LIMPIEZA



SERIE DE SERMONES SOBRE ZACARÍAS “REFINADOS, REDIMIDOS, RESTAURADOS”

TEXTO BÍBLICO: ZACARÍAS 12:10-13:9

INTRODUCCIÓN

       El sencillo acto de lavarse las manos antes de comer o después de haber tenido contacto con superficies sucias es más importante de lo que a simple vista parece. Acciones cotidianas como intercambiar billetes y monedas cuando vamos a comprar, acariciar a nuestra mascota, girar el pomo de una puerta o agarrarse a una barandilla, entre otras muchas, hacen que nuestras manos entren en contacto con un buen número de microorganismos. Con una receta tan sencilla como lavarse las manos con agua y jabón, se pueden salvar vidas, ya que esta acción previene un gran número de enfermedades. Debido a una mala higiene de las manos se pueden transmitir infecciones abdominales como la diarrea por “Shigella” o por “Campylobacter”, infecciones respiratorias como la gripe, infecciones cutáneas como abscesos por “Staphylococcus aureus” e infecciones que afectan al cerebro como las infecciones por enterovirus. A pesar de que no podemos observar esta clase de bacterias y microbios a simple vista, su poder de contagio e infección puede llegar a ser enorme.

     Todavía recuerdo los restregones que mi madre me daba detrás de las orejas, y en cuello, rodillas y codos. Me dejaba la piel en carne viva, y en ocasiones, un aullido de dolor abrasador surgía de mi boca protestando por la vigorosa actividad de mi madre. A veces parecía que quería sacarme brillo como a una patena, y aunque al principio renegaba y pataleaba, al final el resultado daba gusto verlo, con mis canillas limpias y desempercudidas, con mis codos sin roña y con mis orejas listas para pasar revista. Todos sabemos que cuando la suciedad se incrusta en recipientes de cocina o en prendas de ropa, hay que tomar medidas radicales, con el objetivo de dejar impecables los utensilios o los vestidos y camisas. Se aplican estropajos ásperos y rudos, productos químicos que son incluso tóxicos o corrosivos para la piel humana, y un buen centrifugado, para conseguir que lo que estaba grasiento, maculado y manchado, vuelva a su primer ser, a la limpieza y pureza original.

      En términos espirituales, esto es precisamente lo que logra Cristo en nosotros. Venimos hechos unos adanes, con las ropas repletas de lamparones, desgreñados, zarrapastrosos y de mírame y no me toques, con las vidas marchitas y salpicadas por el lodo del pecado, con la mente hecha cisco y con nuestra identidad maltrecha, y Cristo nos aplica su sangre derramada en la cruz para dejarnos hechos unos pinceles. Pero esto no sucede por ciencia infusa, o de forma instantánea, sino que debe existir una necesidad de arrepentimiento, lágrimas, confesión y contrición. Ser purificados y refinados por Dios requiere de pesar en el alma y de reconocimiento de nuestros desvaríos. Entonces es cuando Cristo nos lava completamente para convertirnos en sus discípulos, en esa luz pura que resplandece en medio de un mundo lleno de inmundicia, pecado y podredumbre. También hemos de tener en cuenta que nuestra limpieza durará lo que dura nuestra inclinación a pecar, y por ello es menester que Dios ponga a prueba nuestra fe y nuestra convicción de que somos salvos, refinando como en un crisol nuestras vidas, perfeccionando a través de la operación del Espíritu Santo quiénes hemos de ser en Cristo.

