LA COPA DESAPARECIDA


 

SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE JOSÉ EN GÉNESIS “JOSÉ EL SOÑADOR” 

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 44:1-17 

INTRODUCCIÓN 

      ¿Qué sensación recorrería tu cuerpo si eres culpado de algo que no has hecho? No sé si alguna vez has tenido que lidiar con una situación semejante. Seguro que sí. Siempre está el listo de turno que nos convierte en chivos expiatorios en un momento dado. Siempre está el receloso profesor que sospecha desde el principio, a veces sin saber por qué, que te has copiado de un compañero en un examen, o que te has sacado una buena chuleta de debajo de la manga para sacar una notaza. Siempre está el jefe suspicaz y pejiguero que, a saber por qué razón, te endilga la responsabilidad de un error cometido por otro compañero. Siempre encontraremos a alguien que, con disimulo, trama contra nosotros un plan repleto de falsedades y difamaciones para dar con nuestros huesos en la prisión de la duda permanente. A mí, personalmente, y sin conocer con qué ánimo, me han sucedido cosas de cada una de las situaciones anteriores, y, la verdad, cuando uno es acusado injustamente, una mezcla de indignación, de malestar general, de mala leche y de ganas de reivindicación, brota a borbotones del alma a la cavidad bucal. Te pones nervioso, sudas copiosamente y solo deseas que todo sea un mal sueño pasajero, y que, cuando te despiertes, todo haya sido una ilusión mental. 

     El ser humano, desde que Adán decidió, en medio del desconcierto, la vergüenza y el miedo, acusar a Eva del problema de la entrada del pecado en el mundo, ha tratado de escurrir el bulto ante las consecuencias de su mala cabeza, para incorporarlas, en ocasiones sin venir a cuento, sobre las espaldas de inocentes. Así encontramos en la historia cabezas de turco como cuando los cristianos fueron acusados por Nerón de incendiar Roma, o como cuando a los judíos se les consideró los culpables de la peste negra. La cuestión es adjudicar los males de muchos a unos pocos indefensos e inocentes, y escapar así de la reprensión y de la pena que comporta el ser culpable. Ya desde niños, si teníamos algún hermano menor, que todavía no podía defenderse convenientemente, solíamos señalarlo con el dedo índice para dar a entender a nuestros padres que no éramos para nada los responsables de algún que otro díscolo y desobediente acto. Claro, el pequeño hermano se echaba a llorar, pataleaba intentando desmentir la acusación, pero nadie le hacía caso mientras recibía la amonestación que nos correspondía a nosotros. 

1. UNA ACUSACIÓN DEMOLEDORA 

    Recordamos en el anterior estudio que los hermanos de José estaban disfrutando a tope de la hospitalidad festiva con la que el virrey de Egipto los había obsequiado. El temor inicial ha desaparecido para dar paso a la confianza y a la alegría. Todos comen y beben sin miedo ya a las represalias, y se entregan a los efectos del vino y de la buena pitanza. Tras acabar este episodio feliz y tranquilizador, los hermanos hebreos se retiran a sus aposentos para descansar de tanto jolgorio y dormir a pierna suelta. Entre tanto, José llama al mayordomo para darle una serie de enigmáticas instrucciones: Mandó José al mayordomo de su casa, diciendo: —Llena de alimento los costales de estos hombres, de todo cuanto puedan llevar, y pon el dinero de cada uno en la boca de su costal. También pondrás mi copa, la copa de plata, en la boca del costal del menor, con el dinero de su trigo. El mayordomo hizo como había dicho José. Al amanecer, los hombres fueron despedidos con sus asnos. Ya ellos habían salido de la ciudad, pero todavía no se habían alejado, cuando José dijo a su mayordomo: —Levántate y sigue a esos hombres. Cuando los alcances, diles: “¿Por qué habéis pagado mal por bien? ¿Por qué habéis robado mi copa de plata? ¿No es ésta en la que bebe mi señor, y la que usa para adivinar? ¡Habéis hecho mal al hacer esto!”” (vv. 1-5) 

       A la voz de José, su fiel mayordomo se acerca para recoger cada una de las disposiciones que su señor ha decidido poner en marcha en relación a sus relajados hermanos. Todo nos lleva a pensar que el mayordomo estaba al tanto de todos los detalles de la relación habida entre su virrey y estos varones hebreos, y, por lo tanto, no rechista ni juzga las indicaciones que pudieran parecer extrañas para cualquier otra persona. En primer lugar, José le ordena que llene los sacos de grano hasta los topes, y que sean colocados sobre los flancos de los asnos para que puedan transportarlos hasta Canaán. La provisión para su padre y todo el clan está asegurada desde este mismo instante.  

