SU TESORO, NO EL NUESTRO
SERIE DE
SERMONES SOBRE MAYORDOMÍA CRISTIANA “SUYO, NO MÍO”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 6:19-21, 33
INTRODUCCIÓN
El ser
humano, desde que se ideó el concepto de dinero, no ha cejado en su empeño por
construir toda su existencia en torno a las posesiones materiales. Por
naturaleza, la humanidad siempre ha orientado sus metas y miras a buscar,
adquirir, disfrutar y proteger todas aquellas cosas que asume le pertenecen. De
hecho, no hemos más que echar un vistazo a las noticias de cada día para
reconocer que el mundo orbita en torno al consumismo y al capital. Todo en este
mundo tiene su precio, e incluso las propias personas, con sus lealtades y
capacidades, tienen acotado un valor crematístico concreto. Es lamentable poder
comprobar cómo las desigualdades sociales, las tramas de corrupción, las
políticas económicas y los intereses mediáticos, son principalmente producto de
una incorrecta e injusta visión de lo que significa el dinero.
Cuando se
habla del dinero público que se ha defraudado o evaporado en manos de
funcionarios del gobierno de turno, se hace con números ciertamente
escandalosos que bien podrían haber sido invertidos en mejoras sociales y
laborales. Cuando en estos tiempos se habla de los refugiados sirios siempre
sale el asunto financiero a colación para valorar el alcance de esta avalancha
humana que gime a causa de intereses económicos de su país natal. Estamos
rodeados por el dinero, y éste parece haberse convertido más en un fin que en
un medio para vivir hoy día. El afán de enriquecimiento a costa de lo que sea,
la avaricia generalizada en toda institución pública o privada y la codicia más
insensible y despreciable han dado a luz a un ídolo monstruoso ante el que se
doblega toda rodilla que quiera medrar en el sistema socioeconómico en el que
nos hallamos.
Como
creyentes que aspiramos a ser buenos mayordomos de aquello que nos ha sido entregado
en nuestras manos, nuestra perspectiva en torno al dinero y las riquezas debe
estar modulada por las palabras y enseñanzas de Cristo. Es preciso que
entendamos que nada es nuestro, sino que solamente somos gestores y
administradores de las bendiciones que Dios nos ha dado. Por ello, cuando
hablamos de dinero, hemos de aprender a desmarcarnos de la imaginería e
ideología materialista y consumista que desde las sombras ha ido tejiendo su
telaraña sobre toda la humanidad. No se trata de nuestro tesoro, sino del
tesoro de Dios. No se trata de nuestro dinero, sino del que Dios ha tenido a
bien ofrecernos para ser canales de bendición en el progreso y extensión de su
Reino.
A. TESOROS
TERRENALES VS. TESOROS CELESTIALES
“No os
hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde
ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla
ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.” (vv. 19-20)
¿Qué
significa hacerse tesoros en la tierra? La palabra griega del texto original
habla de acaparar o apilar moneda sobre moneda para así disfrutar de la
brillante visión de una riqueza que crece. Esto me trae a la mente a aquel
personaje de “Cuento de Navidad” de
Charles Dickens, Ebenezer Scrudge, que no cesaba de contar una y otra vez las
monedas de sus cofres mientras se relamía de placer. Jesús en su discurso sobre
el dinero quiere atraer nuestra atención a no convertirnos en esclavos de las
riquezas. Porque el problema no son las riquezas en sí mismas. El verdadero
problema es que el ser humano es muy poco proclive a repartirlas con el prójimo
necesitado. Es el amor al dinero lo que ha supuesto para este mundo, e incluso
para la iglesia de Cristo, un infierno: “Porque
la raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se
extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores.” (1 Timoteo
6:10).
Entonces,
¿hemos de ser pobres para ser bien recibidos con agrado por el Señor? Nada de
eso. El dinero legítimamente ganado e invertido es una bendición que proviene
de Dios. Necesitamos dinero para proveer para nuestras familias, para
planificar razonablemente nuestro futuro en previsión de emergencias puntuales,
para realizar sabias y sensatas inversiones que no impliquen usura ni intereses
abusivos, para regentar un negocio que impulse la economía local y nacional,
para dar a aquellos más menesterosos que se encuentran en nuestra comunidad, y
por supuesto, para respaldar económicamente la obra del Señor. Si hacemos estas
cosas con el dinero que Dios nos ha fiado, estaremos siendo buenos mayordomos y
de Él recibiremos mucho más para seguir bendiciendo a nuestros semejantes. Pero
si empleamos nuestro dinero deshonestamente, invirtiéndolo en fondos de dudosa
catadura, si lo acaparamos y amasamos mezquinamente para regodearnos en nuestra
fortuna, si lo usamos egoístamente para despilfarrarlo en tonterías y lujos
innecesarios, o si no lo compartimos con otros menos afortunados que nosotros,
Dios un día demandará de nuestra administración de estos bienes una
explicación.