1. EL LAMENTO DEL ARREPENTIMIENTO

     Zacarías trae, precisamente, este mensaje al pueblo regresado de Israel, y por extensión a la iglesia de Cristo de todas las épocas. Antes de ser limpiados y purificados por Cristo, debemos lamentar nuestro estado pecaminoso, dejando atrás las manchas de nuestra insensatez. Y tras ser lavados y redimidos a través de su obra salvífica, nuestro deber es esperar a que Dios vaya forjando y refinando nuestro llamamiento a través de las pruebas y las adversidades. El profeta nos habla acerca de un gran llanto, un lamento nacional que ha de preceder a la limpieza del alma: Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadadrimón en el valle de Meguido. Y la tierra lamentará, cada linaje aparte; los descendientes de la casa de David por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de la casa de Natán por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de la casa de Leví por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de Simei por sí, y sus mujeres por sí; todos los otros linajes, cada uno por sí, y sus mujeres por sí.” (vv. 10-12)

      No cabe duda de que esta profecía tiene perspectiva mesiánica. Zacarías anticipa con claridad suprema que el Mesías, el Cristo, el emblema de la casa de David, sería alguien sobre el cual el espíritu de gracia y de oración sería derramado. Nadie hubo como Jesús que manifestase la gracia de Dios hacia aquellos que necesitaban de su ayuda, de su consejo y de su sanidad. La gracia divina brotaba de cada poro de Jesús hacia los marginados, los que reclamaban justicia, los menesterosos y los invisibles. Su modelo de oración supera con creces cualquier plegaria que se elaborase antes o después que él. Su continua vida de oración y comunión con su Padre celestial evidencia el lugar prominente que Jesús daba a esta disciplina espiritual. A través de la oración mantuvo contacto con la voluntad de su Padre en todo momento, incluso cuando, en su último estertor, encomendó su alma a Dios. Desde esta gracia y desde la oración Jesús construyó su ministerio terrenal, hasta que tras su muerte, resurrección y ascensión a los cielos, dio paso al Espíritu Santo, el cual infundió de este mismo espíritu de gracia y oración a sus discípulos en Pentecostés, los cuales moraban por aquel entonces en Jerusalén.

       De esta profecía mesiánica, un episodio estremecedor respalda parte de cómo fue ajusticiado Jesús en el Gólgota, ya que fue traspasado en presencia de la mirada atónita de todo el mundo. Aquel que vino a pregonar el perdón de los pecados, el advenimiento del Espíritu Santo, una nueva ética del Reino de los cielos y el desenmascaramiento de la hipocresía religiosa, es alzado en un madero destinado a los delincuentes y terroristas, para que públicamente nadie pudiera desmentir el hecho de ser lanceado para comprobar si la muerte de Jesús era definitiva. La pleura que brotó de su costado determinó que su deceso era una realidad, y muchos que creyeron en Él no tuvieron por más que lamentar y llorar las esperanzas que en él habían sido depositadas. Jesús, el unigénito de Dios y primogénito de todos aquellos que creen en su nombre, había fallecido a manos humanas por causa del pecado que ensuciaba el corazón mismo de las criaturas de Dios. Y no solamente llorarían aquellos que amaban a Jesús, sino que, tras un terremoto, una gran oscuridad, la resurrección de muertos que salían de sus tumbas, y el velo del lugar santísimo del Templo de Jerusalén rasgado por la mitad, muchos que lo acusaron se dieron cuenta de sus errores y maldades, llorando a su vez a causa de su mal proceder contra Cristo.

     Y así, toda una nación llora al ver morir a un inocente en la cruz que le correspondía a cada uno de nosotros. Zacarías compara este momento de tristeza y congoja con un episodio del Antiguo Testamento que hallamos en 2 Reyes 23:29-31 y su complementario en 2 Crónicas 35:22-27. Se trata de la narración de un hecho terriblemente tortuoso y cuya proyección horrenda quedó impresa en los años venideros de Israel: el llanto de Hadadrimón en el valle de Meguido. Josías, rey de Judá, desoyendo el consejo de Dios de que no entablara batalla contra Necao, rey de Egipto, fue malherido en combate, y al ser trasladado a Jerusalén murió. Josías, a pesar de esta fatal desobediencia, era un rey queridísimo por su pueblo, dado que su rectitud y justicia eran ampliamente reconocidas. Tras su dramática muerte, nos dice la Palabra de Dios que todo Judá y Jerusalén hicieron duelo por Josías. Y Jeremías endechó en memoria de Josías. Todos los cantores y cantoras recitan esas lamentaciones sobre Josías hasta hoy; y las tomaron por norma para endechar en Israel, las cuales están escritas en el libro de Lamentos.” (vv. 24-25) Imaginemos el gran dolor que embargaría a toda la nación en estas circunstancias, y multipliquemos por un millón este sufrimiento al compararlo con la muerte de Cristo en el Calvario. Toda la nación, compungida y afligida, es comprendida en el versículo 12, en un lamento global del que no escapa ninguno de los estamentos de Israel: la realeza de la casa de David, el llamamiento profético de la casa de Natán, y la vocación sacerdotal de las casas de Leví y Simei.

