SIERVOS Y ESCLAVOS
SERIE DE
ESTUDIOS EN 1 TIMOTEO “SOMOS IGLESIA”
TEXTO
BÍBLICO: 1 TIMOTEO 6:1-2
INTRODUCCIÓN
Cuando tratamos
el tema de la esclavitud, en la mayoría de los casos vienen a nuestra mente una
serie de imágenes que han marcado cinematográfica o televisivamente nuestro
concepto de la misma. Películas como “Espartaco”,
“Amistad” o “10 años de esclavitud”,
o series como “Raíces”, nos sitúan
en el marco de tiempos pretéritos que nunca más han de volver, dado que nuestro
mundo actual es mucho mejor en términos morales, de derechos humanos y de
avances en cuanto a la dignidad personal. Sin embargo, la realidad que se
impone y que no nos deja mirar hacia otro lado como creyentes en Cristo, es que
la esclavitud sigue siendo real y más cercana de lo que nos gustaría pensar. La
trata de personas, sobre todo mujeres y niños, para el comercio pornográfico y
la prostitución, son ejemplos contemporáneos que, aunque a veces se presenta de
forma clandestina, nos pone los pelos de punta y nos provoca una indignación
terrible. El abuso de la fuerza en el reclutamiento de personas secuestradas
para ser parte del harén de unos bárbaros terroristas e integristas islámicos,
el menosprecio de las condiciones mínimas exigibles a seres humanos que
trabajan de sol a sol por un chusco de pan, o el lavado de cerebro por parte de
sectas que se aprovechan psicológica, afectiva y sexualmente de sus borreguiles
acólitos, nos llevan a reflexionar sobre si la esclavitud alguna vez fue
erradicada por completo de la tierra.
Mientras existan
seres humanos sin escrúpulos, individuos que no duden en aplicar la ley de que
el fin justifica los medios, y personajes oscuros que no tienen ni un atisbo de
bondad en sus corazones para con sus semejantes, la esclavitud será una
actividad que perseverará y aumentará con el paso del tiempo. En muchas
ocasiones la civilización occidental se echa las manos a la cabeza en cuanto a
estos abominables actos, cuando es precisamente ésta la que, hipócritamente, la
fomenta y la explota. No hace falta irse a un país tercermundista para
comprobar que el poderoso y acaudalado somete sin compasión al trabajador y lo
subyuga hasta límites insospechados empleando métodos mafiosos y coercitivos.
No es necesario marcharse a un lugar lejano del mapamundi para constatar
sistemas de semiesclavitud en los que personas son explotadas sin ningún tipo
de seguro social, de derechos laborales básicos o de garantías contractuales.
No es preciso observar lo que sucede a miles de kilómetros de nuestra ciudad
para saber que existen hombres y mujeres que cobran cuatro chavos o menos por
hacer maratonianas jornadas de trabajo en las que el descanso es un lujo y la
buena educación brilla por su ausencia.
En la época en la
que Pablo escribe a su querido hijo espiritual Timoteo, la esclavitud es una
realidad indiscutible, normalizada e indispensable para el sostenimiento
económico, político y militar de los imperios. Se ha dicho que, si la esclavitud
fuese abolida en el primer siglo de nuestra era, seguramente los estados y
naciones que dependían de esta actividad colapsarían y entrarían en barrena en
una crisis sin precedentes. Era mano de obra gratuita, que solamente trabajaba
por el sustento diario, y que se plegaba totalmente a las órdenes del amo de
turno. Los esclavos lo eran en virtud de varias circunstancias como el hecho de
ser prisioneros de guerra, de auto esclavizarse para pagar algún tipo de deuda,
o de entregar a un hijo o una hija como medio de amortizar préstamos. Los
esclavos adquirían un estatus parecido al de un animal o de una posesión más.
No tenían voz ni voto, no podían tomar decisiones por sí mismos sin consultar
con sus amos, y sus opiniones solo tenían validez si así lo estipulaba su
señor. Podían ser objeto de compra-venta, de legados hereditarios, de regalos o
de cambalache. En definitiva, ser esclavo en el primer siglo después de Cristo
no era ciertamente una bicoca. Significaba estar en la base de la pirámide
jerárquica de la sociedad de aquellos días, y era sumamente difícil albergar
esperanzas de poder, algún día, recobrar la libertad y vivir como hombres y
mujeres sin ataduras ni sometimientos.
