VIUDAS ANCIANAS
SERIE DE
ESTUDIOS EN 1 TIMOTEO “SOMOS IGLESIA”
TEXTO
BÍBLICO: 1 TIMOTEO 5:3-10
INTRODUCCIÓN
Uno de los
momentos que marcan una huella profunda en el carácter y en la memoria de una
persona, es el instante en el que sufre la pérdida de su compañero o compañera
de vida después de haber compartido años y años de gozos y sombras. En cuestión
de relaciones con otras personas, normalmente éstas nos tocan en suerte, como
son los padres, los hermanos, los hijos o los abuelos. Sin embargo, a excepción
de los amigos, solamente existe, al menos en la libertad de elección que en
nuestra sociedad tenemos, otra relación que escogemos voluntariamente y que nos
completa a la perfección, aún a pesar de los defectos que como seres humanos
falibles tenemos. Esta relación es el vínculo conyugal o matrimonio. Cuando el
amor florece en el corazón de dos personas, varón y mujer, y se comprometen
mutuamente a construir una familia en tiempos de riqueza y pobreza, de salud y
enfermedad, de alegrías y de tristezas, entonces se forja una relación de amor,
que bien cuidada y cultivada, y sometida a la soberanía de Dios, perdura hasta
que la muerte separa al uno del otro. Si preguntamos a personas que conocemos
qué sintieron el día en el que vieron partir a su complemento de vida en el
trance de la muerte, seguramente nos dirán con pena y nostalgia que algo
comenzó a faltarles desde ese momento.
La viudez o
viudedad es un estado de dolor y ausencia que acompaña a aquel cónyuge que
queda con vida y que siempre manifestó su cariño y amor mientras vivió junto a
su otra mitad. En la actualidad existen varias medidas de socorro económico a
aquellas viudas o viudos que han perdido la asistencia financiera de su pareja
sentimental. Pero en los tiempos de Pablo, y hablando estrictamente de las
mujeres viudas y ya ancianas, ser viuda y no ser amparada por ningún familiar
cercano, suponía vivir en la indigencia más miserable, y en la necesidad más
acuciante. No podían trabajar ni podían sostenerse económicamente dadas sus
circunstancias de abandono y marginación. Esto creaba un nicho social
considerable al que había que atender a través de la ayuda de personas
generosas y de amigos que solícitamente se encargaban de parte de sus
carencias. Por eso, en el instante en el que la iglesia de Cristo hace
aparición en la escena de la historia del primer siglo de nuestra era, no era
difícil encontrarse con viudas ancianas que se habían entregado en los brazos
del Señor para convertirse en miembros de la comunidad de fe primitiva. Los
diáconos surgen precisamente para asumir servicialmente la tarea de cuidar con
alimentos y demás elementos de supervivencia tanto de huérfanos como de viudas,
ya que el número de éstos se elevaba a ojos vista conforme el mensaje del
evangelio de salvación se extendía en una sociedad menesterosa y desigual.
Pablo aprovecha
esta carta que escribe a su consiervo Timoteo para darle instrucciones acerca
de cómo tratar a aquellas hermanas viudas y de edad provecta en sus horas más
oscuras. Para ello, elabora una lista de requisitos que las viudas que
solicitaban ayuda eclesial reuniesen con el fin de evitar abusos y engaños. De
ahí que el apóstol de los gentiles distinga entre viudas auténticas, viudas con
familiares que se pueden hacer cargo de sus necesidades más imperiosas, y
viudas alegres: “Honra a las viudas que
en verdad lo son.” (v. 3) La palabra “honra”
(gr. tima) significa que el pastor
debía mostrar un respeto reverente, una actitud de cuidado y apoyo cariñoso, y
un trato misericordioso hacia las viudas genuinas. Las viudas (gr. geras) auténticas, por lo que
colegimos de otros textos bíblicos, son aquellas que han visto fallecer a su
esposo, que han padecido un divorcio fatal en el que no lograron tras éste
encontrar un nuevo esposo, que tienen a sus esposos encarcelados y privados de
libertad por distintas razones, o que han sido abandonadas sin más ni más por
sus pérfidos cónyuges, y se han quedado en la estacada y en la ruina. A esta
clase de viudas es preciso brindarles todo el respaldo oportuno desde la
pastoral y desde la acción social de la iglesia.