2. LIMPIEZA NACIONAL

       Siendo que el dolor y el arrepentimiento se convierte en un alarido de pena y contrición, es hora de proceder hacia la limpieza del pueblo, hacia la purificación de todos aquellos elementos que se oponen a la voluntad de Dios, habiéndoseles ofrecido la posibilidad de confesar su idolatría y su adulterio espiritual. Se acabó el postureo y las fake news para siempre: En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia. Y en aquel día, dice Jehová de los ejércitos, quitaré de la tierra los nombres de las imágenes, y nunca más serán recordados; y también haré cortar de la tierra a los profetas y al espíritu de inmundicia. Y acontecerá que cuando alguno profetizare aún, le dirán su padre y su madre que lo engendraron: No vivirás, porque has hablado mentira en el nombre de Jehová; y su padre y su madre que lo engendraron le traspasarán cuando profetizare. Y sucederá en aquel tiempo, que todos los profetas se avergonzarán de su visión cuando profetizaren; ni nunca más vestirán el manto velloso para mentir. Y dirá: No soy profeta; labrador soy de la tierra, pues he estado en el campo desde mi juventud. Y le preguntarán: ¿Qué heridas son estas en tus manos? Y él responderá: Con ellas fui herido en casa de mis amigos.” (vv. 1-6)

      Después del lamento, un manantial de vida abundante y eterna aflorará en medio de la humanidad para todos aquellos que desean ser perdonados, purificados y limpiados de sus pecados. Esta fuente aún sigue dando vida a los que transitan por esta realidad con las vestiduras polvorientas y con un aspecto desmañado y harapiento, a los que viven sin vivir, a los que solamente creen en sus sucias ideas egoístas, a los que están más pringosos que un chorizo de orza. En este manantial cristalino que simboliza el sacrificio de Cristo en la cruz, somos lavados a conciencia de nuestro pasado depravado para ser justificados delante de Dios en el día del juicio final y para que nuestras lágrimas sean enjugadas por su propia mano. Y para dar comienzo a la plena instauración del Reino de los cielos, también es menester que aquellos que se disfrazaron de profetas y maestros de Dios sean expuestos ante todo el mundo, con el objetivo de que sus mentiras y falsedades sean puestas al descubierto.  Del mismo modo, todos los ídolos ante los que se postraron multitud de gentes deben ser barridos de la memoria histórica, y el espíritu de inmundicia, esto es, Satanás, sea echado en el lago de fuego para siempre.

      A pesar de la sentencia condenatoria que Dios establecerá contra los ídolos, los demonios, los falsos profetas y Satanás, siempre habrá alguien que no se haya enterado de la película, y quiera seguir en sus treces intentando embaucar a los justos de Dios. La imagen que describe ejemplarmente Zacarías es realmente sobrecogedora. Si un falso profeta continúa actuando maliciosamente sabiendo del juicio de Dios, sus propios padres, que han entendido y asimilado que la salvación y la verdad está en Dios, acabarán con su vida de reincidencia y recalcitrante obstinación. Las Escrituras atestiguan que los mentirosos compulsivos no podrán entrar en el Reino de Dios, por lo que este ejemplo de Zacarías no es descabellado, por muy fuerte que nos pueda parecer en su desenlace. Es peor la mentira consentida que el mentiroso sentenciado, puesto que cuando una mentira ya ha dado la vuelta, la verdad todavía se está poniendo los pantalones.

