AVISOS DE MUERTE


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 16-17 “HIJO DEL DIOS VIVIENTE” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 16:21-28; 17:22-23 

INTRODUCCIÓN 

      Una de las obras que más me gustó poder leer en mi adolescencia fue la obra de Gabriel García Márquez titulada “Crónica de una muerte anunciada,” publicada en 1981. Este magistral escritor colombiano, ya fallecido, construye una historia a partir de una narrativa periodística sobre un hecho basado en la realidad. La historia, a grandes rasgos, cuenta lo siguiente: En un pequeño y aislado pueblo en la costa del Caribe, se casan Bayardo San Román, un hombre rico y recién llegado, y Ángela Vicario. Al celebrar su boda, los recién casados se van a su nueva casa, y allí Bayardo descubre que su esposa no es virgen. Inmediatamente, Bayardo devuelve a Ángela Vicario a la casa de sus padres donde es golpeada por su madre e interrogada por sus hermanos, Ángela culpará a Santiago Nasar, un vecino del pueblo. Los hermanos Vicario –Pedro y Pablo–, obligados por la defensa del honor familiar, anuncian a la mayoría del pueblo que matarían a Santiago Nasar. Este no se entera, sino minutos antes de morir. Los hermanos matan a cuchillazos a Santiago, después de pensarlo en varias ocasiones, en la puerta de su casa, a la vista de la gente que no hizo o no pudo hacer nada para evitarlo.” Todos sabían quién iba a morir, menos la víctima, por lo que el desenlace final de la historia era previsible casi desde el principio. 

      La vida de Jesús también fue en todo momento la crónica de una muerte anunciada. Ya fue profetizada en los tiempos del Antiguo Testamento por siervos de Dios, y durante su ministerio terrenal, el mismo Jesús hace suyos estos oráculos divinos, y anuncia en varias ocasiones que su misión final tiene que ver con la muerte a manos de sus enemigos. Aunque algunos pusieron todo de su parte por quitarle de la mente esta idea, contraria a las esperanzas y sueños que muchos habían depositado en él como el libertador político y revolucionario que habían aguardado durante siglos, lo cierto es que la muerte era un episodio necesario, aunque paradójico y contradictorio, en la trayectoria mesiánica de Jesús. Recordemos que Jesús hace que sus discípulos guarden silencio acerca de su identidad divina. No es necesario adelantar acontecimientos. Sin embargo, dentro de la intimidad del grupo apostólico constituido por Jesús, la realidad futura de su muerte resuena como algo extraño e imposible para la lógica humana.  

1. UN DESTINO TRÁGICO, PERO NECESARIO 

       Jesús, tras haber establecido como fundamento de la iglesia del porvenir la declaración petrina de su filiación divina, entiende que, según el conocimiento preclaro de los tiempos y sazones, su hora más oscura y terrible, pero más brillante y redentora a la vez, está cerca de llegar: “Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho a manos de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día... Estando ellos en Galilea, Jesús les dijo: «El Hijo del hombre será entregado en manos de hombres y lo matarán, pero al tercer día resucitará». Ellos se entristecieron mucho.” (16:21; 17:22-23) 

       Sus discípulos, equipados con una verdad primordial y con una fe arraigada en el cumplimiento profético y mesiánico de las promesas del Antiguo Testamento, deben conocer la conclusión de todo cuanto están haciendo junto a Jesús antes de que todo se suceda de forma vertiginosa. Sus palabras son recibidas con extrañeza, con desconcierto y con incertidumbre. Se acerca el momento de viajar a Jerusalén, el centro neurálgico de la vida política, social y religiosa de los judíos. Es la última parada en su periplo misionero por toda Galilea, Judea y Samaria. Allí desgranará el meollo de sus enseñanzas, señalará la hipocresía palmaria de los dirigentes religiosos, y se enfrentará tanto a las alabanzas como a las acusaciones, tanto a los aplausos enfervorecidos de las masas como con los insultos y esputos de sus adversarios. Jerusalén, ciudad santa sobre la que derrama sus lágrimas y en la que cerrará el círculo de su obra salvífica. No se trata de una visita de cortesía, o de un destino aleatorio, o de un tour turístico. Es necesario, perentorio, imprescindible que un día no muy lejano en el tiempo entre por las puertas de Jerusalén. 

