BENJAMÍN



SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE JOSÉ EN GÉNESIS “JOSÉ EL SOÑADOR” 

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 43 

INTRODUCCIÓN 

      Las experiencias funestas del pasado suelen condicionar las decisiones del presente y del futuro. Esta es la manera que tiene, por lo general, el ser humano de preservar su vida y su integridad física y emocional. Cuando una persona pasa por un amargo trago en el discurrir de su juventud o niñez, siempre tiende en la adultez a medir mejor sus pasos, a valorar concienzudamente quiénes han de acompañarlo en la travesía de su existencia, a analizar pros y contras, y a optar por medidas y estrategias más bien conservadoras. Y, aunque muchos seres humanos que han sido objeto de traumáticas vivencias, tras un tiempo más o menos prolongado, van olvidando las causas y efectos de una crisis terrible o de un dolor inenarrable, lo cierto es que siempre queda ahí ese resquemor, esa sospecha, ese miedo. No es sencillo gestionar el temor que sigue latente en nuestras vidas por una ocasión en la que salimos muy mal parados. Puede que hallamos logrado superar ese proceso de asimilación y duelo, pero, no cabe duda de que el alma sigue guardando para sí lecciones y experiencias que influirán sobre las elecciones y opciones a tomar en el porvenir. 

     Somos conscientes de que es altamente improbable que, al transitar por este mundo terrenal, no seamos afectados negativamente por la interacción con nuestros congéneres. Y, a pesar de que los beneficios de entablar relaciones con otros seres humanos superan a los perjuicios, y así al menos yo lo entiendo, no podemos ignorar que estaremos sujetos a circunstancias adversas, a traiciones, a mentiras, a la pérdida de confianza y a que nos pisoteen en un momento dado. Es parte de ser un componente más de la raza humana. Por eso, muchos intentan esconderse dentro de sus caparazones, aislándose del resto de los mortales por temor a ser dañados y heridos. Por eso, cada vez más individuos prefieren retirarse del mundanal ruido, de los hormigueros urbanos y optan por conectarse con sus semejantes lo justo y preciso como para no ser molestados y juzgados. Por eso, demasiadas personas escogen sumergirse en burbujas controladas que filtran convenientemente qué lazos afectivos son positivos y qué enlaces sentimentales son tóxicos.  

      Es lamentable comprobar cómo, tras un encontronazo brutal con la naturaleza humana ajena, las personas se encierran en sí mismas para rechazar cualquier contacto con la sociedad, promoviendo la depresión, el hastío y el hartazgo, así como la desvinculación con la realidad para abrazar otras dimensiones virtuales creadas ad hoc para su consumo y para satisfacer las preferencias aislacionistas propias. 

