PROMESA




SERIE DE ESTUDIOS EN GÉNESIS “GÉNESIS II: ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 15

INTRODUCCIÓN

       Hay momentos o circunstancias en la vida en la que no podemos ir más allá. Existen instantes en los que se nos nubla la vista, la preocupación nos mina la moral, la situación nos supera y las perspectivas de resolución de una crisis se nos antoja poco menos que imposible. Hemos hecho todo lo que hemos podido, hemos invertido cantidades industriales de horas y de recursos, hemos acudido aquí y allá intentando alcanzar el modo de salir del atolladero, y nada da resultado. Nos desesperamos, nos mesamos los cabellos, gritamos presas del pánico y de la impotencia, lloramos hasta desangrar el alma, y nada funciona. No sabemos hacia dónde ir, cómo abordar el problema o de qué forma podemos lograr que un rayo de luz ilumine las tinieblas que pueblan nuestras mentes. Es imposible asegurar el éxito, es imposible conseguir nuestra meta, es imposible solventar la papeleta, es imposible hallar esperanza. Como muchos dicen hoy por ahí, el universo conspira contra nosotros, y todo cuanto hagamos no sirve de nada. Es imposible vencer cuando todo se alía en contra de nuestra felicidad.

      ¿Has vivido experiencias que, humanamente, eran imposibles de entender o de solucionar? ¿Has pasado por momentos en los que te has rendido ante la evidencia de que es improbable que las cosas cambien a mejor? ¿No te ha sucedido, que cuando ya no puedes más y has hecho todo lo posible por conseguir un cambio de tu suerte, has suspirado resignadamente y has dicho: “Que sea lo que Dios quiera”? Seguro que sí. En ese trance has entendido que tus fuerzas y energías son volátiles y limitadas, que tus recursos y habilidades son finitos, que tu deseo y tu voluntad no son suficientes como para colmar tus expectativas de éxito. Como seres humanos necesitamos saber en muchas ocasiones que no somos dioses capaces de culminar triunfalmente nuestros sueños o anhelos. Somos criaturas que llegan hasta donde llegan, que deben reconocer que existen fronteras físicas y mentales en nuestro intento por lograr un objetivo. No somos todopoderosos, y por eso, cuando esto se demuestra en la realidad, hemos de asumir que existen cosas imposibles, cosas que no podemos, por mucho que lo intentemos, lograr y conseguir.

     La técnica que suele emplear cualquier ser humano, incluyéndonos en este grupo como cristianos, es el de hacer todo lo que está en nuestras manos por resolver el acertijo de nuestras problemáticas vidas. Y cuando vemos que no vamos a ningún sitio, cuando al fin nos cercioramos de que nada más podemos hacer, cuando ningún otro de nuestros semejantes nos puede echar una mano para salvar el escollo, entonces acudimos a Dios para que, a modo de médico de urgencias, despliegue su poderío y así sacarnos las castañas del fuego. Dios se convierte así en la última instancia a la que remitirse cuando algo nos parece definitivamente imposible. Es curioso comprobar que Él nunca es nuestra primera opción. Creo que nos ahorraríamos mil y un problemas si en lugar de arreglar nuestros desaguisados con nuestra debilidad e incompetencia, recurriésemos al Señor para evitarnos frustraciones y depresiones. El elemento clave que puede cambiar las tornas es poner la fe en Dios en primer lugar.

