RECONCILIACIÓN FRATERNAL


SERIE DE ESTUDIOS SOBRE GÉNESIS “JACOB EL SUPLANTADOR” 

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 33 

INTRODUCCIÓN 

      No hay nada más triste que contemplar impotentes cómo dos o más hermanos se pelean delante del resto de la gente. No existe cosa más deplorable e inquietante que dos o más parientes se enfrenten ferozmente en una encarnizada lucha por asuntos puramente materiales. No podemos pensar en nada más amargo que constatar que dos personas unidas por lazos sanguíneos se lleven a matar, se intercambien golpes e improperios, y se lancen reproches y acusaciones terribles ante la mirada estupefacta de un vecindario. La imagen del despropósito es precisamente la de individuos, en teoría conectados por el linaje compartido, enfrentados entre sí mientras el mundo observa sus berrinches y sus odios. Sin temor a equivocarme, pienso que cada familia que mora sobre la faz de esta tierra, ha tenido, tiene, o tendrá, problemáticas de este mismo signo.  

      Discusiones llevadas hasta la violencia más dramática por asuntos relacionados por tierras, inmuebles, recuerdos que dejaron nuestros antepasados de cierto valor; acaloradas y enrarecidas reuniones familiares en las que se dejan salir los trapos sucios de unos y de otros; encuentros de parientes en los que unos intentan impresionar a los otros con sus logros, éxitos y patrimonio; tremebundos combates fratricidas en los que la ambición, el materialismo y el egocentrismo superan con creces cualquier nexo familiar, son unos cuantos ejemplos de cómo hermanos y hermanas de sangre se ven envueltos en dimes y diretes que se enquistan en el tiempo y en la memoria de los afectados. 

      Recuerdo que, cada vez que yo o cualquiera de mis tres hermanos, nos peleábamos por cualquier tontería, mi padre siempre nos decía que solo los tontos tiran piedras en su propio tejado. En otras palabras, el hecho del enfrentamiento hermano contra hermano era una estupidez de tomo y lomo. El perjuicio de las diferencias irreconciliables entre hermanos es más doloroso y trágico de lo que uno cree. Jesús tenía muy claro el destino de una familia que se pierde en encontronazos y guerras internas: “Todo reino dividido contra sí mismo es asolado, y ninguna ciudad o casa dividida contra sí misma permanecerá.” (Mateo 12:25) Si la familia comienza a marcar fronteras insensatas entre cada uno de sus miembros, la unidad que debe prevalecer en esta institución divina se resquebraja y tiende a autodestruirse. Y así, cuando cualquiera de sus miembros necesita ayuda, porque arrieros somos y en el camino nos encontraremos, ésta no está disponible y la esperanza en el único grupo social en el que es posible hallar confianza, protección y socorro en horas difíciles, desaparece por completo. 

1. INCERTIDUMBRE Y FAVORITISMO 

      La brecha existente entre Jacob y Esaú había quedado patente mucho tiempo atrás. Prácticamente desde el nacimiento de ambos, se había fraguado una enemistad subrepticia, que con el paso de los años se convertirá en un auténtico problema familiar. Recordemos cómo Jacob se aprovechó del hambre de su hermano, y cómo arrebató, con la ayuda de su madre Rebeca, la bendición paterna a un desconcertado Esaú. Todo esto desembocó en la urgencia de que Jacob huyese de casa para iniciar una nueva vida lejos de todo lo que le era querido y conocido. Ahora, después de un par de décadas sin saber el uno del otro, llega el momento de encontrarse. También nos acordamos de las medidas que dictó Jacob para evitar perderlo todo en caso de ataque de su hermano, de la lucha espiritual entablada con Dios mismo para adquirir la seguridad de que Él lo protegería y prosperaría a la hora de recibir la visita de Esaú. Aun así, parece que Jacob no las tiene todas consigo, dado que, sabiendo que cuatrocientos hombres acompañaban a su hermano, lo mejor era prepararse para lo peor. 