1. SI HAY QUE IR, SE VA... 

      Jacob todavía no había olvidado la desaparición de su querido hijo José. No había podido asimilar la falta de su presencia, aun cuando había volcado toda su atención y cariño en su hijo menor, Benjamín. Nadie podía sustituir al hijo de sus entrañas, a su favorito. Ni siquiera un panorama desolador en lo humanitario había podido arrancar de Jacob la esperanza de dar su brazo a torcer en relación a la prisión en Egipto de otro de sus hijos, Simeón. Y no es ya hasta que el colmo de la necesidad hace acto de aparición en la escena internacional y local, que Jacob se aviene a razones y estima que ha de renunciar al miedo para salvar a su familia: El hambre era grande en la tierra; y aconteció que cuando acabaron de consumir el trigo que trajeron de Egipto, les dijo su padre: —Volved y comprad para nosotros un poco de alimento. Respondió Judá: —Aquel hombre nos advirtió con ánimo resuelto: “No veréis mi rostro si no traéis a vuestro hermano con vosotros.” Si envías a nuestro hermano con nosotros, descenderemos y te compraremos alimento. Pero si no lo envías, no descenderemos, porque aquel hombre nos dijo: “No veréis mi rostro si no traéis a vuestro hermano con vosotros.” Dijo entonces Israel: —¿Por qué me hicisteis tanto mal, declarando a ese hombre que teníais otro hermano? Ellos respondieron: —Aquel hombre nos preguntó expresamente por nosotros y por nuestra familia, diciendo: “¿Vive aún vuestro padre? ¿Tenéis otro hermano?” Y le declaramos conforme a estas palabras. ¿Acaso podíamos saber que él nos diría: “Haced venir a vuestro hermano” Entonces Judá dijo a su padre Israel: —Envía al joven conmigo; nos levantaremos e iremos enseguida, a fin de que vivamos y no muramos, ni nosotros, ni tú, ¿ni nuestros niños? Yo te respondo por él; a mí me pedirás cuenta. Si no te lo traigo de vuelta y no lo pongo delante de ti, seré ante ti el culpable para siempre. Si no nos hubiéramos demorado, ciertamente hubiéramos ya ido y vuelto dos veces. Entonces su padre Israel les respondió: —Pues que así es, hacedlo; tomad de lo mejor de la tierra en vuestros sacos y llevad a aquel hombre un regalo, un poco de bálsamo, un poco de miel, aromas y mirra, nueces y almendras. Tomad también en vuestras manos doble cantidad de dinero, y llevad así en vuestras manos el dinero devuelto en las bocas de vuestros costales; quizá fue equivocación. Asimismo, tomad a vuestro hermano, levantaos y volved a aquel hombre. Que el Dios omnipotente haga que ese hombre tenga misericordia de vosotros, y os suelte al otro hermano vuestro y a este Benjamín. Y si he de ser privado de mis hijos, que lo sea. Entonces tomaron aquellos hombres el regalo, y tomaron en sus manos el doble del dinero, así como a Benjamín, y se levantaron, descendieron a Egipto y se presentaron delante de José.” (vv. 1-15) 

      Recordaremos que los hijos de Jacob habían podido traer a su hogar una cantidad determinada de trigo tras dejar a Simeón como garantía de que volverían con Benjamín para limpiar su nombre de la acusación vertida por José de que eran espías en tierras egipcias. Después de que Jacob conociera las condiciones bajo las cuales era posible liberar a uno de sus hijos, se cierra en banda por completo. Benjamín, objeto del deseo del virrey egipcio, no iba a convertirse en un nuevo caso de desaparición como José. Jacob entiende que hay hijos que le son más amados que otros, aunque pudiera ser esto digno de ser juzgado, y su primera intención es la de no permitir que Benjamín se aventurase con sus feroces hermanos en una aventura de la que no estaba seguro de su desenlace.  

      Y así pasan los días, sin que la hambruna sea doblegada, sin que la carestía se vea aminorada por mejores condiciones climáticas y agrícolas. Los víveres traídos de Egipto estaban menguando a ojos vista, y algo habría qué hacer para paliar la magra situación que estaba a punto de sobrevenirles. Jacob, haciendo como que ya no recordaba las estipulaciones determinadas por el virrey egipcio para que sus hijos regresaran por más grano, ordena a sus hijos que se preparen para bajar a tierras egipcias y comprar trigo suficiente como para capear el temporal de una crisis alimentaria de dimensiones catastróficas. 

     Judá es el responsable de abrir los ojos a su padre, de traerle a la memoria las condiciones bajo las que era posible surtirse de nuevas cantidades de alimento. Cuarto hijo de Jacob, tras el caído en desgracia Rubén a causa de querer ocupar el lugar de su padre antes de tiempo, y tras los salvajes y sanguinarios Leví y Simeón, los cuales acabaron sin el permiso de su padre con los habitantes de Siquem, perdiendo su ascendencia dentro del clan familiar, Judá toma la palabra para rogar a su padre que les confiase la vida de Benjamín. No había otra manera de sobrevivir. Había sido testigo de la férrea y obsesiva determinación del virrey de Egipto sobre qué debían hacer para volver a ver su rostro y negociar para conseguir el sustento necesario, y estaba seguro de que presentarse delante de este poderoso funcionario real sin su hermano menor, era sinónimo, como mínimo de ser encarcelados, torturados, y sentenciados a muerte bajo los cargos de espionaje. Judá venía a decir, en palabras del mítico José Mota, que “si hay que ir, se va; pero ir pa , es tontería.” Judá y sus hermanos no iban a arriesgar su pellejo en un viaje del que se conocía su final antes siquiera de poner un pie en la ruta del sur que llevaba a Egipto. 

