ISAAC



SERIE DE ESTUDIOS EN GÉNESIS “GÉNESIS II: ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”
TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 18:1-15
INTRODUCCIÓN

       El calor asfixiante del verano había llegado a Carlet. El ronroneo de cientos de aparatos de aire acondicionado sonaba acompasado, mientras el silencio se adueñaba de media ciudad. El que más o el que menos ya había comido, y muchos se hallaban tumbados a la bartola disfrutando, en la medida en la que el calor lo permitía, de una siesta reparadora. Martín era una de esas personas que no perdonan la siesta, y mucho menos cuando el abrasador poniente sopla sobre la localidad. Había estado trabajando toda la mañana bajo la solana inmisericorde, y no veía el momento de tumbarse un ratito para recuperar energías. Su esposa estaba casi terminando de hacer la comida, y la siesta del borrego, ese sueño agradable y súbito que te entra antes de yantar, empieza a reclamar toda su atención. Y en esas estaba, sentado en el sofá mientras veía las noticias en la televisión, pegando cabezadas, amodorrándose acompañado del rumor del presentador de turno, cuando un timbrazo lo sobresalta de sopetón, poniendo fin a una prometedora sesión de descanso.

      Medio malhumorado, medio somnoliento, y despotricando contra todos esos mensajeros que siempre vienen a traer sus paquetes a estas intempestivas horas, descuelga el telefonillo, mira por la cámara que hay en la entrada del bloque de pisos en el que vivía, y acierta a ver a tres personas, absolutos desconocidos, que lo saludan como si lo conocieran y que anuncian que están de paso, y que les vendría de fábula poder reposar un rato y comer algo. Hay algo en estos individuos que le es familiar, y una repentina corazonada le dice que debe ejercer como cristiano, su papel de anfitrión. También sabe que hay mucho sinvergüenza por ahí suelto, y por ello, siempre tiene a mano un buen garrote de Cuenca por si las moscas. Sin embargo, intuye que estos visitantes tienen algo especial que le impulsa a abrir la puerta, a indicarles piso y puerta, y a abrirles de par en par su hogar. Y justo cuando llegan al descansillo, Martín se da cuenta de quiénes son estos viajeros. Con el corazón estrujado por una alegría descomunal y con un brillo en la mirada que anuncia lágrimas de gratitud, comprende que está invitando a su casa a Dios y a dos de sus ángeles. “Pasad, pasad, mi casa es vuestra casa. Poneos cómodos. ¡Martina, haz comida para tres personas más, que han venido unos amigos a comer!” Desde la cocina se escucha una frase ininteligible, y Martín acomoda a sus invitados mientras ayuda a Martina a preparar la mesa y a colocar la vajilla y los cubiertos.

      ¿Cómo reaccionarías si estuvieses en la situación de Martín? ¿Has pensado o imaginado alguna vez lo que sería comer con el mismísimo creador de la tierra y el cielo y con dos de sus ángeles? ¿Cómo los agasajarías? ¿De qué manera te dirigirías a ellos? ¿Qué querrías preguntarles? La escena que se presenta desde el relato inventado de Martín no es tan descabellado. Sobre todo si atendemos a lo que nos dice Hebreos 13:2: “No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.” Nunca se sabe en qué momento recibes la visita de alguien que tiene apariencia de ser humano, pero que es un enviado del Señor que necesita transmitirte un mensaje precioso y especial para tu vida y la vida de tu familia. Nunca se sabe. En cuántas ocasiones hospedamos a siervos de Dios que, aunque no sean de la estirpe arcangélica, nos dejan unas palabras de ánimo que justamente necesitábamos en esos instantes, o una bendita exhortación a dar un paso más en nuestra consagración a Dios.

1. HOSPITALIDAD A CUERPO DE REY

      Abraham tiene una experiencia similar a la que ha tenido Martín. Un día cualquiera, con una mañana calurosa repleta de trabajos, tareas y quehaceres, llega al ecuador, y dadas las condiciones climatológicas de la tierra de Mamre que habita Abraham, es necesario hacer un tiempo muerto, y  guarecerse bajo las tiendas o bajo alguna frondosa encina. Mientras se preparaba la comida, el descanso se convertía en algo que te pedía el cuerpo urgentemente. Abraham mismo, se halla sentado a la sombrita de su tienda, mientras sus ojos se cierran a causa del monocorde cántico de las chicharras y de las altas temperaturas. De repente, escucha el crujido de las piedras y de la tierra, como si de personas caminando se tratase, y perplejo nota como tres varones permanecen de pie a unos cuantos metros de donde él se hallaba sentado: “Después le apareció Jehová en el encinar de Mamre, estando él sentado a la puerta de su tienda en el calor del día. Y alzó sus ojos y miró, y he aquí tres varones que estaban junto a él; y cuando los vio, salió corriendo de la puerta de su tienda a recibirlos, y se postró en tierra.” (vv. 1-2)

