HE AQUÍ QUE VENGO




SERMÓN DE NAVIDAD

TEXTO BÍBLICO: HEBREOS 10:5-10

       Al margen de lo que todos ya sabemos sobre el porqué celebramos la Natividad de nuestro Señor el 25 de diciembre y no en cualquier otra fecha del año más próxima a la realidad histórica, y a pesar de entender que estas festividades están infestadas de reclamos publicitarios, consumistas, mercantilistas y hedonistas, el evento de la encarnación de Dios debe formar parte de nuestra fe. De este humanamiento del Rey soberano del universo en nuestro favor, y no de un deseo peregrino de darse una vueltecita por el mundo para ver qué tal estaba todo, todos hemos de comprender que es uno de los ejes centrales de nuestro sistema de valores y creencias espirituales. El nacimiento de Cristo es, sin duda alguna, un acontecimiento cósmico, especial, magnífico, y hasta cierto punto misterioso e incomprensible para nuestra limitada mente humana. Que Dios ejecute un acto depotenciador, kenótico, en el que se despoja de su gloria y magnificencia, de su majestad y esplendor, es algo que, si lo pensamos profundamente por un instante, puede ser calificado de absurdo, de locura, de algo desconcertante.

      ¿Por qué Dios se molestó por un segundo en pensar que merecíamos su atención más cercana? ¿Cuál es la razón por la cual decidió encarnarse y limitarse en el cuerpo de un ser humano? ¿Qué necesidad o deseo podría albergar su corazón al querer manifestarse en carne y hueso ante sus criaturas pecadoras, depravadas, crueles e injustas? Por mucho que uno dedique tiempo y reflexión a intentar desentrañar la respuesta a estas preguntas, la lógica no puede ayudarnos demasiado. Lo lógico sería que Dios destruyese por completo su obra magna, con lágrimas en los ojos y frustración en su esencia. Lo lógico sería olvidarse totalmente de su creación especial para irse a otro planeta para inventarse una nueva clase de seres que de verdad apreciaran todo cuanto ha imaginado e ideado, adorándole y agradeciendo todos sus dones. Lo lógico es que volviese a recomenzar de nuevo, recomponiendo su hechura para evitarle la desilusión y la amargura de contemplar a seres mortales que se matan unos a otros, que se tratan mal, que se mienten y que arrinconan en algún lugar remoto de su memoria el pensamiento de que Él es Dios y que todo lo hizo para que pudiesen entablar una relación hermosa e íntima con su persona.

      Sin embargo, contra todo pronóstico, en contraste con lo que nosotros haríamos con seres ingratos, venenosos, maliciosos y egoístas, Dios se encarnó y caminó entre nosotros. Nunca seremos capaces de imaginar lo que costó a Dios Padre enviar a su Hijo Jesucristo a la tierra con la misión suicida de salvar a cuantos quisieran aceptar de buen grado la invitación de arrepentirse, confesar sus pecados y entregarse integralmente a la causa del evangelio. No podemos ni por un instante llegar a asimilar lo que sería pasar de un lugar donde el pecado y la maldad no existen, para tener que tratar con personas que rezumaban pecado, insensatez e hipocresía. La santidad de Dios pasando tiempo con individuos perversos hasta la médula, conversando con traidores y manipuladores de la verdad, tocando la purulenta llaga del corazón enfermo de la humanidad. El intachable Hijo de Dios abrazando al miserable, acompañando al afligido de espíritu, mezclándose con los marginados de la sociedad, interesado en sanar el alma perdida y rota. Y todo comienza con Dios adquiriendo la naturaleza de un ser humano, ciento por ciento hombre, y ciento por ciento divino, misterio que solamente descubriremos cuando seamos llamados a su presencia celestial.

      El escritor de la epístola a los Hebreos, de la cual extraemos el texto bíblico de hoy, da voz a este Dios que no vacila en decirnos: “He aquí que vengo.” Su misión, entre otras muchas, será la de abrir de par en par las puertas de una nueva era de gracia y perdón, de misericordia y redención. El tiempo en el que los sacrificios por los pecados eran absolutamente necesarios para el perdón de las transgresiones e iniquidades, deja paso, por medio de la encarnación y natividad de Jesús: “Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí. Diciendo primero: Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron (las cuales cosas se ofrecen según la ley).” (vv. 5-8) Dios entra en el mundo a través de Cristo, el Verbo humanado, la Palabra divina hecha presente y física ante un mundo que vivía en tinieblas. Y hace acto de aparición porque las ofrendas, los holocaustos y las expiaciones se han convertido en ritos vacíos de significado, en ceremonias vanas e hipócritas, en actos que desdicen por completo la intención del corazón del que los ofrece. La religiosidad ha transformado la hermosura de las prácticas del Antiguo Testamento en un cúmulo de falsedades, en una serie de observaciones rígidas e ineficientes, y en un insufrible ejercicio humano de pensar que Dios puede ser apaciguado con la entrega de animales enfermos e imperfectos.

