ROCA DE FE


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 16-17 “HIJO DEL DIOS VIVIENTE” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 16:13-20 

INTRODUCCIÓN 

       Existen afirmaciones y declaraciones humanas que siempre quedarán para la posteridad. Aquellos que aman buscar frases célebres, preñadas de una sabiduría y elocuencia superior, no dudan en acumular aseveraciones de genios, artistas y filósofos en sus redes sociales, a fin de mostrar al mundo que algo de cultura corre por sus venas. No hay más que abrir cualquier canal de comunicación digital para comprobar las mil y una frases que miles de pensadores, personajes famosos y eruditos dijeron, y que trasladan la experiencia personal, la sapiencia particular y la generalización de los juicios de valor de estos en un par de líneas. A las afirmaciones consabidas de personajes como Gandhi, Martin Luther King Jr., Agustín de Hipona, Schopenhauer, Chesterton y De la Fontaine, se unen otras más modernas y motivadoras como las de Paulo Coelho, Steve Jobs, Elon Musk y Mr. Wonderful. La saturación es máxima, hasta el punto de que, en realidad, no es necesario pensar por uno mismo, dado que siempre se encontrará una frasecita o enunciado que se ajusta como un guante a nuestras circunstancias, a nuestro estado de ánimo y a nuestros sueños. Algunos incluso tienen como libro de cabecera algún que otro compendio de frases de sabiduría popular con el que comenzar la jornada. 

      Lo cierto es que, más allá de las disquisiciones filosóficas y morales que podemos extraer de manifestaciones verbales ajenas, existen declaraciones contundentes y plenas de poder y determinación que cambiaron el rumbo de la historia y del pensamiento humano. Ahí tenemos a Julio César diciendo “Alea iacta est o “la suerte está echada” antes de cruzar el río Rubicón para desafiar a Pompeyo y comenzar su carrera hacia el poder en Roma. Encontramos a John Knox, gran reformador escocés, clamando ante Dios “Dame Escocia o me muero,” paso previo a un despertar espiritual sin precedentes en este país. O recordamos a Martin Luther King Jr. leyendo ante una gran multitud su discurso que comenzaba con la frase “Tengo un sueño,” dando pie a un movimiento civil antirracial sin precedentes en Estados Unidos. Y qué decir de Neil Armstrong, primer astronauta que pisó la superficie lunar, el cual, al dar su primer paso sobre el terreno, expresó que era “un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad.” Estas, entre otras muchas, nos hablan de cómo la manifestación oral del ser humano en hitos históricos concretos sigue teniendo su repercusión en el futuro, o como diría el protagonista de “Gladiator,” “lo que hacemos en esta vida, tiene su eco en la eternidad.” 

1. ENCUESTA DE OPINIÓN 

      En el texto bíblico que hoy nos ocupa, hallaremos una declaración que trasciende el tiempo y que supera con creces cualquier otra afirmación política, filosófica, moralista o ideológica que pueda haberse dicho con palabras en la historia. Provendrá, no de un erudito, o de un gran maestro o gurú místico, o de un sabio exponente del mundo del conocimiento humano. Pero no adelantemos acontecimientos y veamos qué ocurre antes de que esta aseveración tan formidable y gloriosa sea pronunciada. Recordaremos a los discípulos de Jesús debatiendo sobre quién tenía la culpa por olvidarse de llevar pan consigo al cruzar el lago. También vendrá a vuestra memoria que Jesús zanja esta discusión advirtiéndoles sobre lo que de verdad importa, que no es ni más ni menos que de evitar en lo posible las falsas e hipócritas doctrinas y enseñanzas de los fariseos y de los saduceos. Toda vez que los discípulos de Jesús aciertan a recibir su aviso, retoman su camino hasta llegar a Cesarea de Filipo: “Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: —¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Ellos dijeron: —Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas.” (vv. 13-14) 

       Cesarea de Filipo, ubicada a 40 km al norte del Mar de Galilea y en el pie del monte Hermón, era el lugar de uno de los más grandes manantiales que alimenta al río Jordán. Dejando las riberas del lago Jesús y sus seguidores penetran en Judea para seguir desarrollando su ministerio de proclamación y sanidades en otras latitudes donde las zarpas y amenazantes planes de sus enemigos religiosos tuviesen menos influencia. Sentados después de un arduo viaje por caminos polvorientos, Jesús hace una pregunta a todos sus discípulos que tiene que ver con la percepción pública que de él y de su misión tienen sus compatriotas. Es curioso que Jesús emplee para hablar de sí mismo la expresión “Hijo del hombre.” Este título, anclado en alusiones del Antiguo Testamento por varios profetas como Daniel y Ezequiel, alberga la doble realidad que habitaba en la propia persona de Jesús: la de Hijo unigénito de Dios y la de Hijo de Adán, la de la divinidad y la de la humanidad. Jesús se autoproclama Dios mismo, encarnado en cuerpo mortal para redimir al mundo pecador. Con necesidades muy humanas, pero con el poder y la soberanía divinas, Jesús enlaza el cielo con la tierra para reconciliar al ser humano con su Creador. De algún modo, Jesús estaba dando a entender a sus discípulos que era el Mesías prometido, una revelación clarísima de su identidad real. 