     Su padre, enojado, entristecido y frustrado, no tiene por más que reconocer la terca realidad en la que están inmersos. Esto no quita que lance una invectiva culpabilizadora hacia sus hijos, tachándolos de estúpidos y de faltos de seso. “¿A quién se le ocurre dar tantos detalles sobre nuestra vida personal?” Para Jacob, sus hijos eran los responsables de que, ahora, su hijo más estimado, Benjamín, tuviese que partir hacia lo desconocido, para satisfacer a saber qué clase de apetitos por parte de ese advenedizo egipcio. Judá vuelve a tomar las riendas de la conversación, asentando con mayor firmeza su posición como portavoz de todos sus hermanos, y argumentando que toda la información ofrecida debía su razón de ser a la recurrente retahíla de preguntas y dudas sobre sus orígenes, procedencia y objetivos. Si no contestaban al virrey egipcio, la posibilidad de poder comerciar grano por oro se desvanecería en un abrir y cerrar de ojos. No existían más opciones de las que tirar. De una forma un tanto destemplada, Judá hace ver a su padre que ellos no son adivinos que hubiesen podido prevenir la actitud machacona del dirigente egipcio. No podían prever la que se les vendría encima.  

     El nuevo representante de los hijos de Jacob propone a Jacob lo mismo que propuso su hermano mayor Rubén, con la salvedad de ser mucho más persuasivo y convincente, así como de no poner en la picota la vida de sus hijos como contrapeso de garantía si a Benjamín le ocurría algo malo. Judá asume toda la responsabilidad, cualquier castigo que se devengase de la pérdida de su hermano menor. Ahora lo urgente era comer y sostener todo ser vivo que moraba en el campamento. Para añadir mayor premura al asunto, Judá, tal vez de una manera extemporánea y poco elegante, acusa a su padre de demorar demasiado la partida a Egipto. Está diciendo a su progenitor que se deje ya de tantos rodeos, de tantos miedos y de tantos remilgos, y que dé su visto bueno a que Benjamín se convierta en la salvación de todo el clan familiar. Ya podrían haber hecho dos viajes, y, por culpa de la actitud de su padre, ya estaban tardando demasiado. Jacob, obviando el tono de reproche de su hijo Judá, conviene al fin en dejar que Benjamín viaje junto a ellos rumbo a Egipto, país del que recelaba en gran manera por sus usos, costumbres y creencias.  

     En su experiencia sobre suavizar encuentros con personas que podían disponer de su vida en momentos críticos de su historia personal, Jacob decide que, aparte de llevarse a su hijo menor, sus hermanos deben unir a éste una serie de presentes que ablandaran el corazón del virrey egipcio, así como el dinero que había sido hallado en la boca de sus sacos al retornar a Canaán. Para endulzar el talante del dirigente egipcio, Jacob manda preparar porciones de lo mejor que tenían a mano en tiempos de crisis: bálsamos, sustancias aromáticas, miel y frutos secos. Era preciso concebir un modo de complacer al desconocido príncipe de Egipto, a fin de que Benjamín regresara de una pieza junto a su padre.  

       Además, Jacob eleva una oración resignada y comprometida con la fe que siempre había tenido en las promesas de Dios. Llama a Dios, El Shaddai, el Todopoderoso, recalcando que solo Dios podría hacer que las circunstancias fuesen las más óptimas a pesar de las lóbregas expectativas que atisbaba el patriarca sobre la vida de su retoño. Jacob solicita al Señor que la misma misericordia que le había rodeado durante toda su vida, sea ahora también la que propicie un encuentro satisfactorio, bendito y feliz. Y, de igual modo que este apesadumbrado padre ruega a Dios por la gracia del virrey en relación a sus hijos, también fía el devenir de los acontecimientos futuros a la soberanía del Señor. Resignado, Jacob comprende que todo está en sus manos, y que las vidas de sus descendientes están ahora bajo la protección y cuidado de su Dios. Y así, tras realizar rápidamente sus preparativos, la comitiva de los hijos de Israel se dirige a territorio egipcio. 