      Al fin, en el horizonte puede divisarse la enorme polvareda de la comitiva de Esaú: “Alzó Jacob sus ojos y vio que venía Esaú con cuatrocientos hombres; entonces repartió él los niños entre Lea, Raquel y las dos siervas. Puso las siervas y sus niños delante, luego a Lea y sus niños, y detrás a Raquel y a José.” (vv. 1-2) Es curiosa la manera que Jacob escoge para recibir a su hermano, sobre todo en aquello que tiene que ver con la organización de la recepción familiar. De algún modo, esta estructura de bienvenida responde a los verdaderos afectos que Jacob sentía, tanto por sus esposas y sus hijos. Jacob escenifica un escalafón de prioridades sentimentales al colocar en primera línea a las siervas de sus esposas y sus respectivos retoños, en segundo plano a Lea y sus criaturas, y como si de una joya preciosa se tratase, ubica junto a sí a su amada Raquel y a José, producto de la insistencia de su amor y de la voluntad bendita de Dios. Si Esaú decidía hacerse con parte de su familia como esclavos, o siervos, o escogía matar a algunos, era preferible que fuesen primero sus concubinas y sus hijos. Es terrible constatar el favoritismo tan claro que se manejaba dentro de la familia, y esto, como ya veremos en su momento, lo único que propiciará es más de un quebradero de cabeza. 

2. EL ABRAZO RECONCILIADOR 

      Esaú detiene su montura delante de la familia de Jacob, y su inescrutable rostro no parece desvelar la intención que trae con respecto a su hermano pequeño. Por eso Jacob echa el resto y promueve la esperanza de un buen trato con su primera acción: “Y él pasó delante de ellos y se inclinó a tierra siete veces, hasta que llegó a su hermano. Pero Esaú corrió a su encuentro y, echándose sobre su cuello, lo abrazó y besó; los dos lloraron. Después Esaú levantó sus ojos, vio a las mujeres y los niños y dijo: —¿Quiénes son éstos? —Son los niños que Dios ha dado a tu siervo —dijo Jacob. Luego vinieron las siervas y sus hijos, y se inclinaron. Vino Lea con sus hijos, y se inclinaron; y después llegaron José y Raquel, y también se inclinaron.” (vv. 3-7) 

      Como indicio claro de que Jacob debía allanar el camino a un restablecimiento de las relaciones fraternales con Esaú, éste se prosterna humildemente por siete veces. Como sabemos, el número siete implica perfección y plenitud en la cábala judía, y al inclinarse esta cantidad de ocasiones, no quería decir, ni más ni menos, que su sometimiento a la voluntad de Esaú era completa y sincera. No recurre al peligroso recordatorio de que, tanto la primogenitura como la bendición paterna, le pertenecían, y por ello aquel que debía rendir tributo era Esaú, y no él. Hubiese sido un error garrafal y una ofensa gravísima. Jacob, con la madurez y la sabiduría que le han dado los años de estancia en Padan-Aram, opta por rebajarse ante su hermano y así propiciar un ambiente respirable desde el que restaurar el lazo fraterno antaño roto. A menudo, es preciso renunciar a cuestiones personales y a privilegios habidos, con tal de sembrar la vida de paz y concordia. Podemos llegar a tener razones para enrocarnos en nuestros posicionamientos, pero si con nuestra obcecación solamente logramos discordia y alejamiento familiar, tal vez deberíamos reconsiderar si aquello que nos separa realmente es tan importante y prioritario.  