     En segundo lugar, y del mismo modo que hizo en la ocasión anterior, manda que, dentro de los costales de grano, en su parte más alta, se coloque el dinero ya entregado para comprar el grano. Esta era una manera de comunicar a los hermanos que seguían teniendo el favor del virrey de Egipto, y que, por lo tanto, estos debían estarle agradecidos por su benevolencia. En tercer lugar, José dicta a su hombre de confianza que coloque uno de sus utensilios más valiosos, su copa de plata, en la boca del saco de Benjamín, el hermano menor. No cabe duda de que José tramaba algo disponiendo esta orden tan desconcertante y misteriosa. 

      El mayordomo, sin una palabra, se dirige a cumplir a carta cabal cada una de las instrucciones de su señor, y prepara todo tal y cómo José lo había planeado. El alba riega de claridad las habitaciones donde han pernoctado los hermanos hebreos, y llega el momento de despedirse de tierras egipcias. Con el corazón lleno de gozo al comprobar que se les ha surtido del grano necesario para la subsistencia familiar, que Simeón ha sido liberado y ya es de la partida, y que Benjamín sigue estando con ellos, los hermanos se las prometen muy felices al dejar atrás la silueta de la capital de Egipto. Desperezándose durante el camino y departiendo jocosamente durante los primeros metros de su viaje a casa, nada parece anunciar un cambio radical en su regocijo y júbilo. Sin embargo, José, considerando que la confianza ya se había apoderado de las almas de sus hermanos, decide enviar a su mayordomo para alcanzarles antes de que puedan rebasar los límites del país egipcio. Las órdenes de José a su mayordomo son claras: debe interpretar un papel digno de Óscar ante ellos convirtiéndose en su vocero y representante. 

     Una vez llega junto a la caravana hebrea, el mayordomo hace detener la recua de asnos, acompañado de varios soldados. Los hermanos de José, sobresaltados por este nuevo giro de los acontecimientos, se miran extrañados unos a otros, intentando comprender qué es lo que está pasando. El mayordomo desmonta de su brioso corcel, y comienza a interrogar a toda la comitiva, con Judá como asentado líder. Lo primero que espeta el mayordomo a todos es por qué, después de toda la hospitalidad y atención que se les ha prodigado durante su estancia en palacio, los hermanos han incurrido en una afrenta tan terrible y denigrante con su anfitrión. Los hermanos, atemorizados, ponen cara de no saber a qué se refiere este hombre. “¿Qué hemos hecho? ¿Alguno de nosotros ha sido tan imprudente como para enfurecer a uno de los hombres más poderosos de la tierra?,” parecen decir con sus nerviosas miradas.  

      La siguiente acusación es la que los deja a todos patidifusos y perplejos: alguno de ellos ha perpetrado la temeraria acción de sustraer uno de los objetos de más valor de la casa del virrey egipcio. Ahora sí que se les cae el cielo encima. Ahora sí que tienen motivos más que suficientes como para desarrollar el pánico en sus mentes. El objeto en cuestión es la copa que el gobernante emplea para desentrañar el significado de los sueños de los hombres, y, por tanto, es uno de los elementos más importantes para otorgar poder a este intérprete onírico. Un sudor frío recorre la columna vertebral de todos los presentes, y el sabor metálico del terror en sus bocas comienza a darles ganas de vomitar. El mayordomo termina su alocución señalando con su amenazador dedo que todos han formado parte de la ignominia más estúpida que jamás haya alguien cometido con un personaje tan sabio y perspicaz como era el virrey egipcio, y que el delito afecta a todos y cada uno de los hermanos hebreos. ¡Cómo cambian las tornas en un segundo! De la alegría más imperturbable al temor más demoledor... 

