INTERCESIÓN FRATERNAL



SERIE DE ESTUDIOS EN GÉNESIS SOBRE LA VIDA DE JOSÉ “JOSÉ EL SOÑADOR” 

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 44:18-34 

INTRODUCCIÓN 

      En la mayoría de casos en los que una persona cuya trayectoria vital había sido un auténtico y absoluto desastre, solemos suspirar y lamentarnos, mientras expresamos nuestra pesimista sentencia de que, “aunque la mona se vista de seda, mona se queda.” Cuando alguien que ha hecho la pascua a innumerables personas con sus actos violentos y agresivos, viene a nosotros para decirnos que ha cambiado, que ha recapacitado sobre su antigua manera de vivir, entrecerramos nuestros ojos con la sospecha sistemática de que, o bien existe un plan oculto envuelto en una mentira estética, o bien se ha trastornado completamente. Cuando un individuo con un expediente criminal abultado se presenta para disculparse por habernos hecho daño y pedir perdón por todas sus fechorías, a nuestra mente llega ese versículo bíblico que hallamos en Jeremías 13:23, que reza lo siguiente: ¿Podrá cambiar el etíope su piel y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer lo malo?” En el preciso instante en el que, de la noche a la mañana, alguien ampliamente conocido por sus actividades venenosas en el vecindario, llama a la puerta de nuestras iglesias rogando ser ayudado para reconducir su existencia. ¿Nos fiaremos de su sorprendente cambio de ruta? ¿O más bien mantendremos nuestro corazón bien atrancado para que no se aproveche de nuestra presunta buena fe? 

      Hemos de decir que el mundo está lleno de granujas y sinvergüenzas que, en un momento dado, se han beneficiado parasitariamente de la misericordia y bondadoso corazón de muchos de nuestros hermanos en la fe, sino de la iglesia entera. Y con cada experiencia frustrante que hemos sufrido a cargo de esta clase de tropa sin escrúpulos ni respeto, nos hemos vuelto más duros a la hora de dar, así como así, nuestra confianza y socorro a todos aquellos que, en apariencia, dicen haber roto con sus pasados y que aseguran y juran que desean ser nuevas personas que puedan formar parte de nuestra familia espiritual. Yo he tenido la oportunidad, funesta y desagradable, por supuesto, de vérmelas con personajes que, aprovechando el misterio de la gracia de Dios, se han infiltrado entre las filas de la iglesia local para robar, timar y engañar a diestro y siniestro. No podemos evitar sentirnos bastante estúpidos al no haber sido capaces de descubrir las artimañas del manipulador de emociones, y nos hacemos la promesa de que, en la próxima ocasión nadie nos la va a dar con queso. Ciertamente, esto condiciona nuestra aptitud para reconocer quién ha cambiado de verdad por la gracia de Dios, y solemos meter también la pata con personas que sí han aceptado la obra de Cristo en sus vidas. 

      En la continuación de la escena que dejamos pendiente en el estudio anterior, en la cual todos los hermanos de José se hallan entre la espada y la pared tras el descubrimiento del “robo” de la copa de plata que el virrey utilizaba para sus técnicas adivinatorias, vamos a poder contemplar en su máximo esplendor la gracia transformadora de Dios. Benjamín ha sido sentenciado a convertirse en siervo personal del gobernante egipcio al ser acusado de sustracción de bienes ajenos. Aunque los hermanos de éste pueden marcharse a su hogar en paz y sin ningún tipo de recriminación o cargo delictivo, ninguno de ellos mueve un músculo, ya que todos saben qué puede pasar si regresan por donde vinieron y vuelven a encontrarse con su anciano padre. La solución a este grave problema que se les ha suscitado de forma impensable y desconcertante, se antoja prácticamente imposible de encontrar. ¿Quién podrá arrebatar de las manos del virrey de Egipto la vida de alguien que presuntamente ha cometido un delito contra su dignidad y hospitalidad? Desde luego, un hatajo de hebreos nada podía hacer para que las circunstancias mejoraran un ápice. Todos se miran unos a otros esperando que a alguien se le encienda la bombilla o que pueda cantar “¡eureka!” 