Como siempre
suele pasar, en cuanto alguien o alguna institución deciden auxiliar a los más
desfavorecidos de la sociedad, siempre entran en escena personas pillas,
sinvergüenzas y aprovechadas para robar de algún modo a aquellas que de verdad
requieren ser socorridas, y que pueden recurrir al sostén de sus familiares más
cercanos. Pablo, como ya se conocía el percal, no duda en advertir a Timoteo de
esta clase de viudas falsas: “Pero si
alguna viuda tiene hijos, o nietos, aprendan éstos primero a ser piadosos para
con su propia fami
lia, y a recompensar a sus padres; porque esto es lo bueno y
agradable delante de Dios.” (v. 4) Existían mujeres que, tal vez se
hallaban en las mismas circunstancias de pérdida del esposo, y que también eran
mujeres de edad avanzada, pero que tenían la posibilidad de ser atendidas en
sus necesidades por sus propias familias. Los hijos o los nietos, en su deber
de cuidar de sus seres queridos más mayores que habían quedado en una situación
precaria, y en el cumplimiento de la ley mosaica de respetar a sus progenitores,
no hacían bien en cargar a la función social de la iglesia un cometido que les
competía principalmente a ellos.
La prioridad (gr. protón) de los descendientes de un
matrimonio debe ser la de colmar en la medida de lo posible cada una de las
urgencias alimentarias, sanitarias y sentimentales de sus padres, sobre todo en
los tiempos duros de la pérdida del cónyuge. Los hijos y los nietos debían
aprender (gr. manzanetosan) a ser
compasivos (gr. eusebein) y
bondadosos con la sangre de su sangre, y en reconocimiento a los sacrificios y
desvelos que sus padres sufrieron cuando ellos eran los que necesitaban ayuda y
en los que ellos eran los dependientes, tenían la obligación moral y familiar
de galardonar a sus padres cuando la vejez y la soledad les sobrecogiera. La
voluntad de Dios era clara y nítida en este sentido, y si los hijos o nietos
eran creyentes, no podían sustraerse a este mandato directo del Señor de
prestar cobijo y cariño a sus padres o madres viudos.
La perspicacia
paulina debe ser también parte del discernimiento pastoral de Timoteo en lo que
respecta a las viudas ancianas de la congregación. Timoteo debe ser capaz de
identificar a aquellas que son verdaderamente viudas: “Mas la que en verdad es viuda y ha quedado sola, espera en Dios, y es
diligente en súplicas y oraciones noche y día.” (v. 5) La viuda genuina es
aquella que no tiene medios de subsistencia ni parientes que se ocupen de ella.
Está sola (gr. memono mene), es
decir, que su estado y condición de falta de recursos es permanente, dado que
los ingresos que pudiese percibir a causa del trabajo de su esposo ya fallecido
habían desaparecido con el deceso de éste. Sin embargo, en su soledad sabe que
no está del todo abandonada, puesto que Dios se convierte así en el único
asidero en la vida, junto, claro está, la atención generosa de sus hermanos en
Cristo. Su vida se dedica a la oración (gr.
proseujais), confiando completamente en la provisión divina, pidiéndole por
las necesidades de los necesitados de la iglesia, intercediendo (gr. deosesin) por cada miembro de la
misma, y adorando en espíritu y alabanza a su Sustentador. Su tenacidad y
fervor la identifican como una auténtica hija de Dios, y su diligente
dedicación (gr. prosmenei) es
reconocida por su constante, diaria y permanente vida de comunión con Dios por
medio de la oración.
