TEMPESTAD




SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 8-9 “MILAGRO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 8:23-27

INTRODUCCIÓN

       Nunca he sido testigo de una gran tempestad marina, aunque puedo figurarme el caos que pueden desatar los elementos atmosféricos en connivencia con el embravecido y caprichoso océano. Puedo imaginarme la sensación de asfixia que sufren aquellas personas que ven como las olas golpean violentamente contra la cubierta de sus embarcaciones. Puedo sentir desde las imágenes que a veces nos sirven los medios de comunicación cómo una tromba de agua se desploma una y otra vez sobre los cuerpos maltrechos de marineros mientras intentan achicar agua frenéticamente. Puedo tener cierta idea de la zozobra interior que recorre cada nervio de aquellos seres humanos que intentan hacer algo para salvar sus vidas entre chorros de agua salada que empapan cada uno de sus miembros. Puedo figurarme que no es una experiencia especialmente grata para aquellos trabajadores que sacan su sustento del mar y que son derribados sin misericordia sobre las cubiertas de sus barcos por toneladas de mar y rugientes soplos de un viento helador. Una tempestad es el fenómeno más aterrador que una criatura humana pueda vivir, porque sabe que el oleaje furibundo esconde las profundidades de un océano que no suele devolver a la superficie aquello que se traga de un solo bocado.

     Yo nunca he tenido que pasar por ese trago duro y aterrador de ver como el suelo zarandea todo lo que hay alrededor, aunque sí conozco desgracias e infortunios que muchos pescadores tuvieron que sufrir en Bermeo, en la costa vizcaína, donde hace poco más de cien años, una galerna en el Mar Cantábrico, segó la vida de 143 hombres, entre ellos 116 bermeanos, mientras faenaban a 45 millas del cabo Matxitxako. Para darnos cuenta de tal catástrofe, de las ochenta bodas que estaban previstas para celebrarse ese fin de semana en el marco de las fiestas patronales, 40 de los novios fallecieron. Aún recuerdo cómo todo el pueblo se reunía en el puerto para leer los nombres de los fallecidos, entre ofrendas florales que muchos echaban a las aguas desde sus barcas y lanchas. El dolor aún pervive en los descendientes de aquellos que salieron a faenar para ganarse el pan, y que sin saberlo iban a ver segados todos sus planes y sueños.

1.      UNA TEMPESTAD DE MIEDO

     Jesús por fin puede embarcar en el navío que lo transportará al otro lado del mar de Galilea. Su rostro ajado por el cansancio y sus movimientos torpes por causa de toda una noche sanando, enseñando y expulsando demonios, está pasándole factura. No es un superhombre como algunos han querido describirle. De una fuerza física notable, sí, pero de carne y hueso, con instantes en los que su vigor corporal necesitaba un poco de tranquilidad y reposo. Ha respondido a las propuestas de dos de sus posibles seguidores, y ya es la hora de echar una cabezadita a bordo de la barca que sus discípulos más íntimos han conseguido, tal vez la de uno de ellos, la mayoría pescadores y conocedores al dedillo de las aguas que están a punto de surcar: “Y entrando él en la barca, sus discípulos le siguieron.” (v. 23) 

     El trayecto en principio no iba a ser problemático, y al parecer no había signos en los cielos que adelantasen cualquier tipo de turbulencia en su viaje marítimo. Además, muchos de los discípulos de Jesús eran avezados marineros, pescadores que podrían contar historias y vivencias ciertamente difíciles y críticas sobre tormentas y cambios violentos del líquido elemento. Seguramente estarían charlando animadamente sobre los eventos milagrosos de ese día, de cómo Jesús había demostrado su poder en la ciudad de Capernaúm, de cómo su mensaje del Reino de los cielos había sido respaldado por una buena cantidad de portentos increíbles, de cómo Jesús iba siendo día tras día más conocido por personas de toda Judea.

       Y de repente, un nubarrón oscuro como el ala de un cuervo se posa sobre ellos con intenciones poco amistosas: “Y he aquí que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca.” (v. 24) Primero es el viento el que les azota el rostro y los salpica de gotas saladas. Después, la embarcación comienza a mecerse frenéticamente, y las olas van lamiendo la superficie del casco como si quisieran trepar hacia la cubierta. El velamen se hincha y el timón se torna en ingobernable. El miedo y el pánico comienzan a ser visibles en las miradas de alerta de los pescadores más experimentados y curtidos. En cuestión de segundos, la tormenta pasa a convertirse en una auténtica tempestad, y todos comienzan a asirse de cualquier objeto que les procure algo de estabilidad. El agua empieza a inundar el interior de la barca, los cubos pasan de mano en mano para achicar ese incontenible flujo hídrico. Apenas puede verse a unos palmos de la cara, ya que la cortina de lluvia que jarrea sin compasión sobre la nao, ya se une a las olas que chocan contra la madera, creando un espectáculo dantesco en el que poco puede hacer la mano del ser humano. Las voces de los discípulos se perdían en el eco fragoroso de un lago que quería engullirlos para sepultarlos en su fondo más profundo.