1. RETROSPECTIVA DE JUDÁ 

     De entre este atemorizado grupo de hermanos, vuelve a resurgir la figura de Judá como portavoz y líder de todos ellos, intercediendo retrospectiva y prospectivamente ante uno de los hombres más poderosos del mundo conocido: “Entonces Judá se acercó a él y le dijo: —¡Ay, señor mío!, te ruego que permitas a tu siervo decir una palabra a oídos de mi señor, y no se encienda tu enojo contra tu siervo, pues tú eres como el faraón. Mi señor preguntó a sus siervos: “¿Tenéis padre o hermano?” Y nosotros respondimos a mi señor: “Sí, tenemos un padre anciano y un hermano joven, pequeño aún, que le nació en su vejez; un hermano suyo murió, y sólo él quedó de los hijos de su madre, y su padre lo ama.” Tú dijiste a tus siervos: “Traédmelo, pues quiero verlo.” Y nosotros dijimos a mi señor: “El joven no puede dejar a su padre, porque si lo deja, su padre morirá.” Y dijiste a tus siervos: “Si vuestro hermano menor no viene con vosotros, no veréis más mi rostro.”” (vv. 18-23) 

      ¿Quién iba a decir que el mismo Judá, que tuvo la gran idea de vender a José a los comerciantes ismaelitas para deshacerse de su empalagosa presencia sin tener que recurrir al derramamiento de sangre, ahora tendría que vérselas, sin saber en realidad con quien hablaba, con aquel al que había aborrecido tanto? En su momento pareció a Judá una buena jugada en la que acababa con los favoritismos familiares y con la chivatería de su hermano de un solo golpe. Ahora, arrodillado y abatido, Judá implora al virrey egipcio que lo escuche por un instante antes de que la situación llegue a ser irresoluble. Con toda la humildad que pudo reunir en este trance, reconocedor de que su posición no era la mejor para negociar la libertad de Benjamín, y sabedor de que ahora más que nunca estaba en las manos de Dios, Judá recibe el permiso anhelado para exponer el caso. Retrotrayéndose al pasado, Judá se apresta a presentar los hechos que han desembocado en esta amarga tesitura. Cada una de sus palabras debe medirse con un cuidado tremendo, porque incurrir en la ira del virrey egipcio podía suponer un mal mayor para todos sus hermanos. En su boca estaban puestas las esperanzas de su futuro familiar, y no podía cometer errores. 

      Judá inicia su relato de todo cuanto ha sucedido hasta ahora, presentando ante José su buena fe y su falta de malicia a la hora de recurrir a su ayuda en tiempos calamitosos como los que vivían los habitantes de toda la tierra. Siempre contestaron sin doblez de ánimo ni deseo de esconder la verdad. Contaron todo lo que tenía que ver con su padre, con sus hermanos, y con un hermano, que, según la versión de Judá, no podía por menos que haber perecido. Aunque es curioso que Judá siguiera contando la historia de la venta de José del mismo modo en que le había sido transmitida a su padre y al propio Benjamín, todavía un niño, esto no quita que fuese valiente en su defensa de la honradez propia y de la de sus hermanos.  

      A veces, de tanto contar una mentira sobre un hecho, una y otra vez, las personas pueden llegar a creer que en realidad ese hecho pasó de verdad. No sabemos si esto es lo que pasaba por la mente de Judá a la hora de considerar a José como un habitante más del país de los muertos. Sin duda, no sería un detalle menor que pasara desapercibido para José al escucharlo de su boca. Entendía de este modo que ni por asomo iban a poder identificarlo en su nueva faceta gubernamental en Egipto, y sabía que la muerte de esclavos estaba a la orden del día, por muy terrible que esto fuese.  

     Judá resalta la clase de amor que su padre prodiga al joven Benjamín. No es un hijo más entre el resto. Es demasiado especial como para que le suceda lo que a todos les encoge el corazón, que se convierta en un esclavo más de Egipto, a semejanza de su ya perdido hermano José. Este era un giro del destino bastante cruel para todos ellos. Dos hermanos sentenciados a una vida de servidumbre en tierra extraña por su culpa. No cabe duda de que todos los hermanos pensaron en esta triste realidad, y recordarían con aflicción y arrepentimiento el día en el que todos, menos Rubén y Benjamín, se asociaron para eliminar a José de la ecuación familiar.  

     Jacob, padre de todos ellos, ya había anunciado con gran pesar que, si algo sucedía a su hijo menor, la vida ya dejaría de tener sentido para él, y que sus últimos días serían una dolorosa tortura emocional que nunca sería capaz de soportar y superar. Sin embargo, a causa de la gran necesidad que asolaba la tierra, la supervivencia del clan había escalado hasta la cúspide de las prioridades del patriarca, y no quedaba más remedio que dejar marchar, no sin reticencia y con una corazonada que no le agradaba nada de nada, a Benjamín, lo único que le seguía animando espiritual y sentimentalmente, y lo que lo ligaba a la memoria de su gran amor, Raquel. 