No obstante, otra
clase de viudas ocupan la preocupación de Pablo, una clase de viudas que
podríamos llamar “alegres,” sobre
todo por su comportamiento ligero e incoherente con la fe que desean profesar: “Pero la que se entrega a los placeres,
viviendo está muerta.” (v. 6) Existían viudas que, en lugar de actuar como
lo hacían las viudas piadosas, colocando su eje sobre Cristo y la intercesión,
preferían vivir a su antojo, exhibiendo conductas muy poco o nada edificantes,
y persiguiendo únicamente un hedonismo escandaloso. Estas viudas alegres optan,
tal vez apelando a la nueva libertad de no estar atadas o vinculadas a un
esposo, por conducirse por la vida de forma desenfrenada y vergonzosa. Creen
que tras la disolución de sus matrimonios a causa de la defunción del esposo
pueden hacer lo que les venga en gana, probar lo que no pudieron probar
mientras estuvieron desposadas, y disfrutar de la vida sin valorar que lo que
hacen es bueno o malo. Se entregan (gr.
espatalosa), esto es, se dedican en cuerpo y alma a buscar el deleite
carnal y material, menospreciando la posibilidad de vivir una vida santa y
consagrada al Señor. De ahí que pensando que ahora si pueden vivir de verdad
sin ataduras, en realidad solo están quemando su existencia y únicamente están
precipitando su muerte espiritual.
Pablo quiere que
Timoteo no se duerma en los laureles en cuanto a estos asuntos, que mal medidos
y peor gestionados, pueden provocar auténticos problemas en el seno de la
iglesia efesia: “Manda también estas
cosas, para que sean irreprensibles.” (v. 7) Timoteo debía mantenerse firme
ante los abusos y las malas artes de viudas hipócritas y falsas, y ante la
amenaza que suponía el ejemplo nefasto de las viudas alegres. Debía ordenar (gr. parangele) con rotundidad a las
viudas descarriadas y maliciosas que depusiesen de sus comportamientos
depravados, y que aspirasen a ser mujeres virtuosas e irreprochables (gr. anepilemptoi) en todos los
aspectos. No podía sucumbir a la desidia en este apartado pastoral, so pena de
dejar que la armonía eclesial se viese comprometida y afectada negativamente.
Poniendo de nuevo
su mirada y atención en los hijos de las viudas ancianas, Pablo desea recalcar
que la acción es sintomática de la fe. Una negligencia en ofrecer refugio y
asueto a sus seres queridos que han sufrido la pérdida de su cónyuge, sugiere
una dejadez espiritual realmente lamentable y preocupante: “Porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su
casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo.” (v. 8) Si la provisión (gr. pronoei) familiar, o tu
planificación previa ante esta clase de situaciones delicadas, no es una
realidad en la vida de las viudas ancianas, algo está fallando en la vida
cristiana dentro del hogar. Si te congregas junto a otros hermanos, demostrando
una fachada devota, y luego en tu casa escasea el pan para tus seres queridos,
entre los que se encuentran las viudas, la coherencia brilla por su ausencia.
Separar el ámbito público y religioso del ámbito privado y afectivo es un grave
error. Es contradecirse delante de Dios y delante de la gente. Si el amor
fraternal y la misericordia son señas claras y concretas de una vida
transformada por la obra del Espíritu Santo mediante el sacrificio de Cristo, y
éstos están ausentes de la vida familiar, la conclusión es la misma que Pablo
saca: la fe (gr. pistein) no
significa nada para ti.
Esto no quiere
decir que se pierda la salvación, sino que, o tal vez la persona se enroló en
las filas de la iglesia cristiana sin haber entregado su vida a Cristo, o esa
persona necesita tomar nota de su insensibilidad y así corregir su falta de
empatía por los suyos. Lo cierto es que, el apóstol Pablo coloca un énfasis de
advertencia en la idea de que saber qué es lo correcto y no hacerlo, es algo
mucho peor que ser ignorante de lo que es hacer lo correcto, y no llevar a cabo
ninguna obra de gracia por sus ancianos y menesterosos padres. Podría añadir
Pablo que incluso aquellos que no creen en Dios (gr. apistou) son capaces de cuidar de sus familiares necesitados,
mientras que los que se consideran cristianos adolecen de una indiferencia
terrible para con sus viudas.
