MENSAJE A LAODICEA


 

SERIE DE ESTUDIOS SOBRE APOCALIPSIS “CARTAS DEL FIN DEL MUNDO” 

TEXTO BÍBLICO: APOCALIPSIS 3:14-22 

INTRODUCCIÓN 

       Las expresiones que denotan la tibieza de las personas en cuanto a un asunto en particular son ampliamente conocidas por todos. Hemos oído de personas que “ni chicha ni limoná,” que no son ni una cosa ni la otra, y que, por tanto, son insípidas y desagradables al paladar; de individuos que están “entre Pinto y Valdemoro,” es decir, que no se deciden por una opinión concreta, que no se definen o que prefieren nadar entre dos aguas; de personajes que “ni comen ni dejan comer, como el perro del hortelano,” que ni se benefician de algo ni dejan que otros lo hagan; y de gentes que muestran su equidistancia sobre un tema apelando a una presunta neutralidad que puede llegar a fluctuar según lo dicten las circunstancias, que “juegan a dos barajas.” Personas con esta clase de talante ante las decisiones de la vida o ante posicionamientos acerca de determinados temas las hay a cientos, y varían su discurso dependiendo de lo que les va en el juego. Tratar con individuos de esta catadura es harto difícil, porque nunca sabes por dónde te pueden salir, porque siempre contestan ante cualquier cuestión con un desvaído comentario que puede ser entendido en ambos sentidos, con una vacilante y condicional respuesta que nos deja completamente desconcertados. ¡Qué complicado es dialogar con alguien que no pone las cartas sobre la mesa, que no se decanta hacia una opción definida, o que no se pronuncia rotundamente sobre un asunto propuesto! 

       A veces, la tibieza moral de muchas personas tiene que ver con el miedo a comprometerse con la idea que se apoya. Si la idea en sí tiene éxito y triunfa, siempre están a tiempo de subirse al carro; pero si la idea fracasa, también tienen preparado su plan de adherirse a la idea vencedora sin remordimientos ni escrúpulos de ninguna clase. Cambian de chaqueta sin miramientos, se cobijan bajo la sombra que mejor les conviene, y nunca se mojan lo suficiente como para que, si vienen mal dadas, sean pillados en un renuncio. Hábiles y astutos para mantener su neutralidad aun cuando todo estalle a su alrededor, invariablemente están listos para aprovechar cualquier oportunidad sin ser culpados o señalados por seguir una tendencia en particular. Sus expresiones favoritas son el “quién sabe,” el “a lo mejor,” o el “ya veremos.” Escurridizos y fluidos, se adaptan a la coyuntura de cada instante, y optan por vivir vidas amoldadas a las situaciones cambiantes que se van sucediendo en su entorno más inmediato. No buscan ser relevantes o excelentes. Solo procuran vivir sin problemas, en paz y armonía con todo y con todos, aunque tengan que traicionar sus propias convicciones personales. 

1. COHERENCIA Y FIDELIDAD DE CRISTO 

      La última carta que Cristo escribe por medio de Juan a la iglesia en Laodicea nos remite a esta clase de personas e instituciones humanas que prefieren mantenerse en la mediocridad, existiendo al ralentí, sin mayor objetivo que el de vivir sin sobresaltos ni conflictos. Cristo desea advertir a los creyentes laodiceos de que esta clase de actitud en relación a su fe no será tolerada. Pero vayamos por partes. Cristo comienza, como ha hecho con el resto de iglesias de Asia Menor, presentándose de forma significativa para marcar la pauta que seguirá en el resto de su mensaje: Escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: “El Amén, el testigo fiel y verdadero, el Principio de la creación de Dios, dice esto.” (v. 14) 

