JUSTIFICADOS POR GRACIA


SERIE DE ESTUDIOS SOBRE TITO  

TEXTO BÍBLICO: TITO 3:1-11 

INTRODUCCIÓN 

       Cada uno de nosotros tenemos una historia que contar al mundo. Todos tenemos un pasado hacia el que miramos desde nuestro presente para seguir construyendo nuestro futuro. Si se nos permitiese disponer de tiempo para narrar quiénes fuimos y en quiénes nos hemos convertido, para compartir quiénes somos y cuáles son nuestras perspectivas para el porvenir, brindaríamos la oportunidad al que nos escucha, de poder conocernos de verdad y de reconocer en nuestra trayectoria vital el hito inconfundible de Cristo. Nuestros testimonios son tan distintos como lo son los copos de nieve, son tan variopintos como la gama de colores de un atardecer o de un amanecer, y es muy posible que nada de lo que expresemos con palabras sobre nosotros se parezca en absoluto a la historia del resto del mundo. Sin embargo, hay algo, en cada uno de nuestros relatos existenciales, o, mejor dicho, hay alguien, que supone el común denominador de todas nuestras narrativas: Cristo. 

     En nuestras vidas, como cristianos, existe un antes y un después tras habernos comprometido solemnemente a seguir las pisadas de Jesús. Hay una parte de nuestra historia que se extiende hacia lo pretérito, llena de buenos y malos momentos, de decisiones mayoritariamente erradas y de elecciones, las menos, acertadas, de amistades beneficiosas y tóxicas, de contornos llenos de aristas y de contextos mejores y peores. A menudo, éramos quienes los demás querían que fuésemos, y en otras ocasiones intentábamos ser nosotros mismos junto a nuestras circunstancias. Hasta que el evangelio de salvación nos fue abierto de par en par, y tomamos la decisión más importante y transformadora de nuestras vidas: arrepentirnos de nuestros pecados, confesar nuestras culpas y recibir por fe el perdón de nuestras rebeldías. Ese día glorioso y feliz marcó una inmensa diferencia entre quiénes éramos sin Dios y quiénes somos ahora y para la eternidad viviendo para Cristo. Seguimos cayendo en algunas infracciones del pasado, hemos de reconocerlo, pero el pecado ya no nos domina ni esclaviza. Hoy es el Espíritu Santo el que nos guía e instruye para ser cada día más como nuestro Señor y Salvador Jesucristo. 

1. RECORDATORIOS ÉTICOS 

      Pablo, siguiendo con su serie de advertencias, consejos y directivas, todas ellas plasmadas en su carta a Tito, para con la iglesia cretense, desea que su consiervo vuelva a recalcar las enseñanzas que ésta recibió durante el poco tiempo que el apóstol de los gentiles dispuso cuando estuvo en esta isla: Recuérdales que se sujeten a los gobernantes y autoridades, que obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra. Que a nadie difamen, que no sean amigos de contiendas, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con toda la humanidad.” (vv. 1-2) 

      Los cretenses eran conscientes de que estas mismas palabras de Pablo ya habían sido recibidas previamente, a fin de caminar en ellas. Por un lado, los creyentes cretenses debían ceñirse a las instrucciones relacionadas con la obediencia a las autoridades civiles legítimamente constituidas. La sujeción de la que nos habla el apóstol aquí, reside en el reconocimiento de que existe una autoridad humana, dispuesta por el estado, que tiene como objetivo cuidar del bienestar de la sociedad a la que sirven a su vez. El creyente debe subordinarse a las órdenes de los entes civiles en mansedumbre y obediencia. A veces, se hacía difícil acatar determinadas directivas civiles por su talante contrario a la idiosincrasia cristiana. Sabemos bien que a menudo aquellos que detentan el poder gubernativo sucumben a la ambición y a la corrupción, y que algunas de sus leyes son definitivamente arbitrarias. No obstante, el cristiano, a menos que sus principios de fe se vean amenazados o coartados, tiene la obligación delante de Dios, de obedecer de buen grado cualquier normativa que impongan a todos los ciudadanos. Es más, el cristiano debe estar completamente preparado para demostrar y exhibir su adhesión a la causa de Cristo colaborando con las autoridades, con el propósito de que su justicia y rectitud se hagan patentes en obras de buena voluntad y sincero afecto.  