      Todavía mirando a sus pies, con la reverencia mantenida en el tiempo, Esaú reacciona de una forma que deja atónitos a todos los presentes. En lugar de recriminar a Jacob todo cuanto le hizo en el pasado, en lugar de reprocharle sus engaños y sus triquiñuelas, y en lugar de acusarle de mentiroso y prófugo, Esaú corre con los brazos abiertos hacia su hermano pequeño. Cuando llega a su altura, lo rodea con un abrazo de oso, nunca mejor dicho dada su notable pilosidad, lo estrecha junto a sí con la fuerza de dos décadas de ausencia, y lo besa como solo un hermano sabe hacerlo tras años de no verse. Jacob, todavía asombrado y epatado, le devuelve el gesto y se funden el uno en el otro durante unos buenos minutos. Al separarse, tomados el uno del otro de los hombros, se miran mutuamente, reconociendo en sus caras las señales que el sol y los elementos han ido dejando en este periodo temporal sin tener contacto. Las lágrimas surcaban las arrugas de sus atezadas mejillas, humedeciendo sus barbas y cayendo en el polvo del camino. La emoción les embargaba, no cabía duda, y la tensión acumulada en el corazón de Jacob se desvaneció como por ensalmo, dando gracias a Dios por el milagro de la reconciliación. 

     Todavía tomados de las manos, Esaú repara en la presencia de la familia de Jacob, y pregunta acerca de su identidad. Jacob inicia una presentación de cada una de las esposas y concubinas, así como de sus hijos. Todos y cada uno de ellos, también en señal de humildad y sumisión, se inclinan ante Esaú, cuñado para unas y tío para otros. Jacob adscribe la existencia de cada uno de los miembros de su clan a la bendición dada por Dios a lo largo de su morada en tierras arameas. También las esposas, concubinas e hijos de Jacob suspiran aliviados al comprobar que Esaú viene en son de paz, y relajados dejan de estar a la defensiva para conocer mejor a este nuevo componente de la familia de su patriarca. 

3. REGATEANDO OBSEQUIOS 

      A continuación, Esaú, aunque ya había recibido de cada encargado de cada una de las manadas enviadas por Jacob con el objetivo de suavizar el encuentro fraternal, vuelve a preguntar sobre el motivo de tales regalos: “Preguntó entonces Esaú: —¿Qué te propones con todos estos grupos que he encontrado? —Hallar gracia a los ojos de mi señor —respondió Jacob. Dijo entonces Esaú: —Suficiente tengo yo, hermano mío; sea para ti lo que es tuyo. Jacob replicó: —No, yo te ruego; si he hallado ahora gracia a tus ojos, acepta mi regalo, porque he visto tu rostro como si hubiera visto el rostro de Dios, pues que con tanta bondad me has recibido. Acepta, te ruego, el regalo que te he traído, pues Dios me ha favorecido y todo lo que hay aquí es mío. E insistió hasta que Esaú lo tomó.” (vv. 8-11) 

      Como ya vimos en el estudio anterior, Jacob había pensado que la estrategia de mandar una serie de buenos regalos, escogidos todos de entre lo mejorcito de sus rebaños, y de hacerlo de forma espaciada, podría enternecer y predisponer positivamente el corazón de Esaú hacia su persona. Jacob buscaba congraciarse con su hermano, prevenir cualquier furibundo ataque por su parte y aplanar el terreno para una posible reconciliación fraternal. Esaú asiente, y sonriendo, le dice a Jacob que se quede con todo lo que ha ido recogiendo a lo largo de su ruta, porque él también ha sido bendecido y prosperado, y no necesita nada de su hermano. Jacob insiste, y explica de una manera muy hermosa la razón de porqué debe quedarse con el obsequio ofrecido. Para Jacob contemplar de nuevo el rostro de Esaú ha sido una liberación, un placer y un privilegio tan grandes, que nada que pudiera ofrecer a su hermano sería suficiente como para pagar el gozo y la alegría que llenan su alma.  

      Jacob agradece insistentemente la bondad y la compasión con la que lo ha abrazado, y no puede sino persistir en su idea de que su regalo es una evidencia de su satisfacción interior ante el resultado de su visitación. Este es el típico “toma y daca” de la dación y la recepción de presentes y mercedes entre los pueblos orientales, y que, incluso aquí en España también se lleva a cabo cuando, después de tomar algo, uno quiere invitar, el otro se niega indignado queriendo pagar él, y este ejercicio protocolario se extiende hasta que uno de los dos acepta el convite, pero se asegura de que, en la próxima ocasión, le toca correr con los gastos. En definitiva, Esaú consiente en ser agraciado con los dones de Jacob, y los acepta de buen grado para zanjar el regateo tradicional. 

