EMBRIAGUÉMONOS DE AMOR


SERIE DE SERMONES SOBRE PROVERBIOS “SAPIENTIA II” 

TEXTO BÍBLICO: PROVERBIOS 7 

      Martín se hallaba desazonado a causa de una circunstancia que deseaba evitar a su joven hijo. Había sido testigo de una escena que bien podría ocurrirle a su amado retoño. Martinet, ya con diecisiete años, había comenzado a demostrar un interés más intenso de lo común por las chicas, y conociendo las múltiples tentaciones y prácticas que se desplegaban en el contexto de sus amistades y compañeros de estudios, no cesaba de pensar en la posibilidad de que su hijo cayera en las redes del sexo fácil y prohibido. Martín no pretendía interferir en la elección de su futura novia. Simplemente quería advertir a Martinet de caer en las redes de alguien que no le convenía y que podía estar previamente comprometida con alguien.  

      En otras palabras, Martín tenía entre ceja y ceja subrayar la inconveniencia de liarse con una mujer casada y más experimentada que él, y dejar claro que esta era una dinámica muy peligrosa y que Dios aborrecía. Martín mismo había pasado, como pasan todos los padres que tienen hijos, por la misma tesitura. Hormonas revueltas y sentimientos más acentuados, poco razonamiento y mucha atracción irracional, demasiadas oportunidades para meter la pata y poco tiempo para reflexionar sobre lo que uno debía hacer cuando alguien te gustaba de verdad. 

      Martín esperó a que su hijo regresara del instituto para tener una charla sobre esta preocupación que no le dejaba discurrir sobre otras cosas. Oyó las llaves tintineando en la cerradura de la puerta de casa, escuchó el golpe sordo de una mochila cayendo a peso en un rincón del vestíbulo, y la cabeza de Martinet asomó desde el quicio de la puerta del salón: “¡Hola, papá! ¡Ya estoy aquí! Voy a ver si me hago algo rápido para comer, que luego tengo que ir a la biblioteca a hacer un trabajo con unos compañeros del insti.” Martín, ni corto ni perezoso, contestó a su hijo: “Ven un momento, Martinet. Hay pizza en el congelador. Sácala y ponla en el horno. Quiero conversar un rato contigo sobre un tema que creo que es necesario dejar zanjado para tu bien.” Martinet, sorprendido por lo dicho por su padre, se dirigió a la cocina, sacó la pizza del congelador y la puso en el horno a temperatura media, no fuese que con la charla que quería darle su padre, se quemase. Arrastrando los pies, Martinet se sentó en una de las butacas del salón. 

     “Mira, Martinet, no es mi intención darte un sermón ni censurar nada que hayas hecho últimamente,” comenzó Martín. Martinet suspiró aliviado, ya que en su mente había se había iniciado un mecanismo memorístico sobre si había transgredido alguna norma familiar o académica. “Sabes todo lo que hay que saber sobre sexualidad. Como padres, tu madre y yo hemos contestado con franqueza y detalle todo cuanto nos has preguntado sobre esta parcela tan natural de la vida humana. Te hemos enseñado también lo que la Palabra de Dios dice al respecto del marco adecuado en el que desarrollar esa sexualidad,” prosiguió Martín. “Oh no, otra conversación embarazosa sobre sexo, no,” se decía Martinet en su fuero interno. “Simplemente quiero incidir en un aspecto en particular. No te voy a quitar demasiado tiempo,” aseguró su padre. “El otro día, leyendo Proverbios 7 me di cuenta de que existen graves consecuencias para aquellos jóvenes que se meten en camisas de once varas en lo que respecta a tener relaciones sexuales con personas que están casadas o comprometidas. Me llamó la atención este texto de Proverbios, porque hace unos días tuve la ocasión de ser testigo involuntario de una situación que no quisiera que te pasase.” 

