VEN, OH REY DE JUSTICIA Y PAZ
SERMÓN DE
ADVIENTO
TEXTO
BÍBLICO: ISAÍAS 11:1-10
INTRODUCCIÓN
Las fechas
navideñas suelen afectar a nuestras emociones y sentimientos más de lo normal.
Durante el año existen días señalados, de aniversarios y cumpleaños, de
recordatorios alegres y tristes, de jornadas cargadas de significado y de
momentos inolvidables que permanecen en la memoria hasta el final de nuestro
peregrinaje terrenal. Pero la Navidad crea una especie de ambiente más
hogareño, más sentimental y más afectivo, sobre todo cuando rememoramos
nuestras navidades de la infancia y de la juventud. Echar la mirada atrás en
estas festividades entrañables supone hacer un recuento e inventario de lo que
tenemos y también de lo que nos falta. Implica un ejercicio de equilibrio
emocional tremendo, ya que, en ocasiones las reuniones familiares no pueden
darse por razones equis, y cuando se dan, a menudo terminan en la guerra de San
Quintín. Podríamos decir que la temporada navideña saca de nosotros lo mejor,
es decir, nuestra generosidad, el amor al prójimo, la hospitalidad y la
solidaridad, pero también lo peor que anida en nuestro interior, esto es,
reproches del pasado, disputas familiares inconclusas, añoranzas amargas de
navidades mejores y más pacíficas, y una competitividad cada vez más
materialista y absurda entre miembros de un mismo clan.
¡Qué lejos ha
quedado el auténtico sentido y propósito de celebrar el recordatorio del
natalicio de nuestro Señor Jesucristo! ¡Qué oculta ha quedado la genuina
voluntad de lograr disfrutar de un tiempo espiritual de gozo, paz y comunión
amistosa! ¡Qué triste resulta comprobar cómo un evento tan hermoso,
esperanzador y luminoso, se convierte en la mayoría de los casos en un
ostentoso, lamentable y egoísta acto tradicional en el que la misericordia, el
perdón y el evangelio de Cristo han desaparecido por completo! Nos hemos dejado
llevar por la costumbre y el márquetin de estas fechas para construir un
acontecimiento que arrincona la remembranza mesiánica para entronizar la
glotonería, el “tú más”, el “yo más”, y las diferencias de criterio personales,
desembocando en miradas hoscas, en gestos desagradables y en sonrisas forzadas
por las convenciones sociales que se nos han impuesto.
1.
CELEBRAMOS
A UN MESÍAS REAL
Sin embargo, la
Palabra de Dios viene en nuestro rescate. Las Escrituras, y particularmente el
Antiguo Testamento, nos pueden ayudar a desaprender lo que hemos aprendido de
la mercadotecnia interesada, del rancio folklore y de las mentiras que Satanás
desea incluir en nuestro entendimiento de estas fechas que ya se aproximan. El
anuncio de un Mesías prometido por Dios para renovar y restaurar la creación
recorre todas las arterias y vetas del Antiguo Testamento. Ya desde el Génesis,
Dios profetiza al ser humano que un Salvador aparecería en la historia para
derrotar al maligno y para instaurar un nuevo orden justo y pacífico. Uno de
los profetas veterotestamentarios que mejor recoge ese sueño, esa esperanza y
esa promesa es Isaías. Isaías, en el texto bíblico que hoy nos ocupa, nos
brinda una imagen realmente sugerente e ilustrativa del advenimiento del
Mesías, del Siervo Sufriente, del Ungido de Dios. Repleta de símbolos y
metáforas de una belleza sobrecogedora, la profecía dada por el Señor a Isaías
mediante su Espíritu Santo es un canto a nuestros anhelos, sobre todo cuando
observamos el mundo en el que vivimos, en el que respiramos y en el que
observamos cómo la humanidad destruye todo cuanto toca. Con palabras de una
dulzura extraordinaria, nos provoca a una imaginación de lo que puede volver a
ser el mundo si éste se arrodilla y postra delante de la soberanía y divinidad
de Cristo.