       Cristo se identifica a sí mismo como el Amén, esto es, con la coherencia y la fidelidad en la palabra dada. Cristo no miente cuando promete a su iglesia que estará con ella hasta el fin del mundo. Tampoco lo hace cuando anuncia el advenimiento del Espíritu Santo sobre su iglesia después de su ascensión a los cielos. Cristo mantiene la verdad y el compromiso en cada palabra que ha enseñado a sus discípulos, y, por tanto, la iglesia en Laodicea debe tener en cuenta que, tanto aquello que sirva para alabanza de sus obras, como aquello que obedezca a la necesaria disciplina, será cosa hecha. La palabra “amén” proviene del hebreo, y significa confirmación y afirmación. Cristo confirma y afirma en virtud de su naturaleza divina que todo cuanto brota de su corazón y de su boca ha de cumplirse a rajatabla. Cristo es consistente en todo lo que hace y dice, y espera lo mismo de su iglesia amada. Cristo no se anda con rodeos ni marea la perdiz sobre cualquier asunto que desee comunicar a sus ovejas, sino que va al grano y deja constancia clara de que lo que dijo es lo que quiso decir. 

      Añadido a este amén, Cristo es el testigo fiel y verdadero, aquel que conoce de primera mano, ya que es esencia propia de la Trinidad, que todo lo que ordena su Padre es cierto y que nada falso se halla en todos sus designios y revelaciones. Podríamos decir que Cristo es el que rubrica con su testimonio vital en la tierra y con su muerte en la cruz la consumación de todo cuanto fue profetizado siglos atrás sin que faltase un solo oráculo que no se ciñese a la realidad del plan de salvación de Dios. Cristo no es solamente fiel y verdadero, sino que él es la fidelidad y la verdad personificadas. Nadie puede desmentir o poner en tela de juicio sus acciones y enseñanzas, puesto que todas son respaldadas por la verdad por excelencia. A diferencia del ser humano, infiel y mentiroso cuando las circunstancias lo requieren, Cristo permanece firme e inmutable en sus juicios y comunicaciones a su iglesia. En Cristo todos podemos comprobar fehacientemente el gran amor de Dios por la humanidad, el programa que fue ideado antes de la creación del mundo por Él siendo perfeccionado en su muerte vicaria. 

     También Cristo es el Principio, con mayúsculas, de la creación de Dios. No que Cristo fuese creado por Dios, algo que ya los arrianos en su momento, y actualmente los Testigos de Jehová promueven, sino que Cristo es engendrado y uno consustancialmente con el Padre y el Espíritu Santo. La creación es obra suya, así como lo es la recreación y la regeneración del ser humano caído. Desde la eternidad Cristo ideó, diseñó y llevó a término la más magnífica obra de arte jamás vista y oída: la de un mundo perfecto en el que el ser humano era corona de la creación. Desde la eternidad Cristo dio todo en manos del ser humano para que fuese un gestor excelente de la obra de sus manos. Desde la eternidad Cristo supo que debía morir por los pecadores, a fin de reconciliarlos con Dios. Pablo lo expresó exquisitamente en su epístola a los Colosenses: “Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él.” (Colosenses 1:15-16) 

2. INDETERMINACIÓN VOMITIVA 

       Con esta introducción personal de Cristo, la iglesia de Laodicea ha de comprender el sentido y la dirección de la carta que recibe de parte del Señor: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Tú dices: Yo soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad. Pero no sabes que eres desventurado, miserable, pobre, ciego y estás desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que compres de mí oro refinado en el fuego para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, para que no se descubra la vergüenza de tu desnudez. Y unge tus ojos con colirio para que veas.” (vv. 15-18) 

       Para entender estas palabras severas de Cristo, hemos de ponernos en contexto. Laodicea era una gran ciudad que se hallaba a unos 160 kilómetros al este de Éfeso y que estaba emplazada muy cerca de la frontera oeste de la provincia romana de Asia. Su ubicación estratégica se debía principalmente a que estaba justo en la convergencia de rutas de comercio importantes del Oriente. Era miembro prominente de una confederación urbana de tres ciudades junto a Hierópolis y Colosas, y sus principales actividades económicas y productivas eran las de la banca, la de la lana negra y la médica. Propensa a los terremotos y sin acceso directo a un suministro de agua potable próxima, tenía que hacer traer agua desde las ciudades asociadas. Existía una comunidad judía helenizada y el sincretismo era básicamente la práctica religiosa de sus habitantes. Podríamos decir, con una de las expresiones empleadas en la introducción, que Laodicea estaba entre Hierápolis y Colosas. 