2. MIEDO A LAS PUERTAS 

      Después de varias jornadas de ruta, los hermanos al fin llegan a la presencia de los funcionarios que han de proveerles del grano necesario para sobrevivir en esta terrible época: “José vio con ellos a Benjamín, y dijo al mayordomo de su casa: —Lleva a casa a esos hombres, y degüella una res y prepárala, pues estos hombres comerán conmigo al mediodía. Hizo el hombre como José había dicho, y llevó a los hombres a casa de José. Entonces aquellos hombres tuvieron temor, porque los llevaban a casa de José. Se decían: —Por el dinero que fue devuelto en nuestros costales la primera vez, nos han traído aquí; para tendernos lazo, atacarnos y tomarnos por siervos a nosotros y a nuestros asnos. Se acercaron, pues, al mayordomo de la casa de José, y le hablaron a la entrada de la casa. Le dijeron: —¡Ay, señor nuestro! Nosotros, en realidad de verdad, descendimos al principio a comprar alimentos. Y aconteció que cuando llegamos al mesón y abrimos nuestros costales, vimos que el dinero de cada uno estaba en la boca de su costal, nuestro dinero en su justo peso; y lo hemos vuelto a traer con nosotros. Hemos traído también en nuestras manos otro dinero para comprar alimentos. Nosotros no sabemos quién haya puesto nuestro dinero en nuestros costales. Él les respondió: —Paz a vosotros, no temáis. Vuestro Dios y el Dios de vuestro padre os puso ese tesoro en vuestros costales; yo recibí vuestro dinero. Y les sacó a Simeón.” (vv. 16-23) 

     No sabemos si José perdió la esperanza de volver a ver a sus hermanos de nuevo. Tengamos en cuenta que, en su caso particular, tras haber sido vendido a los mercaderes ismaelitas, sus hermanos no habían movido un solo músculo por averiguar acerca de su paradero, de sus condiciones de vida o de su integridad física. Bien podían haber dejado tirado a su hermano Simeón, para seguir sus vidas del mismo modo que hicieron con él. Sin embargo, llega a sus oídos la noticia de que sus queridos hermanos han aparecido a las puertas de los silos de la capital egipcia pidiendo ser atendidos por él. Desde la distancia, José comprueba que Benjamín está junto a ellos.  

      Los años no pasan en balde, pero José llega a reconocer a su amado hermano, hijo de su madre y de su padre, y parece albergar cierto entusiasmo sobre la posibilidad de que sus hermanos hubiesen aprendido de sus errores pasados. José llama al mayordomo para darle instrucciones sobre cómo recibir a estos hebreos. Deben ser conducidos a la lujosa residencia oficial del virrey, ser atendidos adecuadamente mientras descansan, a la espera de que José aparezca para comer con ellos un buen plato de res egipcia. El mayordomo no parece discutir ninguna de las órdenes de su señor, sino que se apresta para cumplir cada uno de sus deseos, por más inexplicables que puedan llegar a ser. 

     Al ser conducidos a la vivienda del virrey de Egipto, los hermanos comienzan a pensar que en esta estrategia hay gato encerrado. Ellos, unos rudos hebreos, no hace mucho tildados de espías canaanitas, no entendían que alguien tan distinguido y poderoso como el virrey de Egipto quisiera agasajarlos en su palacio personal. Había algo que olía a quemado en este movimiento. Los comentarios entre ellos no se hacen esperar, tratando de dilucidar la razón de esta invitación. Algunos piensan que tiene que ver con el dinero no cobrado por el grano, intuyendo que iban a ser apresados en unos calabozos ubicados ex profeso en las instalaciones palaciegas de altos dignatarios como lo era su anfitrión. Se trata de una añagaza para apresarlos y acusarlos de traición y robo.  

      No podían ser capaces de imaginar otra explicación a este cambio radical de consideración personal. Cuando algo es demasiado bueno para ser verdad, solo puede significar problemas y muerte, pensarían los hermanos de José. Conforme llegan a las puertas del ampuloso edificio del virrey, empujan a Judá para que implore piedad al mayordomo, y así negociar su libertad. Están dispuestos a demostrar su auténtica identidad, a devolver el dinero hallado en sus sacos, y a manifestar su buena fe trayendo dinero aparte para comprar más grano. Con la desesperación a flor de piel, y con crispados ademanes, Judá intenta hacer ver al mayordomo que ellos no tienen nada que ver con el asunto. Solo quieren su grano y regresar por donde han venido. 