1.      LA DUDA QUE ANTECEDE A LA FE

       Abraham se encontraba en una tesitura muy similar. Ya vimos cómo por fe salió de Ur y de Harán para ir a la tierra que Dios le había prometido en Canaán. También observamos que, cuando la sequía agostaba los campos de Canaán, Abraham, en lugar de confiar en la provisión de Dios, prefirió hacer la guerra por su cuenta, incurriendo en crasos errores de cálculo en Egipto. A continuación, libra una batalla increíble con grandes naciones para liberar a su sobrino Lot, venciendo sobradamente y adjudicando esta victoria a Dios. Ahora, en el texto bíblico que nos ocupa, Abraham vuelve a tener dudas y temores sobre la grandiosa promesa que Dios le había dado de tener una inmensa descendencia. No podría ser de otra manera, dado que el tiempo pasaba, tanto Abraham como Sara iban acumulando años, y ésta última seguía siendo estéril. Era natural que Abraham pensara ya que era imposible que su esposa diese a luz a una criatura, puesto que, biológicamente, el periodo de tiempo en el que podría ser madre, había pasado de largo con holgura. 

       Dios no se mostraba ajeno a esta clase de preocupaciones y cuitas, por lo que debe volver a refrendar el pacto y la promesa que había hecho en el pasado a Abraham: “Después de estas cosas vino la palabra de Jehová a Abram en visión, diciendo: —No temas, Abram, yo soy tu escudo, y tu recompensa será muy grande.” (v. 1) Una nueva teofanía en forma de visión visita a Abraham, justo cuando sus preguntas estaban llenas de interrogantes y vacilaciones. Dios conoce al dedillo la situación de Abraham, del mismo modo que es consciente de aquellos momentos en los que nos cuestionamos si la ayuda de Dios está en camino, si sus promesas son veraces o si su providencia nos alcanzará en algún momento de nuestras vidas. Por ello, comienza tranquilizando el corazón desbocado y lleno de incógnitas de Abraham. A continuación, ante cualquier pensamiento relacionado con las represalias que pudiesen tomar las naciones vencidas en el episodio anterior, Dios respalda su sosiego con la promesa de que Él sería su escudo, su protector en cualquier lid. Y por último, el Señor, complacido ante el rechazo de cualquier recompensa que proviniese del rey de Sodoma, acepta el diezmo dado a Melquisedec y se compromete con Abraham en una prosperidad futura, de la cual el principal tesoro es Dios mismo.

      Una vez las cuestiones referentes a su desazón interior, a su integridad física y al abastecimiento providencial de Dios son resueltas, Abraham interviene para abrir su corazón al Señor: “Respondió Abram: —Señor Jehová, ¿qué me darás, si no me has dado hijos y el mayordomo de mi casa es ese Eliezer, el damasceno? Dijo también Abram: —Como no me has dado prole, mi heredero será un esclavo nacido en mi casa.” (vv. 2-3) A Abraham no le importaban tanto las riquezas materiales, de las cuales ya disponía una amplísima cantidad y muestra, sino que lo que apesadumbraba su espíritu era el hecho de no tener un heredero que pudiese precisamente disfrutar de todo lo que había recibido de Dios. ¿De qué le servían tantas propiedades si, al final, tenía que dejárselas a su mayordomo Eliezer, un extranjero? ¿Para qué tanto trabajar y amasar una gran fortuna si, en definitiva, nadie de su sangre podía continuar con su legado y herencia? Las leyes orientales de la época de Abraham permitían que la herencia pudiese transferirse a un sirviente de confianza en el caso de imposibilidad de engendrar descendencia. ¿Este iba a ser el final de su estirpe? ¿Abraham había sido llamado desde remotas tierras para nada? Si estuvieras en las sandalias de Abraham, y los años cayesen como losas sobre tus hombros, y además supieses que es imposible ser padre o madre de un vástago, ¿no tendrías tu cabeza repleta de incertidumbre y desconfianza? No olvidemos que Abraham era un ser humano como tú y como yo, sujeto a debilidad y a los ataques inmisericordes de lo desconocido.