Cuando
convertimos al dinero en un ídolo bajo el que nos sometemos y al que adoramos
por encima de la honra y honor debidos a Dios, estaremos cometiendo algo que el
Señor aborrece: adulterio espiritual. No podemos servir a Dios y a las
riquezas. No podemos conjugar este conflicto de intereses tan claro y obvio.
Muchos ven al dinero como un fin en sí mismo en vez de pensar en él como un
medio para bendecir y servir a los demás. Alejandro Dumas hijo, escritor
francés, dijo en una ocasión: “No
estimes el dinero en más ni en menos de los que vale, porque es un buen siervo,
pero también un mal amo.” No le faltaba nada de razón. Si vemos las
riquezas como algo que nos sirve y no algo a lo que servimos, las cosas cambian
de color. Si concebimos el dinero como un medio del que nos servimos para
servir a Dios, otro gallo cantará cada mañana de nuestras vidas. Porque hay una
cosa que Jesús señala acertadamente: el dinero está sujeto a destrucción,
corrupción y desaparición. Los lujosos ropajes de lana que exhibían los
ricachones de la época de Jesús tarde o temprano serían el alimento de las
polillas, el metal precioso del que las monedas escondidas estaban hechas poco
a poco iría oxidándose hasta quedar inservibles, y los ladrones ya se
encargarían de hacer un butrón en las viviendas para robar hasta la última
blanca del escondrijo familiar. Las riquezas son un dios efímero, momentáneo y
pasajero. De hecho, Lutero dijo una vez acerca de las riquezas terrenales: “¿Qué clase de dios es este que no es capaz
de defenderse de la polilla y el orín?” Moriremos, y ¿podremos llevarnos
algo con nosotros cuando seamos descendidos a la fosa? ¿Disfrutaremos entonces
de todo cuanto atesoramos con desvelos, preocupaciones y ansiedades?
Jesús
quiere rectificar la mirada que del dinero pudieran tener sus oyentes. Para
ello, coloca como contrapunto a las posesiones terrenales los tesoros
celestiales. Estos tesoros son tesoros cuya fuente y origen es la provisión
amorosa y constante de Dios. Son bendiciones gloriosas y recompensas espirituales
que son ampliamente más valiosas que el oro, la plata o un maletín lleno de
billetes de 500 euros. El tesoro que recibimos de Dios no solamente se
circunscribe al más allá, a la vida tras la muerte, sino que éste tiene su
concreción y realidad en los dones espirituales que el Espíritu Santo nos
concede y el fruto que es resultado de vivir mayordomías prudentes y sometidas
a los designios de Dios. Las riquezas de Dios son su benignidad, su paciencia,
su longanimidad (Romanos 2:4), su
bondad y su gracia incomparables (Efesios
2:7). ¡Qué más podemos pedir si Dios nos promete su provisión diaria y su
compañía poderosa! Estos tesoros no serán nunca arrebatados por ladrones del
alma, ni serán devorados por la polilla de la tentación, ni serán corrompidos
por la influencia perniciosa de este mundo pecador.
B. EL
TESORO DEL CORAZÓN
“Porque
donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón.” (v. 21)
¿Quién
ocupa el lugar preeminente y más importante de nuestras vidas? ¿Las riquezas o
Dios? Si el tesoro hacia el que nos inclinamos es terrenal, nuestro corazón
solamente pensará en acaparar egoístamente todo lo que venga a nuestras manos,
olvidando a Dios y renegando de sus hermanos. Pero si el tesoro es celestial,
nuestro corazón estará en Dios, cumpliendo y obedeciendo su voluntad en todas
las áreas de nuestras vidas, y especialmente en el área del dinero y las
posesiones. No cabe duda de que las más queridas propiedades de las personas y
sus más profundos motivos y deseos son algo inseparable. La Palabra de Dios nos
advierte de que “de la abundancia del
corazón, habla la boca.” (Mateo 12:34). Si nos pasamos todo el rato
hablando de dinero y de las preocupaciones que éste conlleva, enseguida
sabremos cuál es nuestro bando. Pero si nuestras palabras demuestran pasión y
fervor por las cosas de Dios, es que nuestro corazón está lleno de Cristo.
