CIRCUNCISIÓN




SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE ABRAHAM “GÉNESIS II: ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 17

INTRODUCCIÓN

       Existen múltiples maneras de demostrar el compromiso que supone un pacto o alianza entre dos partes. Un brindis, una rúbrica formal en un documento, un apretón de manos, una comida de honor, o un monumento que simbolice el acuerdo mutuo, son formas de dar por firmado un pacto. Sea cual sea la formalidad que se emplee, el caso es que siempre se demanda un acto que selle la confianza que cada parte depositará en la otra. Son ceremoniales que pueden cambiar de cultura a cultura, de época histórica a época histórica, pero siempre adquieren el mismo sentido y significado: la fe en que cada uno de los firmantes del pacto se comprometerá a cumplir con lo establecido por contrato. Siempre, como seres humanos, hemos necesitado de un gesto que nos garantizase la tranquilidad y la seguridad de que la palabra dada se convirtiese en un compromiso claro e inmutable.

       Por supuesto, también la humanidad ha elegido en millones de ocasiones inhabilitar pactos, mentir en sus promesas y despreciar sus votos. A la vista de la experiencia y la historia, el mortal casi siempre ha optado por romper con sus compromisos, por menospreciar la voluntad del otro y por transgredir los términos de un acuerdo a conveniencia. De ahí, que en nuestra actualidad, encontremos tantos problemas para lograr una confianza absoluta entre las partes, sean cuales sean éstas.

      El compromiso adquirido entre dos partes debe hacerse desde la gracia y el respeto mutuo. Desde la gracia, y no desde una candidez estúpida, con el fin de que, en caso de infringir lo establecido en la alianza, se de una segunda oportunidad para seguir manteniendo el trato. Desde el respeto mutuo, con el objetivo de que ambas partes entiendan que el incumplimiento de cualquier cláusula contractual es señal de oprobio, insulto y deshonra, con todo aquello que esto conlleva. Comprometerse con alguien no es una cuestión puramente visceral. Supone razonar, reflexionar y evaluar pros y contras del acuerdo a tomar. Implica vincularse desde la coherencia y la consistencia moral con otra parte que también toma la decisión de ser honrado y consecuente con lo rubricado. No es nada agradable firmar un pacto o contrato con otra persona de la que dudamos o sospechamos. Nos intranquiliza pensar que en cualquier momento nos la va a dar con queso o nos va a dejar en la estacada a la hora de reclamar aquello que se incluyó como estipulación normativa y obligatoria.

1. EL-SHADDAI, PROPONENTE DEL PACTO ABRAHÁMICO

      Cuando hablamos de pactos entre personas, podemos llegar a tener ciertas reticencias a creer totalmente en la palabra del otro, sobre todo porque hemos sido testigos de los desmanes y negligencias que se han dado en el plano de lo contractual. Pero cuando hablamos de pactar con Dios, la cosa cambia radicalmente. Tal vez el mortal cambie de opinión tras firmar la alianza con Dios, y se dedique a ningunearlo mientras quebranta flagrantemente esta alianza, pero Dios siempre cumplirá su parte. El resultado de guardar el pacto de Dios es bendición y prosperidad, el shalom de todas las cosas. El requerimiento: la obediencia y la reverencia.

       En el caso que nos ocupa sobre Abraham, Dios ya había pactado previamente las condiciones de su presencia, bendición y herencia.  Sin embargo, como ya vimos en los estudios anteriores, Abram alternaba una de cal con otra de arena. Erigía imponentes altares para glorificar a Dios, y desconfiaba del favor de Dios marchando a Egipto a surtirse de víveres. Reconocía al Señor en su llamamiento desde Harán, y de pronto, se entregaba a un alocado y frenético plan por acelerar el proceso de un heredero. Defendía a su sobrino Lot de una confederación de estados enemigos, y luego se despreocupaba por solucionar la batalla campal que se estaba librando en su hogar. A pesar de todos estos bandazos, Dios siempre mostraba su buena voluntad para con él y siempre solventaba cada escollo que amenazaba con acabar con la promesa de un descendiente.

      Con un Abram ya cercano al centenar de años de edad, Dios vuelve a manifestarse en una suerte de teofanía, con el propósito firme de sellar definitivamente el pacto dado veintitrés años atrás: “Era Abram de edad de noventa y nueve años, cuando le apareció Jehová y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto. Y pondré mi pacto entre mí y ti, y te multiplicaré en gran manera.” (vv. 1-2) Recordemos que esta escena es producto de la insensatez cometida, tanto por Abram como por Sarai, a la hora de precipitar los acontecimientos sin contar con el beneplácito de Dios. Dios comienza presentándose a sí mismo como el Omnipotente, el Todopoderoso. Es como si quisiera dar una lección a Abram sobre lo que había acontecido en torno al nacimiento de Ismael. Abram había confiado en el plan de otro ser humano, desechando la estrategia que Dios ya había diseñado desde antes de la creación del mundo. Abram estaba, con su imprudente acto, considerando a Dios como aquel que no es poderoso, como aquel que no tiene la capacidad de transformar un imposible en algo posible y real. Dios le recuerda, con ese título divino tan hermoso, El- Shaddai, que no debe poner en tela de juicio su omnipotencia y su soberano juicio.

