ENFERMEDAD





SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 8-9 “MILAGRO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 8:14-17

INTRODUCCIÓN

       ¿Quién no ha estado enfermo alguna vez? En muchas ocasiones, uno de los temas que más se emplean para conversar entre personas es precisamente la enfermedad. Como afirmó Antón Pávlovich Chéjov, “a la gente le encanta hablar de sus enfermedades, a pesar de que son las cosas menos interesantes de sus vidas.” Que si yo tengo diabetes, que si tú tienes cálculos renales, que si a aquel le han hecho un triple bypass, que si a Fulanito le han diagnosticado pulmonía o neumonía… El cuerpo humano en la enfermedad nos une como una sola humanidad, porque seas rico o pobre, tu organismo se deteriorará, cogerá gripes o resfriados, incubará virus, irá degenerando con el paso del tiempo y se verá desgastado en las articulaciones, músculos y ligamentos. Si hiciéramos hoy un inventario de las dolencias a las que estamos sujetos cada uno de los aquí presentes, las farmacéuticas y los seguros médicos se frotarían las manos como posesos. Aquí el que no tiene una molestia crónica, tiene una muy dolorosa, o ha adquirido una aflicción que solo se puede sufrir en silencio. La enfermedad es el signo claro de que nuestras vidas terrenales son pasajeras, efímeras y finitas, de que las células van muriendo y agrietándose en nuestro interior, y de que nuestras horas sobre la faz de este mundo están contadas. 

    De lo que no cabe duda es que la enfermedad no fue parte de la idea original de Dios para el ser humano. Dios no quiso que la enfermedad se apodere de nuestros órganos y articulaciones, que la desmoralización que produce un malestar se adueñe de nuestro ánimo, y que la muerte progresiva hiciese mella en nuestro cuerpo. La enfermedad hizo acto de aparición en el mundo precisamente porque el ser humano desdeñó y rechazó esa salud y felicidad perpetuas que Dios les ofrecía mientras le obedeciesen y cumpliesen con sus mandamientos. A la muerte espiritual que resultó de la rebelión del Edén, le acompañó el castigo paulatino del deterioro corporal, de la virulencia de los elementos salvajes fuera del refugio del huerto, y de los demás seres microscópicos que hacen su agosto en el interior de los organismos humanos. Con el tiempo, la enfermedad se convirtió en la evidencia clara de que vivir apartándose de Dios era mal negocio. Y así hasta el día de hoy, la enfermedad sigue acosándonos, bien por cuestiones genéticas de las que no podemos controlar su acción nociva, o bien porque nos autoinfligimos determinadas dolencias a causa de nuestro desbocado y desenfrenado tren de vida. Todos estamos expuestos a ella hasta que muramos. Como decía Ben Johnson, “la enfermedad comienza, generalmente, esa igualdad que la muerte completa.”

      No sabemos si las fiebres que aquejaban a la suegra de Pedro eran fiebres contraídas por contagio de otra persona o parte de un sistema inmunológico que aúlla con una temperatura elevada cuando la enfermedad comienza a mostrar signos de importancia. Lo que sí sabemos es que Pedro estaba casado, y que vivía junto con su suegra y su esposa en la ciudad de Capernaúm: “Vino Jesús a casa de Pedro, y vio a la suegra de éste postrada en cama con fiebre.” (v. 14) Tal era el malestar provocado por la enfermedad que se aferraba a su vida, que la pobre mujer no podía ni moverse, ni realizar las tareas básicas de cuidado del hogar. No sabemos si la doliente llevaba mucho tiempo así, si era una enfermedad recurrente, o si las fiebres ocultaban un diagnóstico grave y serio. Lo que sí sabemos es que Jesús la ve. Cuando Jesús ve a alguien necesitado, en una condición patética y con la crispación del rostro que produce el sufrimiento, no se queda pasmado pensando en que ya vendrá un médico a ocuparse del asunto. No permanece impertérrito o incapaz de tomar cartas en el asunto. Cuando Jesús ve a la suegra de Pedro, ve a un ser humano más con el estigma del pecado en su vida. Contempla a su creación más preciosa, más hermosa y más especial, surcada por acometidas de dolor, derribada de su dignidad, desprovista de las fuerzas y del vigor que él quiso poner en el aliento de vida con el que insufló existencia en un molde de barro y arcilla.