Isaías comienza
por dejar muy claro que la realidad de un Mesías, de que Dios se encarnará en
un ser humano de carne y hueso, y de que éste marcará definitivamente un antes
y un después en la historia de la humanidad, es incontrovertible: “Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un
vástago retoñará de sus raíces.” (v. 1) El linaje del que provendrá este
Salvador y Redentor no es ni más ni menos que del clan familiar de Isaí, padre
de David. La constatación de esta palabra profética podemos hallarla en los
evangelios, en la adopción por parte de José del fruto del vientre de María, el
cual procedía directamente de la rama davídica. Jesús sería descendiente de
Isaí y de David de pleno derecho mediante el casamiento de José y María.
B.
CELEBRAMOS A UN MESÍAS JUSTO
Pero no solo este
Mesías sería cien por cien ser humano, sino que además sobre él sería derramada
la plena presencia del Espíritu Santo, con el objetivo de validar su autoridad,
divinidad y ministerio salvífico en tanto en cuanto caminó entre nosotros: “Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová;
espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder,
espíritu de conocimiento y de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en
el temor de Jehová.” (vv. 2-3a) El Mesías anhelado por todos aquellos que
se someten a la soberanía de Dios sería investido por su Padre en un momento glorioso,
en el instante en el que, tras obedecerlo en el bautismo, los cielos se abren
de par en par para que el Espíritu Santo, en forma de paloma, y de acuerdo con
el beneplácito de Dios Padre, descendiese sobre él. El Espíritu Santo y Cristo
eran uno con el Padre, y por ello, su actitud con respecto a los asuntos
terrenales, con relación al trato con el prójimo, y en referencia a sus
decisiones, siempre estuvieron guiadas y dirigidas por la sabiduría, por un
conocimiento amplio de la naturaleza del pecado, del ser humano y de Satanás. A
lo largo de su ministerio, Jesús desplegó en todo su esplendor y extensión el
poder milagroso que su Padre le había concedido, el discernimiento y la
perspicacia ante sus detractores y enemigos, y su obediencia absoluta,
inmediata y reverente a la voluntad de su Padre celestial.
Este espíritu que
caracterizaba la trayectoria vital del Mesías era un espíritu determinado y
firme en cuanto a la justicia y la equidad, algo que brilla por su ausencia en
nuestra sociedad y tiempo: “No juzgará
según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oigan sus oídos; sino que
juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la
tierra; y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus
labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad
ceñidor de su cintura.” (vv. 3b-5) El Salvador y Redentor de nuestras vidas
infectadas por el pecado no vino a condenarnos a la ligera, ni a señalar
nuestra inmundicia con el fin de retirarnos la gracia y la misericordia
divinas. No hace, ni hizo, ni hará, lo mismo que hacemos nosotros con nuestros
congéneres, a los cuales juzgamos por la fachada y la apariencia, por el color
de la piel o por lo lacio o rizado del cabello, por su capacidad adquisitiva o
por su procedencia y extracción. Nuestros prejuicios han hecho tanto daño a
tanta gente... Sin embargo, Jesús nunca miró por encima del hombro a nadie, no
se comportó altiva y soberbiamente, ni dejó que el blanqueamiento de los
sepulcros le deslumbrase y no viese la podredumbre que en muchas ocasiones
existe en nuestro corazón.
La justicia de
Cristo es diametralmente distinta a la nuestra. Él nunca se dejó llevar por los
comentarios que llegaban a sus oídos, sino que comprobó en persona quién era
cada cual, sin pervertir su juicio con los rumores y murmuraciones sesgadas de
otras personas, tal vez maliciosas y con ganas de fastidiar al prójimo. Su
justicia sería aplicada a cada persona, fuese rica o pobre, poderosa o
marginada, y la equidad sería su estandarte y fortaleza para aquellos que se
someten a los designios y al temor de Dios. A cada persona daría en justicia lo
que le correspondía, humillando a los hipócritas, a los orgullosos y a los
avarientos, y alzando el rostro de los mancillados, de los invisibles y de los
explotados. Sus palabras no se ceñirían a los discursos políticamente correctos
de su época, sino que su mensaje traería división, oposición y amenazas. Su
consejo justo desnudaría el alma de aquellos que viniesen a él a prepararle
trampas, dejaría al descubierto las inclinaciones y los auténticos intereses de
los malvados y pondría bajo el escrutinio público la verdad de sus intenciones
rastreras. La justicia y la fidelidad a Dios fueron como un cinturón que
sostenían todo el peso de sus argumentos, de sus exhortaciones, de sus
lecciones y de sus amonestaciones.