A. AMOS NO CREYENTES
Lo curioso de las
relaciones entre esclavos y siervos, y sus señores, es que cuando la iglesia de
Cristo surge arrebatadoramente en el panorama social para predicar la igualdad
de todos los seres humanos gracias al sacrificio cruento de Cristo en la cruz,
ambos participan de la vida eclesial. Y aunque siempre hubo abusos y malas
interpretaciones de lo que implicaba ser hermanos en la fe aún a pesar de las
grandes diferencias de estatus social, lo cierto es que, con toda probabilidad,
hubo una auténtica revolución que debía ser acotada y gestionada de forma conveniente
y cristiana. Señores y esclavos creyentes ahora podían presentarse en el culto
público a Dios de forma igualitaria. Esto llevó a dos reacciones antagonistas:
la de los señores que querían ser tenidos por eminencias por sus siervos dentro
de las reuniones de la iglesia, deseando que la servidumbre traspasara las
paredes del lugar de culto; y la de ciertos esclavos, que, bajo el amparo de
ser en la congregación de los santos iguales a sus amos, trataban con demasiada
displicencia y humos a sus señores. Todas estas conductas y efectos al
evangelio de Cristo debían ser regulados y normativizados, y por ello Pablo
dedica unas cuantas líneas de su epístola a Timoteo para encauzar este tipo de
situaciones.
Pablo deja bien
a las claras desde sus primeras palabras sobre este asunto, que la esclavitud
no es un estado deseable y justificable, sino que obedece a las repercusiones
que el pecado provoca en el alma humana. El ideal, tal y como comprobamos en
Génesis, es que el hombre y la mujer sean libres delante de Dios, y que ningún
mortal se enseñoree de la voluntad o el cuerpo de otra persona. Algunos
quisieran que Pablo condenase de forma directa y altisonante la esclavitud.
Quisieran que fuese un activista pro derechos humanos. Pablo tenía en mente otra
clase de estrategia, más natural, más progresiva y paulatina, y mucho menos
agresiva y contraproducente. Su método era el de Jesús, el de dejar que el
Espíritu Santo realizase su operación de convicción de pecado, de santificación
y de transformación mental y espiritual. No debe extrañarnos, pues, que Pablo
hable de la esclavitud en términos de “yugo” (gr. jipó jigón): “Todos los
que están bajo el yugo de esclavitud, tengan a sus amos por dignos de todo
honor, para que no sea blasfemado el nombre de Dios y la doctrina.” (v. 1)
Para el apóstol
de los gentiles, la esclavitud era un yugo impuesto por el ser humano sobre
otro ser humano. Este yugo, al igual que bajo el que se uncen los bueyes para
labrar o arar el campo, es una ligazón no voluntaria. El yugo era el símbolo
del servicio sumiso de una persona bajo la autoridad de otro de sus congéneres.
Y este yugo podía ser ligero o pesado dependiendo de la clase de amo (gr. despotás) que el siervo tuviese.
Pablo aborda la circunstancia general de cualquier esclavo (gr. doulo) que vive entregado por completo a la dirección
indiscutible de un propietario. Sin importar si éste es cristiano o no, el
esclavo debe honrar en términos objetivos, no emocionales, a su amo. Sé que es
complicado poder entender esta directiva paulina si miramos con nuestros
contemporáneos ojos. Pero comprendamos que Pablo era solo un hombre contra todo
un sistema esclavista que no vacilaría un ápice en destruirlo en un santiamén.
Ya lo intentó el esclavo y gladiador Espartaco, con cierto grado de éxito,
hasta que fue derrotado y sus huestes exhibidas en cruces que jalonaban las
vías que conducían a Roma. ¿Qué, pues, podría hacer Pablo, un fabricante de
tiendas y misionero? Dado que el esclavo no podía solventar su situación de
manera inmediata o abrupta, lo mejor para su supervivencia y para ser de
testimonio a sus señores, era honrarlos, aunque las ganas de hacerlo no
surgieran naturalmente de sus deseos más profundos. El Espíritu Santo se
encargaría de infundir fuerzas, de insuflar paciencia y amor para con sus amos
no creyentes, de dar lo mejor de sí mismos en el desempeño de sus labores de
servidumbre. Si el esclavo cristiano decidiese revolverse apelando a la
libertad que Cristo le había dado en el plano espiritual, lo más seguro es que
su vida correría serio peligro, y la oportunidad de predicar el nombre de Dios (gr. ónoma tú Zeú) y las enseñanzas (gr. didaskalía) de Jesús
desafortunadamente desaparecerían, y la memoria de Cristo sería objeto de mofa
y befa (gr. blasfemetai) por parte
del amo.
