¿ES SAGRADA TODA VIDA?
SERIE DE
ESTUDIOS “HONESTIDAD CON DIOS: PREGUNTAS REALES QUE LOS CRISTIANOS SE HACEN.”
TEXTO
BÍBLICO: SALMO 139:1-6, 13-18
INTRODUCCIÓN
El mundo
en el que vivimos, con cada vez mayor frecuencia, nos informa del valor que
posee cada vida humana. Atentados suicidas de un terrorismo integrista
fanático, guerras fratricidas en las que los civiles son carne de cañón,
hambrunas producto de la avaricia institucional y capitalista que diezman hora
tras hora pueblos y multitudes, abortos incontrolados que ven a lo que será
como un estorbo en la carrera por lograr no ser responsables de nadie, y un
larguísimo etcétera nos demuestran que la vida humana ya no vale una piastra.
Las películas y series de acción nos inculcan que disparar a otro de sus
congéneres, por muy enemigo o malvado que sea, ya no tiene repercusiones
mentales, éticas o emocionales. El malo de turno muere y suenan las carcajadas y
las irónicas frases chulescas que quitan hierro al asunto de manera
preocupante.
También
podemos conocer el valor de una vida por cómo reaccionamos ante noticias en las
que los números de víctimas ya han dejado de escandalizarnos. Muchos se encogen
de hombros y musitan un “qué le vamos a
hacer, el mundo es así de cruel”, como si la vida de un ser humano fuese
solo un dígito impersonal sin pasado, presente o futuro. Solo parecíamos
apreciar la vida humana en tanto en cuanto se tratase de la nuestra propia o de
la de nuestros seres queridos. Hoy ya ni eso, ya que se anima desde muchos
medios y bajo la presión de lobbies al suicidio, a la interrupción del embarazo
por trivialidades, o a la eutanasia.
¿Tenemos
algo que decir los cristianos? ¿Qué nos dice la Palabra de Dios acerca de la
vida humana? ¿Es sagrada o solo es un estado del ser del que podemos disponer a
nuestro antojo sin contar con los propósitos que Dios tiene para ella? A estas
preguntas intentaremos darles contestación desde la concepción que del ser
humano posee el cristianismo, y de manera especial, Cristo mismo. También
examinaremos uno de los salmos que mejor saben leer nuestra historia, nuestro
propósito vital y nuestras limitaciones al querer saber más que Dios a la hora
de administrar quiénes somos como entes vivientes.
A. LA VIDA
SEGÚN CRISTO
Si
comenzamos por conocer qué valor daba Cristo a la vida humana, no podemos por
menos que comenzar hablando de su encarnación. El hecho de que Dios se
encarnase en Cristo empleando la materia de la que está compuesto el ser
humano, ya nos habla bien a las claras de que para Dios la vida humana es
sumamente preciosa: “Y el Verbo se hizo
carne, y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su gloria
como del unigénito del Padre.” (Juan 1:14). Si Dios no estimase la vida
humana como algo que proteger y dignificar, no habría descendido de su majestad
celestial para mezclarse con la raza humana. De facto, la trayectoria vital de
Jesús recorrió todas las etapas del proceso de crecimiento y desarrollo de todo
ser humano. Nada había en su organismo que sugiriese diferencias con el resto
de mortales. Además su preocupación y misericordia para con las muchedumbres, y
su interés en la sanidad de los enfermos, en la alimentación de los más
desfavorecidos y en el reposo de los abatidos y cansados, nos dejan ver que
Jesús se preocupaba considerablemente del bienestar físico y espiritual de
todos aquellos que buscaban la verdadera vida. Aunque el medidor más claro y
definitivo del aprecio sumo que Jesús tenía por toda la vida humana es, por
supuesto, la cruz. En la cruz somos capaces de considerar el precio inmenso que
Dios tuvo que pagar, su propio Hijo, para salvar y redimir la vida pecaminosa
de todo ser humano que creyese en este sacrificio: “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros.”
(1 Juan 3:16).