4. HASTA LA VISTA 

      ¿No os ha pasado que, cuando algo sale fantásticamente bien en la vida, siempre queda como un pensamiento recóndito que nos dice que todo es demasiado bueno para ser verdad? ¿No solemos ser cautos y precavidos en la recepción de una buena nueva hasta que pasa un poco de tiempo y se confirma, y entonces nos alegramos y felicitamos liberados de la duda? Pues parece que esto es lo que podemos inferir de la siguiente escena entre Jacob y Esaú: “Y dijo Esaú: —Anda, vamos; yo iré delante de ti. Jacob respondió: —Mi señor sabe que los niños son tiernos, y que tengo ovejas y vacas paridas; si las fatigan, en un día morirán todas las ovejas. Pase ahora mi señor delante de su siervo, y yo me iré poco a poco al paso del ganado que va delante de mí y al paso de los niños, hasta que llegue a Seir, donde está mi señor. Dijo Esaú: —Dejaré ahora contigo parte de la gente que viene conmigo. Jacob respondió: —¿Para qué, si he hallado gracia a los ojos de mi señor? Así volvió Esaú aquel día por su camino a Seir.” (vv. 12-16) 

      Después de un buen rato departiendo, contándose la vida el uno al otro, informándose de las vueltas que dan las cosas y del estado de sus padres, y relatando el modo en el que habían sido bendecidos y prosperados, es preciso ponerse en marcha. Esaú sugiere a Jacob ir juntos en el camino, colocando a sus cuatrocientos hombres como escolta a fin de evitar problemas con bandoleros y fieras salvajes. Era una oferta tentadora, dada la proliferación de amenazas en la senda que llevaría a Jacob junto a sus padres. Jacob, sin embargo, rechaza amable y educadamente este ofrecimiento, apelando a que sus hijos todavía eran unos tiernos niños incapaces de seguir el ritmo imprimido por las huestes de Esaú. Además, añade la inconveniencia de emprender el viaje a marchas forzadas, dado que muchas de las ovejas y vacas de sus rebaños estaban todavía un tanto débiles al parir hacía relativamente poco tiempo. Jacob necesitaba quedarse donde estaba durante un periodo temporal significativo, con la meta de cuidar de su familia y de sus ganados.  

      No sabemos si fue una excusa para evitar acompañar a Esaú, o si de verdad era una realidad de la que debía hacerse cargo, pero lo que sí sabemos es que Esaú acepta esta justificación, no sin antes querer dejar a algunos de sus hombres como protección. Jacob declina una vez más la oferta de su hermano, reincidiendo en la idea de que, si ya cuenta con su benevolencia y su amor fraterno, no necesitará de su ayuda en lo que resta de travesía. Esaú, entonces, pica espuelas, sin, al parecer, notar nada extraño en este rechazo de auxilio, para regresar a su tierra en Seir, esperando que Jacob llegase unos días más tarde.  

5. SIQUEM A LA VISTA 

      Aunque no se nos dice si arribó a Seir, hogar de Esaú su hermano, después de este encuentro fraternal, sí se nos dice que Jacob se dirigió a un lugar concreto en el valle del Jordán, cerca de Saretán, llamado Sucot, cuyo nombre significa “cabañas,” y que, en la actualidad, ha sido generalmente identificado como Tell Deir, cerca de la desembocadura del río Jaboc: “Y Jacob fue a Sucot; allí se edificó una casa e hizo cabañas para su ganado; por tanto, puso por nombre Sucot a aquel lugar. Después Jacob, cuando regresaba de Padan-aram, llegó sano y salvo a la ciudad de Siquem, que está en la tierra de Canaán, y acampó delante de la ciudad. Compró a los hijos de Hamor, padre de Siquem, por cien monedas, la parte del campo donde había plantado su tienda, erigió allí un altar y lo llamó «El-Elohe-Israel».” (vv. 17-20) 

