CARA O CRUZ


 

SERIE DE SERMONES SOBRE PROVERBIOS “SAPIENTIA III” 

TEXTO BÍBLICO: PROVERBIOS 16:1-15 

INTRODUCCIÓN 

      ¡Cómo nos encanta hacer planes a los seres humanos! Planificamos itinerarios antes de nuestras vacaciones para no perdernos nada de lo que nos interesa visitar. Programamos actividades con antelación para prepararlas y para que su resultado sea el más óptimo posible. Echamos la cuenta de la lechera en muchas ocasiones, soñando con hacer esto y aquello, con emprender negocios y con iniciar nuevos caminos para nuevas metas. Nos proyectamos al futuro, marcándonos metas que alcanzar, objetivos que lograr y deseos que cumplir. Todos nuestros dispositivos móviles tienen su propia agenda en la que podemos anotar nuestras citas, nuestros plazos de entrega de trabajos y nuestro anhelado encuentro con el tiempo libre. Ponemos alarmas en nuestros móviles y relojes para organizarnos lo más pronto posible, y así creemos que nada podrá detenernos a la hora de consumar nuestros fines. Nos encanta planificar, ¡vaya que sí! Calendarios repletos de eventos y actividades de todo tipo van dirigiendo nuestras vidas para hacerlas lo más eficientes y eficaces posible. Solemos fiarnos de lo que, en el preciso instante de la planificación, hemos establecido como actuaciones inamovibles que no verán variada su realidad por nada del mundo. 

      Pero cuando ya tenemos todo atado, y bien atado, cuando tenemos encima el compromiso previamente concertado, o cuando pensamos que nada podrá truncar la dirección de nuestros proyectos, entonces, ¡zas!, todo cambia en un abrir y cerrar de ojos. ¿No te ha pasado alguna vez que tenías un lugar al que viajar, y, a última hora, te han cancelado el vuelo, te has puesto enfermo, te ha surgido un inconveniente equis, o alguna circunstancia adversa universal se ha abatido sobre la humanidad, y has tenido que anular tus planes con gran pesar por tu parte? ¿No te ha sucedido que tenías en mente lograr esto o aquello, que habías estado esperando un momento culminante de tu carrera o de tu vida, y que, de improviso, todo ese castillo de naipes tan cuidadosamente armado se ha venido abajo con un soplido de una situación inesperada? Creo que todos hemos tenido que experimentar, muchas veces con lagrimones como puños en los ojos, cómo los mejores planes se han ido al traste por coyunturas que se escapan a nuestro control como catástrofes naturales, enfermedades, pérdidas de seres queridos, despistes o accidentes impensables. ¡Cómo nos enfadamos entonces! Nos mesamos el cabello intentando encontrar una explicación a nuestro infortunio, pero el mal o el trastoque de tus metas ya es cosa hecha. 

       La vida es como una moneda con dos caras: anverso y reverso. No lo es en el sentido de que la existencia terrenal es como un juego de azar, llena de casualidades desconcertantes, sino en el sentido de que tal vez, como seres humanos que confiamos en nuestra autonomía personal por encima de todas las cosas, no seamos conscientes de que, al final, por mucho que nos empeñemos en planificar nuestro futuro, Dios es el dueño absoluto de tu historia y de la historia de la humanidad. Podemos proponernos muchas cosas en la vida, pero, en definitiva, si Dios no lo permite, si el Soberano del tiempo y el espacio no lo dispone así, ya podemos patalear y quejarnos por los contratiempos, que no lograremos consumar nuestras intenciones iniciales. La cara de la moneda es la que nosotros queremos que salga siempre, pero cuando sale cruz, debido a la intervención de Dios en nuestra realidad, del modo que sea, no podemos ya deshacer lo que ha pasado. No podemos pronosticar nuestro porvenir, no podemos augurar cómo nos irán las cosas, no tenemos la capacidad de entrever o atisbar siquiera un trocito de lo que nos depara el futuro.  

