ESCLAVITUD VOCAL


 

SERIE DE SERMONES SOBRE PROVERBIOS “SAPIENTIA III” 

TEXTO BÍBLICO: PROVERBIOS 15:1-15 

INTRODUCCIÓN 

       Las hemerotecas y las videotecas están llenas de pruebas irrefutables de que somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios. Cuántas personas que hoy se dedican a la política o a cualquier otra actividad pública no han tenido que ser desmentidos por declaraciones o imágenes grabadas en el pasado. Ahí se demuestra la coherencia y consistencia moral del ser humano. En un momento dado y en circunstancias distintas, el declarante dijo algo que pensaba desde el corazón, con sus convicciones a flor de piel, pero cuando la situación o el pedestal desde el que razona y expone sus ideas cambia de estatus, donde dije digo, dije Diego. No es casual encontrar esta clase de recordatorios justo cuando alguien cambia su versión de los hechos, se adapta a la coyuntura especial de cada instante, o se acomoda al estatus quo imperante.  

     Políticos que dicen que harán esto o aquello cuando se aúpen a la poltrona gubernamental, pero luego, con la excusa de que las condiciones no son las más propicias para realizar cambios, incumplen sus promesas; que hacen voto de no renunciar a sus principios y valores rectores, pero que en cuanto tienen ocasión son capaces de dejarlos a un lado para hacer lo contrario de lo que decían que pensaban; que manifestaban una posible sinceridad e integridad ética, pero que, con el tiempo van descubriendo que la carrera política puede ser más breve de lo esperado, y que lo mejor es sacar la máxima rentabilidad posible a su mandato público para asegurarse el bienestar del futuro. 

     No hace falta acudir a los archivos periodísticos para entender que, nosotros mismos, también somos cómplices de esta clase de comportamientos. Según con quién hablemos y en el contexto en el que nos hallemos, podemos transformar radicalmente nuestro discurso personal. Con algunas personas nos explayamos sin pelos en la lengua, decimos lo que nos pasa por la mente sin considerar el alcance del efecto de nuestras palabras, y somos demasiado bordes y cortantes con algunas respuestas que damos. Pero con otras, somos mansas palomas que arrullan el oído atento de la otra persona, medimos cada frase con tiento y cuidado, y modulamos oportunamente nuestro tono para no herir la sensibilidad de ese oyente. No llegamos a ser lo suficientemente consistentes con quiénes somos, con nuestra visión de la realidad, y con la verdad de las cosas. Empleamos retorcidos subterfugios con unos para no dañar susceptibilidades, o para no recibir la enemistad de los poderosos; y, no obstante, nos cebamos con los débiles y con aquellos que no pueden defenderse, prorrumpiendo en invectivas ásperas y poco edificantes. El problema es que, cuando somos nosotros los oidores, no querríamos ser tratados como tratamos verbalmente a quienes atacamos sin misericordia. 

1. ESCLAVITUD VERBAL 

     Ser esclavos de nuestras palabras debe hacernos reflexionar sobre la idoneidad de caminar tras los pasos del temor de Dios, de su sabiduría y sensatez. Lo contrario, tal y como veremos en los pensamientos de Salomón, puede granjearnos más de un problema evitable: La respuesta suave aplaca la ira, pero la palabra áspera hace subir el furor. La lengua de los sabios adorna la sabiduría, pero la boca de los necios dice sandeces. Los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos. La lengua apacible es árbol de vida, pero la perversidad de ella es quebrantamiento de espíritu.” (vv. 1-4) 