Sabiendo
que Cristo valoró con tanta estima la vida humana y que dio su propia vida en
rescate de la de muchos, ¿podríamos decir que la vida humana es sagrada? Si
definimos aquello que era santo o sagrado desde la perspectiva bíblica, la idea
que surge es la de apartar algo o alguien de manera especial para el servicio
de Dios. Es preciso entender que la santidad no es algo que podamos alcanzar
por nuestros propios méritos o medios. La santidad es un atributo de Dios que
es comunicable en tanto en cuanto el ser humano quiera que ésta sea eficaz
entablando un nexo de comunión con Él. No es suficiente pensar que toda vida
humana es sagrada porque fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Tal vez
este fue el estado original del ser humano antes de sucumbir a la tentación del
pecado: una vida santa y entregada a cumplir fielmente la voluntad de Dios en
todo. Sin embargo, cuando el pecado entró en el mundo, esa capacidad para la
santidad se perdió junto con otras cualidades morales. Dado que nuestra
naturaleza tendente al pecado nos impide ser santos si nos atenemos a nuestros
propios esfuerzos, Cristo se convierte en el portador de las buenas noticias,
las cuales consisten en afirmar que el ser humano puede volver a recuperar su
santidad primigenia por medio de la fe en su obra salvífica: “Vestíos del nuevo hombre, creado según
Dios en la justicia y santidad de la verdad.” (Efesios 4:24); “Revestido del
nuevo (hombre), conforme a la imagen del que lo creó, se va renovando hasta el
conocimiento pleno… Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de
entrañable misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia.”
(Colosenses 3:10-12).
De estos
textos paulinos podemos colegir que podemos aspirar a la santidad puesto que
somos llamados a ser santos. La cuestión es si todos los seres humanos son
pertenencia de Cristo o si todos han confesado su fe en él para salvación y
dispensación del don de la santidad. La realidad nos demuestra claramente que
esto no es así. Millones de personas a lo largo y ancho de este mundo o no
saben o no quieren saber del evangelio de salvación de Cristo. ¿Esto significa
que por el hecho de que millones de personas no quieran disponer de la santidad
que Dios les ofrece en Cristo Jesús, son vidas de segunda categoría o vidas
desechables y prescindibles? Por supuesto que no. Más allá de las
consideraciones religiosas que podamos hacer, toda vida humana es digna en sí
misma y por sí misma, tal y como Antonio Cruz, autor evangélico especialista en
Bioética, asume. Todos los seres humanos que nacen sobre la faz de la tierra
provienen de Dios y han sido creados a imagen y semejanza suya, y aunque su
naturaleza moral y racional no es perfecta como secuela de la inclinación al
pecado, el hálito de vida y el don de la existencia espiritual comunes a todos
los terrícolas es algo que no puede ni debe obviarse. Por lo tanto, del mismo
modo en que Jesús valoró la vida humana, así cada discípulo suyo debe
apreciarla apelando a la fraternidad, la solidaridad, la gracia y la
potencialidad que cada vida tiene de alcanzar a conocer a Dios en Cristo: “También nosotros debemos poner nuestras
vidas por los hermanos.” (1 Juan 3:16).
B. LA VIDA
EN SUS MANOS
El Salmo
139 es uno de aquellos salmos que mejor interpretan lo que fuimos, somos y
seremos. Es como si Dios desplegara el rollo del libro de nuestras vidas para
leer cada renglón de nuestras existencias. En su omnisciencia, Dios ve con absoluta
nitidez el curso de nuestras vidas, y en su omnipresencia, nosotros vemos con
meridiana claridad que nunca nos abandona. Nuestra vida es tan preciosa para
Dios que le suscita un interés mayor del que pudiésemos imaginarnos. Es como si
concentrase su atención de manera particular en nosotros, en lo que hacemos, en
lo que decimos y en lo que pensamos.