      Del pacto que concierta con Abram, Dios solo pide dos cosas: andar delante de él, y ser perfecto. Abram debía obedecer y caminar por la vida sirviendo a Dios, cumpliendo con sus mandamientos, adorándole en espíritu y verdad. Debía ser transparente, sincero, mostrando coherencia entre su fe y su práctica diaria. Por otro lado, debía ser perfecto. ¿Es que alguien puede soñar con ser alguna vez perfecto, ser como Dios, la perfección por antonomasia? ¿Está pidiendo el Señor demasiado a Abram? La perfección está bastante lejos de la actitud presente de Abram. Sin embargo, notemos que la perfección como tal, es fruto de un proceso santificador que solamente puede realizar el Espíritu Santo en la vida de la persona. Dios no está diciendo que no puede pasar un solo día sin ser escrupulosamente intachable.

       Dios desea que seamos santos y perfectos como Él es, pero también sabe que nuestra inclinación al pecado nos deja a una gran distancia de la meta de perfección. Lo que Dios quiere de Abram es que no se dé por vencido en esa senda de la perfección, que deje que el Espíritu Santo lo moldee y cincele para ser cada vez más acepto ante sus ojos, que cuando caiga en las redes del pecado, vuelva a levantarse tras arrepentirse de sus faltas y tras confesar su culpa delante de Él. El anhelo por ser perfecto debe surgir del amor que siente Abram hacia Dios, porque vivir en el tránsito de la perfección supone conocerle más y desear más su presencia. Desde esta posición de coherencia y apasionamiento por el Señor, las bendiciones se multiplicarán más allá de nuestra imaginación.

      El Señor vuelve a traer a la memoria de Abram la promesa con la que el pacto será plenamente concretado en la realidad: Entonces Abram se postró sobre su rostro, y Dios habló con él, diciendo: He aquí mi pacto es contigo, y serás padre de muchedumbre de gentes. Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes. Y te multiplicaré en gran manera, y haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti. Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti. Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos.” (vv. 3-8)

      El primer paso para que este pacto pase a un nivel superior de vinculación entre las partes supone un cambio en el nombre de Abram. Dejará de llamarse así, “Padre enaltecido,” para convertirse en “Padre de multitudes,” o Abraham. Entendamos que un nombre en aquella época y civilización implicaba la esencia del ser al que se le adjudicaba, y que este nombre estaba inextricablemente entrelazado con su personalidad. Por ello, cambiar el nombre de una persona no era una cuestión baladí. Significaba la simbolización de una transformación del carácter y del destino de un individuo. El apelativo de Abraham tenía sentido en relación a la promesa de Dios de que su progenie iba a ser innumerable e incontable, de que el poder de Dios iba a conseguir lo que biológica y genéticamente era imposible en aquellos días, darle una parentela larga y con perspectivas futuras de nobleza y realeza.

        Este pacto no se iba a circunscribir únicamente a Abraham, un hombre renovado con casi cien años de edad, sino que iba a ser una alianza eterna con toda su descendencia. De hecho, toda la Escritura nos habla de este pacto sagrado, de sus altibajos y de su consumación en la figura de Cristo, el cual, a través de su sangre derramada en el Calvario, nos hizo a todos, judíos y gentiles, partícipes de este pacto que ahora concita con Abraham. Reyes y naciones surgirían de las entrañas de Sarai, míticos y legendarios soberanos como David o Salomón, y lo que es más importante de todo, el Rey de reyes y Señor de señores, Jesucristo.

       Además, incluso a pesar de las infidelidades y desobediencias que hundieron y esparcieron al pueblo de Israel en determinados momentos de la historia, Dios seguiría siendo fiel en la entrega de la tierra de Canaán a los herederos de Abraham. Y la presencia del Señor nunca se apartaría de en medio de la descendencia de Abraham, constituyéndose como único y exclusivo Dios de aquellos que creen en su nombre.