       ¿Quién dice la gente que es Jesús? A esta pregunta, más propia de un estudio sociológico o de una encuesta de opinión, los discípulos dan sus propias versiones de lo que han ido escuchando cuando, mezclados con las muchedumbres, los corrillos desataban la lengua para dar explicación a los milagros, enseñanzas y propósitos de Jesús. Según algunos de sus discípulos, muchos lo veían como a Juan el Bautista redivivo. Sabemos que no mucho tiempo atrás, este fue ajusticiado por Herodes Antipas a causa de una promesa realizada en medio de los vapores etílicos. En Jesús acertaban a ver a ese Juan el Bautista que predicaba sin tapujos ni medias tintas el arrepentimiento de los pecadores y que anunciaba el juicio sobre aquellos que no cumplían los estándares divinos de santidad y humildad. Otros creían adivinar en Jesús a Elías, profeta del Antiguo Testamento que fue arrebatado a los cielos para no ver muerte. En Elías contemplaban su contundencia, su discurso profético y sus amplias habilidades taumatúrgicas. Dado que Elías no había muerto, era posible que Dios lo hubiese hecho descender de los cielos para anunciar al Mesías venidero, para preparar el camino a la esperanza de Israel.  

       Algunas personas adjudicaban a Jesús la identidad de Jeremías, otro profeta ampliamente reconocido por cualquier judío como uno de los ejemplos más potentes del discurso del juicio y del arrepentimiento, así como por su estilo de enseñanza e instrucción. En todo caso, fuese Jeremías o cualquier otro vocero de Dios de la antigüedad, la identidad de Jesús, la cuestión versaría sobre su resurrección de entre los muertos o sobre el Espíritu que los animaba en tiempos pasados a comunicar autoritativamente un discurso de juicio y gracia de parte de Dios. En definitiva, las masas no parecen acertar a descubrir en Jesús al ungido de Dios, al Salvador de la humanidad, al Cristo anunciado desde tiempos inmemoriales. Nadie, en primera instancia, iba a reconocer a Jesús como el Hijo de Dios que quita el pecado del mundo, que libertaría al pueblo judío del dominio romano que los atosigaba, que marcaría de forma revolucionaria el advenimiento del Reino de Dios. Para todos aquellos que habían visto, escuchado y tratado a este maestro de Nazaret, este simplemente era un precursor de la auténtica presencia que llenaba de deseo y esperanza los corazones de los herederos de Israel. 

2. LA ROCA DE NUESTRA FE 

       Hecho este sondeo bastante particular, Jesús quiere saber de los mismos labios de sus seguidores más íntimos quién creen ellos que es él. Tras haber pasado tantos momentos juntos, Jesús desea tener la certeza de hasta qué punto sus discípulos más allegados lo han llegado a conocer de veras: “Él les preguntó: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: —Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” (vv. 15-16) 

       A la cuestión planteada por su maestro, los discípulos se mueven un tanto incómodos. Sus respuestas determinarán todo el resto de sus vidas. Como un resorte, Pedro, el fogoso y directo Pedro, se lanza a la piscina con todo. No sabemos si Pedro les quitó a algunos de sus compañeros de fatigas las palabras de sus bocas, si estaban temerosos como un alumno que cree conocer la respuesta, pero que no acaba de estar seguro al cien por cien, o si no lo tenían claro en absoluto. Lo cierto es que el temperamental Pedro suelta a bocajarro y a botepronto una declaración que, como dijimos al principio del sermón, iba a cambiar la historia de arriba a abajo. Pedro, con todas sus letras, afirma con pleno convencimiento que Jesús es el Cristo. La palabra “Cristo” proviene del término griego “Jristós,” el cual a su vez traduce la palabra hebrea “Mesías.” El Mesías es el ungido de Dios con el Espíritu Santo. Como sabemos el ungido era aquel ser humano sobre el que el Espíritu de Dios se derramaba a fin de llevar a cabo la tarea de reinar y de profetizar. Por lo tanto, cuando Pedro asume que Jesús es el Cristo, está afirmando que es el Rey de reyes y Señor de señores, y que es sobre el que Dios ha encomendado la tarea profética de anunciar las buenas noticias de salvación al mundo perdido.  