      Cuando somos los receptores de cualquier mensaje hemos de sopesar cuál va a ser nuestra respuesta. A veces, los mensajes son considerados, respetuosos y honorables. Con esta clase de discursos no solemos tener dificultades a la hora de contestar con dulzura, comedimiento y ternura. Pero no siempre lo que se nos dice tiene por qué ser educado o diplomático. Cuando recibimos un mensaje que nos solivianta por dentro, que atenta contra nuestras creencias, que ultraja nuestra dignidad personal o que transmite injustas acusaciones o afirmaciones, ¿cómo reaccionamos en el plano verbal? ¿Nos mantenemos impávidos, tranquilizando esa bestia salvaje que pugna por brotar de nuestras gargantas, y respondiendo con mesura y serenidad? ¿O más bien nos inclinamos por eructar nuestra contestación con malos modos a imagen y semejanza de los que demostró nuestro interlocutor? ¿No es cierto que lo que nos pide el cuerpo es lanzar improperios, rudas expresiones de desprecio u oraciones cargadas de sarcasmo abrasivo? No es sencillo mostrar autocontrol cuando somos vituperados o ninguneados, aunque se empleen solo palabras para provocarnos. 

      Si lo pensamos bien, ¿de qué serviría devolver golpe por golpe, insulto por insulto, exabrupto por exabrupto? ¿Mejoraría la comunicación? ¿Nos edificaría o edificaría al otro? ¿Lograríamos alguna clase de beneficio futuro? Por supuesto que no. Lo único que propiciaríamos es una batalla dialéctica feroz, interminable y que, incluso, podría alcanzar cotas de violencia física inusitadas. Si replicamos ásperamente, lo único que lograremos es acrecentar las funestas consecuencias de unos ánimos inflamados y de una ira volcánica que puede acabar realmente mal para ambas partes. Pero si elegimos hacer nuestra la templanza y el dominio propio que nos ofrece el Espíritu Santo, podemos llegar a avergonzar al contrincante con nuestra tranquilidad y sosiego, manifestando delicadeza y buena voluntad genuinas para con él, sin renunciar nunca a la verdad del asunto. A veces confundimos diplomacia con sensibilidad y elegancia. Creemos que, obviando la verdad, o disfrazándola, o incluso aguándola, podremos aquietar la posible erupción del temperamento ajeno, pero esto no es cierto. Podemos decir la verdad sin renunciar a ser corteses y humildes, mostrando a la otra persona que se puede dialogar sin recurrir al desdén o a la falta de respeto. 

     Cuando hablamos con otras personas, debemos hacerlo de tal manera que puedan desear la clase de sabiduría que solo Dios sabe dar. Si conversamos de sandeces, esto es, de despropósitos que no vienen al caso, que son improcedentes y que señalan claramente cuáles son las prioridades reales de la persona, las cuales son ciertamente erradas, podemos llegar a entretener a alguien, convirtiéndonos en amena compañía hasta cierto punto y durante un poco de tiempo. Después del interés inicial, solo queda aburrimiento, hastío y ganas de deshacerse del abrazo constrictor de su necedad. Hablar de trivialidades sin sentido, de gansadas sin cuento y de superficiales tonterías no va a hacer que las personas quieran saber más de ti o de tus ideales. Pero si nuestra forma de comunicarnos se aviene a las reglas de la auténtica sabiduría, conocimiento que Dios otorga a quienes se lo piden, entonces la gente se acerca para averiguar con mayor detalle qué piensas, qué crees y qué puedes aportarles espiritual y académicamente. Aunque hoy día la estulticia está más extendida que nunca, y que muchos se hacen discípulos de gurús más bien estúpidos y necios, lo cierto es que en la antigüedad sí había un gran interés en seguir las enseñanzas de maestros perspicaces y sabios. Los necios solo saben decir necedades y su torpeza en la parla solo les comportará meterse en camisas de once varas y en berenjenales inmensos. 

     Dios es omnisciente, y su escrutadora mirada abarca toda la realidad creada por Él. No hay nada que se escape a su juicio y a su soberanía, y, por tanto, no existe acto de bondad tan pequeño que no merezca su bendición, ni pecadillo común tan insignificante que no merezca su condenación. Nadie puede huir de su presencia, ningún mortal puede ocultar sus actos, y ningún ser humano tiene la capacidad de esconder lo que cuchichea al oído de otra persona. Teniendo en cuenta esta verdad espiritual sobre quién es Dios, de nuestra manera de hablar y del contenido de nuestra boca depende que el resto del mundo perezca o viva. Si hablamos desde el corazón sin retocar la verdad que aprendemos del Señor, aquel que escuche nuestras palabras será vivificado, restaurado, bendecido y edificado. Por el contrario, si la depravación se adueña de nuestras entrañas, y nuestro pensamiento es de continuo venenoso, nuestro discurso será como una hilera de fusileros apuntando y abriendo fuego sobre el prójimo en el paredón de los prejuicios. Si la mentira oscurece la verdad de las intenciones del orador, entonces cualquier plática se convertirá en una batalla campal donde todos pierden y son aniquilados. Pero si la verdad brilla con fuerza entre nuestros dientes, no cabe duda de que muchos se cobijarán y hallarán reposo bajo la sombra del árbol de la vida que representa nuestro mensaje filtrado por el cedazo de las Escrituras. 