      Jesús sabía, como sabían también sus discípulos, que allí se encontraría de frente con sus más acérrimos enemigos, y que estos urdirían planes malignos en su contra. Todos eran conscientes de que el peligro acecharía con mayor probabilidad en la ciudad santa a un Jesús que había puesto en tela de juicio la autoridad de los fariseos, de los saduceos y de los escribas y maestros de la ley. Pero lo que no sabían los seguidores íntimos de Jesús, es que este debía sufrir lo indecible cuando sus némesis aprovecharan cualquier palabra o acción de Jesús para acusarlo de blasfemia, sedición al Imperio Romano, o sublevación civil. Jesús se iba a meter en la boca del lobo a sabiendas de que no iba a salir con vida de este postrer viaje. Pero también era conocedor de que, aunque muriera de forma cruel y salvaje, con la traición de fondo de uno de sus más estrechos colaboradores, este se levantaría de los muertos para completar la obra redentora que, desde antes de la creación del mundo, ya había sido prevista en concilio trinitario. Este aviso de Jesús se repite en una segunda ocasión, empleando la tercera persona del singular y el título de Hijo del hombre, para hablar de sí mismo y de su fallecimiento y resurrección. La reacción de sus discípulos era bien visible en las miradas y rostros. La tristeza y la pena mudaban sus caras cada vez que Jesús tocaba este tema del que nunca hubieran querido escuchar. 

2. UNA PREOCUPACIÓN TENTADORA 

       Sin embargo, el mismo Pedro que afirma con contundencia la divinidad de Jesús días antes, es el que procura arrebatar de la voluntad de este cualquier pensamiento acerca de su muerte. Pedro no entiende ni concibe que su maestro amado tenga que pasar por este trance espantoso, que haya de beber de la copa amarga de la muerte: “Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirlo, diciendo: —Señor, ten compasión de ti mismo. ¡En ninguna manera esto te acontezca! Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: —¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.” (16:22-23) 

       ¿Qué hubiera hecho cualquiera de nosotros al saber que una de las personas a las que más amamos está prediciendo su inminente muerte? Tal vez Pedro, portavoz en ocasiones de lo que muchos de sus compañeros pensaban sobre ciertos temas controvertidos, se arrancase de este modo tan sentimental y emotivo, pero lo más posible es que todos aquellos que seguían a Jesús también tendrían intención de evitar que lo pronosticado se cumpliese en la realidad. Pedro, con ese carácter tan directo y ese temperamento tan volcánico, con el corazón lleno de tristeza al escuchar de la boca de su querido maestro palabras tan lúgubres y tétricas, coge a Jesús por el brazo para que nadie escuche lo que tiene que decirle bien a las claras. Jesús se deja hacer y lo acompaña para hacer un aparte con Pedro. Y no se le ocurre a Pedro mejor idea que reconvenir a Jesús. Es una manera brusca y áspera de querer demostrarle su cariño y su afecto, pero yerra al querer imponer a Jesús su visión de la cuestión. Con buenas intenciones y reconociendo su señorío, reprende a Jesús a solas apelando a que no diga ese tipo de cosas, que no sea tan dramático y que él ya hará todo lo posible para que nunca llegue el indeseado instante en el que Jesús tenga que fallecer de forma tan horrible. 

       Cualquiera de nosotros, manteniendo al margen la expresividad y falta de tacto de Pedro, hubiera entendido la posición de este discípulo. El afecto entrañable y el deseo de que nada ocurra a quien tenemos cariño a veces nos lleva a decir cosas que, aunque repletas de buena fe, pueden ser dañinas para la persona a la que manifestamos nuestra postura. Pedro quería proteger a su maestro, proteger a sus compañeros de pesimistas pensamientos, y protegerse a sí mismo de un fracaso como el que podía llegar a ser que Jesús desapareciera del mapa definitivamente. Jesús, aguantando el chaparrón que Pedro está lanzado sobre él, lo detiene con un gesto rotundo. Y en lugar de agradecerle su preocupación, su desvelo y sus sugerencias, Jesús le recrimina su comportamiento irreverente e ignorante. ¿Acaso Pedro sabía más sobre el futuro que Jesús? ¿Acaso Pedro tenía idea de lo que estaba en juego? ¿Se daba cuenta de que estaba intentando trastornar los planes que Dios había elaborado desde siempre para salvar al mundo? Jesús viene a decir a Pedro que no tiene ni idea de lo que está diciendo. 