      Simplemente el hecho de haber escogido el término “Cristo” para nombrar a Jesús, podría haber acarreado a Pedro, en foros religiosos como el farisaico, un cargo punible de blasfemia. Sin embargo, en petit comité, Pedro no duda en su apreciación de quién es Jesús. Pero su declaración no termina con la asunción del cumplimiento mesiánico en su maestro, sino que añade a esto la cláusula que identifica a Jesús como el Hijo del Dios viviente. Jesús no es solamente aquel que cumplía perfectamente las profecías sobre un Libertador, sino que este no es un mero enviado de Dios: es Dios mismo que desciende a la tierra para obrar el milagro más estremecedor y crucial jamás visto, el de redimir a los pecadores que confiesan de todo corazón su culpabilidad, y que solicitan el perdón de sus yerros humildemente a Dios. El Hijo del hombre se une al Hijo de Dios, dos naturalezas unidas misteriosamente en Cristo. Los discípulos no están siguiendo a una persona mortal más, sino que están yendo tras las mismísimas huellas de Dios caminando sobre la tierra. Son espectadores de lujo de una realidad espiritual que excede cualquier intento por explicarla con palabras humanas. Dios está en medio de ellos en carne y hueso. Dios los ha elegido para que sean la avanzadilla del Reino de los cielos y para que den testimonio de esta frase tan hermosa y, a la vez, tan sobrecogedora. 

3. CRISTO, NUESTRA ROCA 

       ¿De dónde había sacado Pedro esta conclusión que había dejado patidifusos al resto de sus colegas? ¿Cómo era posible que alguien manifestase con tanta soltura y rotundidad una aseveración de este calado? Ante las bocas abiertas de sus discípulos, Jesús recoge esta afirmación y la convierte en el fundamento de la fe cristiana para todas las épocas: “Entonces le respondió Jesús: —Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no la dominarán. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos: todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos. Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijeran que él era Jesús, el Cristo.” (vv. 17-20) 

       Seguramente tendréis conocimiento de la controversia que los siguientes versículos han planteado sobre la primacía papal del apóstol Pedro. La Iglesia Católica Romana sigue afirmando que sobre la persona de Pedro es que se funda la iglesia cristiana, que este tiene las llaves del cielo para dar entrada o para negarla a los que fallecen, y que este es el primer representante vicario de Dios en la tierra después de Cristo. Desde un punto de vista exegético y teológico evangélico, esta interpretación está más que errada. A la felicitación que Jesús dispensa al arriesgado discípulo por su arrojo y resolución, por su apertura a la revelación espiritual que solo Dios Padre ha podido otorgarle, y por su valentía en hacer pública esta afirmación nuclear sobre la identificación mesiánica de su maestro, se añade un cambio de nombre, muy similar al que Dios provoca en la vida de Abraham y de Jacob entre otros en el Antiguo Testamento. Pedro ha alcanzado una cota de discernimiento espiritual que Dios ha respaldado e impulsado en su vida, y pasa de ser Simón, hijo de Jonás, a ser Pedro, aquel que, con su declaración atrevida ha puesto la base para la construcción y desarrollo de la iglesia de Cristo. 

      Los teólogos católicos han centrado más la fundamentación de la iglesia sobre la persona que en la declaración que proviene de los lugares celestiales, de la mismísima boca de Dios, del discernimiento sublime del Espíritu Santo. La interpretación equilibrada y sencilla es que sobre la aseveración de Pedro se ha de cimentar la iglesia del porvenir. Todos los creyentes del mundo deberán basar sus existencias, valores, conductas, palabras y pensamientos sobre el concepto majestuoso de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Pensar que Dios colocaría el fundamento sobre un ser humano falible, débil y que metía la pata hasta el corvejón en futuros acontecimientos de su vida, es un auténtico error. Sobre la roca fuerte y firme de la confesión petrina nuestra fe tiene sentido y propósito, la iglesia permanece y persevera y los cristianos vencen a la muerte en virtud de su conquista por Cristo en la cruz del Calvario.  