1. PLANES HUMANOS Y DIVINOS 

      El ser humano se empecina muchas veces en erradicar a Dios de la ecuación de su vida. Piensa, o que Dios es un ser tan lejano que no influye en nuestras existencias de forma sensible, o que, directamente, Dios no existe y que nosotros, los mortales, somos dueños de nuestro destino y somos autónomos para decidir qué ha de realizarse en el porvenir. Sin embargo, muchas personas pensantes no son capaces de entender que nuestro conocimiento es limitado, que nuestra razón abarca lo que abarca, que somos mentalmente finitos, y que, nadie, sino solo Dios, sabe qué ocurrirá mañana con nuestros planteamientos y existencias.  

      Salomón quiere que entendamos esta realidad espiritual para que no nos obsesionemos en tomar decisiones sin primeramente contar con la voluntad divina: Del hombre es hacer planes en el corazón; de Jehová es poner la respuesta en la lengua. Todos los caminos del hombre son limpios en su propia opinión, pero Jehová es quien pesa los espíritus. Encomienda a Jehová tus obras y tus pensamientos serán afirmados. Todas las cosas ha hecho Jehová para sus propios fines, incluso al malvado, para el día malo. Abominable es para Jehová todo altivo de corazón; ciertamente no quedará impune. Con misericordia y verdad se corrige el pecado; con el temor de Jehová los hombres se apartan del mal. Cuando los caminos del hombre son agradables a Jehová, aun a sus enemigos los pone en paz con él. Mejor es lo poco con justicia que las muchas ganancias sin derecho. El corazón del hombre se propone un camino, pero Jehová endereza sus pasos." (vv. 1-9) 

      Dos de los atributos eternos de Dios que hemos de tener en cuenta a la hora de escoger en la vida, son su omnisciencia y su omnipotencia. Dios lo sabe todo de todo, y Dios es soberano para desplegar su poder como al le plazca sin que nada podamos hacer para doblegarlo. El ser humano tiende a proponer planes y objetivos para su vida, para su familia o para sus negocios y actividades. Es algo natural y necesario, y nadie pone en cuestión esta dimensión propia de seres pensantes y creativos. Comenzamos a pergeñar cómo haremos esto, de qué manera invertiremos esto en lo otro, cómo nos afectará positiva o negativamente una serie de elecciones, de qué forma llegaremos a lograr la meta ansiada... Pero nada de esto llegará a buen puerto si en primer lugar no tenemos en cuenta a Dios a la hora de tomar decisiones en cualquier sentido. Pueden ser planes realmente increíbles, beneficiosos para mucha gente, preciosos en su estructuración y deseo de puesta en práctica, pero si no ponemos en manos de Dios estos proyectos, lo más probable es que nada salga como de verdad querríamos. Solo Dios, que conoce tu corazón y tu mente, dado que Él mismo trenzó sus conexiones neuronales y puso aliento de vida en su carcasa material, puede poner sabiduría en las obras que uno realiza para lograr sus objetivos, tanto personales como corporativos. 

      A veces, nosotros mismos nos autoconvencemos de que nuestra hoja de ruta en la vida es la correcta sin consultarla previamente con Dios. Y para reforzar la idea de que nuestra conducta es la mejor, tendemos a auto justificar lo que hacemos y a racionalizar los mecanismos mediante los cuales queremos alcanzar nuestros fines e ideales. No comprendemos que nuestra inteligencia y nuestro conocimiento son limitados. Nos resistimos a reconocer que no podemos manipular la realidad sin quemarnos los dedos, que no podemos controlar todos los aspectos externos que pueden influir sobre nuestros planes, y que no tenemos la aptitud necesaria como para garantizar al cien por cien el éxito de nuestras empresas. Pensamos firmemente que lo estamos haciendo bien y que Dios bendecirá nuestros planes, aun a pesar de no haberle tenido en consideración durante el proceso de toma de decisiones.  