2. PERSPECTIVAS DE JUDÁ 

     Judá, poniendo en antecedentes a José, y sin abusar de su paciencia, narra lo que sucedió cuando tuvo que dar cuentas ante su padre sobre las magras opciones de que disponían para solventar el hambre que les daba dentelladas en el estómago y que amenazaba con acabar con los planes de Dios para la humanidad: “Aconteció, pues, que cuando llegamos a mi padre, tu siervo, le contamos las palabras de mi señor. Y dijo nuestro padre: “Volved a comprarnos un poco de alimento.” Pero nosotros respondimos: “No podemos ir. Si nuestro hermano va con nosotros, iremos, porque no podremos presentarnos ante aquel hombre, si no está con nosotros nuestro hermano menor.” Entonces tu siervo, mi padre, nos dijo: “Vosotros sabéis que dos hijos me dio a luz mi mujer; uno de ellos se fue de mi lado, y pienso de cierto que fue despedazado. Hasta ahora no lo he vuelto a ver. Si ahora os lleváis también a éste y le acontece algún desastre, haréis que con dolor desciendan mis canas al seol.”” (vv. 24-29) 

      José escuchaba atentamente las palabras de su hermano Judá. Aunque se rodeaba de intérpretes egipcios para seguir dando una imagen de genuino líder de la patria del Nilo, entendía a la perfección todo cuanto estaba exponiendo. Cuando escucha todo aquello que tiene que ver con las conversaciones literalmente vertidas por Judá sobre su padre, su alma comienza a revivir, a emocionarse, a soñar con un pronto reencuentro con aquel que lo amaba más que nadie. Judá, inopinadamente, recoge la clase de pasión paterna que Jacob sentía hacia José. La tristeza y la congoja pueden palparse en cada una de las frases con las que Jacob habla de su perdido hijo. Dice que se fue de su lado, como si José hubiese escogido haber sido objeto de la furia de sus hermanos, producto de compra-venta en un zoco de la capital egipcia, o prisionero al que injustamente se le imputó un crimen vergonzoso.  

      Judá conocía la verdad, del mismo modo que todos sus hermanos, pero nunca se la dijeron a su padre, porque hay verdades que pueden destruirlo todo, desde el corazón de un padre, a la herencia de unos envidiosos hijos. Jacob confiesa que nunca jamás habría de ver vivo a José, porque la evidencia aportada por sus hijos, la túnica de colores rasgada y salpicada de sangre, no podía probar más que una muerte brutal y salvaje, un accidente inoportuno y trágico. Lo que llena de sufrimiento a Jacob es el hecho de no haber podido ver su cadáver para darle sepultura junto a sus ancestros, de no haber tenido ocasión de verificar con certezas el fallecimiento de su hijo más amado. La esperanza ha desaparecido del espíritu de Jacob, y solo queda volcar todo su cariño y atención sobre Benjamín, recordatorio de su querida Raquel, en su vida y en su muerte. Ante José, con la mirada brillante a causa de pensamientos que lo llevan a imaginar la insoportable aflicción que inunda el alma de su padre, Judá manifiesta patéticamente lo que puede pasar en un futuro no muy lejano con su progenitor, cómo iba a marchitarse con las horas de ausencia de Benjamín, cómo fenecería sin felicidad o satisfacción en su corazón anciano. 

3. SACRIFICIO DE JUDÁ 

     Llega el momento de dar el todo por el todo, de hacer una apuesta arriesgada por la liberación de Benjamín. Como señal inequívoca de que Judá, y con él todos sus hermanos, habían cambiado por completo sus vidas, y que estaban bajo la misericordiosa mano del Señor, Judá no se retracta de la promesa que ofreció a su padre para poder llevarse consigo a Benjamín a tierras egipcias, tal y como llegó a hacer, como bien recordaremos en la historia de Tamar, su nuera: “Ahora, pues, cuando vuelva yo a tu siervo, mi padre, si el joven no va conmigo, como su vida está ligada a la vida de él, sucederá que cuando no vea al joven, morirá; y tus siervos harán que con dolor desciendan al seol las canas de nuestro padre, tu siervo. Como tu siervo salió fiador del joven ante mi padre, diciendo: “Si no te lo traigo de vuelta, entonces yo seré culpable ante mi padre para siempre”, por eso te ruego que se quede ahora tu siervo en lugar del joven como siervo de mi señor, y que el joven vaya con sus hermanos, pues ¿cómo volveré yo a mi padre sin el joven? No podré, por no ver el mal que sobrevendrá a mi padre.” (vv. 30-34) 