2. ACTITUD ANTE LA INSTRUCCIÓN 

      Además de saber hablar y de hacerlo en consonancia con nuestras convicciones, hemos de aprender a considerar las palabras que alguien nos dirige para encaminarnos, redirigirnos, educarnos y disciplinarnos. Sabemos por propia experiencia que nada nos gusta menos que ser reprobados o amonestados, pero cuando reconocemos que ameritamos esa reprensión porque no hemos hecho las cosas como debíamos y adivinamos el amor tierno del amonestador que respalda la reconvención, entonces obtendremos réditos espirituales y materiales ciertamente espléndidos: “El necio menosprecia el consejo de su padre; el prudente acepta la corrección. En la casa del justo hay gran provisión, pero turbación hay en las ganancias del malvado. La boca de los sabios siembra sabiduría; no así el corazón de los necios. El sacrificio que ofrecen los malvados es abominable para Jehová; la oración de los rectos es su gozo. Abominable es para Jehová el camino del malvado; él ama al que sigue la justicia. La reconvención es molesta al que deja el camino; el que aborrece la corrección morirá. El seol y el Abadón están delante de Jehová, ¡cuánto más los corazones de los hombres! El escarnecedor no ama al que lo reprende ni se junta con los sabios.” (vv. 5-12) 

     En el estilo de contraste que usualmente emplea Salomón, solo hay dos tipos de actitud ante la enseñanza y la corrección pedagógica de padres y maestros. Si escogemos escuchar con atención el consejo paterno y materno, recipientes de la experiencia vital más dilatada y ejemplos de rectitud en obediencia a Dios, seremos capaces, más adelante en la vida, de discernir correctamente entre el bien y el mal, entre una ética supeditada a los designios divinos y un comportamiento sujeto a los deseos desenfrenados de la carne. A nuestra vez, al ser corregidos por nuestros progenitores, entenderemos cuando nosotros lo seamos algún día, que fue la mejor elección que pudimos tomar, y que es la más óptima estrategia para criar a nuestros hijos en la honradez, la bondad y el civismo. Si elegimos construir nuestro hogar sobre el cimiento de la justicia y la rectitud reveladas en la Palabra de Dios, siempre seremos provistos de las bendiciones cuantiosas y maravillosas de nuestro Padre celestial.  

      Si recurrimos al temor de Dios como principio director de nuestra trayectoria vital adquiriremos sabiduría, y podremos convertirnos, por consiguiente, en maestros de otras personas errabundas que necesitan ser disciplinados para madurar y crecer espiritualmente. Si nuestras oraciones están exentas de efectismos y superficialidades, de hipocresías y dobleces de ánimo, el Señor nos escuchará y se alegrará cuando nuestra voz llegue a su corazón. Si obedecemos las instrucciones que el Señor nos ha dejado preparadas en el tesoro de sus Escrituras y cumplimos fiel y activamente con el fondo de estas estipulaciones, seremos amados plenamente por nuestro Creador, salvándonos de la perdición y rescatándonos de nuestros yerros y meteduras de pata. En definitiva, si queremos ser felices en esta dimensión terrenal y más tarde en la celestial, nuestro oído debe estar abierto a la educación, la instrucción y la reprensión amorosa que nos prodigan nuestros padres, nuestros pedagogos y la Palabra de Dios. 