A continuación,
Pablo habla sobre una lista en la que es menester incluir a determinadas viudas
ancianas. ¿Se trata de una lista de reparto de alimentos? ¿O es más bien una
enumeración de candidatas viudas a servir de forma especial y particular en la
iglesia? Parece ser que la segunda de las posibilidades cobra mayor
verosimilitud, dado que Pablo demanda de las viudas ancianas inscritas en la
lista una serie de requisitos que deben cumplir: “Sea puesta en la lista sólo la viuda no menor de sesenta años, que
haya sido esposa de un solo marido, que tenga testimonio de buenas obras; si ha
criado hijos; si ha practicado la hospitalidad; si ha lavado los pies de los
santos; si ha socorrido a los afligidos; si ha practicado toda buena obra.”
(vv. 9-10) La lista (gr.
katalogeszo) debe incorporar los nombres de aquellas hermanas ancianas
viudas dispuestas a formar parte del cuerpo de servidoras de la comunidad de
fe. Deben ser mayores de sesenta años, una edad considerada de retiro de la
vida laboral y de contemplación, de sabiduría y madurez, y de experiencia. Su
vida marital debió haberse ceñido a la monogamia y su ejemplo debía ser
constatable por todos como una hermana que ayudaba a todos cuantos pudiesen
haberlo necesitado, y el fruto de su fe pudiese concretarse fehacientemente en
obras de gran calidad (gr. ergois
kalois) y dignas de ser tenidas en cuenta.
La crianza de
hijos (gr. eteknotropsesen) es otro
de los requerimientos paulinos, puesto que el trato dispensado a su
descendencia también hablaría muy bien de su carácter tierno, servicial y
sacrificado. Además, en todo momento habría demostrado su talante hospitalario (gr. exenodojesen), albergando en su
hogar a misioneros y obreros del Señor que llevasen a cabo su labor
evangelizadora de forma itinerante, así como a personas necesitadas de albergue
y cobijo en momentos concretos. Si su humildad y espíritu servicial se habían
visto respaldados con ejercicios piadosos, como lavar los pies de los creyentes
(gr. jagioi podas enipsen) en ese
simbolismo precioso de la misión de Jesús proclamada en palabra y obra en el
cenáculo pascual, también serían admitidas en esta lista. Por añadidura, las
viudas ancianas debían ser reconocidas por su obra social y financiera en favor
de los más desfavorecidos y atribulados (gr.
eperkesen), por su desprendimiento y por su generosidad sin límites. En
definitiva, lo que se pedía de cada una de estas servidoras viudas era que
fuesen un modelo intachable de piedad, gracia, servicio y consagración a la
causa de Cristo. Mirarlas a ellas y a su trayectoria vital sería como mirar al
propio Señor, en su enérgica y diligente entrega a la voluntad y el amor de
Dios.
CONCLUSIÓN
Las viudas
ancianas tenían un papel fundamental para el buen y correcto funcionamiento de
la iglesia. Al tener más tiempo libre después del deceso de sus esposos, o tras
el abandono o encarcelamiento de sus cónyuges, también estaban en disposición
de poner al servicio de la iglesia ese tiempo y esos dones espirituales que el
Espíritu Santo les había impartido para edificación del cuerpo de Cristo. Sus
oraciones son altamente apreciadas por su apasionado deseo de que Dios cuide de
su pueblo. Su hospitalidad es proverbial, y su bondad y compasión son santo y
seña de cualquier comunidad de fe que crece y madura. Ocupémonos, pues, de
ellas, porque ellas ya se ocupan delante del Señor en oración e intercesión, en
servicio y generosidad, para que la obra de Cristo se extienda y las
necesidades de todos sean satisfechas por la provisión de Dios.
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