2.      LA PROMESA QUE DISIPA LAS DUDAS Y DETONA LA FE

      Al parecer, la visión reveladora de Dios tiene lugar en medio de la noche, justo en esos instantes de la vigilia en la que uno le da vueltas a todas las cosas, tratando de encontrarles sentido. El Señor escucha atentamente el razonamiento de Abraham y, no solamente lo tranquiliza, sino que se reitera en la promesa que había realizado en su favor en el pasado: “Luego vino a él palabra de Jehová, diciendo: —No te heredará éste, sino que un hijo tuyo será el que te herede. Entonces lo llevó fuera y le dijo: —Mira ahora los cielos y cuenta las estrellas, si es que las puedes contar. Y añadió: —Así será tu descendencia.” (vv. 4-5) Ante las palabras contundentes y rotundas de Dios, el pulso acelerado de Abraham se va ralentizando, hasta que la calma se apodera de su ser. Un ser supremo como es Dios le ha vuelto a prometer que su heredero saldrá de su simiente, no sabe todavía ni cómo, ni en qué tiempo, pero que será una realidad que por fe debe ser asumida e interiorizada. 

       El Señor indica a Abraham que se levante de su lecho, y que salga fuera de su tienda para contemplar una visión estremecedora del universo. Un firmamento cuajado de estrellas, constelaciones y galaxias, en su imagen más pura y nítida, a diferencia de la que podemos entrever en medio de la contaminación atmosférica y lumínica de nuestro mundo actual, se despliega como un cuadro glorioso ante su mirada asombrada. “Cuenta las estrellas,” le dice Dios a Abraham. Abraham, todavía absorto ante la miríada de estrellas que sembraban el cielo, mueve su cabeza de un lado a otro, como si señalase a Dios que poder enumerar cada luminaria y cada estrella era una tarea poco menos que imposible. El Señor sabe cómo impresionar a un ser humano empleando la revelación general de su creación universal. Si Abraham pudiese ver lo que nosotros podemos constatar desde la distancia de miles de años, sabría que Dios nunca miente, que nunca promete a la ligera, y que la verdad de sus dichos se cumple fehacientemente en la realidad de la historia. Millones de descendientes serían el fruto de su fe en Dios en esta hora de dudas y temores. No solamente colmarían la tierra aquellos que fuesen engendrados genéticamente por su intermedio, sino que los millones de fieles creyentes en el Señor poblarían este planeta gracias a su ejemplo de justicia y fe.

     ¿La respuesta de Abraham ante esta espectacular demostración del poder de Dios? “Abram creyó a Jehová y le fue contado por justicia.” (v. 6) Abraham no puede poner peros a la declaración magnífica de Dios. Su fe en la palabra dada por el Señor es inquebrantable. Y esta fe, que no procede naturalmente del ser humano, es entregada a Abraham, para que éste crea sin fisuras en el plan de Dios para su vida y para la de su descendencia. Cree a Dios, se fía por completo de Él, no da lugar a una reclamación, a una queja o a una petición de garantías. Su fe lo hace acepto delante de Dios. No son sus obras de justicia, su arrojada intervención en favor de los demás, o su buena disposición a la hora de anteponer a los demás a la hora de tomar decisiones importantes. Es su fe la que es contada (heb. hasab), la que es imputada o acreditada en su favor. Este texto bíblico ha sido empleado en varias alusiones en el Nuevo Testamento, sobre todo cuando se hace para referirse a la salvación por la fe mediante la gracia de Dios en Cristo (Romanos 4; Gálatas 3; Santiago 2).

3.      UN CERTIFICADO DE PROPIEDAD PARA ABRAHAM

        Zanjado el asunto de la descendencia, ahora aparece el tema de la posesión de la tierra de Canaán, la cual también forma parte de las promesas que Dios realizó a Abraham: “Jehová le dijo: —Yo soy Jehová, que te saqué de Ur de los caldeos para darte a heredar esta tierra.” (v. 7) Dios recuerda a Abraham que éste forma parte de un plan, y que este plan también incluye la posesión de la tierra prometida de Canaán. Pero Abraham parece necesitar una garantía o un aval al respecto: “Abram respondió: —Señor Jehová, ¿en qué conoceré que la he de heredar?” (v. 8) Sometiéndose al señorío soberano de Dios, Abraham desea que un acto formal y solemne rubrique el certificado de propiedad de la tierra en la que ha encontrado su hogar. De ahí la pregunta que hace a Dios, la cual permitirá que se le legitime para ocupar junto a su descendencia la tierra prometida.