      Así es como nos ve a nosotros cuando estamos desvalidos a causa de la enfermedad. Nos observa con el amor característico de un buen padre que ve como su hijo se rebela, comete errores y recibe en compensación el fruto amargo de la desdicha. Nos mira con ojos de gracia, esperando que de nuestra garganta surja un clamor sufriente rogando la sanidad que solo Dios puede dar. Dios se entristece en nuestra enfermedad, muestra su pena al constatar de qué manera el ser humano ha escogido desde joven el camino de la maldad y de la depravación, y constata la terrible realidad de que en la enfermedad todos somos juguetes rotos, creaciones de gran valor sucias y oxidadas por el paso del tiempo y por hábitos pecaminosos. Por eso, cuando Jesús se acerca a la suegra de Pedro, actúa, y lo hace desde la misericordia y la compasión que Dios tiene por la obra maestra caída de la humanidad. Jesús no solo mira y deja que la enfermedad carcoma por dentro a esta buena mujer, sino que se pone manos a la obra: “Y tocó su mano, y la fiebre la dejó; y ella se levantó, y les servía.” (v. 15)

      Un galeno de aquellos tiempos, al acercarse a un paciente, seguramente evitaría que nadie tuviese contacto con éste para eludir el contagio. Pero Jesús, el Divino Médico, conoce mejor que nadie que la enfermedad no tiene nada que hacer contra su gran poder y autoridad. El toque suave y tierno de Jesús, ese encuentro físico entre criatura y Creador, siempre obtiene como resultado final la sanidad. El inaugurador del Reino de los cielos obra este gran milagro para demostrar a sus seguidores que él es Dios mismo, que el Padre le ha enviado para restaurar lo que estaba roto, para sanar lo que estaba enfermo y para rescatar lo que se había perdido. Precisamente este es el mensaje programático de Jesús que aparece como su primer discurso de su ministerio terrenal y que enlaza con las profecías del Antiguo Testamento: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor.” (Lucas 4:18-19)

     Lo más reseñable de este episodio casero de sanidad es que cuando Jesús sana, lo hace inmediata, instantánea y completamente. No era un charlatán de feria ostentoso que pretende curar todas las enfermedades reprendiéndolas con fórmulas que parecen casi mágicas. No era un embaucador que hoy te sana, y mañana te tienes que ir al hospital corriendo porque el efecto placebo y la sensación psicosomática han perdido su esplendor primero. No es un mentiroso que predica tener cualidades o dones de sanidad, pero que es incapaz de sanarse a sí mismo. No, Jesús cuando sana, lo hace de verdad y para siempre. No juega al espejismo, o a las artes de la prestidigitación, sino que cuando Dios cura lo hace a la perfección, y no necesita manos humanas orgullosas que se arroguen el mérito de una restauración física milagrosa. Y como resultado de esta sanidad total, la suegra de Pedro decide que la mejor manera de agradecer tanta gracia derramada sobre su vida, hace unos minutos al borde del colapso, es servir a todos los huéspedes. No existe mejor respuesta a la sanidad de Jesús y de Dios que una actitud de reconocimiento y servicio. No existe mejor ofrenda de amor y gozo que mostrarse a disposición de Dios para agradecerle su bondad y misericordia.

      La suegra de Pedro, el siervo del centurión, y el leproso solo son la punta del iceberg de la necesidad del pueblo cuando Jesús aterriza en Capernaúm: “Y cuando llegó la noche, trajeron a él muchos endemoniados; y con la palabra echó fuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos.” (v. 16). Jesús sabía antes de comenzar su ministerio terrenal que iba a descansar bastante poco. Era consciente de la ingente cantidad de necesidades, enfermedades y crisis que esclavizaban las vidas de la gente. A lo mejor otras personas interesadas y con ansia de ganancias deshonestas espantarían a las multitudes que se agolpaban ante la casa de Pedro aduciendo que la noche era cerrada y que ya mañana serían atendidos por un módico precio o donativo. Pero no es el caso de Jesús. Aun siendo de noche, entiende por lo que están pasando personas dominadas por algún espíritu inmundo enviado por Satanás para atormentarles, hombres y mujeres presas de ataques y convulsiones terribles que laceraban su cuerpo de forma horrible, niños y ancianos con patologías clínicas terminales y sumamente graves. Por eso, se arremanga e inicia su consulta en la casa de su anfitrión, reprendiendo a los oscuros seres que hacían fosfatina la vida de sus criaturas, expulsando a los verdugos diabólicos que se cebaban alevosamente de sus contenedores humanos, y exorcizando cuantas vidas miserables le eran presentadas ante él.