       Martín, mirando el rostro extrañado de su hijo, siguió desenredando sus ideas por medio de las palabras que leía de su biblia abierta: “El texto que saltó a mis ojos comenzaba diciendo lo siguiente: “Hijo mío, guarda mis razones y atesora para ti mis mandamientos. Guarda mis mandamientos y vivirás, y guarda mi enseñanza como a la niña de tus ojos. Átalos a tus dedos, escríbelos en la tabla de tu corazón. Di a la sabiduría: “Tú eres mi hermana”, y llama parienta a la inteligencia, para que te guarden de la mujer ajena, de la extraña que suaviza sus palabras.” (vv. 1-5)”  

      Martín alzó sus ojos de esta primera lectura y preguntó a Martinet: “¿Tú confías en mí, hijo? ¿Piensas que lo que te trato de enseñar e inculcar te es útil para tu vida de juventud? ¿Me amas lo suficiente como para que puedas ver que mi deber es cuidar de que te metas en líos y en embolados? Si yo te mando algo es porque te amo, porque yo fui joven como tú y también cometí errores, y no estoy dispuesto a que tropieces en las mismas piedras en las que yo lo hice. Las lecciones que has ido aprendiendo de mí y de tu madre solamente buscan, que cuando se te presente alguna tentación que te prometa placer de forma falsa y tramposa, sepas reaccionar, meditar y actuar desde el sentido común y la obediencia a Dios. Sería nuestra mayor satisfacción que todas las enseñanzas de las que has sido partícipe hayan marcado una impresión indeleble en tu carácter y estilo de vida.” 

       “¿Por dónde querrá ir mi padre?,” decía Martinet para sus adentros. “A este paso se me va a quemar la pizza, y se me va a hacer tarde para ir a la biblioteca...” “Sí, papá, claro que aprecio todos tus consejos y advertencias. Intento, en la medida de lo posible, tener en mente todo aquello que me enseñas. Pero, ¿a qué viene tanto suspense?”, contestó Martinet. Martín, sonriendo complacido ante las palabras de su hijo, retomó su discurso: “A riesgo de que pueda parecerte un cotilla, quisiera contarte algo que sucedió hace unos días. Estaba en balcón escuchando un poco de música al sol, cuando me sorprendió la algarabía de un corrillo de jóvenes que tendrían más o menos tu edad, y que se reunieron casi en la puerta de casa. Risotadas, ocurrencias, palmadas en la espalda, volumen alto en sus móviles mientras veían videos de YouTube... Vamos, lo que viene a ser una cuadrilla de chicos disfrutando juntos. Uno de ellos, bastante chulito por cómo se expresaba y por cómo hablaba, indicó a todos que se callaran, porque tenía algo que decirles que les haría morirse de envidia. Por lo que pude entender, dado que, en su bravuconería no bajó ni un ápice el volumen de su voz, había conocido a una mujer casada con la que iba a quedar para tener relaciones sexuales, y que, en cuanto anocheciera, ésta lo esperaría con los brazos abiertos.”  

      “Miraba yo por la ventana de mi casa, a través de mi celosía cuando vi entre los ingenuos, observé entre los jóvenes, a un joven falto de sensatez. Pasaba él por la calle, junto a la esquina, e iba camino de la casa de ella, al atardecer, cuando ya oscurecía y caía la oscuridad y las tinieblas de la noche.” (vv. 6-9) 

      Martinet, boquiabierto, se puso a elucubrar quién sería ese personaje que se las daba de machote. “Seguro que es un bocazas,” concluyó Martinet. Su padre retomó la historia donde la había dejado: “Cuando ya declinaba el día, y las farolas ya empezaban a alumbrar las calles, y justo me iba a retirar al interior de casa para preparar la cena, este chico del que te he hablado caminaba hacia la esquina de la avenida, y de repente, una mujer, vestida de forma estrambótica y con un atuendo demasiado ceñido para lo que el recato demanda, se abalanza sin miramientos ni vergüenza sobre el imberbe e insensato joven. Desde mi observatorio particular advertí en la expresión y los gestos de esta mujer una especial astucia que la hacía semejante a una mantis religiosa a punto de cercenar la cabeza a su víctima. El chico, agradecido por la bienvenida tan fogosa y sensual de la mujer, y con la pose de aquel que es un auténtico privilegiado por relacionarse con una mujer tan despampanante, se dejó hacer por la recién llegada.” Martín hizo un alto para dar un sorbo a un vaso de agua que tenía a su lado en la mesita, y dando un respiro a su boca seca, prosiguió con la narración. Martinet estaba atento a cuanto su padre contaba. La historia prometía.  