      Las cosas no funcionan de este modo. Dios conoce mejor que tú mismo qué hay en tu corazón. Él pesa tu espíritu, lo analiza en un milisegundo o menos, evalúa tus intenciones y tus anhelos más profundos, y dictamina qué es lo más conveniente para ti, lo cual no es siempre lo que nosotros tenemos en mente cuando damos pasos en dirección a saber bien qué hacemos. Si Dios nos conoce de arriba a abajo, plenamente, ¿por qué seguimos empecinados en la idea de que podemos confiar tan ciegamente en nuestro propio entendimiento que podemos ser exitosos haciendo las cosas a nuestra manera? Lo mejor es encomendar al Señor lo que vayamos a hacer, o lo que programemos en todos los aspectos de la vida, porque solo Él puede afirmar nuestros pasos y convertir en realidad aquellos sueños que se ajustan a sus sabios designios. 

      Seguro que te has preguntado alguna vez el porqué de algo que te ha sucedido, de algo que has visto y que no te cuadra, o de algo que entiendes que no tiene sentido. Suele pasarnos esto cuando, en caliente, somos nosotros los implicados en una situación aparentemente inexplicable, absurda y estrambótica. ¿Por qué el Señor ha permitido esto? ¿Por qué Dios ha creado aquello? ¿Por qué el Señor ha dejado que esto suceda? Preguntas y preguntas que solo tienen contestación de parte de Dios y de su Palabra. Salomón nos enseña a valorar el propósito de cada cosa que acontece en esta dimensión terrenal de acuerdo a los propósitos de Dios, los cuales son tan altos que no podemos llegar a entenderlos por mucho que lo intentemos. Sus caminos son inescrutables y Dios suele escribir recto en renglones que a nosotros se nos antojan torcidos. Dios emplea cualquier circunstancia, sea positiva o dramática, cualquier persona, sea justa o malvada, y cualquiera de sus creaciones, aunque parezca algo que carece de lógica, para llevar a cabo sus planes, los cuales siempre estarán muy por encima de los que día tras día elaboramos con tanto mimo y esmero.  

     La humildad es una de las virtudes humanas menos cultivadas en nuestros días. Las personas, por lo general, prefieren subirse al torreón del castillo de su altivez para demostrar al mundo que puede progresar en la vida sin necesidad de dar cuentas a Dios. Sin embargo, cuántos soberbios y orgullosos que proclamaron a los cuatro vientos sus planes faraónicos y megalómanos, y que se olvidaron del Señor a la hora de saber elegir, han caído estrepitosamente, y tal y como han escalado en términos de gloria y riquezas, han sido defenestrados hasta hundirse en la miseria más miserable. Dios aborrece a esa clase de personas que afirman estar por encima del bien y del mal, de su Creador y de sus providenciales planes. Es el pecado del mismísimo Satanás, querer derrocar a Dios para auparse y sentarse en su trono, sabiendo que sigue siendo una criatura limitada y finita que nada puede hacer por lograr sus perversos objetivos.  

      Si decidimos bajar nuestros humos, y, en humildad sincera, nos arrepentimos de haber dudado de las promesas de Dios y de haber tramado metas sin tenerle en cuenta; si aceptamos ser corregidos y redirigidos por el Señor desde su compasión y verdad; y si obedecemos su voz por encima de la de nuestro tenebroso y engañoso corazón, entonces evitaremos la maldad y nos enfocaremos en los propósitos que Dios ha determinado para el bien de nuestras vidas y de las vidas de aquellos que dependen de nosotros. Incluso, nos dice Salomón, nuestros enemigos o aquellos obstáculos que nos impedían el avance de nuestros planes bendecidos por Dios, pueden llegar a ser algo que revierta positivamente en la consecución de nuestros fines. 