      Por otro lado, y dada la fama que había criado el pueblo cretense, los creyentes en Cristo debían desmarcarse por completo de este envenenado prestigio. La difamación (gr. blasfemein), esto es, decir en público o escribir cosas negativas en contra del buen nombre, la fama y el honor de una persona, en especial cuando lo dicho o escrito es falso, debía ser desarraigada de las costumbres del cristiano. La tendencia a buscar gresca y provocar el conflicto de todo tipo era una actividad contraria al modelo práctico de Jesús, por lo que el hijo de Dios debía aspirar a todo lo contrario, a propiciar la paz entre las personas y a impulsar las buenas relaciones entre congéneres. La evidencia de su conversión a Dios debía demostrarse a través de la amabilidad, siendo justos y ecuánimes, pacientes y gentiles, considerados y respetuosos. Además, el creyente habría de procurar ser manso, no en el sentido peyorativo del término, sino en el sentido de ser cortés en todo tiempo sin renunciar a los valores espirituales y morales de su fe en Cristo. 

2. LO QUE ÉRAMOS SIN DIOS Y LO QUE SOMOS EN CRISTO 

     Es sumamente esclarecedor e inspirador, observar cómo el mismo Pablo se incluye entre el resto de mortales que tuvieron una vida movidita en el pasado. No se erige en un santo varón que siempre estuvo exento de caer en las garras del pecado. Todo lo contrario. Cuenta su historia antes de tener su encuentro personal con Cristo camino a Damasco, y, a grandes rasgos, podemos colegir en que se parece demasiado a la de todos aquellos que hemos dejado atrás nuestra vana manera de vivir para someternos a la soberanía de Cristo: “Nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de placeres y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, odiados y odiándonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor para con la humanidad, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo, nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, llegáramos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna.” (vv. 3-7) 

       Tú y yo, y Pablo, nosotros, aunque a muchos les pueda resultar difícil reconocerlo, éramos unos botarates de primera categoría. La lista de quiénes éramos, determinada por la calidad de nuestros actos, es terriblemente vergonzante, ahora que conocemos con mayor claridad la diferencia entre lo que agrada a Dios y lo que enciende su ira. Éramos insensatos, bien en términos de estupidez, o bien en términos de ignorancia del evangelio de salvación. ¿Cuántas veces no tomamos decisiones equivocadas a causa de nuestra imprudencia? ¿A cuántos no dañamos con el desvarío de nuestro egoísmo? Éramos rebeldes y desobedientes a cualquier autoridad que se nos pusiera por delante. Nuestra ley éramos nosotros y cualquier norma que se interpusiera en nuestro camino para frustrar nuestros deseos y apetitos, para nosotros era una amenaza que merecía la pena saltarnos a la torera, sin calcular el coste que nos acarrearía en el futuro. Éramos personas alteradas y perdidas, dependientes de una confusión mental y espiritual morrocotuda, sin norte ni dirección, sin principios firmes ni valores absolutos. Cualquier viento tendencioso que soplase en las velas de nuestra inconsciencia nos llevaba a derivas delirantes y destructivas. 

       Éramos esclavos del hedonismo más insano. Los placeres sensuales se adueñaban de cada una de nuestras elecciones, y los anhelos carnales lastraban nuestro estilo de vida, convirtiéndolo en un escaparate de desvergüenzas, perversiones y pasiones desenfrenadas que dinamitaban todo aquello que pudiéramos tener de virtuoso en nuestro interior. Éramos personas maliciosas, rencorosas y maquiavélicas. No éramos capaces de vivir nuestra vida por nosotros mismos sin buscar hacer mal a quienes nos rodeaban. No éramos felices si los demás lo eran. Hacer el bien al resto de la gente no entraba en nuestros planes, y ayudar al prójimo era la última idea que se nos pasaba por la cabeza. Éramos envidiosos, con el corazón petrificado y contaminado por el resentimiento. No sabíamos qué era el contentamiento, o reír con los que ríen, y llorar con los que lloran. La empatía y la compasión eran para débiles y pusilánimes. Y por si fuera poco todo lo anterior, éramos odiados, es decir, mucha gente, al comprobar nuestra catadura moral, se alejaba de nosotros y nos aborrecía, cosa lógica por su parte; y éramos odiadores de la humanidad, seres antisociales con una mirada extraordinariamente cínica de la naturaleza humana, de lo bueno que en ella puede haber, y de la armonía en las relaciones interpersonales. ¿Te miras en el espejo de esta lista y te reconoces? Yo observo mi reflejo, y puedo ver el corazón del antiguo hombre que fui antes de conocer a Cristo. 