2. UNA DEFENSA A LA DESESPERADA 

     Ante tal panorama, los hermanos parecen despertar de la parálisis momentánea que ha agarrotado sus miembros y sus cerebros, y a una, tratan de demostrar que en ellos no se encontrará una sola prueba de que son culpables de tamaña fechoría: “Cuando él los alcanzó, les dijo estas palabras. Y ellos le respondieron: —¿Por qué dice nuestro señor tales cosas? Nunca tal hagan tus siervos. Si el dinero que hallamos en la boca de nuestros costales te lo volvimos a traer desde la tierra de Canaán, ¿cómo íbamos a hurtar de casa de tu señor plata ni oro? Aquel de tus siervos a quien se le encuentre la copa, que muera, y aun nosotros seremos siervos de mi señor. Entonces el mayordomo dijo: —También ahora sea conforme a vuestras palabras: aquel a quien se le encuentre será mi siervo; los demás quedaréis sin culpa. Ellos entonces se dieron prisa, bajó cada uno su costal a tierra y cada cual abrió el suyo. El mayordomo buscó, comenzando por el mayor y terminando por el menor; y la copa fue hallada en el costal de Benjamín. Entonces ellos rasgaron sus vestidos, cargó cada uno su asno y volvieron a la ciudad.” (vv. 6-13) 

      Tras unos segundos de silencio, interrumpido por el piafar de los caballos egipcios, los hermanos contestan al mayordomo de buenas maneras, pero sin dejar de aclarar que ellos en nada tienen que ver con lo que se les está imputando. No entienden esta sarta de acusaciones, asegurando que son personas honestas y honradas y que, si cuando volvieron a Egipto trajeron junto con el dinero destinado para comprar trigo, la cantidad que habían hallado anteriormente en la boca de sus sacos, ¿qué lógica tendría afanar una simple copa de plata? ¿Qué sentido tenía hacerse con un instrumento de adivinación pagano, dada la prohibición de Dios de realizar esta clase de prácticas? ¿Cómo iban a ser tan idiotas como para enfurecer a uno de los gobernantes más poderosos de la tierra? Y con el desconocimiento del plan que José había urdido mientras estos dormían plácidamente después de la fiesta, acuerdan entre todos abrir sus costales para respaldar su inocencia, con una garantía añadida: si la copa estaba en alguno de los sacos, el hermano que guiaba ese asno debía morir, y el resto se convertirían en esclavos de José para siempre. ¡Menudo órdago proponen los hermanos al mayordomo! 

     Muy seguros debían estar los hermanos hebreos para ofrecer esta promesa al mayordomo, y mucha sería la confianza que los unos depositaban en los otros. Esto sería algo hermoso si no fuese porque todo estaba amañado con antelación. El mayordomo, al escuchar la propuesta que le hacen los hebreos, asiente. No obstante, para manifestar su gracia y misericordia, obviará lo de la muerte del hermano culpable de tener la copa de plata y la servidumbre del resto. Para el mayordomo, la única pena que será cumplida será la de entregar al hermano culpable de latrocinio, y nada más. El resto de hermanos podrá volver a su tierra en paz. Aceleradamente, todos los hermanos inician su labor de desatar la boca de sus costales para no demorar más su intención de llegar al hogar. Uno a uno, desde Rubén hasta Benjamín, abren sus sacos delante de la mirada irónica y enigmática del hombre de confianza de José.  

      Y justo cuando llega a la altura de Benjamín, he aquí que se descubre la copa semienterrada en el grano de su costal. Nadie da crédito a lo que ven sus ojos. Echándose las manos a la cabeza, abriendo sus bocas en una o paralizada, y constatando lo innegable del hecho, los hermanos ahora sí que tiemblan de pies a cabeza. No podía ser otro hermano el reo, sino que es precisamente el hijo de las entrañas de su padre el que va a ser esclavizado por los egipcios. El asombro es pavoroso y mentalmente comienzan a reconocer las consecuencias que esto traerá a sus vidas y a la vida de su anciano padre. En ese momento, en señal de duelo y sufrimiento espiritual, rasgan sus vestiduras. Es algo con que no contaban, y es algo que va a marcarles indeleblemente para el resto de sus días. Completamente abatidos y todavía preguntándose cómo había sido posible que los peores de los presagios se cumplieran sobre sus cabezas, dan media vuelta para tratar de recabar del virrey egipcio la gracia y la compasión necesarias para revertir esta adversidad tan horrible. No van a volver a casa sin Benjamín, porque supondría la muerte en vida de su pobre progenitor. Algo ha cambiado en los corazones de estos hermanos que no tuvieron escrúpulos en abandonar a su hermano José a una suerte incierta y tremebunda, pero que ahora están dispuestos a arrostrar con las consecuencias de sus mentiras y barrabasadas. 