      El mayordomo, divertido ante tantos aspavientos por parte de los hebreos para justificar su no entrada en la vivienda del gobernador de Egipto, zanja la interminable lista de excusas de Judá con unas palabras que sorprenden a los recién llegados. Comienza calmando la zozobra instalada en los visitantes, apaciguando sus preocupaciones y empleando una expresión muy hebrea para rematar su intención tranquilizadora: shalom lakem. Esto deja epatados a los hermanos, con la boca y los ojos abiertos de par en par. ¿Cómo este extranjero es capaz de conocer este saludo tan suyo? A continuación, el mayordomo los pone en antecedentes sobre la razón del hallazgo del dinero en los costales de grano. Ha sido cosa suya, o, mejor dicho, cosa de su señor.  

      Y lo que más sorprende a estos desconcertados hermanos es que el siervo del virrey atribuye este descubrimiento monetario a Dios, al Dios de Jacob. ¿Qué clase de sainete estaba representando este mayordomo? ¿Acaso se estaba riendo de ellos? ¿Cómo iba un egipcio a reconocer que Dios lo había empleado como agente humano de su providencia? Todavía rascándose la cabeza en busca de respuestas a tantas dudas e incógnitas, el mayordomo termina comunicando a todos que Simeón, el hermano preso, será soltado en breve. Es como para no creérselo, ¿verdad? Todos los miedos y sospechas siguen ahí, pero la realidad empieza a deshacer el influjo de una amenaza inmediata. 

3. INVITADOS DE HONOR 

      Una vez Simeón vuelve a reunirse, lleno de gozo y gratitud, con sus hermanos, José entra en escena para pasar un tiempo de comunión y solaz con todos ellos en torno a una mesa: “Luego llevó aquel varón a los hombres a casa de José; les dio agua y lavaron sus pies, y dio de comer a sus asnos. Ellos prepararon el regalo mientras venía José a mediodía, pues oyeron que habrían de comer allí. Al entrar José en casa, ellos le trajeron el regalo que habían traído consigo, y se inclinaron ante él hasta tocar la tierra. Entonces les preguntó José cómo estaban, y les dijo: —¿Vuestro padre, el anciano que dijisteis, lo pasa bien? ¿Vive todavía? Ellos respondieron: —Tu siervo, nuestro padre, está bien; aún vive. Y se inclinaron e hicieron reverencia. Alzó José sus ojos y vio a su hermano Benjamín, hijo de su madre, y dijo: —¿Es éste vuestro hermano menor, de quien me hablasteis? Y añadió: —Dios tenga misericordia de ti, hijo mío. Entonces José se apresuró, porque se conmovieron sus entrañas a causa de su hermano, y buscó dónde llorar; entró en su habitación y lloró allí. Cuando pudo contener el llanto, lavó su rostro, salió y dijo: «Servid la comida.» Sirvieron para él aparte, y separadamente para ellos, y aparte para los egipcios que con él comían, porque los egipcios no pueden comer pan con los hebreos, lo cual es abominación para los egipcios. Y se sentaron delante de él, el mayor conforme a su primogenitura, y el menor conforme a su menor edad; y estaban aquellos hombres atónitos mirándose el uno al otro. José tomó viandas de delante de sí para ellos; pero la porción de Benjamín era cinco veces mayor que la de cualquiera de los demás. Y bebieron y se alegraron con él.” (vv. 24-34) 

      Todos los invitados fueron atendidos según los protocolos orientales de hospitalidad. Los hermanos se dejaron hacer por los siervos de la casa y sus monturas también recibieron el acomodo y el sustento necesario para descansar del largo trayecto. Después de recibir una esmerada atención, los hermanos convienen en preparar todos los regalos que su padre había propuesto llevar para que fuesen la llave que abriese el corazón del virrey egipcio. Cuando llega el mediodía, José se presenta ante todos en el salón donde se degustará la res preparada por los mejores cocineros del imperio. Los hermanos siguen sin reconocer al virrey como a su hermano vendido como esclavo hacía años ya.  