       Empleando un juego de palabras, algo así como una manera de hacer memoria por medio de estrategias mnemotécnicas, Jesús anhela que esta oración de Pedro siempre quede para la posteridad. En ningún momento posterior vemos a Pedro detentando un estatus superior al de sus compañeros, enorgullecido de su declaración cristológica, apelando a una autoridad significativa sobre el resto de sus consiervos. Todo lo contrario. Pedro se humilla con el paso del tiempo ante Dios y se pliega a su voluntad en instantes en los que parece haber perdido el verdadero sentido del evangelio en relación con los gentiles. Pedro un día fallecerá por la causa de Cristo, pero la roca de nuestra fe, la roca de su fe, las palabras que brotan directamente de un corazón lleno del Espíritu Santo, quedarán grabadas en piedra para la iglesia universal de Dios.  

       Pedro recibe de Jesús una responsabilidad ciertamente especial y que requerirá de sabiduría y consenso con sus condiscípulos. Todo cuanto atare en la tierra será atado en los cielos, y viceversa, se refiere a la prerrogativa que, desde la ascensión de Cristo, detentará la iglesia cristiana en cuanto a la disciplina y a la restauración, a las decisiones que la comunidad primitiva de fe tomará con respecto a sus miembros. El discernimiento espiritual que solo Dios brinda a sus apóstoles siempre estará en conexión directa con su voluntad, por lo que, si una persona de cualquier congregación se empecina en no aceptar la corrección debida por su mala conducta y testimonio para con los de adentro y para con los de afuera de la iglesia, podrá ser expulsado con el beneplácito de Dios, atando y desatando de acuerdo a este canal de entendimiento entre Cristo y las cabezas visibles de su iglesia terrenal. No se trata de que Pedro o cualquiera de sus compañeros hagan algo que ataña a la iglesia y que esto sea refrendado por Dios, aunque la medida sea caprichosa o tendenciosa. Las cosas no funcionan así, sino que, de acuerdo a la voluntad y los designios divinos, los pastores de la iglesia primitiva tomarán medidas que se ajustarán a la Palabra de Dios. 

      Jesús concluye esta charla rogando a sus seguidores más fieles que no vayan difundiendo por ahí todo lo que acaban de escuchar. No es todavía el momento de revelaciones que el mundo aún no sería capaz de asimilar y comprender. No es el tiempo oportuno para trasladar esta magnífica declaración a los foros públicos, y mucho menos para que los líderes religiosos, bastante picados y enfadados con Jesús y sus discípulos, conocieran las interioridades de la genuina identidad de Jesús. Algunos lo entenderían como el pistoletazo de salida de una revolución social y política que expulsase a sus invasores. Otros lo verían como un insulto a la religión de sus antepasados, como un ataque directo a la doctrina rabínica, como una amenaza blasfema contra el estatus quo. Otros se burlarían y pensarían que este Jesús era uno más de los mesías que habían sido aniquilados por las autoridades. Jesús cuida de las sazones y del “timing” y sabe que las poderosas palabras de Pedro pueden tener consecuencias indeseables para su ministerio en la altura de los acontecimientos en los que se halla inmerso. No deben precipitarse y acelerar el porvenir. Es momento para la paciencia, para la discreción, para seguir trabajando callada y humildemente en la extensión del evangelio de salvación. Es la hora del misterio mesiánico. 

CONCLUSIÓN 

      La declaración de Pedro debe ser también la declaración de cada uno de nosotros. Jesucristo es el cimiento de nuestra fe, el modelo de nuestra devoción y ética, el testimonio fiel de que Dios nos ama hasta lo sumo. Sobre esta afirmación de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, vivimos, somos y nos movemos. No lo hacemos sobre una persona mortal y limitada por su naturaleza pecaminosa. Lo hacemos sobre la base del conocimiento que el Espíritu Santo depositó en nuestra mente y en nuestro corazón de quién era, es y será Jesús.  

       No creemos que sea una criatura de Dios, o un dios menor, o un profeta y maestro moralista, o un revolucionario que dio su vida por sus ideales. Creemos que Jesús es el ungido de Dios, aquel que reina y salva, que juzgará a vivos y a muertos en la hora final. Y podemos decirlo a los cuatro vientos, porque el misterio mesiánico pasó el día en el que murió, resucitó y ascendió a los cielos para abogar por nosotros y para prepararnos moradas eternas en los lugares celestiales. Si ya has confesado públicamente quién es Cristo, te felicito del mismo modo en que lo hizo Jesús con Pedro. Pero si todavía no lo has hecho, de nuevo Jesús te pregunta: ¿Quién dices que soy? Contesta hoy a esta cuestión y fundamenta tu vida sobre la revelación que transformará tu existencia de principio a fin.

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