      Cristo sabe de qué pie calza su iglesia en Laodicea. Tal vez esto era lo más positivo que podía decir el Señor de los miembros de esta comunidad de fe. Escueto y cortito al pie. Pero estas obras eran improductivas, mediocres. La razón de este juicio de valor cristológico es que la iglesia de Laodicea se ha contagiado de la clase de actitud que los ciudadanos de esta polis tienen hacia todo. Todo cabe, todo es tolerable, todo vale, a fin de que la paz reine. Los creyentes laodiceos eran tibios, esto es, no marcaban una gran diferencia en medio de la sociedad de la ciudad. Su sal no era salada y su luz había sido escondida debajo de un almud. Estaban cómodos en su dinámica eclesial sin ser objetivos de la persecución que otras congregaciones de localidades vecinas padecían. El sincretismo había entrado dentro de la iglesia, y su mensaje y obras no se distinguían de las del resto de paganos con los que convivían civilmente.  

       La alusión de Cristo a la tibieza tiene su fundamento en la realidad misma de la ciudad de Laodicea. Como no tenía pozos o manantiales propios de los que poder sacar agua para las necesidades de la población, recibían esta de las dos ciudades asociadas: de Hierópolis, sita a 10 kilómetros al norte, recibía el suministro de aguas salutíferas y calientes por las que era conocida; y de Colosas, a 16 kilómetros al este, recababa agua fresca y pura de sus manantiales. Al llegar juntas estas aguas a Laodicea, podéis imaginar que provocaban un choque térmico lógico que hacían que deviniesen en tibias, y, por tanto, bastante problemáticas para los laodiceos en términos gástricos. De ahí que Cristo ilustre su desagrado y desencanto con la trayectoria eclesial de los laodiceos con la imagen de alguien vomitando esa agua templada, que ni sanaba ni refrescaba los cuerpos. El agua, al igual que la fe de los cristianos de Laodicea, era inefectiva, pusilánime e infructuosa. Cristo no estaba muy contento precisamente con la confortable devoción que manifestaban los componentes de la comunidad de fe en Laodicea 

     Por si este talante acomodaticio y laxo no fuese suficiente, los creyentes laodiceos se amparan en sus riquezas, en su bon vivre, en el mantenimiento de su estatus quo. A diferencia de otras iglesias hermanas, las cuales pasaban por estrecheces económicas a causa de su firme y perseverante adhesión a la causa de Cristo, la congregación de Laodicea estaba conformada por una membresía de finanzas holgadas, elemento que incidía aún más en el espíritu de parsimonia e indeterminación que reinaba en esta. A semejanza de la misma actitud que tuvo la propia ciudad con respecto al ofrecimiento de ayuda de parte de Roma cuando un terremoto asoló Laodicea en el año 60, que fue la de desdeñarla y apelar a su autonomía y riqueza material para reedificarla, la iglesia está diciendo con sus acciones y palabras a Cristo que ellos son autosuficientes, que se autogestionan de maravilla, que no necesitan la intervención de la cabeza de la misma para seguir subsistiendo. La comunidad de fe cristiana se ha convertido en un club rotario en el que las élites disfrutaban de un buen discurso superficial, pero que no se comprometía plenamente en el seguimiento de Cristo. 

      El Señor Jesucristo, recogiendo estas manifestaciones osadas y desapasionadas, carga contra los miembros de esta congregación, haciéndoles ver que la fachada de su opulencia y de su pacífica convivencia con su sociedad esconden una realidad espiritual ciertamente trágica y terrible. El estado de sus almas es el de la miseria interior, el de personas espiritualmente paupérrimas, el de individuos que se han instalado en una peligrosa apatía. Aunque puedan presumir de grandes fondos y tesoros materiales, lo cierto es que nada tienen que Dios no les haya dado, y que todas sus riquezas no sirven de nada cuando se trata de la eternidad. Aunque su reconocida industria lanar les provea de ropas de alta calidad con las que pavonearse socialmente, la verdad es que desnudos vinieron a este mundo, y desnudos volverán a marcharse cuando mueran, y ningún traje lujoso les servirá para esconder las vergüenzas de su conducta pecaminosa en la hora del juicio. Aunque su centro de salud oftalmológica sea notable, sus ojos siguen cegados por el oropel y por la paz efímera que construye la tibieza y la equidistancia, olvidando que ser cristianos supone tener los ojos bien abiertos ante las asechanzas de Satanás y de sus adláteres. Ponen su confianza en lo que tienen, en lo que pueden disfrutar sensorialmente, y en lo que les da apariencia de respeto, pero están muy, pero que muy alejados de los estándares éticos y espirituales de Dios. 