Si nuestro
tesoro está en el lugar correcto que es la presencia de Dios, nuestras serán
las promesas que Él nos hace: “Honra al
Señor con tus bienes, y con las primicias de todos tus frutos; y serán llenos
tus graneros con abundancia, y tus lagares rebosarán de mosto.” (Proverbios
3:9-10); “Pero esto digo: El que siembra escasamente, también segará
escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará. Cada
uno dé como propuso en su corazón; no con tristeza ni por necesidad, porque
Dios ama al dador alegre. Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros
toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo
suficiente, abundéis para toda buena obra.” (2 Corintios 9:6-8).
C. EL MAPA
DEL TESORO
“Mas buscad
primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán
añadidas.” (v. 33)
El mapa
del tesoro celestial es desplegado por Jesús ante nosotros en esta porción de
las Escrituras. Dejémonos de preocupaciones vanas, de ataques de ansiedad por
causa del dinero y de temores a verlo desaparecer de nuestros bolsillos.
Enfoquémonos en lo más importante. Concentrémonos en colocar tus esperanzas y
confianza en las cosas del Señor y Él se ocupará de todas tus necesidades.
Nuestra prioridad de prioridades en nuestras vidas como creyentes es buscar el
reino de Dios y su justicia perfecta. Buscamos su Reino cuando es Él el que
lleva la voz cantante de nuestras vidas, dejando que su voluntad sea la nuestra
y que su autoridad y señorío nos proteja. Buscamos su Reino cuando nos
mostramos obedientes a su llamamiento, tal y como lo asumió el apóstol Pablo: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo
preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el
ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la
gracia de Dios.” (Hechos 20:24). Buscamos su Reino cuando instamos a tiempo
y fuera de tiempo a los incrédulos a ser conciudadanos de ese Reino por medio
de la salvación en Cristo. Buscamos su Reino cuando nuestras vidas reflejan y
manifiestan la verdad, el amor y la justicia de Dios. Buscamos su Reino cuando
suspiramos cada día por el regreso de Cristo.
Por otro
lado, buscamos su justicia cuando no cesamos de tener hambre y sed de la
auténtica y perfecta justicia de Dios, la cual será cumplida y consumada cuando
el Señor vuelva de nuevo a juzgar a todas las naciones. Sabiendo que lo que nos
espera, el tesoro más hermoso, valioso y precioso que es Cristo, no podemos por
menos que estar de acuerdo con las palabras del apóstol Pedro: “Puesto que todas estas cosas han de ser
deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir,
esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios!” (2 Pedro 3:11-12).
CONCLUSIÓN
Quisiera
concluir con una historia que ejemplifica lo que supone ser un buen mayordomo
de lo que Dios nos da y lo que implica saber dónde tiene uno su corazón. Se
trata de la historia de un encuentro que tuvo un místico alemán del s. XIV
llamado Johann Tauler con un fraile. Un día, paseando por esos caminos de Dios,
se encontró con un fraile. A modo de saludo, Tauler le dijo: “Que Dios te dé un buen día, amigo mío.”
A lo que el fraile contestó: “Doy
gracias por no haber tenido ni uno solo de ellos que fuese malo.” Tauler le
dijo: “Que Dios te dé una vida feliz,
amigo mío.” “Doy gracias a Dios”, repuso el fraile, “porque nunca he sido infeliz.” Asombrado, Tauler le preguntó: “¿Qué quieres decir con eso?” “Bueno”,
dijo el fraile, “Cuando todo va bien, le
doy gracias a Dios. Cuando llueve, le doy gracias a Dios. Cuando tengo
abundancia de cosas, le doy gracias a Dios. Cuando estoy hambriento, le doy
gracias a Dios. Y desde que la voluntad de Dios es la mía, y todo lo que a Él
le agrada me agrada a mí, ¿por qué debería decir que soy infeliz cuando no lo
soy?” Tauler miró sorprendido al hombre. “¿Quién eres tú?”, preguntó. “Soy
un rey”, respondió el fraile. “¿Dónde,
pues, está tu reino?”, volvió a preguntar Tauler. El fraile replicó
tranquilamente: “En mi corazón.”
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