú lo mismo hoy a tenor de lo tratado en este día sobre la mayordomía del cuerpo? Espero que así sea para la honra y gloria del santo nombre de Dios.
    

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