2.      RONQUIDOS A ESTRIBOR

     ¿Y Jesús? ¿Estaba ayudando a los demás hombres a salvar el pellejo? ¿Corría despavorido de proa a popa pasando cubos con los que vaciar la cubierta de agua? ¿Estaría tan espantado y sorprendido por esta tormenta como los demás hijos de vecino? El evangelista Mateo nos deja epatados y patidifusos ante la actividad que está desempeñando Jesús en esos momentos de incertidumbre y proximidad de la muerte: “Pero él dormía.” (v. 24). ¿¡Cómo!? Todo el mundo a la carrera, enloquecidos de temor, como pollos sin cabeza, tratando de salvar el pellejo, ¿y Jesús está durmiendo? ¿Quién en su sano juicio podría pegar ojo en un instante tan terrible y dramático como este? Conozco personas que seguirían roncando a pierna suelta a pesar de los ruidos, del trasiego de personas yendo de acá para allá, que no se despertarían, como decimos figuradamente, ni en medio de un terremoto. Pero lo de Jesús impresiona. Truenos, relámpagos, olas estallando, el viento aullando como una jauría de lobos hambrientos, los gritos de los tripulantes intentando controlar la embarcación, ¿y Jesús está roque? 

     En un momento dado, entre el caos reinante, alguien se da cuenta de que las manos de Jesús no se ven por ningún lado. Alguno incluso pudiera haber pensado que se había caído por la borda a causa de uno de los fatídicos vaivenes que sufría la barca. Pero no, nada de esto había ocurrido. Ahí estaba, arrebujado en una manta, mientras dormía plácidamente como si con él no fuera nada de lo que se estaba desatando a su alrededor. En el preciso instante en el que los navegantes más curtidos se dan cuenta de que no existe nada que humanamente puedan hacer para sobrevivir, que sus esfuerzos son ímprobos, y que en cuestión de minutos van a ser devorados por las fauces del lago, acuden a Jesús. Es su última tabla de salvación: “Y vinieron sus discípulos y le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!” (v. 25)
 
3.      MARINEROS DE POCA FE

     Con brusquedad y aspereza, sacuden el hombro de Jesús para hacerle abandonar el único lugar pacífico que en esas circunstancias existía: el mundo de los sueños. Están desesperados, empapados hasta la médula con agua salada fría como el tacto de un iceberg. No hay más salida. Jesús sabrá qué hemos de hacer, se dicen con la mirada extraviada. Entreabriendo los ojillos, Jesús ve los rostros desencajados y chorreantes de sus discípulos, y lo único que escucha a través del maremagnum de sonidos desconcertantes es que le piden ayuda encarecidamente. Reconocen su autoridad y señorío, y tras atisbar un poco a izquierda y a derecha, comprende la situación que se ha creado en torno a su siestecita. El tono imperioso de sus palabras lo despabilan por completo, aunque no está muy conforme con que le hayan despertado intempestivamente de su merecido descanso. De ahí su pregunta a este grupo de hombres inundados de fatalidad: “Él les dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?” (v. 26)

     Los discípulos se miran unos a otros extrañadísimos ante esta reacción de Jesús. ¿De qué iban a tener miedo sino de esta tempestad que estaba haciendo añicos la embarcación y que amenazaba su integridad física hasta límites insospechados? ¿Es que no se daba cuenta de lo que sucedía? Estaban a punto de naufragar, de sucumbir ante los embates iracundos del mar, ¿y Jesús cuestiona la cantidad de su fe? Alguno de ellos estaba a punto de hacerle volver en sí, de tomarlo de los hombros para que entendiera que la muerte estaba rondándoles de manera inminente. Pero Jesús sabía lo que decía. ¿Por qué deberían aterrorizarse a causa de esta tempestad, que sí, que era ciertamente virulenta, si el Señor estaba con ellos en la barca? Es como si Jesús dijera que se estaban ahogando en un vaso de agua. Habían contemplado con los ojos como platos de qué forma había curado enfermedades congénitas, prácticamente sin solución por la vía médica, cómo había expulsado demonios que superaban en fuerzas y poder a cualquiera de los seres humanos que poseían, cómo había sanado a distancia al siervo del centurión… Y ahora parecía que la presencia de Jesús no era un salvoconducto suficiente como para capear el temporal que se abatía sobre ellos. Si su fe en Jesús fuese completa, nada que pudiera ocurrirles en la mar habría desbaratado su ánimo ni habría descolocado la visión que de su maestro tenían. 

