MENSAJE A SARDIS



SERIE DE ESTUDIOS SOBRE APOCALIPSIS “CARTAS DEL FIN DEL MUNDO” 

TEXTO BÍBLICO: APOCALIPSIS 3:1-6 

INTRODUCCIÓN 

       Posiblemente habrás escuchado expresiones como “dormirse en los laureles,” “tumbarse a la bartola,” “estar en Babia,” o “pensar en la mona de Pascua.” Todas ellas tienen que ver con un estado de desidia y letargo producto de la comodidad, de la confianza excesiva y de la dejadez sistémica. Dormirse en los laureles significa según el DRAE, descuidarse o abandonarse en la actividad emprendida, confiando en los éxitos que ha logrado,” una manera evocadora de decir que nos estamos relajando en demasía a la hora de desempeñar nuestro trabajo u oficio. Tumbarse a la bartola es otra manera de decir que alguien es perezoso o despreocupado, con el nombre de Bartolo como ejemplo ficticio de personajes haraganes y ociosos. Estar en Babia es una forma de expresar “estar distraído y como ajeno a aquello de que se trata,” embobado en sueños vanos, dejando la realidad y sus responsabilidades para dormitar en el mundo de las ilusiones. Y pensar en la mona de Pascua es algo parecido a lo anterior, pensando en otra cosa diferente a la que de verdad importa e interesa. Todos estos dichos que usamos cotidianamente no son precisamente de lo más halagadores y positivos. Señalan a personas que se sumen en un sopor negligente que suele terminar con fatales consecuencias. 

     Normalmente, si nos comportamos de estas maneras anteriormente reseñadas, las cosas no nos van a ir bien en ninguna de las áreas de nuestra vida. Si nos dormimos en los laureles en cuanto a nuestra vida laboral, probablemente seremos sustituidos por personas más eficientes. Si nos tumbamos a la bartola en términos emocionales y sentimentales, dando por supuesto el amor de los demás sin esforzarse lo más mínimo por seguir cultivando una relación, posiblemente seremos abandonados o rechazados por nuestra actitud. Si estamos en Babia en lo referente a cualquier decisión importante que hemos de tomar, meditando en lo que no corresponde y perdiendo el tiempo en espejismos mentales, es más que posible que la oportunidad se pierda, que los plazos caduquen y que nuestra felicidad pase de largo. Si nos dedicamos a pensar en la mona de Pascual en lo que atañe a nuestra vida espiritual, poco a poco nos veremos enredados en asuntos accesorios y fútiles, abandonando en el proceso una disciplina devocional consistente y un compromiso serio con el discipulado de Cristo. 

1. IGLESIA ZOMBIE 

      Cuando esta modorra se traslada al cuerpo de Cristo, esto es, a la iglesia, entonces corremos un peligro realmente enorme. No solo adquirimos todas las papeletas de la rifa para sufrir el embate de corrientes ideológicas o doctrinales dañinas externas, o de un estado de hibernación que mata la pasión y la disciplina interna de la iglesia por llevar adelante la misión, sino que el mismo Cristo tendrá que tomar medidas radicales para despertar a esa adormecida congregación antes de que la debacle sea cosa hecha. Cristo, en un nuevo mensaje a otra de las iglesias de Asia Menor, en esta ocasión la ubicada en la ciudad de Sardis, desea echar un balde de agua fría sobre los rostros entumecidos y plácidos de muchos de sus seguidores: “Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: “El que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas dice esto: Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives y estás muerto.” (vv. 1) 

      La ciudad de Sardis se hallaba emplazada a unos 50 o 60 kilómetros al sureste de otra polis, la de Tiatira. En su momento fue capital del reino lidio, y poseía en su punto más alto una acrópolis que ejercía como fortaleza de defensa en casos de invasión o asedio enemigo. En los tiempos en los que Juan escribe esta carta, Sardis era una ciudad en decadencia, habiendo sido conquistada en varias ocasiones de forma bastante humillante, en la mayoría de casos por la negligencia de sus centinelas y soldadesca a la hora de guardar sus puertas. Reconstruida en el año 17 antes de Cristo por Augusto César tras un terrible terremoto, era un centro de adoración reconocido de Artemisa, de la naturaleza y de los ciclos de fertilidad. Albergaba una amplia población judía con gran capacidad adquisitiva, y la industria lanar era su principal fuente de ingresos. Allí es fundada una congregación cristiana que también solía ser el objetivo de persecuciones, de delaciones y de conflictos con la comunidad judía y el culto imperial.      