      En cuanto lo vieron acercarse, todos a una se postran hasta tocar con sus frentes en el suelo de la estancia, demostrando con este gesto un grado de sumisión que sorprendería a su mismo padre. Recibiendo los presentes de manos de los hermanos hebreos, José se dedica a preguntar, como quien no quiere la cosa, por el bienestar de Jacob. Ellos le informan sobre que su padre está disfrutando del shalom, esto es, que vive plenamente la vida. José siente una alegría inusitada latiendo en su corazón, y previendo un futuro encuentro con su amado progenitor. 

      Llega el instante más emotivo para José: su encuentro cara a cara con su hermano Benjamín. Más mayor, pero con un inconfundible parecido con sus padres y con él mismo si no fuese por su apariencia de estilo egipcio, se acerca a éste para regalarle unas palabras de bendición que vuelven a sonar enigmáticas y demasiado familiares. José encomienda a Benjamín a Dios, para que éste derrame sobre su vida toneladas de gracia y misericordia. Esta oración formal indica de nuevo la importancia crucial que tiene la compasión y la misericordia a lo largo de toda la narrativa de José. Todo tiene que ver con ella, y de ella surge el milagro, la reconciliación, el perdón y la prosperidad.  

       Y tan pronto pronuncia esta expresión de amor puramente fraternal, la nostalgia se apodera de su alma, y lo empuja a llorar de emoción ante un encuentro que nunca pudo imaginar que llegaría después de tantos años sin saber el uno del otro. José se da la vuelta, y sin perder nunca la compostura, se retira a su habitación para dar rienda suelta a tanto tiempo sin ver a su estimado hermano. No sabemos cuánto tiempo pasó desahogando su espíritu y desatando el cúmulo de sentimientos que le embargaban, pero tras enjugar sus lágrimas y lavar su rostro para no dar a entender este episodio entrañable y conmovedor, vuelve de nuevo a la sala para celebrar la comida prevista junto a sus hermanos. 

      Una vez sentados en torno a las viandas, José preside la reunión. Como curiosidad, el autor bíblico nos aclara que los siervos egipcios que conformaban parte de su corte, comían apartados de los hebreos, con la justificación de que existía una serie de prejuicios rituales y ceremoniales que impedían que egipcios y hebreos compartiesen la misma mesa y comida. Los escrúpulos religiosos convertían esta clase de comidas en una auténtica abominación para los nacionales. Los hermanos circundaban a José, separado oportunamente por una distancia prudencial, a fin de no dar a entender que era también hebreo como ellos. Todos estaban reclinados de mayor a menor y todos podían contemplar al virrey egipcio desde su posición.  

      Normalmente, cuando un anfitrión quiere manifestar su favor para con los convidados a su mesa, comparte la porción que le corresponde a éste entre los favorecidos. Todos los hermanos recibirán parte de la porción del alto dignatario, pero uno de ellos, Benjamín, será el señalado como aquel que ha alcanzado un aprecio significativo por parte del señor de la casa, con la entrega de cinco veces la ración otorgada a sus hermanos. Todavía como en un sueño, los hermanos no daban crédito a su buena suerte y al honroso trato que les dispensaba el segundo hombre más influyente del mundo conocido de aquel entonces. A pesar de su inquietud inicial, pronto los hermanos comenzaron a disfrutar del ágape, alegrándose por la fiesta que el virrey les había preparado, todavía sin saber el porqué de tanto agasajo. 

CONCLUSIÓN 

      Parece que todo va viento en popa, y a toda vela. Los hermanos han perdido poco a poco el temor a que su hermano Benjamín les sea arrebatado, con el dolor que esto provocaría en el frágil corazón de su padre. Han recuperado a Simeón, tras una buena temporada a la sombra. No se les acusa ya de espionaje o de latrocinio. Han sido recibidos como príncipes en el palacio de uno de los hombres más poderosos del mundo. Nada puede salir ya mal. Solo cabe esperar que sus monturas sean cargadas con el grano necesario para seguir luchando por sobrevivir en una tierra hambrienta y agostada. La misericordia de Dios se ha encargado de encarrilar todas las circunstancias, y la oración de Jacob ha sido escuchada.  

     ¿Se dejará descubrir José ante sus hermanos para cerrar el círculo de la gracia? ¿Mostrará su verdadera personalidad e identidad para reencontrarse con su padre ya anciano? ¿Vivirán todos felices y comerán perdices? Las respuestas a estas preguntas y muchas más, en el próximo estudio sobre la vida de José en Génesis.

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