      Dios ha estado usando a José y su teatral estrategia para moldear los corazones de estos rudos hebreos. Cada uno con una buena lista de fechorías, de delitos y de malvados actos, ahora son confrontados con algo que ellos consideran demasiado sagrado como para volver a incurrir en errores del ayer. Antaño Rubén violó la respetabilidad y dignidad paterna al yacer sexualmente con una de sus concubinas, Simeón y Leví destruyeron toda una ciudad con sus habitantes al desatar su ira por la deshonra de su hermana Dina, y Judá había probado ser un consumidor de prostitución y un incumplidor de promesas, por no hablar de maquinar planes abyectos para desembarazarse de cualquier estorbo que se le cruzase por delante. Todos habían sido partícipes de la mentira que iban a contar a su padre sobre José, y todos, menos Rubén, habían visto con buenos ojos, a modo de cómplices, el comercio humano de su odiado hermano. Y no podemos hablar de la fama que, por lo visto, estos hermanos tenían por toda la región de Canaán. Pero el tiempo pasa, y aparece, al fin, la ocasión más propicia para pesar sus vidas y para comprobar si sus conciencias están en disposición de ser objeto del trato personal y espiritual de Dios. 

     Judá explica con detalle todos y cada uno de los motivos que lo llevan a interceder por su hermano Benjamín. Debe asumir su responsabilidad, una que no asumió cuando entregó vilmente a José a los mercaderes. Ha de hacer frente a la palabra dada, cosa que no llevó a cabo cuando su nuera Tamar pidió que uno de sus hijos fuese su esposo. Es preciso que sacrifique su propia vida en bien de su hermano menor y en beneficio de toda su familia. Por eso reclama delante del virrey de Egipto que, en virtud del voto que hizo con su padre, él pueda ocupar su lugar como siervo de José. ¿No es un episodio claro de justicia poética? Aquel que procuró sacar unas monedas de la venta de José, ahora no tiene más remedio que convertirse en siervo de aquel que padeció durante años y años la servidumbre.  

      Me imagino a Judá, todo un hombretón, derramando lágrimas entre ruegos vivos a los pies de José. Judá, aun en su pena y desesperación, asegura al gobernante egipcio que no se moverá de donde está hasta que Benjamín no parta junto al resto de hermanos. No podría soportar contemplar la aflicción constante de su padre, derribado como por un rayo en el instante en el que las malas noticias hicieran blanco en el medio de su pecho. No habrán de regresar a Canaán, implica Judá con su actitud y sus palabras, sino que prefieren ser subyugados por extranjeros que ver morir a su viejo padre. ¡He aquí una transformación radical operada por el Espíritu de Dios en las almas de estos hombres que parecían indomables y tercos! 

CONCLUSIÓN 

     No menospreciemos el alcance y el poder transformador de la gracia de Dios. Tenemos mil y un testimonios de personas que estaban prácticamente desahuciadas por nuestra sociedad, que presuntamente no podrían reconducir sus vidas hacia un estilo de vida amable y honrado, que eran irremediables en sus conductas e irredimibles por Dios. Dios nunca se da por vencido, y nosotros tampoco hemos de hacerlo. Lo más fácil es prejuzgar a las personas que han redirigido sus existencias y arrinconarlas en una suerte de cuarentena por si lo que quieren es engañarnos y embaucarnos.  

      Hallemos siempre el equilibrio en este aspecto. No hay nadie tan pecador que no pueda ser redimido por la sangre de Cristo, no hay nadie tan malvado que no pueda, incluso en el último instante de su vida, recibir el perdón de Dios, no hay nadie tan perverso que no pueda, un día, recibir del Espíritu Santo el bautismo de fuego que lo encamine en pos de las huellas de Cristo. No existe mejor regalo para el alma que compartir nuestro testimonio con otras personas, sobre todo con aquellas que un día dijeron que de donde no hay, no se puede sacar. 

     Judá y sus hermanos han tomado su decisión. No retornarán a la casa de su padre hasta que Benjamín no sea exonerado de su supuesto delito. Solo regresarán si Judá se queda y el resto vuelve junto con el hermano menor. ¿Qué decisión tomará José de acuerdo a este ejemplo innegable de transformación espiritual y de conversión de la conciencia? ¿Se avendrá a dejar que Benjamín regrese a su hogar, y Judá asumirá el coste de esta decisión convirtiéndose en esclavo del que fue esclavo en su día? Las respuestas a estas preguntas y a muchas más, en el próximo estudio sobre la vida de José en Génesis.

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