      Con sus ganados a buen recaudo en Sucot, Jacob cruza el río Jordán para establecerse junto a su familia en las inmediaciones de la ciudad de Siquem, ya en tierras cananeas. Siquem, cuyo nombre significa “hombro,” era una ciudad en la que Abraham, abuelo de Jacob, había montado sus tiendas, y en la que había erigido un altar en memoria de la promesa que Dios le había confiado sobre la posesión de esa tierra por parte de sus descendientes: “Y se apareció Jehová a Abram, y le dijo: «A tu descendencia daré esta tierra.» Y edificó allí un altar a Jehová, quien se le había aparecido.” (Génesis 12:7) Jacob seguramente habría escuchado de sus padres la historia de esta epifanía, y por ello, su sueño sería poder habitar en los contornos de Siquem 

      Siquem se halla entre el Monte Gerizim al sur y el Monte Ebal al norte, dos lugares ampliamente conocidos por sus lugares altos de adoración. A cincuenta kilómetros al norte de Jerusalén y a 9 kilómetros al sureste de Samaria, su ubicación se encontraba en el fondo del Valle de Mabatha, una garganta que comunicaba el litoral de Palestina con la cuenca del Jordán. Era un lugar estratégico en muchos sentidos y apetecible para cualquier persona que decidiese vivir cerca de una metrópolis desarrollada. Actualmente es conocida como Naplusa o Nablus, una contracción del nombre que le pusieron los romanos durante su ocupación, Neápolis. 

      En primera instancia, Jacob simplemente acampa en los alrededores de Siquem, pero con el tiempo, decide comprar un terreno que él pueda llamar propio. Propone un trato de compra-venta a una familia de los habitantes de Siquem, los hijos de Hamor, que tenían mucho poder en la ciudad, y cuyo destino veremos en el siguiente estudio. Por cien monedas de oro, una nada despreciable cantidad de dinero en aquella época, Jacob adquirió un espacio en el que poder asentarse por largo tiempo. Para culminar su presencia en territorio cananeo, erige un altar como el que su abuelo Abraham había levantado para agradecer a Dios su misericordia y su bendición, y reconocer que el Señor es cumplidor de sus promesas. Este altar recibirá un nombre muy especial: El-Elohe-Israel, cuyo significado es “Dios es el Dios de Israel.” Jacob, por fin había entendido que el Dios de Bet-el, el Dios de sus antepasados, era fiel y veraz en sus compromisos y pactos. Ahora Jacob, tras miles de evidencias del cuidado de Dios, liga su identidad, su esencia y sus destinos a Dios para siempre. 

CONCLUSIÓN 

      No necesitamos alzar un altar como el que construyó Jacob para levantarlo en cada uno de nuestros corazones, y decir de viva voz que Dios es el Dios de nuestra vida. Son tantas experiencias, tantas vivencias, tantos momentos en los que hemos visto su provisión, su cuidado, su comunión y sus milagrosos hechos, que nuestra alma se halla inextricablemente unidas a la voluntad del Señor. Nuestro mayor testimonio en este mundo es confesar y reconocer a Dios como el centro de nuestro universo particular.  

      Y una de las maneras en las que podemos honrar a Dios y en las que debemos incidir en nuestro estilo de vida, es precisamente ejercitar y fomentar la reconciliación, sobre todo entre familiares, entre hermanos, entre padres e hijos, entre generaciones, y entre cónyuges. Es posible reconducir situaciones desagradables que lastran la armonía familiar, es posible restañar las heridas infligidas en las peleas entre parientes, y es posible recuperar esa relación que se dañó, que enfermó y que, prácticamente, está pendiendo de un hilo para morir y desaparecer para siempre. Todo es posible si te aferras a Dios, intercedes por las personas enfrentadas, y pides la bendición al Señor de un encuentro fraternal liberador y lleno de amor. Tengamos siempre presentes las palabras de nuestro Señor Jesucristo: “Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios.”” (Mateo 5:9) 

 

 


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