        Abraham tal vez se rascó la cabeza pensando que hacía un instante no había nadie a la vista en el horizonte, y que ahora tres hombres sonrientes le hacían señas para saludarlo. Pero una vez superada la sorpresa inicial, Abraham se sacude el sopor y corre al encuentro de estos tres viajeros. En el momento en el que su vista se adapta al brillo cegador del sol, nota que estos tres personajes tienen algo diferente, algo que le suscita el pensamiento de que no son simples caminantes o comerciantes. El hecho de que nada más llegar a la altura de estos tres hombres se postrara en tierra como si de unas divinidades se tratase, nos dice mucho, tanto de su empeño hospitalario como de su reconocimiento de la calidad de la visita. Se trata de una nueva teofanía de la que participan también dos seres angélicos. No es casualidad que estos tres visitantes aparezcan en el domicilio de Abraham. Recordemos que en el anterior capítulo, Dios establece una alianza con él, y que una cierta sombra de duda planea sobre la idea de tener descendencia. Dios, por medio de este encuentro, confirmará de tú a tú este pacto, y qué mejor manera de hacerlo que comiendo juntos y rubricando esta alianza en una buena y agradable sobremesa.

       Abraham, de rodillas ante los tres enigmáticos viajeros, pronuncia una frase ceremonial muy propia de la tradición hospitalaria de la época: “Y dijo: Señor, si ahora he hallado gracia en tus ojos, te ruego que no pases de tu siervo. Que se traiga ahora un poco de agua, y lavad vuestros pies; y recostaos debajo de un árbol, y traeré un bocado de pan, y sustentad vuestro corazón, y después pasaréis; pues por eso habéis pasado cerca de vuestro siervo. Y ellos dijeron: Haz así como has dicho.” (vv. 3-5) Es interesante comprobar que en  esta construcción tradicional Abraham utilice el término “Señor” o “Adonai.” Es como si ya supiese con absoluta certeza que uno de los que componen esta compañía es Dios mismo, y por ello le tributa su adoración y su veneración, además de no cesar de agradecer el privilegio del que es objeto en este encuentro. Abraham insiste en que no sigan su camino, algo que forma también parte de esta fórmula de hospitalidad y acogimiento.

        Lo que les ofrece al principio es algo sencillo, pero sumamente agradable para un transeúnte cansado y sediento. Tras lavar sus pies, quitando la costra de sudor y polvo acumulados y refrescando sus extremidades, algo que es, como todos sabemos, increíblemente placentero, podían tumbarse bajo la sombra benefactora de las encinas y esperar lo que inicialmente es un bocado de pan y un poco de agua que conforte su espíritu exhausto. Ya después, cuando el sol no estuviese tan alto y no fatigase tanto, podrían seguir su camino. Abraham entiende, como todo buen anfitrión oriental, que el hecho de que este trío se acercase a sus tiendas no era algo fortuito o resultado de la casualidad, y que lo que les va a ofrecer superará con creces lo mínimo exigible para atender a sus huéspedes. Los visitantes asienten y se dejan agasajar. El silencio del campamento se rompe con cada orden que Abraham da tanto a su esposa como a sus criados a fin de honrar a la visita inesperada: Entonces Abraham fue de prisa a la tienda a Sara, y le dijo: Toma pronto tres medidas de flor de harina, y amasa y haz panes cocidos debajo del rescoldo. Y corrió Abraham a las vacas, y tomó un becerro tierno y bueno, y lo dio al criado, y éste se dio prisa a prepararlo. Tomó también mantequilla y leche, y el becerro que había preparado, y lo puso delante de ellos; y él se estuvo con ellos debajo del árbol, y comieron.” (vv. 6-8)