    Por otro lado, si deseamos vivir a nuestra manera, menospreciando la asesoría paterna porque no se ajusta a nuestro descontrolado estilo de vida, y tratando despectivamente la trayectoria modélica de sus padres como algo aburrido, poco provechoso y placentero, e inútil, el hogar que edifique sobre sus turbios asuntos, sus delictivas conductas y sus tendencias violentas, será una casa abocada a la miseria, a la vergüenza y al hazmerreír social. ¿Cómo podrá un padre perverso querer inculcar a sus hijos una ética de la obediencia, del respeto y del cariño, si este es un ejemplar tóxico que contamina cualquier relación en la que se implica?  

      Si queremos medrar apelando únicamente a lo sensacionalista, al exhibicionismo estético, al narcisismo vanidoso y a la falta de escrúpulos con tal de ganar fama y dinero, no esperemos que, cuando pase el tiempo de brillar, sigamos viviendo del pasado. Si estimamos que podemos engañar a Dios con nuestros ruegos de última hora, con nuestras oraciones de Santa Bárbara, con nuestros infectos sacrificios, y con nuestros rituales supersticiosos, no olvidemos que seremos aborrecidos por un Dios asqueado de nuestra desfachatez y caradura.  

      Si preferimos seguir cometiendo maldades a diestro y siniestro, hiriendo a nuestro prójimo, rechazando de plano los mandamientos de Dios, y planificando letales estratagemas para aprovecharse de los más débiles e inocentes, no esperemos ser aplaudidos por el Rey de reyes y Señor de señores, sino que, más bien, habremos de ser condenados perpetuamente en los lóbregos calabozos del averno. Si apreciamos la amonestación como algo molesto, inconveniente, diametralmente opuesto a nuestra vana manera de vivir y de percibir la realidad, apostatando del camino de salvación que una vez transitamos, y si odiamos a aquellos que nos advierten y avisan de hacia dónde nos conduce nuestra ruta concupiscente, no nos sorprendamos al caer por el precipicio del abismo interminable de la destrucción eterna.  

      Si pretendemos actuar perversamente en esta tierra creyendo que nuestras acciones no han de tener consecuencias funestas para nuestras almas, recordemos que el país de los muertos y el lugar de la perdición son emplazamientos que Dios ha dispuesto para que penemos una y otra vez por nuestros delitos y pecados contra Él, contra su creación y contra nuestro prójimo. Si, por último, albergamos la intención de burlarnos de aquellos que nos quieren bien y nos aconsejan, así como de alejarnos de las compañías que pueden transmutar nuestra estupidez supina en sabiduría y rectitud, no esperemos un final feliz para nuestras almas y nuestros cuerpos. 

3. CIRCUNSTANCIAS CARDÍACAS 

       Del mismo modo que nuestra forma de hablar y nuestro talante a la hora de acoger la disciplina y la instrucción significan la diferencia entre la vida y la muerte, lo mismo sucede con el corazón, el centro de nuestros deseos y decisiones, de nuestras emociones e intenciones: “El corazón alegre embellece el rostro, pero el dolor del corazón abate el espíritu. El corazón inteligente busca la sabiduría, pero la boca de los necios se alimenta de necedades. Todos los días del desdichado son difíciles, pero el de corazón alegre tiene un banquete continuo.” (vv. 13-15) 

      Lo que sentimos, lo que percibimos y lo que notamos en cada circunstancia de nuestras vidas puede llegar a condicionar nuestro estilo vital. El corazón, esa víscera a la que los antiguos adscribían el papel simbólico de la esencia del ser, puede llevarnos a cotas álgidas de felicidad, pero también puede trastornar nuestra oportuna visión de la realidad. Dependiendo de las emociones y de los sentimientos que nos embargan, producto, sin duda, de la coyuntura personal por la que estemos atravesando en cada instante, podemos transfigurar nuestro rostro de formas increíbles. Cuando el corazón está contento y satisfecho, cuando se siente henchido de amor recíproco y cuando rebosa de ganas de vivir, nuestro cuerpo lo nota, y, de forma especial, nuestra cara se convierte en una imagen vívida de lo que abrigamos en nuestro pecho. Sonreímos, se ensanchan las comisuras de nuestros labios, los dientes asoman al balcón de la boca, las patas de gallo se acentúan al borde de nuestra mirada, y el sonrojo rozagante de las mejillas no dejan lugar a dudas: somos felices.  