      “Cuando la dama en cuestión se dio la vuelta, pude conocer mejor quién era. Aunque llevaba una peluca y unas gafas de sol para ocultar su identidad a los viandantes que pasaban junto a ellos, pude reconocer su rostro. No era una prostituta ni alguien que se ganase la vida en esta triste e inmoral profesión. Era la esposa de un alto directivo de una empresa muy conocida de la ciudad. La había visto en fotografías e imágenes de revistas de sociedad, en medios de comunicación asistiendo a actos protocolarios del mundo de la empresa y la política. Cualquiera que se hubiese acercado a ella en aquellos instantes la habría descubierto, seguro. El caso es que esta mujer era conocida por sus escándalos, su soberbia actitud para con las autoridades y cuerpos del estado, y su fama de que todo aquello que deseaba podía conseguirlo con un chasquido de dedos. No te digo su nombre para que no imagines más allá de lo debido. Es una mujer que tiene una gran mansión, pero que no tiene hogar. Es alguien que no tiene raíces familiares ni comunitarias. Solo vive según su enfebrecido temperamento, y según aquello que le procura placer y disfrute, aunque sea inmoral y perverso, y a costa de jóvenes efebos que devora como quien come aceitunas sin hueso.”  

      “En esto, una mujer le sale al encuentro, con atavío de ramera y astucia en el corazón. Alborotadora y pendenciera, sus pies no pueden estar en casa. Unas veces está en la calle, otras veces en las plazas, al acecho en todas las esquinas.” (vv. 10-12) 

      “Aferrada al delgado y joven cuerpo de este mozalbete que te he comentado,” continúa Martín, “esta mujer lo besó apasionadamente en los labios, y comenzó a dorarle la píldora a fin de llevarlo a su mansión y consumar sus deseos más concupiscentes. Pude oír sin problema la proposición sexual con todo detalle. Había cumplido con sus obligaciones religiosas paganas, llevando una ofrenda a su dueño y señor oscuro, y ahora todo estaba dispuesto para consumar en el lecho de su esposo sus más depravados caprichos eróticos. Había organizado con minuciosidad la alcoba en la que el joven se sentiría como en una nube. Los mejores tejidos, el colchón más cómodo y esponjoso, los aromas afrodisíacos más penetrantes y sugerentes, la música más provocativa posible, el champán más caro... Con cada descripción de las especias con las que había perfumado su lecho, el joven más se dejaba seducir por la femme fatale, la cual no lo soltaba en ningún momento, como un buitre que sobrevuela la carroña.” Martinet, asombrado de la profusión pormenorizada con la que su padre descubría el plan de esta mujer, se inclinó con sus codos en las rodillas y las manos en la cara, esperando el desenlace de esta escena que le parecía sacada de una película o una serie de televisión. 

      Martín refirió a su hijo el contenido final de la conversación, un contenido que atentaba contra la mismísima dignidad del esposo de esta mujer fatal: “Como queriendo disipar de la mente del muchacho ya enfervorecido por las promesas sexuales de su acompañante, la mujer tranquilizó cualquier duda sobre la posibilidad de ser pillados in fraganti por el esposo de ésta. Con una susurrante voz y melifluas palabras, aseguró al jovenzuelo que no debía preocuparse por nada. Su esposo había tenido que marcharse lejos para representar a la empresa multinacional, y tardaría una semana en regresar al hogar. Tenían todo el tiempo por delante para gozar en la cama, para emborracharse de deleites carnales, para disfrutar sin límites de su pasión y ardor sexual. La noche era joven, y las promesas hechizantes de la mujer envolvieron por completo al chico imprudente.”  