        La idea es que los falsos pregoneros de los oráculos de Dios se den por vencidos, se arrepientan de sus caminos perversos y entren en razón. La meta es que se avergüencen desde su conciencia del mal que causan prediciendo cosas que no son veraces, y que se desprendan de todas las prerrogativas de autoridad y fama que la capa de piel les concedía. La cuestión es que, en esta segunda oportunidad, se olviden de quiénes fueron, de sus desmanes y desvaríos, de sus demagógicas palabras y de sus motivaciones deleznables, que vuelvan de donde vinieron, de sus tareas agrícolas, arrinconando para siempre su deseo de medrar cuando se metieron a practicar la tarea profética. El objetivo es que cuando miren las sajas y cortes que se auto infligieron extáticamente para llamar la atención de los ídolos a los que adoraban, su amnesia les provoque a contar una milonga como la de que sus amigos se las hicieron en algún que otro juego violento o en una alianza fraternal. En definitiva, cuando Dios limpie y purifique al mundo, nadie en su sano juicio querrá ser identificado como un pseudoprofeta, so pena de morir de una manera truculenta y horripilante.

3. PURIFICACIÓN Y PRUEBA DE LA FE

      El proceso de formar parte del Reino de los cielos no se acaba con el llanto y la limpieza del alma. Mientras estemos en este mundo, deberemos enfrentar circunstancias adversas que habrán de probar nuestra perseverancia en la fe en Cristo. Así tuvieron que hacerlo los discípulos del Señor cuando fue prendido por sus detractores en el huerto de Getsemaní, y así tendremos que hacerlo hasta el día de la venida de Cristo, hasta el día en el que su pueblo será probado por el fuego de la persecución: “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor, y serán dispersadas las ovejas; y haré volver mi mano contra los pequeñitos. Y acontecerá en toda la tierra, dice Jehová, que las dos terceras partes serán cortadas en ella, y se perderán; mas la tercera quedará en ella. Y meteré en el fuego a la tercera parte, y los fundiré como se funde la plata, y los probaré como se prueba el oro. El invocará mi nombre, y yo le oiré, y diré: Pueblo mío; y él dirá: Jehová es mi Dios.” (vv. 7-9)

      La espada de las autoridades judías, respaldadas por Satanás en todo instante, debía caer inmisericorde sobre el pastor de las ovejas, sobre Cristo. A los suyos vino, y los suyos no le recibieron, al menos no con los brazos abiertos, sino que lo hicieron con odio en el corazón e insensatez en la mente. En lugar de reconocer a Dios mismo caminando por esta tierra, los enemigos de la verdad prefirieron erradicar la amenaza a su estatus quo, optaron por proteger sus posiciones de poder, eligieron matar al inocente y al justo para mantener su estilo de vida hipócrita e idólatra. Cristo es herido de muerte en la cruz, y sus discípulos huyen despavoridos a esconderse y a desentenderse de una presunta revolución espiritual iniciada por Jesús. Todos corren a ocultarse de la mirada de sospecha de sus adversarios, con el miedo en el cuerpo al entender que podrían morir a causa de seguir al maestro de Nazaret.

       Las ovejas se desperdigan y aquellos que recibieron el evangelio de la gracia, la verdad y la justicia comienzan a sufrir el ataque indiscriminado de sus enemigos. Los apóstoles y demás seguidores de Jesús repuestos de su temor al comprobar que Cristo ha resucitado, salen de sus escondrijos y madrigueras para confesar abiertamente su amor por Jesús, su mensaje de salvación y su filiación divina. Es entonces cuando son apresados, martirizados, apedreados y perseguidos, y en esa situación la diáspora de Jerusalén se convierte en un hecho. Deben ser probados en las vicisitudes de la vida a causa del evangelio de Cristo, y su fe ha de ser refinada para alcanzar la perfección y santidad de éste.