      De un bocado de pan, Abraham pasa a elaborar un auténtico banquete digno de un rey. Suele pasar cuando invitamos a alguien a casa: ponemos tanta comida y bebida que siempre sobra, aun cuando ya hayamos llenado la andorga hasta los topes. El anfitrión nunca racanea cuando se trata de impresionar y obsequiar a sus huéspedes. Abraham pide a su esposa Sara que prepare unos panes cocidos con casi cuatro litros de harina debajo de las brasas de la hoguera, y ordena a uno de sus siervos que corte y cocine un ternero escogido por el mismo Abraham, un espécimen ecológico cuyas carnes seguramente iban a ser la delicia de sus visitantes. Y por si esto fuera poco, añade a la “picaeta” mantequilla o yogurt, y leche recién ordeñada del día. Con este opíparo ágape ya listo bajo las copas de las encinas, degustan solícitos estos manjares, mientras Abraham les acompaña para darles conversación y llenar sus copas. Sara, agazapada en su tienda y a espaldas de los viajeros, observa a este grupo de comensales intentando aguzar el oído y escuchar su charla. Recordemos que en aquellos tiempos el único modo de conocer qué se cocía en el mundo era atender a la información que compartían los mercaderes y transeúntes, y a quién no le gustaría saber qué cosas sucedían a su alrededor.

2. IMPOSSIBLE IS NOTHING

      El huésped que parecía llevar la voz cantante del trío, mientras participa de esta suculenta comida, repara en que Sara no come junto a ellos: Y le dijeron: ¿Dónde está Sara tu mujer? Y él respondió: Aquí en la tienda. Entonces dijo: De cierto volveré a ti; y según el tiempo de la vida, he aquí que Sara tu mujer tendrá un hijo. Y Sara escuchaba a la puerta de la tienda, que estaba detrás de él. Y Abraham y Sara eran viejos, de edad avanzada; y a Sara le había cesado ya la costumbre de las mujeres.” (vv. 9-11) Abraham vuelve a reafirmarse en su percepción de que este encuentro es una teofanía, un encuentro con Dios. Y lo hace porque el líder de estos tres viajeros llama a su esposa Sara y no Sarai. Abraham, guardando esto en su corazón, le informa que Sara está en su tienda. Entonces el Señor profetiza aquello que había estado desazonando el espíritu de Abraham desde su primer encuentro con Dios en Ur. Dios pronostica que dentro de nueve meses Sara será madre al fin y que Él volverá a reencontrarse con Abraham. Aquí no hallamos a Abraham riendo para sus adentros como lo hizo en el capítulo anterior. Parece que cree totalmente en el poder de Dios para que la esterilidad y la edad no sean un obstáculo para el cumplimiento de sus promesas. El autor de Génesis puntualiza el estado de vejez de este matrimonio, así como la imposibilidad biológica de que Sara pudiese tener hijos a causa de sus circunstancias post-menopaúsicas. ¿Cómo sería posible que dos ancianos pudiesen saborear el dulce privilegio y placer de ser padres, y más con el fantasma de la infertilidad acechando en el horizonte?

      Sara, que estaba escuchando desde la distancia este tipo de profecías y afirmaciones de un desconocido, se troncha: Se rió, pues, Sara entre sí, diciendo: ¿Después que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo? Entonces Jehová dijo a Abraham: ¿Por qué se ha reído Sara diciendo: ¿Será cierto que he de dar a luz siendo ya vieja? ¿Hay para Dios alguna cosa difícil? Al tiempo señalado volveré a ti, y según el tiempo de la vida, Sara tendrá un hijo. Entonces Sara negó, diciendo: No me reí; porque tuvo miedo. Y él dijo: No es así, sino que te has reído.” (vv. 12-15) De igual manera que hizo su esposo en la teofanía del capítulo anterior, ahora Sara pone en tela de juicio este oráculo. Como se diría vulgarmente, “a la vejez, viruelas,” o “a buenas horas, mangas verdes.” ¿Conocía Sara el pacto y la promesa que Dios había establecido con su esposo? ¿O tenía constancia de esa alianza y no se tomaba muy en serio la posibilidad de dar a luz a un descendiente prometido por Dios?