      Y, lo que, es más: Jesús le dice a Pedro que no oponga resistencia a los acontecimientos que se van a suceder más pronto que tarde. Pedro debe mantenerse al margen de todo lo que pase de ahora en adelante, porque todo debe ocurrir sin que nadie ose modificar lo establecido por Dios. Le conmina exclamativamente a que se haga a un lado cuando los sacerdotes, los ancianos y los escribas lo prendan para ajusticiarlo. Si Pedro no hace lo que le está diciendo ahora, estará colaborando sin saberlo con el mismísimo Satanás, el cual busca frustrar los propósitos redentores de Dios. Pedro estaba más ocupado pensando en la integridad física de Jesús que en el papel salvífico de este por medio de su muerte y resurrección. Y aun cuando pueda parecer insensible, Jesús le comunica sin paños calientes que debe deponer su intención de convencerle para conservar y preservar su vida terrenal. De algún modo, Satanás está tentando a Jesús para que no tenga que probar la hiel de una muerte sangrienta, dolorosa e injusta, por medio de las emociones de Pedro. Sabemos que Jesús tuvo que volver a enfrentarse a esta disyuntiva en el huerto de Getsemaní horas antes de ser apresado y condenado a muerte. También sabemos que Pedro nunca dejó de pensar en el hecho de evitarle a Jesús esta situación mortal, hasta el punto de blandir una espada para defenderlo antes de huir ante la orden tajante de Jesús justo al ser puesto a disposición judicial de las autoridades religiosas judías. 

3. UN SEGUIMIENTO COSTOSO 

      Dejando a Pedro con la boca bien abierta, todavía trastornado por las palabras duras y afiladas de su maestro, Jesús se dirige a todos sus discípulos para enseñarles sobre asuntos que tenían que ver con la nueva vida espiritual y con los acontecimientos del futuro: “Entonces Jesús dijo a sus discípulos: —Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. ¿De qué le servirá al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿O qué dará el hombre a cambio de su alma?, porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras. De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí que no gustarán la muerte hasta que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su Reino.” (16:24-28) 

        Jesús quería dejar sentadas una serie de temas que tenían que ver con el coste del discipulado y del seguimiento a su persona. Jesús está poniendo las cartas sobre la mesa. Las horas más tenebrosas y críticas de su ministerio se aproximan rápidamente. Necesita que sus más estrechos seguidores se mantengan firmes en su compromiso de seguir la misión evangelizadora con o sin él. Si alguno de ellos tenía dudas, estas iban a ser disipadas. Seguir a Jesús implicaba, e implica, la autonegación. Negarse a uno mismo involucra despojarse del egoísmo, de buscar los intereses personales por encima de los de Dios y los de otros de sus semejantes. Significa vaciarse de todo aquello que ha de entorpecer nuestra comunión con Dios y con Cristo. Es depender por completo de la providencia divina, sometiéndonos con humildad bajo su señorío y soberanía. Negarse a uno mismo es dejar que Jesús sea el centro de todo lo que hacemos, decimos y pensamos. Es apartar de nosotros el pecado que nos asedia, romper con los lazos que nos ataban a nuestra vana manera de vivir, y dejarnos liberar por Cristo para escapar de la esclavitud de Satanás y del ego.  

       Aquel que practica la autonegación ha de tomar su cruz, esto es, ha de sufrir el oprobio, el ataque y la persecución hasta la muerte, por parte de los enemigos del evangelio de Cristo. No tiene que ver con esa expresión que hemos escuchado popularmente de que uno debe llevar su cruz en el sentido de que todos tenemos un problema grande que hemos de soportar con resignación. Tomar la cruz supone asumir que hemos de compartir los padecimientos de Cristo en momentos en los que nuestra fe pueda ser un incordio para algunas instituciones o personas. Con esta autonegación y con esta conciencia de que ser seguidor de Jesús no va a ser precisamente un camino de rosas, el discípulo ya puede ir en pos de su maestro sin llevarse a engaños ni albergar dudas de ningún tipo. Si un discípulo niega a Jesús en un momento dado, o se declara apóstata queriendo salvar su pellejo de torturas o presiones sociales incómodas, sabe que habrá perdido la oportunidad de ser confirmado por este ante su Padre celestial, y que su destino final será trágico en gran manera. Por el contrario, morir viviendo para Cristo es el camino que nos lleva a la vida eterna en la gloriosa presencia de Dios. Ya lo dijo Pablo en su día: “Conforme a mi anhelo y esperanza de que en nada seré avergonzado; antes bien con toda confianza, como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, tanto si vivo como si muero, porque para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia.” (Filipenses 1:20-21) 