       Sin embargo, cuando una preocupación nos desasosiega, cuando un dolor físico o emocional se desata en nosotros, cuando no somos correspondidos en nuestro amor o cuando la pérdida nos roba la paz, el corazón se agrieta y resquebraja con el martillo de la tristeza. Nuestros hombros decaen, arrastramos nuestras pisadas, languidecemos en el silencio y la soledad, nuestra boca se retuerce en un rictus amargo y la luz que antaño iluminaba nuestros ojos se desvanece hasta desaparecer.  

      Cuando el alma no se conforma con los rudimentos del conocimiento, aparece una sed intelectual y espiritual que necesita ser saciada. Creo firmemente que todos tenemos esta clase de necesidad por escalar las cumbres de la ciencia y de la sabiduría, aunque a veces no lo parezca. El ser humano que se atasca o se estanca en términos de descubrimiento y conquista de la inteligencia, tanto humana como divina, al final se contenta con la vanidad de lo común, de lo trivial y de lo superficial. Es como si tuviésemos la posibilidad de tener una biblioteca magnífica repleta de la sabiduría de todos los tiempos y culturas, decidiéramos sentarnos en la butaca para leer revistas de cotilleos y magacines del corazón. Es como apartar a un lado El Quijote para leer el Hola. Puede que te estés entreteniendo, alimentando tu espíritu de necedades, pero esto no aporta nada a tu madurez y crecimiento como persona.  

     La vida, como sabéis, es dura e injusta. Siendo cristianos ya pasamos por momentos realmente complejos e incómodos. Sin embargo, existe una gran diferencia entre aquellos que abogan por vivir su vida a su antojo, por derivar sus existencias a la miseria y a la desdicha con sus deleznables obras, y aquellos que confían en el Señor y dedican sus vidas a servirle y obedecerle. Si para todo ser mortal sobrevivir en este mundo puede llegar a hacerse cuesta arriba, imaginaos cómo será para aquellos que viven sin Dios. ¿Con qué esperanza podrá encarar un incrédulo cualquier turbulencia o crisis? ¿Con qué ayuda cuenta aquel que dice que no existe Dios? ¿De qué manera puede gestionar un descreído cualquier pérdida personal que sufra? Para ellos cada día será una auténtica tortura, un nuevo recordatorio de que no son nada, y que no pueden controlar todo a su alrededor.  

      Sin embargo, aquel que somete su vida por completo a la voluntad de Dios halla siempre un alba de esperanza tras la oscuridad de la noche, sabe que está a una oración de distancia para recabar el auxilio de Dios, y sabe ver el lado positivo de una circunstancia adversa. Y en la pérdida de un ser querido que ha creído en el Señor, sufre menos y asume que la marcha de este es un hasta luego, y no un adiós definitivo. Como dice Salomón en términos metafóricos, su vida es un banquete espiritual que nunca termina, porque tiene en su corazón la capacidad que Dios le otorga de saber ver más allá de las circunstancias. 

CONCLUSIÓN 

      Nuestras palabras, nuestras actitudes y nuestros corazones pueden armonizarse increíblemente para hacer que nuestra estancia sobre la faz de esta tierra sea lo más llevadera y deliciosa. La única manera de que esta coordinación integral pueda ser llevada a cabo es dejando que sea Dios el que tome las riendas de nuestras vidas, es permitiendo que nos inunde con su sabiduría y gracia, es abriendo nuestro espíritu a su enseñanza, a su modelo cristológico y a su alegría.  

       Si no alineamos estos tres principios fundamentales en nuestras vidas, estaremos destinados a vivir miserable y catastróficamente bajo los dictados de la carne, de Satanás y de los perversos valores de este mundo. Tú decides cómo contestar a tu prójimo, cómo responder a los consejos y a la educación, y cómo administrar tu corazón.

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