      A Dios le repugna, con absoluta seguridad, todo cuanto se ha ido construyendo en torno a la esencia de esa relación que quiere tener con la humanidad. Con el paso del tiempo, hasta las ideas de iglesia y de ordenanza se ha ido degradando a causa del pecaminoso influjo que muchos seres humanos imperfectos lograron imprimir en ellas. El ser humano tiene la sospechosa capacidad de tergiversar lo nítido, de complicar lo sencillo, y de falsear lo verdadero para adecuarlo a sus intereses particulares. Por eso, para Dios, cualquier clase de obra que podamos hacer con la mentalidad de que así nos ganamos el cielo o estamos calmando la ira divina, no es más que un trapo de inmundicia que le lanzamos a la cara, y que Él detesta enormemente. En ese estado de cosas, la humanidad necesitaba otra fórmula, otro plan de salvación y de perdón que pudiese resolver la realidad de una humanidad infectada por el pecado y la injusticia. 

     Y cuando la oscuridad era densa como el petróleo, cuando Satanás se carcajeaba con más fuerza y persistencia, y cuando el ser humano se hallaba al borde del abismo más hondo de perdición, Jesús, la segunda persona de la Trinidad, el Hijo del Dios Altísimo, al que se le otorga un cuerpo material, se levanta para anunciarnos que hay esperanza, y lo hace repitiendo en dos ocasiones que “he aquí que vengo, oh Dios.” Dispuesto, lleno de amor a raudales, preparado para recibir el castigo que ameritaba la humanidad, sabedor de que su meta se hallaba en una cruel cruz, y que su objetivo era hacer ver a cada ser humano su necesidad imperiosa de reconciliarse con Dios por medio de la fe, Jesús se somete a la voluntad de Dios. Será su Padre celestial, el director de orquesta universal, el que supervisará cada una de las acciones y palabras de su Hijo amado, con el propósito de dar una nueva oportunidad a la humanidad. 

      Jesús, al nacer en un pesebre humilde de Belén de Efrata, al revestirse de piel y huesos, de sangre y carne, se convierte automáticamente en el único sacrificio capaz de volver a religarnos con Dios: “Y diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo primero, para establecer esto último. En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre.” (vv. 9-10) Jesús renueva el pacto de Dios con su creación, y se lanza a una aventura inolvidable e increíble durante los 33 años de su existencia y paso terrenal. Siempre tomado de la mano de su Padre, propone a la humanidad una nueva forma de acercarse a Dios, de revertir su lamentable estado de miseria y podredumbre espiritual, de renacer a una vida eterna disponible para todos cuantos creen en él con fe, de ser santificados por el Espíritu Santo para caminar todos los días de la vida según la voluntad y los designios de Dios, de dar fruto en abundancia por medio de las buenas obras que suceden a esa fe depositada en Cristo. La letra rígida y marginadora de la ley es sustituida por el auténtico espíritu de la misma que Cristo encarna y ejemplifica con sus acciones, sus intenciones y sus palabras. Los sacrificios de animales y de vegetales pierden su vigencia ante el sacrificio de amor más grande que jamás podremos conocer, aquel que Jesús ofreció con su propia vida, una vida inmaculada e intachable, una vía directa al cielo.

CONCLUSIÓN

      Vuelve a preguntarte el porqué de celebrar la Navidad. Vuelve a repensar el motivo por el cual cada año rememoramos el natalicio sublime y humilde del Mesías encarnado. Vuelve a analizar la obra santificadora que la muerte sacrificial de Cristo en la cruz del Gólgota está llevándose a cabo en tu interior. Vuelve a mirar estas fechas tan entrañables y especiales con otra mirada, aquella que ha visto como su vida ha sido transformada, regenerada y restaurada en virtud de aquel niño nacido en Belén, que a su tiempo se convertiría en tu mejor amigo, en tu Salvador y en tu Señor. Que estas Navidades no sean desvirtuadas por la frenética actividad que esta sociedad consumista nos impone, sino que, cuando las celebres junto a tus seres queridos, creyentes o no, eleves una oración de gratitud y esperanza al auténtico protagonista de estas festividades.

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