     Dejemos atrás los atajos fáciles que puedan procurarnos un éxito rápido, pero momentáneo y efímero. Sabemos que existen muchas formas de lograr fama instantánea, dinero inmediato y un estatus social envidiable a través de fraudulentas y dudosas acciones personales. Conocemos, de hecho, a personas que se han enriquecido a costa de cometer infracciones legales, a costa de vender sustancias tóxicas y adictivas a miles de personas, a costa de robar y sustraer, y a costa de aprovecharse de su posición para desfalcar corruptamente del erario público. En apariencia, y en primera instancia, podemos caer en la tentación de envidiarlos por su lujoso tren de vida, por su impunidad y por su falta de escrúpulos. No obstante, a su tiempo, todos los seres humanos serán juzgados, y todos aquellos que han transgredido la ley y el derecho, que se han aprovechado de los humildes para amasar sus fortunas, y que no se han pensado ni dos veces el efecto terrible que pueden provocar en personas inocentes, serán castigados sin posibilidad de recursos, excusas o justificaciones peregrinas. Es mejor ser honestos y contar con Dios para la consecución de tus sueños, que vivir a cuerpo de rey hoy, y ser pasto de las llamas del infierno por toda la eternidad tras el juicio final. En definitiva, vuelve Salomón a aconsejarnos, hemos de prestar oídos a lo que Dios tiene que decir sobre nuestros planes, porque no siempre saldrá cara cuando lancemos la moneda al aire. 

2. REYES BAJO EL SEÑORÍO DE DIOS 

      A continuación, el rey sabio, experimentado en las lides gubernamentales, desea dejar un legado de sabiduría a aquellos que han de dirigir los destinos de todo un pueblo, a fin de que no descuiden ni olviden su rol como garantes de una sociedad justa y obediente a los preceptos de Dios: Oráculo hay en los labios del rey y su boca no prevarica en el juicio. Las balanzas y el peso justos son de Jehová; obra suya son todas las pesas de la bolsa. Abominable es que los reyes cometan maldad, porque con la justicia se afirma el trono. Los labios justos complacen a los reyes; estos aman al que habla con rectitud. La ira del rey es mensajero de muerte, pero el hombre sabio la evita. En la alegría del rostro del rey está la vida, y su favor es como nube de lluvia tardía.” (vv. 10-15) 

      La monarquía era, en tiempos de Salomón, una de las más extendidas maneras de entender el gobierno de una nación. Con una capacidad plenipotenciaria, el rey decidía el curso de acción de su entramado burocrático y administrativo. Aunque en algunas naciones, el rey era considerado prácticamente un dios al que se debía toda la adoración y honra que se le tributaba a una divinidad, en Israel esto no era así. Tal vez sí que se le suponía, en algunos casos, un representante de la justicia que Dios dispensaba a su pueblo, pero seguía siendo tan humano como cualquier otro de sus súbditos. Desde el principio, se buscó un ideal real que pudiese ordenar y gestionar el bienestar de toda la sociedad que estaba bajo su dominio.  

      Por ello, Salomón, alguien que fue considerado como uno de los monarcas más inteligentes y entendidos de la historia, desea aleccionar a sus sucesores en el trono, a fin de que cumpliesen con las expectativas que Dios y el pueblo tenían de sus decisiones y de su gestión nacional. El rey debía ser respetado de tal manera, que cualquier decreto que propusiese como ley del estado debía ser considerado como una palabra profética enviada por Dios mismo. Claro está, esto sería de este modo, siempre y cuando los reglamentos propuestos por el rey estuviesen en armonía con la honestidad, la verdad y la pureza de intereses, todas estas virtudes agradables ante los ojos de Dios. 