      “Se asió de él y lo besó. Con semblante descarado le dijo: “Sacrificios de paz había prometido, y hoy he cumplido mis votos; por eso he salido a encontrarte, buscando con ansia tu rostro, y te he hallado. He adornado mi cama con colchas recamadas con lino de Egipto; he perfumado mi lecho con mirra, áloes y canela. Ven, embriaguémonos de amor hasta la mañana; disfrutemos de amores. Porque mi marido no está en casa; se ha ido a un largo viaje. La bolsa del dinero se llevó en la mano, y no volverá a su casa hasta la luna llena.” (vv. 13-20) 

      “Menuda pieza, esta mujer,” acertó a decir Martinet. “No entiendo como este chico ha podido caer en sus redes de una forma tan sencilla y simple.” Martín, menea la cabeza como aquel que dice que, cuando la carne es pasto de las tentaciones, el riego sanguíneo deja de realizar su labor en el cerebro, y se activan los instintos y los pensamientos más primitivos. “Mira, Martinet, aunque pienses que de esta agua no beberé, lo cierto es que la realidad se impone. El joven, como una marioneta o como un corderito, tomó la mano que le ofrecía la mujer adúltera, y marchó tras ella encandilado y alelado, con ascuas de fuego en su regazo, y prometiéndoselas muy felices. Aun con todo su vigor y sus fuerzas, fue sometido como somete el ser humano a las bestias del campo, como un imprudente delincuente es llevado a la cárcel sin que pueda rechistar o quejarse del trato recibido. No había espacio para reflexionar sobre las consecuencias de sus actos, sobre el efecto tóxico que tendría sobre su anestesiado corazón. Con la de paparazis que hay por ahí siguiendo cada paso que da esta mujer, probablemente todo acabará en desastre para este joven inexperto.”  

      “Así lo rindió, con la suavidad de sus muchas palabras, y lo sedujo con la zalamería de sus labios. Al punto se marchó tras ella, como va el buey al degolladero, o como va el necio a prisión para ser castigado; como el ave que se arroja contra la red, sin saber que va a perder la vida hasta que la saeta traspasa su corazón.” (vv. 21-23) 

      “Martinet, yo confío en ti, no lo dudes. Pero siempre queda en el corazón de los padres la amedrentadora idea de que, sabiendo que la pasta del ser humano es débil y que sucumbe demasiado fácilmente a los apetitos carnales y terrenales, sus hijos pueden cometer uno de los errores más garrafales de sus vidas entrelazando su destino al de personas que rompen sus votos matrimoniales para saciar el vacío emocional y sexual que sienten. No es que busquen una relación duradera o un compromiso afectivo permanente. Simplemente procuran satisfacer sus deseos caprichosos con jóvenes como tú que, al ser piropeados o ensalzados, creen que están de suerte al poder acceder a los encantos de una persona adúltera. Tal vez ahora, escuchando el relato de este chico, creas que nada has de temer, porque lo fías todo a tu sensatez y sentido común, y que nunca caerás en la trampa sexual de alguien que no cumple con sus votos maritales. Pero la historia nos enseña que torres más altas han caído, que personas aparentemente modélicas y con firmes principios morales y espirituales han visto destruido su prestigio e imagen cuando han bajado sus defensas y se han dejado llevar por la lujuria y la lascivia sexual. Muchos adalides de la pureza ética y de la lucha contra el adulterio, la fornicación y las aventuras eróticas, vieron como la miseria, la decadencia y el desprestigio los hundieron en la ruina más absoluta.”  

      “Ahora pues, hijos, escuchadme; estad atentos a las razones de mi boca: No se desvíe tu corazón a los caminos de ella; no yerres en sus veredas, porque a muchos ha hecho caer heridos, y aun los más fuertes han sido muertos por ella. Camino del seol es su casa, que conduce a las cámaras de la muerte.»” (vv. 24-27) 

      “Papá, creo que la pizza estará ya carbonizada,” dijo Martinet, con una sonrisa de oreja a oreja. “Entiendo todo lo que me dices, y soy consciente de que las repercusiones por una cana al aire, o por verse involucrado en una relación venenosa, son terribles. Gracias por haberme abierto los ojos ante un problema que pudiera surgir en mis caminos futuros. No sé qué haría sin los buenos consejos que me dais mamá y tú. Y ahora, a comer, si es que mi pizza ya no está para tirar a la basura.”  

       Padre e hijo se dieron un buen abrazo y Martinet marchó a la cocina con muchas cosas en las que reflexionar y meditar sobre aquello que tan bien había descrito la Palabra de Dios, y que parecía haber leído a la perfección situaciones contemporáneas por las que él y sus amistades podían pasar en un momento dado.

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