     Su palabra era poderosa. El milagro de una sanidad o de un exorcismo era la señal inequívoca de que el reino de los cielos había llegado, y de que ya podían temblar los enemigos de Dios y de la raza humana ante la autoridad que emanaba de su boca y de sus órdenes. Así fueron desfilando uno tras otro, decenas, centenares, no lo sabemos, todos acudiendo a él con las manos vacías de vida y felicidad, y volviendo a sus hogares con las manos llenas a reventar de sanidad, paz y alegría. Y atentos al detalle: Jesús sanó a todos. No sanó a los que podía sanar y a los casos difíciles derivarlos a un especialista médico. No sanó a los pobres y a los marginados; sanó también a los ricos y poderosos. Sanó a los creyentes y a los incrédulos; a los que tenían fe y a los que solo iban a ver si les tocaba la lotería de Navidad. Curó a todos, hombres y mujeres, sin hacer distingos de edad, condición, gravedad o estado. Ese es Jesús y ese es Dios, aquel que despliega y derrama su gracia sobre justos e injustos, que restaura con el poder de su única voluntad, y que, más allá de la medida de la fe de cada uno de los pacientes, demuestra su amor eterno e incondicional con el ser humano mientras tiene que pasar como un peregrino por este mundo.

     Jesús no hacía todas estas cosas para lucirse, o para proyectar y catapultar su fama de taumaturgo o hacedor de milagros. No sanaba a tontas y a locas, sin propósito definido y concreto. No se dedicaba a expulsar demonios y a curar enfermedades para caer bien a la gente. Lo hacía para cumplir la promesa de su Padre, para enseñar al mundo que el plan de salvación de Dios, ideado desde la eternidad, recogía actos portentosos y hazañas milagrosas con el fin de fijar el objetivo de redimir a cuantos quisieran hacer suyo el evangelio predicado por Jesús, y a cuantos entregasen su vida en absoluta sumisión y confianza a Dios: “Para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias.” (v. 17). Jesús vino a cumplir las promesas de Dios a su pueblo, y la sanidad era parte importante de la evidencia de que la era de la gracia estaba inaugurándose en Jesús. Isaías 53:4, en ese cántico estremecedor y profético llamado del Siervo Sufriente, retrata a Jesús y su ministerio de amor y perdón de manera tan fidedigna que pone los vellos de punta y los pelos como escarpias. Parte de su tarea sería sanar el cuerpo y a su vez, sanar el corazón quebrado de la humanidad sin Dios.

      Algunos quieren, por razones obvias de enriquecimiento personal, atribuir a la cruz y a la sangre de Cristo propiedades sanadoras y curativas, cayendo en el falaz error de interpretar que el creyente verdadero, en virtud de la obra sacrificial de Jesús en el madero, ya no debe tener dolores, ni enfermedades, ni malestares. El truco que emplean con magistral perversión es realizar reuniones de sanidad y milagros según les convenga, y si alguien no es sanado, responder que o bien no tiene fe o suficiente cantidad de ella, o bien que tiene pecado en su vida y que esto cortocircuita su comunión salutífera con Dios. Con lo fácil que es entender que lo que aquí se dice es que las enfermedades y dolencias son una manifestación más del pecado, y que el verdadero milagro es ser liberado de las cadenas de éste. Este es el auténtico milagro que Dios quiere hacer en nuestras vidas: sanar el espíritu, sin descartar la curación corporal por medio de la oración del justo en comunidad.

CONCLUSIÓN

      La enfermedad nos afecta a todos. Físicamente notamos sus estragos y achaques, y conforme la edad aumenta, aumentan las bisagras herrumbradas y los dolores de todo tipo. En muchas ocasiones hemos podido comprobar el poder de Dios sobre la enfermedad en nuestras propias carnes, y en otras hemos considerado su gracia al no quitarnos determinadas molestias para enseñarnos lecciones valiosas sobre la perseverancia, la humildad y la soberanía de nuestro Señor. Un día, cuando estemos en la presencia de Cristo allá en los cielos, todo nuestro sufrimiento será menos que un recuerdo. 

       Mientras llega ese momento de victoria y gloria, oremos los unos por los otros para que el Señor siga ocupándose de nuestros maltrechos tabernáculos, cuidemos nuestra salud haciendo caso a los médicos sin tentar a la suerte, y encomendémonos a nuestro Padre celestial para predicar al mundo que el milagro más grande jamás visto es el de la sanidad y la restauración del espíritu. Y no olvides que cuando el Señor haga su obra de sanidad en tu vida, seas agradecido y le sirvas con gozo y amor constantes.

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