      Como si de un asesor financiero se tratase, Cristo advierte y aconseja a la iglesia laodicea que se ponga las pilas y que busque la manera de revertir esta tibieza y esta anodina dinámica comunitaria. En lugar de depositar su fe en lo que ven y perciben, deben confiar en Cristo, en aquel que recompensará con oro puro pasado por el crisol de las pruebas, de las persecuciones y de los impedimentos que aparecen inevitablemente cuando dejamos de ser tibios y somos fríos o calientes. La amenaza y acoso de los enemigos del evangelio de salvación es la evidencia más clara de que los principios y valores del Reino de los cielos son asumidos hasta las últimas consecuencias por aquellos que aman a Cristo y le siguen al precio que sea. La felicitación de Cristo es más valiosa que el oro y la plata de este mundo, y los creyentes laodiceos deben aplicarse a la tarea de predicar a Cristo, aun cuando esto suponga perder la paz con sus conciudadanos paganos e implique empobrecerse materialmente hablando.  

       El apóstol Pedro apela a este cambio de perfil: “Para que, sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro (el cual, aunque perecedero, se prueba con fuego), sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo.” (1 Pedro 1:7) La iglesia ha de vestirse con los ropajes de la santidad y de la verdad que solo Cristo puede entregar a quienes anhelan servir antes a Dios que a los seres humanos. Los ojos espirituales de aquellos que se asocian en el cuerpo de Cristo para dar gloria y honra a su cabeza, han de recibir el colirio del discernimiento de lo alto, y así poder recuperar la vista de lo que realmente importa desde el punto de vista del Señor. 

3. DISCIPLINA DE AMOR 

       Cristo ama a esta iglesia indolente y aséptica. De esto no cabe duda. En virtud de este amor por sus ovejas, el Señor Jesucristo quiere hacerles comprender que tal vez necesiten una buena dosis de disciplina y un desafío mediante el cual poder pronunciarse en favor o en contra de su dominio y señorío: “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso y arrepiéntete. Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo.” (vv. 19-20) 

       La amonestación que se convierte en central en esta carta es absolutamente necesaria, a fin de encaminar y redirigir la trayectoria de la iglesia. Verdaderamente, la disciplina no es un plato de buen gusto para nadie, ni para el que la recibe, ni para el que la ejecuta. Cristo no quisiera llegar hasta el punto de tomar cartas en el asunto de forma rotunda y directa, pero si la iglesia se empecina en mantener su línea de desobediencia, mediocridad y sincretismo, el Señor debe cortar por lo sano y hacer ver a sus discípulos que están recorriendo una senda contraria a la que él ha dispuesto. Desde el amor que llena el corazón de Cristo, un amor más que demostrado en la cruz del Calvario, debe reprender y disciplinar a los suyos, con el objetivo de que vuelvan a ser celosos de la santidad de Dios, del cumplimiento y obediencia de la Palabra, y de un estilo de vida acorde a la piadosa manera de conducirse de la que Jesús mismo nos dio ejemplo. La meta final de la amonestación y de la exhortación es el arrepentimiento, la confesión de los errores cometidos y el acto de recuperar lo perdido para abundar en buenas y justas obras por amor del nombre de Cristo. Esta reconversión eclesial, aunque dura y compleja, debe darse so pena de que la iglesia desaparezca por incomparecencia e irrelevancia. 