       Ser aplaudido por la corriente de este mundo, someterse bajo el imperio de lo políticamente correcto, evitar ser escrutados por la opinión pública en temas relacionados con la homosexualidad, el aborto, la fluidez de género o la eutanasia, tener la fiesta en paz asintiendo a todo aquello que es tendencia, o llamando bueno a lo malo, y a lo malo bueno, te reportará grandes beneficios materiales, amplias oportunidades laborales y políticas, la gratitud de colectivos ateos y contrarios a la moral y la ética cristiana. No obstante, ¿de qué te servirá toda esta simpatía por lo que el diablo ha inoculado en la mente pecaminosa y concupiscente del ser humano? ¿Te dará entrada al cielo? ¿Serás acogido por Dios como si nada hubiese pasado? ¿O más bien serás juzgado y condenado por tus actitudes vergonzosas y camaleónicas? ¿Puede una persona comprar su salvación con algo que proceda de sí mismo? ¿Tiene la capacidad de rescatar, como algunos llegaron a creer en muchos momentos de la historia, a través de ofrendas, misas o penitencias el alma de los que ya partieron de este mundo? Jesús anuncia su segunda venida y el juicio final para dejar meridianamente nítido que todos nosotros seremos evaluados por la escrutadora mirada de Dios, y que solo Él dictaminará cual ha de ser nuestro destino eterno de acuerdo a nuestras decisiones aquí en este plano terrenal. 

      Como colofón a este discurso aleccionador y disipador de vacilaciones y quejas varias, Jesús afirma que algunos de los que componen el grupo de apóstoles seguirán vivos para contemplar la gloriosa visión de él mismo en su parusía para consumar el establecimiento del Reino de los cielos. Algunos discípulos morirán como consecuencia del martirio, aunque fueron testigos de la resurrección y ascensión de Jesús; Judas Iscariote se suicidará tras haber traicionado a su Señor; y otros, de los que solamente tenemos noticia de Juan, tendrán la oportunidad increíble y magnífica de recibir la revelación de Cristo en la que este regresará de nuevo para llevarse consigo a su iglesia, para juzgar a vivos y a muertos en el tribunal celestial, y para transformar los cuerpos terrenales de aquellos que lo aman en cuerpos glorificados para toda la eternidad. ¡Qué privilegio el de Juan, amanuense de Cristo en el Apocalipsis, describiendo los postreros días de la historia y el advenimiento de la Nueva Jerusalén!  

CONCLUSIÓN 

      Si Jesús no hubiese muerto en la cruz después de sufrir el acoso y derribo abyecto de sus enemigos religiosos, la salvación no se habría dado. Era menester que Jesús afrontara el dolor, la muerte y el odio de muchos para vencer sobre el pecado. Pedro nos muestra con su actitud que el emocionalismo a menudo puede enturbiar nuestra visión de lo que es necesario, de los auténticos propósitos de Dios en nuestras propias vidas, de la bendición que proviene de tener que atravesar por valles de lágrimas y desfiladeros tenebrosos. Con la excusa de querer evitar el dolor y la pena, nos vemos tentados a corregir a Dios, a decirle cómo deberían ser las cosas, a acusarle de querernos ver abatidos y acongojados. Una correcta y bíblica concepción del sufrimiento es más necesaria que nunca, en orden a comprender que no siempre el dolor y la aflicción nos acarrean desgracias, si estos están dentro de la voluntad de Dios para nosotros, aun cuando no lo entendamos en primera instancia. 

      Seguir a Cristo no es para cobardes, pusilánimes o acomodados. Ser sus discípulos requiere de grandes dosis de fe, de paciencia, de resiliencia y de compromiso. Lo fácil en este mundo es nadar con la corriente, adaptarse a las circunstancias sin temor a renunciar a tus principios y valores éticos y morales, estar a buenas con todos desde una equidistancia y una neutralidad que, en realidad, no es tal. Lo difícil, pero más satisfactorio, es abandonarlo todo para seguir a Jesús, para aprender de sus razones y de sus acciones, para soportar la oposición y presión social que quiere llevarnos a su terreno inmoral, y para contemplar la llegada de cielos nuevos y tierra nueva en el retorno de Cristo. Jesús vuelve a poner ante ti el peso y el precio del seguimiento. ¿Qué harás? ¿Lo seguirás a pesar de todo y de todos, por mucho que este seguimiento demande de ti? ¿O preferirás cambiar de chaqueta por conveniencias terrenales y por provecho material? Tú eliges si seguir siendo su discípulo o bajarte del carro para unirte a la carroza de la feria de las vanidades de este mundo.

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