        Fuere cual fuere la razón que motiva su carcajada íntima, la cuestión es que se muestra incrédula ante esta perspectiva. ¿Acaso su esposo podría esperar alguna clase de fruto visto que la ancianidad estaba ajando su belleza y su capacidad procreadora? Y mientras todavía seguía riéndose a mandíbula batiente a causa de la ocurrencia de un misterioso viajero, Dios pregunta a Abraham la razón de la risa de su esposa. Abraham se le queda mirando sin saber qué responder a algo que ni él mismo ha percibido. Y Sara, sorprendida por este comentario, cesa en esa risa interior, y queda admirada de la perspicacia y omnisciencia del transeúnte. Calla por un momento mientras el líder del grupo invitado recoge el pensamiento que Sara acababa de generar en su mente. Este huésped no es un ser humano normal, porque ¿quién sino Dios puede leer el corazón de una persona?, y, ¿quién sino aquel que puede desentrañar nuestras intenciones y emociones puede repetir justo lo que acabamos de pensar?

     Sara, todavía alucinada por el giro que han dado los acontecimientos, sigue oculta en su tienda, esperando alguna señal más que avale el carácter divino de los visitantes. Dios mira fijamente a Abraham, aun cuando también está dirigiéndose indirectamente a Sara, y le hace una pregunta que tiene una respuesta realmente fácil y sencilla, una pregunta por la que debería pagar Adidas, a tenor de uno de sus slogans publicitarios que rezaba “Impossible is Nothing”: “¿Hay para Dios alguna cosa difícil, maravillosa, increíble o incomparable?” De ningún modo. Dios es todopoderoso y cualquier cosa que se ajusta a su esencia y carácter que le plazca puede convertirse en realidad. Para Dios, renovar y dar vida a un útero marchito es coser y cantar. Para Dios, rejuvenecer y restablecer el deseo sexual entre dos personas de edad avanzada es algo sumamente sencillo. Para Dios, hacer que de una pareja fuera de los límites de la paternidad, surja un hijo fruto de sus promesas, es posible. Si el Señor promete algo, lo cumple, incluso a través de medios sobrenaturales y que exceden a nuestra lógica. Por eso, ante nuestra risa de incredulidad o de vacilación, Dios responde asombrándonos con sus milagrosos hechos y sus portentosos actos. El Señor vuelve a remachar la misma profecía de alumbramiento por segunda vez: Sara será madre dentro de nueve meses, y el nombre que pondrá a este vástago, será un fiel recuerdo de que Dios también tiene sentido del humor.

     Sara, al fin persuadida de la clarividencia de Dios, e interpelada por el descubrimiento de su risa, sale de su escondite para presentar sus respetos a los huéspedes, no sin contradecir al visitante. Me figuro a Dios mirándola a los ojos, sonriendo a su vez, y diciéndole que podrá engañar a cualquiera, pero que no podrá embaucar a quien conoce las hechuras y las costuras del ser humano. Es curioso cómo Sara, sabiendo que Dios había puesto al descubierto su parecer en cuanto a su preñez, pretende seguir en sus trece a pesar de ser avergonzada en última instancia por el discernimiento divino. Así es el ser humano desde su niñez. Cuando hace algo que no es correcto o que nadie tiene la capacidad de ver in situ, siempre se enroca en la pretensión de que no se ha hecho tal cosa, aunque la evidencia del delito esté bien a la vista. Sabemos que hemos metido la pata, y aún así pensamos que se la colaremos a los demás. Esto funciona con el resto del mundo, pero con Dios, es otro cantar. Nos conoce mejor que nosotros a nosotros mismos, no lo olvidemos nunca cuando vayamos a excusarnos sin elementos de consistencia a nuestro favor.

CONCLUSIÓN

      Dos cosas podemos extraer de esta narrativa bíblica: el valor de la hospitalidad y el alcance de la omnipotencia de Dios. Por un lado, hemos de estimularnos mutuamente a cobijar y acoger a aquellas personas que realmente necesitan nuestra ayuda, y una buena comida siempre servirá para conocerlas, para recibir de ellos algún mensaje del Señor y para resultar ser bendecidos de una u otra forma. Y por otro, nunca debemos desconfiar del poder soberano del Señor. Para Él no hay nada imposible. Cualquier atisbo de sospecha en relación a sus promesas, cualquier mengua en nuestra fe sobre circunstancias aparentemente terminales, y cualquier duda sobre la resolución milagrosa de un evento adverso, nos robará la contemplación del poderío extraordinario de Dios. Por ello, nuestras mentes lógicas y aferradas a lo natural deben someterse abiertamente a lo que Dios puede llegar a hacer en nosotros y a través de nosotros para que su gloria sea manifiesta y para que nuestros ojos se llenen de asombro y gratitud.





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