“Señor, tú
me has examinado y conocido.” (v. 1)
Nuestra
vida adquiere gran valor y estima porque Dios la examina cuidadosamente. Esto
debe producir en el ser humano una sensación de salvaguarda ante nuestros
errores y meteduras de pata. Si Dios no analizase cada acto, palabra o
pensamiento nuestro, estaríamos completamente abocados a vivir sin su consejo y
asesoría por medio de la conciencia y del Espíritu Santo. Si simplemente
hiciésemos lo que nos viniese en gana sin contar con el examen de Dios, muchas
de las cosas de las que somos salvados ya nos habrían destruido. Dios no solo
nos examina, sino que nos conoce. Sabe de qué pie calzamos, sabe de qué somos
capaces y sabe sin lugar a dudas qué podemos ser si nos atenemos a sus
instrucciones y ordenanzas de vida.
“Tú has
conocido mi sentarme y mi levantarme. Has entendido desde lejos mis
pensamientos.” (v. 2)
El Señor
conoce con precisión de relojero cada una de nuestras acciones cotidianas.
Aquellas acciones que a nosotros nos parecen triviales o insignificantes, para
Dios son dignas de ser tenidas en cuenta. Dios conoce todos los recovecos y
detalles de nuestra existencia. Las veinticuatro horas del día somos observados
por los ojos de amor del Señor, cosa que nos da evidencias esclarecedoras del
cuidado que Él nos dispensa en todo momento. El Señor también tiene constancia
de nuestros pensamientos, buenos y malos, erróneos y acertados. De este modo es
posible fiarlos a su custodia y no elaborar malvadas tramas en contra de los
demás. Nuestro cerebro y corazón son mapas sencillos de interpretar, y aun
cuando los más insignes neurólogos siguen elucubrando la función de nuestra
mente, Dios, el artífice y creador por excelencia, sabe qué pensamientos e
ideas pululan por nuestro córtex cerebral, y nos echa una mano para adquirir la
mente renovada y mejorada de Cristo.
“Has
escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos, pues
aún no está la palabra en mi lengua, y ya tú, Señor, la sabes toda.” (vv. 3-4)
Ya vimos
que conoce nuestras obras y pensamientos. Pero es que por añadidura, Él también
discierne nuestras intenciones, motivaciones y palabras. Dios siempre se
adelanta a nuestros deseos e inquietudes cuando acudimos a Él en oración. Nada
le es oculto de nuestras motivaciones en la vida. Sabe por qué andamos y conoce
por qué reposamos. Nuestros caminos son para Dios tan transparentes, que
deberían hacer que procurásemos transitarlos en justicia, bondad y
misericordia. Nuestros planes y metas en la vida son como un libro abierto para
su omnisciencia y su clarividente visión de la historia de todo ser humano.
Nuestras palabras aún no han hecho más que nacer de nuestro fuero interno, y ya
el Señor las conoce, y las juzga en consecuencia. Nuestra vida en toda su
extensión se muestra abierta a Dios y para Él es de sumo placer poder cuidar
con esmero cada parcela de nuestra trayectoria vital.
“Detrás y
delante me rodeaste, y sobre mí pusiste tu mano. Tal conocimiento es demasiado
maravilloso para mí; ¡alto es, no lo puedo comprender!” (vv. 5-6)
La
presencia de Dios acompaña a su eterna y absoluta sabiduría de todas las cosas.
No solamente se interesa por nosotros, sino que además se involucra en nuestras
vidas, protegiéndonos de todo mal y bendiciéndonos sobremanera en todos los
aspectos de la vida. Dios no es un dios que se desentiende de su creación, o
que solo acude en auxilios de urgencia. Dios está eternamente presente en
nuestras vidas para devolverles la primigenia y auténtica dimensión que debían tener
desde el principio y antes de la Caída en el Edén. Intentamos asimilar una
realidad espiritual y metafísica que nos supera, y tratamos de encontrar
explicaciones a la intervención divina en nuestra vida, pero por mucho que nos
afanemos en hallar respuestas definitivas, redondas y satisfactorias a
cuestiones de altura cósmica y celestial, solo acertaremos a repetir con el
salmista que no podemos llegar a comprender a Dios por miles de años que
vivamos pensando en ello.