      Cristo se presenta, tal y como hace con el resto de iglesias a las que se dirige en Apocalipsis, y lo hace recordando dos de sus atributos, ya citados en el primer capítulo de esta carta universal escrita por Juan. Cristo tiene a su disposición los siete espíritus de Dios, otra forma de dar a entender que el Espíritu Santo, septuplicado para simbolizar su plenitud y perfección, se halla en comunión completa con el Hijo de Dios. El Espíritu Santo y Jesucristo son uno en el mismo deseo por que la iglesia sea avivada y prosperada aun en medio de las dificultades y problemáticas que puedan arrostrar en la dimensión terrenal. Además, Cristo tiene también en su poder las siete estrellas, los siete siervos angélicos que protegen cada una de las iglesias a las que dirige sus palabras y que transmiten a sus respectivos pastores la voluntad de Cristo para la vida de sus comunidades de fe. Cristo, en definitiva, gobierna desde la diestra del Padre cada una de las congregaciones cristianas que existen, y confirma la acción imprescindible del Espíritu Santo en la santificación de estas, y la intervención necesaria de sus mensajeros a la hora de comunicarse con ellas. 

      En el profundo conocimiento que Cristo tiene de esta iglesia, este señala con preocupación que algo no marcha correctamente en la dinámica espiritual de los hermanos de Sardis. Su reputación es ampliamente conocida por todos, su prestigio es indudable, y la vida que se le supone por las obras anteriores a su situación actual, parece que ha huido de en medio de ellos. Han vivido durante bastante tiempo de las glorias pasadas, de los logros espirituales conseguidos, pero en este momento concreto de su existencia, la iglesia está moribunda. Confiando en el buen hacer de los inicios como motor que pudiera dar inercia a su trayectoria comunitaria, se han dormido en los laureles y han dejado de poner el corazón en lo que hacen, sucumbiendo bajo el influjo de un letargo sutil que los ha llevado a la mediocridad y al borde de la muerte espiritual. El nombre y la fama no les ayudará en nada dadas las circunstancias. Deben levantarse con determinación para tratar de insuflar nuevo aliento a un organismo que progresivamente va entrando en un coma espiritual irreversible. Así pasa con muchas iglesias a lo largo de la historia. Han fiado todo a su solera y a su historia, olvidando revitalizar y vivificar el tejido interno del devenir de la comunidad de fe. 

2. IGLESIA AMODORRADA 

      Como aquellos centinelas que fallaron estrepitosamente en su cometido de avisar a la ciudad de Sardis de la inminente amenaza de sus enemigos, así se están comportando algunos líderes de esta congregación, haciendo dejadez de funciones preventivas y disciplinarias: “Sé vigilante y confirma las otras cosas que están para morir, porque no he hallado tus obras bien acabadas delante de Dios. Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído; guárdalo y arrepiéntete, pues si no velas vendré sobre ti como ladrón y no sabrás a qué hora vendré sobre ti.” (vv. 2-3) 

      La orden tajante de Cristo es la de que todos los componentes de esta iglesia deben mantenerse alerta, desperezarse de su sueño y reemprender la tarea de desarraigar de la vida comunitaria cualquier cosa que esté en contra de la voluntad de Dios. Sabemos que, como en el caso de las otras congregaciones a las que Cristo remite cartas, el secularismo y el sincretismo eran uno de los problemas más acuciantes por los que los hermanos y hermanas pasaban. Todavía quedaban asuntos que poner en proceso de disciplina, y, a causa de tumbarse a la bartola, descuidando el debido control y la necesaria atención de cualquier cuestión que enrareciera la espiritualidad de la comunidad de fe, estos habían adquirido dimensiones ciertamente peligrosas. La obra estaba inacabada, y para más inri, no alcanzaba a cumplir los estándares de Dios. Era menester ponerse las pilas, arremangarse y desentumecer los miembros anquilosados, a fin de estar a la altura de lo que Dios demandaba de ellos.  