     El Señor, comprendiendo la petición implícita en esta pregunta, toma la iniciativa celebrando un evento trascendental y simbólico que sellará un pacto unilateral con Abraham: “Jehová le dijo: —Tráeme una becerra de tres años, una cabra de tres años y un carnero de tres años; y una tórtola y un palomino. Tomó Abram todos estos animales, los partió por la mitad y puso cada mitad enfrente de la otra; pero no partió las aves. Y descendían aves de rapiña sobre los cuerpos muertos, pero Abram las ahuyentaba. A la caída del sol cayó sobre Abram un profundo sopor, y el temor de una gran oscuridad cayó sobre él.” (vv. 9-12) El Señor, empleando los usos y costumbres de la época en relación a los pactos y las alianzas, pide a Abraham que parta por la mitad los animales que se enumeran en estos versículos. No se trata de un sacrificio ad hoc, sino que cada parte de los animales será colocada separada por un espacio destinado a que las partes del contrato se paseen por en medio de ellas. La idea simbólica tiene que ver con que, si no se cumplía con lo pactado, de algún modo se estaba diciendo que debía correr exactamente la misma suerte que los animales partidos por la mitad. Abraham no parte a las aves dado su tamaño, aunque pone sus cuerpos separados el uno del otro. 

     Se suponía que en ese instante Dios debía pasar, de alguna forma teofánica, por en medio de estos animales y así certificar que Canaán sería la patria de Abraham y su progenie. Sin embargo, el tiempo pasa y nada sucede. Considerando el ecosistema en el que vivía Abraham, no es sorprendente que las aves de rapiña sobrevolasen las piezas que habían sido despedazadas, y que hasta incluso intentasen llevarse alguna de estas presas. Abraham no quiere que esto suceda, con la esperanza de que pronto Dios dé un paso adelante y se manifieste de algún modo para solemnizar el pacto. El tiempo pasa, y la oscuridad se cierne sobre él y sobre las mitades de los animales. ¿Acaso Dios se había olvidado de confirmar la alianza con Abraham? ¿Había cambiado de idea? ¿Se lo estaba pensando un poco más? Por supuesto que no. Pero Abraham empieza a tener miedo, no de la noche o de las fieras salvajes que pululaban por su territorio buscando qué devorar, sino de que Dios no acudiese a respaldar su promesa.

4.      BUENAS Y MALAS NOTICIAS PARA LA DESCENDENCIA DE ABRAHAM

      Dios quería seguir fortaleciendo y probando la fe de Abraham, y al fin, tras una larga espera, vuelve a comunicarse con el atemorizado Abraham: “Entonces Jehová le dijo: —Ten por cierto que tu descendencia habitará en tierra ajena, será esclava allí y será oprimida cuatrocientos años. Pero también a la nación a la cual servirán juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza. Tú, en tanto, te reunirás en paz con tus padres y serás sepultado en buena vejez. Y tus descendientes volverán acá en la cuarta generación, porque hasta entonces no habrá llegado a su colmo la maldad del amorreo.” (vv. 13-16) Abraham suspira aliviado al escuchar de nuevo la voz de su Señor. Pero lo que Dios le dice puede que no le guste tanto. Dios profetiza en esta ocasión sobre su descendencia futura. Sí, Dios garantiza que la tierra de Canaán será algún día suya y de su prole, pero antes deben pasar por una gran prueba de fuego que les permita adueñarse de la tierra prometida y convertirse en una auténtica nación. Dios anuncia una serie de hechos y acontecimientos que tienen  que ver con los cuatrocientos años de esclavitud que sufriría Israel a manos de los egipcios, y con la liberación que llegaría para prosperarlos en la búsqueda de sus raíces originales. 