2. LA CIRCUNCISIÓN, SEÑAL DE COMPROMISO CON EL PACTO ABRAHÁMICO

       A cambio de esta inmensa bendición, Abraham y toda su casa debían contribuir con una señal física que evidenciase su compromiso con Dios, con una firma de sangre y piel que manifestase al mundo y a la propia persona, que eran heredad y posesión de Dios: la circuncisión. Dios estipula de qué forma debe realizarse este rito a fin de cumplir su cometido simbólico:Dijo de nuevo Dios a Abraham: En cuanto a ti, guardarás mi pacto, tú y tu descendencia después de ti por sus generaciones. Este es mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: Será circuncidado todo varón de entre vosotros. Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio, y será por señal del pacto entre mí y vosotros. Y de edad de ocho días será circuncidado todo varón entre vosotros por vuestras generaciones; el nacido en casa, y el comprado por dinero a cualquier extranjero, que no fuere de tu linaje. Debe ser circuncidado el nacido en tu casa, y el comprado por tu dinero; y estará mi pacto en vuestra carne por pacto perpetuo. Y el varón incircunciso, el que no hubiere circuncidado la carne de su prepucio, aquella persona será cortada de su pueblo; ha violado mi pacto.” (vv. 9-14)

      Formar parte del pueblo escogido de Dios requería que todo varón de la casa de Abraham, él inclusive, fuese circuncidado. ¿En qué consiste la circuncisión? La circuncisión (del latín circumcidere, que significa "cortar alrededor") es una operación ritual que consiste en cortar circularmente una porción del prepucio del pene humano, quedando el glande al descubierto. Esta era una práctica bastante común en Egipto en los tiempos de Abraham, aunque aquí Dios le otorga un sentido que supera lo meramente higiénico o sexual. El padre es el responsable de preparar la ceremonia, la cual debe realizarse por la mañana temprano y es precedida por una vigilia consagrada a la oración. La circuncisión se llama en hebreo milah, pero la expresión completa es brit milah,​ cuya primera palabra significa “alianza.” Del mismo modo que Dios coloca al arco iris como signo de su pacto con Noé y el sábado como señal de su alianza en el Sinaí con Moisés, la circuncisión actúa del mismo modo en el pacto abrahámico.

       Si el circuncidando era un recién nacido, debía ser circuncidado al octavo día, un día muy concreto dado que en este día la coagulación de la sangre en el corte del prepucio es mucho más rápida y la cicatrización es mejor. El único día de toda la vida del varón en que el elemento coagulante de la protrombina está por encima del 100% es el octavo día. El Señor sabe lo que hace incluso en estos detalles aparentemente triviales. Si el varón ha nacido anteriormente a la circuncisión, deberá practicársele inmediatamente, so pena de ser marginado del resto de la familia y sufrir a causa de su renuencia a cumplir con este requisito innegociable a los ojos de Dios. Es interesante comprobar que, no solamente los familiares consanguíneos deben ser circuncidados, sino que cualquier criado, esclavo o siervo adscrito al clan, debe también pasar por este rito de compromiso tribal.

3. ISAAC, EL CUMPLIMIENTO DE LA PROMESA DE DIOS

        Dentro del contexto del pacto que realiza Dios con Abraham, y con la idea siempre subyacente del cumplimiento de la promesa de Dios de darle descendencia desde Sarai, el poder supremo del Señor vuelve a aparecer en escena: Dijo también Dios a Abraham: A Sarai tu mujer no la llamarás Sarai, mas Sara será su nombre. Y la bendeciré, y también te daré de ella hijo; sí, la bendeciré, y vendrá a ser madre de naciones; reyes de pueblos vendrán de ella. Entonces Abraham se postró sobre su rostro, y se rió, y dijo en su corazón: ¿A hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir? Y dijo Abraham a Dios: Ojalá Ismael viva delante de ti. Respondió Dios: Ciertamente Sara tu mujer te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Isaac; y confirmaré mi pacto con él como pacto perpetuo para sus descendientes después de él. Y en cuanto a Ismael, también te he oído; he aquí que le bendeciré, y le haré fructificar y multiplicar mucho en gran manera; doce príncipes engendrará, y haré de él una gran nación. Mas yo estableceré mi pacto con Isaac, el que Sara te dará a luz por este tiempo el año que viene. Y acabó de hablar con él, y subió Dios de estar con Abraham.” (vv. 15-22)