     El rey debía velar por el correcto cumplimiento de las medidas de justicia económica y comercial, penalizando a los negociantes que manipulaban los pesos y medidas para aprovecharse ilegalmente de sus congéneres, y coordinando sus acciones de revisión con un estándar que Dios mismo había establecido desde antiguo. Además, el soberano no debía incurrir en la tentación continua de utilizar su posición de alteza para cometer delitos contra sus subordinados, algo que, al considerar los linajes, tanto de Israel como de Judá, fue un consejo que no se tuvo en consideración en la mayoría de ocasiones. Lo ideal era decir siempre la verdad delante del rey, y no endulzar lo amargo, ni amargar lo dulce. No existe peor cosa que verse rodeado de cortesanos de corte melifluo, condescendiente e hipócrita, los cuales buscan medrar a costa de no dar malas noticias a su señor, y de esconder los trapos sucios tras una cortina de pura falsedad. Muchos reyes de la historia de la humanidad tomaron malas decisiones y se vieron abocados a la ruina institucional al dejar que los untuosos cortesanos ocultaran la verdadera situación nacional. El rey debía rodearse de sabios y entendidos, de personas que no les doliera prendas a la hora de convencer con argumentos al soberano sobre la necesidad de hacer cambios o de tomar otras decisiones diferentes.  

     Por último, como un aviso para navegantes de la realeza, así como para aquellos que suelen estar cerca de la presencia del monarca, Salomón advierte del peligro que corren estos en el preciso instante en el que el rey monta en cólera y da rienda suelta a su enfado e irascibilidad. Aquel que recibe las bondades del monarca también puede verse involucrado en sus rabietas y momentos de frustración, por lo que debe estar preparado para emplear la sabiduría de Dios de tal modo que aplaque la ira real y logre salvar el pellejo tras un desatado episodio de agresividad por parte del soberano.  

      Me viene a la memoria “Alicia en el País de las Maravillas,” libro en el que se cuenta de la Reina de Corazones, la cual, cuando ve que se le lleva la contraria, no cesa de gritar como una posesa, “¡que le corten la cabeza!” a aquel que ha incurrido en su enojo. Es mejor gozar de la benevolencia que respira un monarca sonriente y feliz, aportando desde el discernimiento de los tiempos y de la realidad un granito de arena que satisfaga y alegre el corazón del rey. Todo será beneficioso para su pueblo, tan bendito como es la lluvia que presagia la lluvia primaveral de marzo y abril, la cual es crucial para la cosecha del trigo, y que es la última precipitación que riega la tierra hasta que llegue el otoño. Si el rey está contento, toda la nación gozará de su contentura. 

CONCLUSIÓN 

      Dos caras de la misma moneda, y dos realidades que llegan a enfrentarse en la vida. Por un lado, la cara del ser humano, de la criatura que, a veces, quiere igualarse en su capacidad cognoscitiva aun cuando sabe en su interior que su sabiduría es muy limitada. Por otro, la cruz de Dios, del Creador que, conociendo qué ansiamos y qué soñamos, quiere reconducir nuestras decisiones por nuestro bien, aun cuando no le dejemos hacerlo en muchas ocasiones. No hace falta decir que la mejor decisión que tomemos, sea cual sea nuestro planteamiento de vida, es aquella que se ajusta a la voluntad de nuestro Señor. Si no es así, debemos comprender que, si todo falla, ninguna culpa habremos de echarle a quien ignoramos y despreciamos. El hombre propone, pero Dios dispone. 

     De los gobernantes aprendemos que son falibles y que están sometidos a tentaciones y a cambios de humor que repercuten, para bien o para mal, en el resto de la ciudadanía. Ya lo hemos venido viendo en un sistema de gobierno distinto al de la monarquía absolutista, como es el nuestro, el de la monarquía parlamentaria y democrática. Los intereses partidistas y las trifulcas ideológicas solo cumplen su objetivo de lastrar la nación con decisiones imprudentes, temerarias y que pueden llegar a costar la vida de personas de a pie. Muy bien harían muchos gobernantes en someterse bajo la autoridad y el señorío soberano de Dios, porque, no cabe duda de que las cosas irían mejor de cómo están yendo a día de hoy. Oremos por nuestros dirigentes, sobre todo para que se dejen aconsejar por la Palabra de Dios y pidan sabiduría de lo alto con la cual tomar decisiones ecuánimes, beneficiosas para todos y adaptadas a los designios del Señor.

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