      Abraham no tendrá que contemplar la terrible imagen de su familia oprimida salvajemente por una nación pagana e idólatra como era la egipcia. Su vida será tranquila y larga, y el final de sus días sería todavía contado en la tierra en la que estaba morando en estos instantes de pacto. Mientras su descendencia padeciese y sufriese el escarnio egipcio, los amorreos y otros pueblos ocuparían el emplazamiento que habían dejado atrás a causa de la necesidad y de la oportunidad de que uno de ellos, José, fuese un alto cargo de la administración egipcia. Cuando los amorreos, pueblo guerrero y salteador, llenase hasta el colmo la copa de la ira de Dios a causa de sus maldades y yerros, entonces Dios llamaría a un libertador para volver a tomar posesión de la tierra de Canaán. Seguramente serían palabras muy duras para el oído de Abraham, y aunque nada se nos dice de su respuesta a esta profecía, de lo que no cabe duda es, de que su rostro variaría entre el pesar de la esclavitud y la alegría de la liberación de Dios.

       Entonces, cuando Dios da las buenas y las malas noticias a Abraham, es la hora de culminar el acto solemne de este pacto unilateral de Dios con Abraham y su descendencia: “Cuando se puso el sol y todo estaba oscuro, apareció un horno humeante y una antorcha de fuego que pasaba por entre los animales divididos.” (v. 17) En lo más tenebroso de la noche, y tras una prolongada espera, Abraham es testigo de cómo Dios deja claramente firmado su alianza en forma de horno humeante y de una tea ardiente que, haciendo honor a la tradición de las alianzas, se paseaba entre los animales de una forma asombrosa y sobrenatural. La presencia de Dios, sobrecogedora como aquel fuego que también se aparecerá a otros dos de sus siervos más adelante, como fueron Moisés y Elías, hace acto de presencia ante la admiración de Abraham. ¿Qué mejor modo de dejar grabado en la memoria de Abraham este instante tan emotivo y esplendoroso?

      El Señor concluye su pacto reiterándose en su voluntad de que la tierra de Canaán sea heredad perpetua de Abraham y de su constelada prole: “Aquel día hizo Jehová un pacto con Abram, diciendo: —A tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el Éufrates: la tierra de los ceneos, los cenezeos, los cadmoneos, los heteos, los ferezeos, los refaítas, los amorreos, los cananeos, los gergeseos y los jebuseos.” (vv. 18-20) Esta retahíla de gentilicios de pueblos eran los que ya habitaban los contornos que comprendían lo que hoy conocemos como Israel o Palestina. Eran naciones y ciudades comprometidas con la idolatría, y que no se lo pondrían muy fácil a Israel el día en el que los cuatrocientos años de exilio egipcio se acabasen y retornasen a Canaán para reclamar la tierra. Y por muy fuertes o poderosos que pudiesen ser, Dios conquistaría la tierra que según el pacto hecho con Abraham debía ser para su simiente. Pero esto ya es otra historia.

CONCLUSIÓN

      El ejemplo de Abraham surca los textos y la teología de las Escrituras para afirmar que la fe es un don de Dios que debe ejercitarse precisamente en aquellos momentos en los que bajamos los brazos de nuestras presuntas capacidades y alzamos nuestra mirada al autor y consumador de esta fe. Todos tenemos preguntas difíciles que requieren de respuestas concretas e inteligibles, pero a menudo la fe es la única manera en la que podemos dejar que Dios las conteste desde la esperanza y desde su soberanía. 

       Hay cosas que nos parecen inverosímiles o imposibles, pero cuando Dios entra en la ecuación de nuestro desvanecimiento espiritual, aquello que se antojaba improbable o sin solución se transforma en una realidad alcanzable y posible. Dios tiene poder para triunfar sobre lo lógico, lo material y lo empírico, y es en Dios, y en su Palabra, en el que podemos depositar toda nuestra fe con el fin de que aprendamos que no hay nada imposible para Él.

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