      En lo que atañe al futuro de la iglesia, Zacarías anuncia que todos aquellos que hemos confesado de todo corazón y sin coacciones que Cristo es el Hijo del Dios viviente, tendremos que pasar por el trance de la purificación probatoria. La abrumadora imagen de Dios cortando, esto es, dando muerte a los dos tercios de la población mundial, debe ser interpretada convenientemente. Dios es soberano y hará lo que deba hacer en su sabia y perfecta voluntad con quien quiera. Da igual hablar de cataclismos o de catástrofes naturales, de una conflagración mundial atómica o de los efectos del calentamiento global. Esto no es importante. La cuestión es que el énfasis no reside en los dos tercios de seres humanos que serán cortados por el Señor en los últimos tiempos, puesto que lo serán en virtud de su incredulidad. El auténtico énfasis está en ese tercio de personas que quedan para ser purificadas por la prueba de su fe.

        La similitud de este acto cósmico con la purificación de los metales preciosos en una vasija cerámica colocada en un horno a grandes temperaturas durante un buen periodo de tiempo para extirpar los residuos, la ganga o las impurezas del oro o de la plata, nos debe hacer pensar en que la prueba de fe nos debe hacer más maleables, más manejables y más plegables a la voluntad de Dios incluso en instantes de acoso y derribo. Durante el tiempo que permanezcamos en este mundo, a la espera de llegar al fin a nuestra patria celestial, seremos objeto de situaciones comprometidas en las que nunca deberemos avergonzarnos de Cristo o de su evangelio, en las que habremos de resistir a pesar de las presiones o de los conflictos que genere nuestra creencia en Dios, en las que tendremos que nadar a contracorriente.

       Al final, cuando este proceso tan propio y exclusivo de la santificación espiritual llegue a su final, en el instante en el que muramos en Cristo o Cristo nos arrebate a su gloriosa morada en los cielos, podremos invocar a Dios desde la pureza y limpieza eternas de nuestra alma, y Él nos atenderá inmediatamente. Él mirará a su pueblo con ojos de amor y complacencia al considerar nuestro denuedo, perseverancia y constancia, al examinar nuestro coraje en medio de las adversidades, y al comprobar que nuestra fe es sincera y genuina. Y por toda la eternidad, el sello de nuestra adhesión a la causa de Cristo será la respuesta a la afirmación divina de que somos su pueblo, y es que para nosotros Él siempre será nuestro Dios. Pablo así lo expresa en una de sus cartas: “Luego todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados.” (Romanos 11:26-27)

CONCLUSIÓN

     Ser purificados, lavados y limpiados de todo aquello que atenta contra el evangelio de Cristo debe ser parte de nuestro estilo de vida. La santidad de Dios no demanda menos. Nuestro diario caminar debe ser un proceso de limpieza continuo, puesto que no pasa el día en el que no nos ensuciemos los pies del barro del pecado, en el que no nos enlodemos en las tentaciones que nuestro enemigo Satanás interpone en nuestra comunión con Dios, y en el que no cometamos el tremendo error de manchar nuestro expediente con conductas e ideas que no pertenecen a lo que Dios nos ha revelado en su santa Palabra. Es duro reconocer nuestras equivocaciones, es arduo confesar nuestras culpas, y es difícil asumir que nuestra fe debe ser purificada y refinada en el crisol de la prueba. Pero aquello que hoy nos puede parecer complicado y áspero, supone una eternidad gloriosa mañana. Confiesa tu culpa ante Dios para que seas perdonado y limpiado, y persiste en aquello que te da propósito e identidad en Cristo, y el Espíritu Santo te moldeará a su imagen y semejanza.

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