       Cristo se dibuja a sí mismo como alguien que llama a la puerta de la comunidad de fe. Aunque algunos han extraído esta imagen para hablar del llamamiento divino a los incrédulos, lo cierto es que el contexto nos lleva a tratar un tema eminentemente eclesial. Cristo ha aconsejado, advertido y avisado de sus acciones futuras si las cosas no cambian de forma sustancial en la vida de la congregación. Ha golpeado varias veces en la puerta de la iglesia, ha hecho escuchar su voz inconfundible, y ahora es el momento en el que esta decida abrirla para dar la bienvenida a Cristo como cabeza de la misma y como Señor de todos los que son miembros de la comunidad de fe. Si la iglesia acepta dejar entrar a Cristo, este entrará a gobernar el destino de esta, la bendecirá con su presencia gloriosa, y la hará partícipe de la vida eterna, simbolizada por la cena de las bodas del Cordero. Si la iglesia se niega o se resiste ante los continuos llamamientos y requerimientos de Cristo, nada podrá hacerse por ella, ya que, estando en franco declive, terminará consumiéndose a sí misma en su pecado, recibiendo el justo juicio de Dios en forma de desaparición. Tengamos en cuenta que, como cualquier persona que llama a un timbre para que alguien le deje entrar, el tiempo de la paciencia de Cristo es limitado, por lo que la respuesta a la llamada de este debe ser atendida lo antes posible, antes de que la ira y el juicio divino se abata sobre el anfitrión sordo. 

4. REINAR EN EL TRONO DE CRISTO 

       Si la iglesia laodicea se aviene a volver a reemprender su camino de la mano de Cristo como su suprema autoridad y guía, esta se unirá al ejército de vencedores sobre los cuales serán derramadas bendiciones y galardones inigualables: “Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” (vv. 21-22) 

       La recompensa que aguarda a la iglesia de Laodicea, y a cualquier iglesia que se deja recomponer por obra y gracia de la disciplina amorosa de Cristo, es inefable. Consiste en sentarnos en el trono de Cristo, en el trono de aquel que venció a la muerte para siempre, de aquel que triunfó sobre el pecado y de aquel que derrotó a Satanás. No existe mayor privilegio y regalo que este: gobernar el mundo venidero codo a codo con Cristo. Varios pasajes del Nuevo Testamento nos llevan a reconocer esta promesa fiel de Cristo para aquellos que, perseverando hasta el fin, complacen al Señor enormemente.  

       Hablando Jesús a los doce apóstoles les asegura lo siguiente: “De cierto os digo que, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido, también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.” (Mateo 19:28) Pablo, amonestando a los hermanos en Corinto sobre la gestión de pleitos entre ellos mismos, les transmite que “¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar asuntos tan pequeños? ¿No sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? ¿Cuánto más las cosas de esta vida?” (1 Corintios 6:2-3) ¿No es esta una visión hermosa y maravillosa de lo que espera a quienes son fieles a Cristo y leales a la iglesia en la que trabajan para edificación de sus santos? 

CONCLUSIÓN 

      La palabra “indefinición” o “tibieza” no está ni en el diccionario ni en el vocabulario de los hijos de Dios. La neutralidad es un objetivo que no casa con el hecho de ser cristianos. Jesús, durante su misión terrenal, dejó bastante nítido este extremo cuando habló de la espada que había venido a traer entre personas, incluso de la misma familia: “No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada, porque he venido a poner en enemistad al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra.” (Mateo 10:34-35)  

      O estamos con él o contra él. No podemos producir confusión en aquellos que nos observan o que nos solicitan razones por las que creemos en Cristo. Nuestra coherencia y consistencia, aunque lleven aparejadas obstáculos, polémicas, conflictos, burlas y censuras, han de ser el común denominador de todos aquellos que formamos parte del cuerpo de Cristo.  

       Es sumamente sencillo caer bajo el influjo de lo políticamente correcto, de lo popular y de lo ideológicamente tendencioso en los tiempos actuales. Incluso hay iglesias que se han arrodillado voluntariamente ante un predicamento light que no moleste a nadie, que no levante suspicacias ni críticas de este mundo. Cristo aborrece esta clase de conductas eclesiales. El evangelio no puede ser edulcorado o reducido a un compendio de discursos motivacionales para tener la fiesta en paz con nuestra veleidosa sociedad. Todo lo contrario. La verdad debe prevalecer sobre la doblez de ánimo y la rectitud por encima del camuflaje espiritual. Evitemos con todas nuestras fuerzas caer en garras de esta clase de mediocridad eclesial y dejemos que Cristo entre en nuestra comunidad de fe para cenar junto a él por los siglos de los siglos. Amén.

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