C. LOS
ORÍGENES DE LA VIDA
“Tú formaste
mis entrañas; me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré, porque
formidables y maravillosas son tus obras; estoy maravillado y mi alma lo sabe
muy bien. No fue encubierto de ti mi cuerpo, aunque en oculto fui formado y
entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en
tu libro están escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin
faltar una de ellas.” (vv. 13-16)
El
salmista no deja lugar a dudas acerca del origen de nuestra vida. Dios es el
creador de toda vida humana y sustentador de la misma hasta el fallecimiento y
más allá en la eternidad. Nuestro ser al completo no puede fiarse al azar o a
la casualidad. Nuestras interioridades, nuestras entrañas y nuestra composición
celular y molecular no es producto de una serie de confluencias azarosas que
por arte de birlibirloque han logrado una raza humana claramente diferenciada
del resto de la vida sobre la tierra. Nuestra hechura responde a la voluntad
firme y con propósito de Dios mismo. Él fue el que capacitó al hombre para la
reproducción, concepción y perpetuación de la humanidad, y el que planificó
hasta el milímetro cada detalle relacionado con la funcionalidad vital física y
espiritual. Al contemplar la perfecta y completa maquinaria del cuerpo humano,
al percibir la trascendencia y la razón en cada acto, palabra y pensamiento, y
al constatar que el ser humano posee atributos concretos para la supervivencia
incluso en los lugares más inhóspitos, todos, al igual que el salmista, nos
damos cuenta de que todo lo que somos es el fruto maravilloso de la inventiva y
creatividad de Dios. Los biólogos, antropólogos y demás científicos todavía
siguen averiguando y descubriendo novedades acerca de nuestro funcionamiento en
todos los campos de investigación, y siguen maravillándose de la lógica de cada
miembro u órgano.
“¡Cuán
preciosos, Dios, me son tus pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de ellos! Si
los enumero, se multiplican más que la arena. Yo despierto y aún estoy
contigo.” (vv. 17-18)
La ciencia
avanza que es una barbaridad, las tecnologías no sugieren un techo o límite y
la sabiduría se halla al alcance de cualquiera. No obstante, nadie podrá decir
con argumentos contundentes que todo ha sido conocido, que entendemos
completamente todas las cosas o que ya lo sabemos todo. Sea en el campo de la
investigación astrofísica, de la física cuántica, de la teología, de la
informática y la robótica, de la medicina o de las humanidades, no todo está
dicho. Solo Dios lo sabe todo en su omnisciencia eterna. Por muchos intentos
que queramos emprender en pro de la búsqueda del porqué o el para qué de todo,
lo cierto es que solo podemos enumerar un reducido número de aspectos de ello.
Limitados en el tiempo, en el espacio y en nuestra capacidad pensante, únicamente
podemos exaltar a Dios por lo inalcanzable de sus pensamientos y designios. La
alabanza y la gratitud deben impregnar nuestras manifestaciones de asombro, no
solo por la perfección de la obra de sus manos, sino por la inteligencia y
cabalidad de todos sus diseños. Somos el fruto de sus pensamientos, y por tanto
valiosos, preciosos y especiales. Y tanto más especiales somos cuando, después
de inquirir en sus maravillosas y formidables proezas, estamos disfrutando de
su presencia y de su amor eternos.
CONCLUSIÓN
Como
hemos podido ver, la vida humana es tremendamente valiosa para Dios. Nosotros,
como criaturas suyas que somos, no debemos desvirtuar el cuidadoso mimo que Él
ha puesto en cada una de nuestras vidas y en la de los demás. Nuestra es la
tarea de valorar toda vida humana del mismo modo que Cristo valoró cada vida.
Aunque muchas vidas no sean sagradas, dado que no desean servir a Dios, esto no
significa que debamos despreciarlas, sino que aún más deberemos ennoblecerlas
para que un día adquieran su verdadera plenitud en Cristo Jesús, Señor nuestro.
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