     Las instrucciones de Cristo son claras. En primer lugar, debían hacer un ejercicio de memoria para recuperar las enseñanzas apostólicas, para incorporarlas al torrente espiritual de la iglesia, como si de una buena dosis de cafeína se tratase, y así rememorar los fundamentos doctrinales que les provean de las herramientas oportunas para lograr las metas propuestas por Dios a todos los niveles. Debían perseverar en la obediencia de los dictados divinos al coste que fuese, renunciando a las dinámicas tóxicas que se estaban asentando en el seno de la comunidad de fe de Sardis, arrepintiéndose de su negligencia y dejadez, y volviéndose a colocar en sus puestos de vigilancia espiritual y pastoral. Si no propiciaban este cambio, sino quitaban de sus adormilados ojos las legañas de la laxitud, Cristo promete que su pereza y su inatención serán juzgadas cuando menos lo esperen, cuando más suenen los ronquidos de la desidia. Esta expresión que hace alusión al ladrón que penetra subrepticiamente en el hogar para saquear ya había sido empleada por el mismo Cristo en Mateo 24:43 para señalar su segundo advenimiento, e ilustra a la perfección el fatal final de aquellos que se confían demasiado y que no ponen todo de su parte por evitar la ruina y la miseria: “Pero sabed esto, que si el padre de familia supiera a qué hora el ladrón habría de venir, velaría y no lo dejaría entrar en su casa.” 

3. LOS IRREDUCTIBLES DE VESTIDURAS BLANCAS 

      Menos mal que no todos los que participan de la vida colectiva de la iglesia en Sardis están inmersos en un sopor letal: “Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas.” (v. 4) 

      Es triste constatar que solo unas pocas personas siguen manteniendo la integridad moral y espiritual dentro de la iglesia. ¿Cómo se sentirían estos hermanos y hermanas en medio de un ambiente deplorable de languidez espiritual? Seguramente tratarían por todos los medios de sacudir los corazones embotados de sus camaradas en la fe, pero al parecer, poco podían hacer ante una generalizada siesta comunitaria. Sin embargo, este remanente maduro y comprometido eran todavía la esperanza de que la iglesia en Sardis saliese a flote. Estos miembros responsables no se han sometido bajo las presiones y las influencias terribles de la secularización y del sincretismo religioso. No se han abandonado al influjo del canto de sirenas que han hechizado a la mayoría de consiervos, sino que han permanecido santos, cumpliendo a rajatabla con las estipulaciones de Dios en términos éticos y morales. Dado que han resistido la tentación de tumbarse a la bartola, de implicarse en el dolce far niente, son elogiados por su encomiable resiliencia. 

     Esta minoría de hermanos tiene ya garantizado el galardón de Cristo. Su Señor y Salvador los ha hallado dignos, puesto que al ponerse a prueba su fe y su fidelidad, han salido victoriosos. Han decidido no volver atrás, no contaminarse con el pecado sistemático de la sociedad en la que viven, no ser subyugados por los placeres y los deseos de este mundo, no servir a Satanás ni a sus venenosos propósitos. Han elegido ser santos como Dios es santo, y la pureza de sus vestiduras no es ni más ni menos que el símbolo de su entereza, de su consagración a Dios, de su coherencia. A riesgo de ser vituperados, perseguidos o amenazados socialmente, han permanecido firmes en la obediencia debida a Cristo. De ahí que la promesa de Cristo para ellos sea un auténtico privilegio, el honor de caminar junto a él por toda la eternidad con la señal de su entrega total a los estándares morales de Dios. 

4. PROMESAS DE VICTORIA Y REDENCIÓN 

     Abundando en esta imagen de las vestiduras blancas, Cristo ofrece una recompensa realmente gloriosa para aquellos que no se dejan llevar por la molicie y por la holgazanería espiritual, para aquellos que han disciplinado sus vidas espirituales de tal manera que se mantienen alertas ante cualquier enemigo que amenace la comunión de la iglesia con Dios: “El vencedor será vestido de vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” (vv. 5-6) 

      Además del sentido de pureza que caracteriza a las vestiduras blancas, se les añade el matiz de la victoria, dado que, en aquella época, cuando Roma lograba un triunfo militar, los más altos dignatarios se vestían con togas de un blanco impecable para celebrarlo. Otra de las promesas que Cristo ofrece a aquellos que siguen bien despiertos en la batalla espiritual constante que existe entre la iglesia y el mundo, entre los creyentes y Satanás, y dentro mismo de cada cristiano, es la de que no serán borrados del libro de la vida. Este libro, exclusivamente en manos de Cristo como Juez de las naciones en el tribunal final, lleva la cuenta de aquellos creyentes que han sido redimidos y que gozarán perpetuamente de la vida eterna.  