Lo mismo sucede
en cuanto a nuestra vida laboral, en la cual nos sujetamos a las órdenes y
requerimientos de nuestros empleadores. Por supuesto, hemos de salvar las
grandes diferencias que existen entre la esclavitud antigua y las relaciones de
trabajador y empresario, pero no cabe duda de que algunos de los principios que
brotan de las palabras y consejos de Pablo nos harían mucho bien a la hora de
saber tratar a nuestros superiores en el entorno laboral. Nuestro ejemplo y
buen hacer, aún a pesar de los abusos y de las denigrantes muestras de trato
que pudiesen devengarse de nuestra relación laboral, han de marcar una
diferencia observable y sensible que pueda ser tenida en cuenta por el
empleador tarde o temprano. Si somos impuntuales, o negligentes en nuestro
puesto de trabajo, o somos irrespetuosos con nuestros jefes, el evangelio que
anunciamos con nuestros actos y palabras solo será una excusa más para que el
empleador se mofe de nuestras incoherentes creencias y de nuestros hipócritas
principios espirituales.
B.
AMOS
CRISTIANOS
A continuación,
Pablo afina un poco más sus instrucciones sobre cómo deben tratar los esclavos
o siervos a aquellos señores que han escogido servir a Cristo como discípulos
suyos y que se congregan en la iglesia (gr.
pistús despótas): “Y los que tienen
amos creyentes, no los tengan en menos por ser hermanos, sino sírvanles mejor,
por cuanto son creyentes y amados los que se benefician de su buen servicio.
Esto enseña y exhorta.” (v. 2) Siempre he escuchado aquella expresión que
dice que “la confianza da asco.” A
tenor de las palabras de Pablo, algo de esto se percibía en el trato existente
entre hermanos esclavos y hermanos amos. Parece ser que algunos esclavos,
aprovechándose de la coyuntura de tener comunión igualitaria en el seno de la
iglesia, tuteaban, infravaloraban (gr.
katafroneitosan) o menospreciaban la autoridad de sus señores, liberando
sus frustraciones y quejas pensando que no recibirían ninguna represalia o
respuesta agresiva contra ellos. Pablo desea cortar este tipo de actitudes
improcedentes y poco edificantes, y exhorta a los siervos a que, en lugar de
creerse estar a la altura de sus amos dada la fe compartida, lo que deben hacer
es trabajar mejor y más excelentemente junto a ellos. Si los esclavos se
esmeraban en hacer que su labor fuese óptima y de gran calidad, tanto el señor
como el siervo se beneficiarían (gr.
antilambanomenoi) de un ambiente armonioso, de respeto, de buenas formas y
de amor fraternal, todo lo contrario de lo que provocarían los díscolos e
inmaduros esclavos que se saltasen a la torera la cadena de mando en la vida
pública y privada. Pablo encomienda a Timoteo a que, a través de la enseñanza (gr. didaskei) y la predicación (gr. parakalei), este tema quede
zanjado y que la comunión eclesial no se viese resentida por roces innecesarios
y poco recomendables.
Esta idea
también es importante tenerla en cuenta en lo que se relaciona con el trato
existente entre creyentes dentro del trabajo en una empresa. Un jefe y un empleado
deben ocupar su lugar en el organigrama laboral, sin que esto sea óbice para
una relación amistosa y armónica, pero sin llegar a caer en el “colegueo” o en
una mengua del esfuerzo a realizar por mor de que como el jefe es creyente,
pasará por alto mis faltas de profesionalidad o no tendrá en cuenta mis
negligencias en el puesto de trabajo. No debemos confundir un lazo estrecho y
fraternal en lo espiritual con una laxitud en el comportamiento formal que se
requiere de un empleado, y con un menosprecio de la autoridad del empleador.
CONCLUSIÓN
La coexistencia
pacífica entre dos estratos muy diferentes de la sociedad era posible cuando
los prejuicios y las valoraciones parciales se dejaban a un lado para adorar a
un mismo Dios. En Cristo somos una nueva humanidad, una humanidad que debe ir,
con el paso del tiempo, ir erradicando una cultura de la esclavitud o de la
servidumbre absoluta. Ante Dios todos somos criaturas con dignidad, con valor y
con honor. De nosotros depende que el cambio suceda. De nosotros ha de salir el
anhelo apasionado por transformar una sociedad estratificada, deshumanizada y
cosificadora, dando paso a la inestimable labor del Espíritu Santo en las
mentes que creen que la esclavitud es necesaria e indispensable para que todo en
este mundo funcione. Como trabajadores, hemos de ser conscientes de nuestros
deberes para con el empleador, sin dejar, eso sí, de defender nuestros
derechos. Seamos luz y sal en nuestros lugares de trabajo, para que brille el
nombre de Cristo, y para que nuestros jefes o empleados entreguen sus vidas en
su servicio.
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