C.
CELEBRAMOS A UN MESÍAS DE PAZ
Jesús no
solamente es dispensador de la justicia omnisciente de Dios, sino que es el Rey
de Paz que tantos de nosotros, hijos y discípulos suyos, ansiamos que sea
entronizado para siempre en nuestra realidad. He aquí Isaías nos presenta un retrato
maravilloso y glorioso de lo que nos espera en su segundo advenimiento: “Morará el lobo con el cordero, y el
leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica
andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías
se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho
jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre
la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque
la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar.”
(vv. 6-9)
De todo este
cuadro realmente estremecedor y emotivo, la idea central que surge es la de la
paz completa en Cristo. En el Mesías que reina sobre toda la creación, sobre
seres humanos y animales, se encuentra la verdadera restauración del orden
original que Dios proyectó desde la eternidad. La coexistencia pacífica entre
fieras y animales domésticos, entre voraces lobos e inocentes corderitos, entre
felinos carnívoros y cabritillos herbívoros, entre el mugido de un becerro y el
rugido de un león, entre un tierno mozalbete que los guía y adiestra y las
especies animales salvajes, entre los juegos infantiles entre terneros y
oseznos, entre bueyes humildes y regios leones, entre bebés y serpientes
venenosas, y entre niños y víboras impredecibles y ponzoñosas, será algo
increíble. En Cristo la maldad, el pecado y la perversión desaparecen para dar
lugar a algo santo y hermoso, armonioso y perfecto, pacífico y divertido, en
definitiva, un lugar que todos aspiramos conocer algún día. La paz florecerá,
las guerras serán menos que un recuerdo, el amor prevalecerá y la alegría se
adueñará para siempre del corazón del ser humano y del resto de la creación.
Mal o daño serán
ya palabras olvidadas en el monte santo de Sion. Ya lo dijo el propio Juan en Apocalipsis 21:4: “Enjugará Dios toda
lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni
clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.” La segunda creación
de Dios, una creación nueva de la que disfrutaremos cuando el Reino de los
cielos sea asentado completa y definitivamente por Cristo en su parusía, estará
totalmente permeabilizada por el temor, la reverencia, la soberanía y la gloria
de Cristo. Todos conocerán como fueron conocidos, los misterios insondables que
nos fueron velados en vida serán abiertos a nuestro entendimiento y la plenitud
de quiénes somos y de a quién pertenecemos será eternamente nuestro más feliz
regalo. Estar con Cristo en ese instante perpetuo que es el cielo y su
presencia sensible, nos provocará un estado inimaginable de júbilo y
complacencia.
Para terminar con
este texto profético de Isaías, el autor nos propone un encuentro en la
eternidad junto a Cristo, el Mesías de Dios: “Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta
por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será
gloriosa.” (v. 10) Cuando sea todo consumado, y ya estemos gustando de la
salvación y perdón misericordioso de Dios, y al fin la justicia perfecta y
amorosa de Cristo se haya dispensado a toda la humanidad, Cristo, el cual está
siendo hoy predicado y comunicado por su iglesia en la misión que él les
encomendó mientras aún no había subido a la diestra del Padre, será anhelado
por miles y millones de personas que, al igual que los que nos precedieron y
que nosotros mismos, desearán morar por largos días a los pies de nuestro Señor
y Salvador Jesucristo. No hay lugar más hermoso, delicioso y acogedor que vivir
siempre a su lado, tomados de su mano, aprendiendo de su ejemplo, y con la
mirada y la fe puestas en aquel que nació en un pesebre hace ya más de dos mil
años.
CONCLUSIÓN
La Navidad no
significa nada sin la esperanza viva, que todos y cada uno de los aquí
presentes tenemos, de que así como se encarnó en un niño en la humildad de un
establo, y murió en la cruz para perdonar nuestros pecados y salvarnos de
nuestra vana manera de vivir, así también volverá para recoger a los que son
suyos, para celebrar una fiesta interminable en la que encontraremos a los
creyentes que se marcharon un día de nuestro lado y en la que cenaremos delante
del Rey de reyes y Señor de señores, Jesucristo.
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