     Jesús estaba en la barca y eso debía ser suficiente para confiar en que todo iría bien, incluso a pesar de la cercanía de la hora más angustiosa y oscura. La fe depositada en el Señor nunca sería defraudada ni avergonzada, y mucho menos por los enloquecidos elementos que estaban barriendo la barca. Jesús debió tener una paciencia enorme con sus discípulos, porque a pesar de cientos de maravillas realizadas con su poder, aún continuaban dudando de su identidad divina. Como un padre que menea la cabeza cuando sus hijos no aprenden la lección que se les ha inculcado, así Jesús se levanta para zanjar el problema de su incredulidad: “Entonces, levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza.” (v. 26) Con las manos extendidas, Jesús vocea al viento y al agitado lago con una seguridad pasmosa. Conmina a los elementos a volver a su serenidad y estabilidad. Los discípulos no son capaces casi de escuchar las palabras que Jesús dirige a la oscuridad y a las tinieblas que los circundan, pero se dan cuenta de que nadie en el mundo posee ese halo de poder y autoridad que Jesús tiene. Y así como vinieron los vendavales marinos, se fueron, enmudeciendo su boca para seguir su camino por los cielos de la tierra. El mar pasa del encrespado oleaje a una calma chicha que asombra a unos marineros que pensaban que ya lo habían visto todo en la vida. La barca reposa ya en una balsa de aceite, en medio de un lago cristalino que se ha visto amonestado por la orden tajante y potente del Hijo de Dios.

     Todavía retorciendo la tela de sus vestiduras para secarlas, los discípulos confiesan que su fe no era precisamente merecedora de lo que ha acontecido en su favor. Son capaces de agradecer a Dios una nueva oportunidad para vivir. Y no dejan de comentar entre ellos este espectacular milagro: “Y los hombres se maravillaban diciendo: ¿Qué hombre es este, que aún los vientos y el mar le obedecen?” (v. 27) Estaban alucinando. Flipando, como decimos vulgarmente por estos lares. No daban crédito a lo que habían presenciado. Por eso se hacen preguntas sobre este hombre, un hombre que no es un ser humano cualquiera. La obediencia de los elementos meteorológicos era la evidencia de algo más. Querían creer que Jesús fuese el Mesías esperado, pero todavía no las tenían consigo. Aunque, por otra parte, nadie que no fuese enviado desde el cielo por Dios, podría hacer que la tempestad desapareciese como por ensalmo. Era alguien de carne y hueso, y lo sabían perfectamente, porque compartían su día a día, pero este maestro de Nazaret desprendía algo realmente especial que lo hacía diferente a las élites religiosas de sus días.

CONCLUSIÓN

     Todos pasamos por tempestades en la vida. Tal vez no sean tormentas descontroladas reales y físicas como las que tuvieron que padecer los discípulos de Jesús, pero sí son instantes y circunstancias críticas en las que parece que estamos a punto de perecer. Aquel que no cree en Jesús como su Señor, sabe que el barco de su vida naufragará sin remedio, porque por mucho que se afane en tapar las vías de entrada del agua, sus fuerzas no son suficientes para salir a flote. Aquel que fía su existencia a sus capacidades, a su poder o a sus recursos, tarde o temprano acabará siendo un pecio lleno de algas y coral en las profundidades de esta vida injusta. Cuando ruge la tempestad, su barco, por muy invulnerable que crea que sea, como pensaron los constructores del Titánic, quedará varado en las orillas rocosas de una vida desgraciada.

     Aquellos que hemos pasado por la tormenta de determinadas coyunturas vitales críticas y problemáticas, y que hemos sabido y reconocido que el que lleva el timón de nuestras vidas es Jesús, podemos vivir tranquilos. Tendremos que lidiar con galernas infernales y con injusticas que hielan la sangre, pero tenemos la certeza de que con Jesús, nuestro Señor y Salvador, de nuestro lado, aunque nos parezca dormido, nuestro navío arribará a buen puerto. Solo debemos tener fe en que a pesar de lo que nos rodea es feroz y cruel, Jesús nos salvará y nos sacará las castañas del fuego, demostrando y manifestando su poder y gracia en nuestras vidas. Sé que es difícil observar impertérrito y con una seguridad a prueba de bombas una serie de catastróficas desdichas abalanzándose sobre nosotros. Pero lo que también sé es que Jesús nunca nos abandona, nunca nos defrauda, ni nunca nos deja a la deriva, si confiamos al cien por cien en su salvación y soberanía. ¿Aún dudarás de su providencia, después de haber visto en acción su poder en momentos de los que no creías poder salir indemne, y cómo ha cambiado tu lamento en danza? Glorifica a tu Señor y deposita siempre tu fe al completo en que él hará lo mejor para tu vida.

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