3. CARA DE PÓKER 

     José los espera con su bien estudiada cara de póker: “Entró Judá con sus hermanos a casa de José, que aún estaba allí, y se postraron en tierra delante de él. Y les dijo José: —¿Qué acción es ésta que habéis hecho? ¿No sabéis que un hombre como yo sabe adivinar? Entonces dijo Judá: —¿Qué diremos a mi señor? ¿Qué hablaremos o con qué nos justificaremos? Dios ha hallado la maldad de tus siervos. Nosotros somos siervos de mi señor, nosotros y también aquel en cuyo poder se halló la copa. José respondió: —Nunca haga yo tal cosa. El hombre en cuyo poder se halló la copa, ése será mi siervo; vosotros id en paz junto a vuestro padre.” (vv. 14-17) 

      Entendiendo la situación, y buscando resolverla con la mayor garantía de éxito, Judá y sus hermanos se postran en cuanto aciertan a ver a José, hierático y serio como una estatua de mármol. Como diría Walter Brueggemann, “el sueño está sucediendo, el futuro se está cumpliendo, pero en su temor, los hermanos no se dan ni cuenta.” José, observando con íntima satisfacción este acto de sumisión, no baja la guardia, sino que insiste en los cargos que se han declarado contra estos hebreos. Les pregunta la razón de su mal proceder y les confronta con su portentosa capacidad para leer el futuro y las sazones del tiempo. “¿Acaso pensabais que ibais a saliros con la vuestra? ¿No soy yo reconocido en Egipto y más allá de sus fronteras por mi habilidad para interpretar los sueños y el porvenir?,” espeta a los acusados. Es interesante comprender el porqué de esta alusión a la lectura del futuro en la copa de plata, no en términos de que José de verdad usara esta técnica adivinatoria, puesto que Dios ya le revelaba personalmente el sentido de los sueños, sino en términos dramáticos, impresionando con su actuación magistral de pagano egipcio que empleaba esta táctica propia de los augures de la tierra. De este modo convierte su figura en alguien al que nada escapaba de su conocimiento y visión pronosticadores.  

     Judá es el elegido para ejercer de portavoz de sus hermanos, y expresa su impotencia y su dependencia de la sentencia que el virrey egipcio imponga a todos ellos. Los hechos están ahí, las pruebas son contundentes y reales, y las evidencias de un robo no pueden obviarse de ningún modo. ¿Qué puede hacer si no es prosternarse ante el poderoso gobernador de Egipto y rogar su piedad? Lo único que parecen entender todos los hermanos es que todo forma parte de la manera en la que Dios los está castigando por sus crímenes de antaño. De algún modo, se manifiesta aquí el remordimiento de conciencia colectivo sobre el hecho de haber vendido a su hermano José a unos esclavistas y de haber ocultado su delito a su padre durante décadas. Ahora asumen su culpa y confiesan delante de José que merecen ser considerados sus esclavos, porque esto será mejor que regresar al hogar sin Benjamín. El dolor de su padre es más insufrible que pasar el resto de sus vidas como siervos en tierra extranjera. Una cura de humildad les está siendo inoculada por un José que contempla impertérrito e impávido los lamentos y disculpas de estos otrora orgullosos varones hebreos. José mueve su cabeza para rechazar esta propuesta. Solo quiere a Benjamín como su siervo. Todos los demás pueden partir hacia su patria y asumir las consecuencias que se deriven de sus deplorables actos. 

CONCLUSIÓN 

      Así es la vida. De un día para otro las cosas pueden cambiar drásticamente. Un día todo es un cielo soleado, y al otro, todo es tinieblas y nubarrones. Un día pensamos que nuestras acciones no tendrán consecuencias para nosotros, y, tarde o temprano, la realidad y la justicia de Dios se encargan de desmentir nuestra percepción errónea de los efectos que comporta el pecado. Un día vivimos plácidamente nuestra inocencia, y al siguiente alguien nos echa la culpa de un delito que nunca cometimos, cumpliendo una pena que no buscamos. Benjamín quedaría boquiabierto al abrir su costal y ver allí la copa de plata desaparecida. Sabía que no había sido cosa suya, pero ¿quién podría acusar al acusador de haber tramado este sainete? ¿Quién tendría las agallas para contestar a todo un príncipe de Egipto? 

     Las cosas no pueden estar peores. ¿Qué hará José con Benjamín en su poder? ¿Los hermanos se quedarán o volverán a su tierra para dar las peores noticias que podría recibir un padre ya malherido por la pérdida de uno de sus hijos más amados? ¿Cómo se tomaría Jacob este percance tan misterioso y doloroso? Todo esto y mucho más, en el próximo estudio sobre la vida de José en Génesis.

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