      Esto es solo una milésima parte de nuestra identidad sin Dios, antes de entregar nuestra vida al Señor. El instante en el que nos llamó para redimirnos y rescatarnos de esta podrida existencia lo cambió todo. Cristo, manifestación perfecta y plena de la bondad de Dios para con la humanidad, para contigo y para conmigo, nos salvó. Cuando Jesucristo vino al mundo, Dios encarnado, lo hizo como nuestro Salvador, como aquel que nos sacaría de los calabozos del pecado para recibir la auténtica libertad. Dios nos amó de tal manera que descendió de su gloria para darse sacrificialmente en la cruz, para ofrecernos gratuitamente un perdón que no merecíamos, una gracia de la que no éramos dignos, y una vida eterna que no nos ganamos por el hecho de ser buenas personas, cumplidores de las estipulaciones de la ley o por hacer el bien a los demás. La salvación no es el premio de nuestras acciones benéficas, sino que es el regalo de Dios, compasivo y misericordioso, el que nos permite acceder por fe a su presencia gloriosa. La redención en Cristo supone un nuevo nacimiento, una regeneración que nos purifica de nuestros pecados, que lava con la sangre carmesí del Cordero de Dios nuestras faltas e iniquidades. Es el primer paso de un desarrollo espiritual y personal santificador por parte del Espíritu Santo, el cual va dando forma a nuestras vidas hasta hacerlas semejantes a la vida de Jesús. Es un proceso que dura toda nuestra existencia terrenal y que nos acerca más y más a la imagen de nuestro Señor y Salvador.  

      Una vez Cristo es nuestro soberano y redentor, el Espíritu Santo gobierna nuestras acciones, pensamientos y palabras. Habita en nosotros para recordarnos continuamente el camino de la verdad y la vida eterna, para guiarnos en las horas más oscuras, y para instruirnos en cuanto a la voluntad de Dios para nosotros. La gracia de Dios abundó de tal manera en nosotros que, a pesar de nuestros yerros, se nos imputó la justicia de Cristo para que, en el día del Juicio Final, seamos reconocidos inocentes por Dios. Jesucristo cargó con nuestras deudas y nuestros delitos para que tú y yo pudiésemos franquear la puerta de los cielos sin temor a las represalias y a la sentencia del Juez Justo. Nos espera, pues, en virtud de la muerte vicaria de Cristo en la cruz del Calvario, una herencia incorruptible, imperecedera e inmarcesible, y por ello, nuestra esperanza se halla segura en su cumplimiento. Como podemos comprender, el cambio radical de vida a través de la operación trinitaria en nuestras existencias, ha sido, es y será, nuestra mejor baza a la hora de mantenernos firmes en nuestra vocación y de perseverar en la fe de Cristo hasta poder gustar de las espléndidas riquezas que nos aguardan en la Nueva Jerusalén. 

3. ESTAR A LO QUE HAY QUE ESTAR 

     Pablo confirma que estas palabras, de una profundidad teológica insondable, son una realidad fehaciente y constatable en cada una de las vidas que han sido visitadas por el mensaje del evangelio de Cristo: “Palabra fiel es ésta, y en estas cosas quiero que insistas con firmeza, para que los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras. Estas cosas son buenas y útiles a los hombres. Pero evita las cuestiones necias, como genealogías, contiendas y discusiones acerca de la Ley, porque son vanas y sin provecho.” (vv. 8-9) 

      Tito debía ubicar estas enseñanzas en el núcleo de su predicación y pedagogía espiritual. Debía remachar una y otra vez cada una de estas lecciones referentes al proceso de la conversión y de la santificación. Debía hablar sobre este fundamento doctrinal desde la firmeza, la confianza y la certeza. De este meollo derivaría el resto de lecciones, por lo que Tito no debía renunciar nunca a enfatizar su importancia y relevancia. Desde estos principios espirituales, el creyente en el Señor debe y puede involucrarse ética y prácticamente en la consecución de una vida permeabilizada por una fe activa y visible. En lugar de que el cristiano pase su tiempo entregado a cuestiones vanas y triviales, a ociosos planes de divertimento y entretenimiento, éste ha de centrarse en lo que es realmente verdadero y necesario. Lo bueno y lo útil reside en servir a los propósitos de Dios desde un amplio conocimiento de la metamorfosis espiritual que Cristo ha logrado en nuestros corazones. 

     En el seno de la iglesia cretense, lugar en el que los judaizantes y otras influencias tóxicas habían asentado sus reales, no debía haber sitio para determinadas prácticas que lo únicamente que suscitaban es confusión, orgullo y despiste. Pablo avisa a Tito de que no debe entrar al trapo de ciertas actividades propuestas por influencias externas e internas. Todas estas tendencias que se infiltraban en la vida de la iglesia cretense tenían algo en común. Eran necias, irracionales y sin sentido. No servían absolutamente para nada en términos de edificación y comunión. Solamente provocaban desunión, discusiones y cismas perfectamente evitables si la iglesia se ceñía a la sana doctrina.  