       Sarai también va a ser objeto de la metamorfosis antroponímica del mismo modo que su esposo Abraham. La descendencia que saldrá de su vientre será tan poderosa, magnífica y consagrada a Dios, que se convierte en una auténtica princesa, en madre de reyes y caudillos, de soberanos y adalides. De su esterilidad aparentemente definitiva, surgirá una fructificación esplendorosa y próspera. Su maldición será trocada en bendición, dando a luz a una estirpe gloriosa que desembocará un día en el nacimiento de Jesús, de Emmanuel, Dios con nosotros. Abraham arrodillado y con el rostro en tierra como signo de reverencia y sumisión a Dios, aún tiene tiempo para poder en duda esto que Dios está profetizando, eso sí, guardándose para sí sus cábalas y pensamientos. En su interior surge una pregunta cansada y gastada, dada su edad provecta y la de su esposa. “Ha pasado demasiado tiempo. Todo está en nuestra contra. Esto ya no tiene arreglo. Al menos tengo un hijo, Ismael, y Dios sabrá cómo arreglar su pacto de tal manera que su promesa se cumpla en él.” Resignado y con un deje de ironía en su sonrisa interior, Abraham expresa este deseo, esperando que Ismael sea la rama desde la cual se extienda el pacto de Dios por toda la eternidad. Su deseo agotado es que a través de Ismael, y no de su anciana e infértil esposa, todo llegue a buen término. Es como si quisiera dictar a Dios cómo debe hacer las cosas, como si vacilase todavía en reconocer el papel omnipotente de Dios en este acuerdo.

     Pablo intenta interpretar esta escena para nosotros desde la revelación bíblica cuando escribe lo siguiente: El creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había dicho: Así será tu descendencia. Y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (siendo de casi cien años , o la esterilidad de la matriz de Sara. Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido.” (Romanos 4:18-21)

      El Señor conoce a la perfección lo que ronda por la cabeza de Abraham, y por ello, no lo juzga ni lo amonesta. Dios comprende que para un ser humano hay cosas que son difíciles de aprehender y asumir, que para una mente finita y limitada a lo material y lo lógico, un milagro como el que va a realizar en Sara es algo inconcebible e impensable. Dios escucha la risa que surge de las entrañas de Abraham y transformará ese escepticismo en una nueva muestra antroponímica genial. El hijo que tendrá su esposa Sara será llamado Isaac, o “risa,” como recordatorio tanto de la alegría que se desbordará en el seno de Sara, como de la falta de confianza en el poder incalculable de Dios. De este vástago será engendrado el pueblo escogido por Dios, y en éste y su historia se derramará la bendición del Señor eternamente y para siempre.

        También Dios escucha la petición de Abraham de mantener con vida a su hijo Ismael, un calco humano del linaje celestial que saldrá de Isaac. En el futuro será padre de doce tribus, del mismo modo que lo será Jacob, nieto de Abraham, y una nación formidable, como ya vimos en un estudio anterior, será multiplicada sobre la faz de la tierra. Por último, y antes de dar por terminada esta teofanía, Dios vaticina el tiempo del alumbramiento de Sara, concretamente dentro de un año desde este encuentro entre el cielo y la tierra. Imaginemos por un instante a un Abraham pensativo y ya dispuesto a ver cumplida la promesa de un descendiente a partir del vientre de Sara.

        Tras esta cita tan reveladora con Dios, Abraham, ni corto ni perezoso se pone manos a la obra para cumplir con el compromiso adquirido en este pacto entablado con el Señor, circuncidando a toda su casa, desde el más pequeño hasta el más mayor: Entonces tomó Abraham a Ismael su hijo, y a todos los siervos nacidos en su casa, y a todos los comprados por su dinero, a todo varón entre los domésticos de la casa de Abraham, y circuncidó la carne del prepucio de ellos en aquel mismo día, como Dios le había dicho. Era Abraham de edad de noventa y nueve años cuando circuncidó la carne de su prepucio. E Ismael su hijo era de trece años, cuando fue circuncidada la carne de su prepucio. En el mismo día fueron circuncidados Abraham e Ismael su hijo. Y todos los varones de su casa, el siervo nacido en casa, y el comprado del extranjero por dinero, fueron circuncidados con él.” (vv. 23-27)

CONCLUSIÓN

      Muchos se preguntan por qué como cristianos ya no debemos circuncidarnos. La verdad es que no es un tema muy importante desde el momento en el que Cristo, trayendo el nuevo pacto en su sangre y resurrección, nos habla de otra clase de circuncisión, la más relevante, la espiritual. Pablo nos explica este extremo de una manera magistral: En él (Cristo) también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos. Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz.” (Colosenses 2:11-14)

      Hemos superado esta señal, la cual tuvo su sentido y propósito en su tiempo, “porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación.” (Gálatas 6:15) O como también reseñó el apóstol Pablo, porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor.” (Gálatas 5:6) Ante la influencia de los judaizantes en la iglesia primitiva, el apóstol tuvo que dejar meridianamente nítida esta apreciación de la circuncisión como un rito que no ayudaba ni aupaba a nadie a la salvación. En Cristo hemos salvado lo físico para concentrarnos en el corazón, aquel que hay que circuncidar desde la fe y el amor a Dios.

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