       Más adelante en Apocalipsis se nos narra la apertura de este libro: “Y vi los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios. Los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida. Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.” (Apocalipsis 20:12) En Deuteronomio 29:20, Dios señala que serán borrados de este libro de la vida aquellos que, obstinados en su idolatría infiel, encima se burlan de Dios, incurriendo en su ira: “No querrá Jehová perdonarlo, sino que entonces humeará la ira de Jehová y su celo sobre ese hombre, se asentará sobre él toda maldición escrita en este libro y Jehová borrará su nombre de debajo del cielo.” 

       Por si estas dos promesas hermosas y maravillosas fueran poca recompensa para los que no se dejan manchar las vestiduras del alma con la polución del pecado y la perversión mundana, Cristo también les asegura que, en la hora del juicio final, este actuará como testigo de excepción que avalará con su testimonio la dignidad y lealtad al llamamiento de Dios. Cristo los justificará en virtud de su sacrificio vicario y añadirá a su salvación la honra de haber confesado públicamente que solo a él servirán y obedecerán, que Cristo es el Señor de sus vidas, y que ningún dios pagano o ser humano endiosado podrá hacerles arrodillarse para adorarlos y tributarles loa. Estas mismas palabras son pronunciadas por Jesús cuando dio instrucciones a sus apóstoles en los instantes anteriores a ser enviados a las poblaciones de Judea para predicar el evangelio del Reino: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos.” (Mateo 10:32-33)  

      Proclamar su adhesión a la causa del Reino de los cielos en el panorama histórico en el que Juan escribe estas cartas al dictado de Cristo no era fácil ni cómodo, pero siempre habría un pequeño remanente de discípulos suyos que se enfrentarían a todo y a todos por confesar el nombre de su Redentor y Soberano. Estas palabras, como todas las demás que Cristo dedica al resto de iglesias de Apocalipsis, deben traspasar el curso de la historia para que también sean un aviso a navegantes para nuestras congregaciones actuales. 

CONCLUSIÓN 

      Lamentablemente hemos oído de iglesias cristianas que han ido languideciendo a lo largo del tiempo hasta desaparecer. Iglesias que lo fiaron todo a su trayectoria histórica, a sus logros pretéritos y a su prestigio polvoriento, y que soslayaron la realidad de una grey adormecida y acomodada bajo el cobijo de las mantas de la fama pasada. Como organismo vivo que es la iglesia, esta necesita permanecer despierta ante el mundo que le rodea, ante las continuas asechanzas de enemigos que desean su ruina y desvanecimiento, y ante los planes de destrucción que fragua nuestro mayor adversario, Satanás. Cuando la desidia se instala en el discurrir de la vida comunitaria, las normas se flexibilizan más allá de lo que es recomendable desde la óptica divina, y la disciplina se transforma en un laissez faire mediocre, el derrumbe espiritual de una iglesia está más próximo que nunca.  

      Los pastores y ancianos de las congregaciones cristianas tienen una gran responsabilidad que llevar a cabo en este aspecto. Si aquellos que deben velar por la pureza de la doctrina apostólica, que han de imprimir brío y renovadas energías a los distintos ministerios que deben ponerse en marcha en la congregación, y que han de procurar, discernimiento espiritual mediante, que la armonía, la integridad y la espiritualidad colectiva siga en el candelero, pegan cabezadas y se ven arrastrados a la molicie, la iglesia se resiente tanto que, paulatinamente, el resto de ovejas del rebaño de Cristo comienzan a desmandarse, a deslizarse hacia la pereza y a entrar en un sueño que solo lleva al desastre más absoluto. Por ello, levantémonos de nuestros lechos de complacencia y asumamos el reto formidable de despertarnos y de despertar a quienes duermen entre nosotros. Como diría Pablo en Efesios 5:14: “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo.” 


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