      Una de estas actividades se refería a las genealogías, posiblemente a las listas ancestrales judías desde las que era posible trazar la pertenencia al pueblo de Dios, o historietas y leyendas judías o gnósticas. Otra hace alusión a las contiendas y controversias en las que, con saña poco cristiana, se enfrentaban líneas de pensamiento bizantinas, logrando que un clima insano se adueñara de las reuniones de creyentes. Y otra trata de discusiones sobre la ley judía, probablemente en un intento judaizante de acoplar la fe cristiana a las demandas religiosas y ceremoniales de la Torá. Todas estas actuaciones, según nos deja dicho Pablo, eran vanas, esto es, improductivas, y sin provecho, fútiles y carentes de contenido. Eran diálogos de besugos que no llevaban a ninguna parte, que encendían los ánimos y que fomentaban la pedantería, el sofismo y la altanería intelectual dentro de la iglesia. Toda esta morralla vacía debía ser erradicada de la dinámica eclesial, dado que su importunación mermaba considerablemente la atención de la congregación sobre lo que era básico y fundamental. 

4. CONTRA LOS DIVISORES 

     Por último, Pablo pone a Tito al corriente de cómo debe manejar situaciones tremendamente complejas como es la disciplina espiritual de personas que solamente procuran la división de la iglesia: “Al que cause divisiones, después de una y otra amonestación deséchalo, sabiendo que el tal se ha pervertido, y que peca y está condenado por su propio juicio.” (vv. 10-11) 

      Es triste reconocer que ya en tiempos de la iglesia primitiva había una serie de personajes malencarados que se dedicaban a dividir comunidades de fe. Subrepticiamente se infiltraban en las iglesias, intentaban hacerse con la atención y admiración de un buen grupo de éstas, y cuando era confrontado por el pastor o los ancianos de la congregación, decidía montarse su chiringuito por su cuenta, arrastrando al mayor número de miembros de la iglesia. Las cosas no han cambiado mucho, ¿verdad? Pablo nos ofrece aquí un procedimiento de disciplina que permite al pastor y a la iglesia salvar el escollo de cualquier intento de cisma. La primera parte del procedimiento radica en la amonestación. El divisor es requerido por el pastor o los presbíteros para reconvenirlo y tratar de que deponga de su intención divisiva. Todo debe hacerse en amor y tacto, pero con firmeza, puesto que, a veces, el amonestado no es consciente de su mal proceder, y con una exhortación pastoral, se aviene a dejar de provocar la división. 

     Claro, si el divisor no entra en razón, y en varias ocasiones se le lee la cartilla sin que éste acepte la amonestación con humildad y se arrepienta de su mala conducta, entonces es preciso desecharlo o expulsarlo sin paños calientes ni paliativos. Debe ser rechazado por la congregación de manera fulminante, dado que, con su actitud irreflexiva y nada contrita, está dando a entender que se mantiene en sus trece de minar la convivencia fraternal, carcomer la sana doctrina y de destruir la paz y la armonía del cuerpo de Cristo. Esta persona se ha pervertido, es decir, está siendo dominado por sus deseos más tenebrosos, peca ostensiblemente desdiciendo su supuesta espiritualidad, y sus frutos malignos lo juzgan mejor que cualquier tribunal de justicia. El divisor se ha apartado por completo de la voluntad de Dios y ha incurrido en un error garrafal que lo hace ser excomulgado y tratado como un gentil y un publicano. En la disciplina eclesial es preciso ser tajante una vez las cosas pueden salirse de madre, aniquilando totalmente la autoridad pastoral y demoliendo la comunidad de fe hasta hacerla desaparecer. 

CONCLUSIÓN 

      En ocasiones, es necesario sentarse por un instante a reflexionar sobre lo que significa Cristo para nuestras vidas. Es menester echar la vista atrás, no para sentir nostalgia de lo que fuimos, sino para considerar nuestro presente y nuestro porvenir a la luz de nuestra salvación y del señorío de Cristo. Hemos de agradecer en todo momento el episodio de nuestras vidas en el que pasamos de muerte a vida, en el que nos bautizamos para hacer pública comunicación de nuestra adhesión a Jesucristo, y en el que dimos el paso más importante de nuestra existencia al amar más a Dios que al mundo. También debemos honrar al Espíritu Santo, el cual, siendo Dios mismo morando en nosotros, nos evita más de un quebradero de cabeza gracias a su guía y discernimiento. Somos salvos por fe y justificados por la gracia de Dios manifestada en Cristo, y eso no debemos olvidarlo nunca. 

      Por otro lado, también es importante cuidar la sana doctrina y la estabilidad de la iglesia. No todos los que franquean las puertas de nuestros templos son personas ávidas de conocer del evangelio y de servir junto a otros hermanos en la extensión del Reino de los cielos. El ministerio pastoral, junto con los diáconos o ancianos, deben velar por la integridad de la comunidad de fe en todos los sentidos. Y si tienen que tomar cartas en el asunto en relación a conatos de división, deben hacerlo rápida y contundentemente, con la ayuda de Dios y la dirección del Espíritu Santo. De otro modo, la división estará servida y nuestro testimonio para con los de afuera se verá seriamente comprometido y dramáticamente afectado.

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